el interpretador

 

De espaldas al río

Verónica Bonafina

 
 

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(A Sol Hegglin)

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Aguas distintas fluyen sobre los que entran en los mismos ríos. Se esparcen y se juntan, se reúnen y se separan, se acercan y se van

Plutarco

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El cine que no leemos

 

Cuando Andrés Caicedo se dio cuenta de que hacer cine en Colombia era algo prácticamente imposible (sólo logró codirigir un largo en 16mm) se propuso dedicar el resto de sus días a devorarse todo el cine de la época. Son los años ´70 y el joven escritor y socio fundador del Cine Club de Cali escribe un artículo para una ponencia en la Universidad del Valle en donde se expresa así: “El cine no ha cumplido aún los ochenta años, y no es demasiado aventurado afirmar que ha puesto a funcionar el mundo a su ritmo, que las culturas y las subculturas cada vez son más escasas provenientes de la literatura que del cine. Que por su misma juventud ofrece una de las más fascinantes posibilidades que se le pueden ofrecer a hombre alguno: la posibilidad de saberlo todo al respecto”.

 

Antes que nada hay que decir que Caicedo gustaba del cine tanto como de las afirmaciones megalómanas y efectistas. Sería inútil enumerarlas porque de eso están hechos sus textos. Ojo al cine reúne más de cien reseñas críticas, entrevistas y relatos sobre cine, escritas y publicadas entre 1969 y 1977 en diarios locales y revistas especializadas. La prosa de Caicedo es, sobre todas las cosas culebrona; oscila entre lo eruditomalicioso y lo cinicotragicómico y, como resultado, obtiene un material que se deja leer como ensayos, cuentos o diario íntimo. “El crítico, en busca de la paz, se da toda la confianza”, por ejemplo,es un artículo que Caicedo empieza con la frase “América Latina es un continente con una expresión propia” y lo termina con “Cada vez que pienso en ella, me pasa eso”. El concepto de “género” es algo que en Caicedo está ausente. Sus obras de teatro, e incluso su novela más reconocida ¡Qué viva la música!  bien podrían ser guiones cinematográficos; sus ensayos, cuentos y sus cuentos pequeños capítulos de la historia de su vida. 

 

Convencido de que todo gusto es una aberración, de la crítica sólo le interesó “lo insólito, lo audaz, lo irreverente, lo maleducado”. En la encuesta realizada por estudiantes de la Facultad de Comunicación Social de la U.P.B con el propósito de confrontar pareceres sobre la crítica cinematográfica, asegura en clave impertinente que “dedicarle la atención necesaria a la importancia de Jerry Lewis es un acto de terrorismo”, y  “arremeter contra el cine político italiano o  un filme como El pasajero también.” Le gustaba decir cosas “punchis”. Pero también hay que admitir que todo lo que Caicedo decía, lo hacía.

 

En 1973 viaja a EE.UU. con el propósito de vender dos guiones de terror a un productor cubano. Rápidamente se da cuenta de que no tiene sentido -encuentra problemas en la traducción, no logra hacer una sinopsis, no tiene copia del original- y decide no asistir a la reunión y terminar su estadía en Los Ángeles encerrado todo el día en una cinemateca viendo películas. En sus memorias cuenta que veía entre ocho y dieciséis filmes por día: “Yo me levantaba a las ocho de la mañana, cruzaba la calle desayunado ya, y me entraba al teatro, a mi cita con la oscuridad, para salir a eso de las once.” ¿Es posible tanta resistencia?

 

Precisamente algo que seduce de Caicedo es que para cada pregunta que uno le plantea a sus textos, rápidamente, se encuentra la respuesta. Y efectivamente, dos o tres renglones más abajo Caicedo nos deja tranquilos: “Fue allí cuando probé por primera vez las anfetaminas”.

 

Desilusionado de EE.UU. y del rodaje que codirige con Carlos Mayolo, “Angelita y Miguel Ángel”, en 1974 saca el primer número de su revista Ojo al Cine título que lleva el compendio publicado por la Ed. Norma (Colombia, 1999)§. Caicedo no escondió sus deseos de trascender; se convenció de que lo que no se podía filmar, se podía escribir: “…lo que valga la pena, y no se pueda [ver], se puede leer”. Y entre los primeros años de su juventud y los que él considero los últimos –Caicedo se convirtió en leyenda a los veinticinco años- escribió cinco obras de teatro, dos novelas, una publicada en vida y otra inconclusa, y tres libros de relatos, en muchos de los cuales el universo del celuloide es lo que predomina como escenario de vida en la ciudad.

 

Visto de esta manera, no sería demasiado osado pensar que, en Caicedo, ese impulso nerd de querer abarcarlo todo resultado de una imposibilidad original: la imposibilidad de realizar una película. Sin embargo, después de recorrer una y otra vez su obra, además de su obsesión por el cine, lo que uno descubre en sus textos es una compulsión narrativa de la vida. Como si en vez de decir que todo lo que no se puede filmar se pude escribir, en realidad estuviese diciendo, todo lo que no se puede vivir se puede encontrar en otro lado: en la escritura o en la oscuridad de la sala.  

 

La oscuridad de la sala es un tema recurrente en sus relatos de vampiros pero también en los informes que escribía después de las proyecciones del Cine Club. Caicedo habla del “pobre diablo que lleva en sus espaldas la maldición de habitar la noche eternamente, y que necesita de sangre humana para continuar el curso de su destino”

 

Según su propia clasificación, a Caicedo le va bien la figura del espectador lumpen tanto como la del espectador intelectual. Le gustaban las categorías, los moldes; pero todos estaban hechos a su medida. “Especificidad del cine” es un texto que pareciera abarcar todas las operaciones críticas que realizan estos “tipos” que Caicedo dice encontrar entre los miles de espectadores de su época. Habla del “espectador de formación marxista”, del “espectador de extracción proletaria y de formación lumpesca”, del “hombre de letras que acude al cine” y por último, del “espectador cineasta”. Pero en el fondo Andrés Caicedo siempre habla de sí mismo. Y de Patricia, claro, “Patricialinda”; la chica mala de la película, su otra imposibilidad: “Si no puedo vivir sin ti llevaré, supongo, una especie de antivida, de vida en reverso, de negativo de la felicidad, una vida con luz negra. Pero brilla el sol, tú puedes estar cerca. Ahora salgo a buscarte.” Estas son las últimas líneas de El cuento de mi vida, publicado treinta años después de su muerte.  

 

 

 

“Agúzate que te están velando”

 

Andrés Caicedo se suicidó el 3 de marzo de 1977. Si de lo que se trata es de hablar del río en Caicedo no se puede dejar de lado su única novela publicada en vida: ¡Qué viva la música!, ni tampoco a los compañeros de aventuras de María del Carmen: Ricardito, “el chico de río” y   Bárbaro, “el merco”.

 

La novela comienza con un rito de iniciación: sumergirse en la aguas del río Pance significa para María del Carmen el ingreso a la cultura popular. Entender las lecturas de El Capital, según el personaje, significa abandonar la pileta a la que concurren todas las “niñas bien” y yirar por la ciudad con Ricardito. “¿Cómo no lo había conocido antes?” -le pregunta la heroína. “Porque eras una burguesita de lo más chinche (...) pero ahora, después del contacto con este agua, no lo eres más.” Exorcizado el pecado original, el resto de la novela es pura rumba, cocaína y alcohol.

 

Pasadas las doscientas páginas, María del Carmen cruza el límite. Conoce a Bárbaro quien la “invitaba a tomar el rumbo del extremo Sur, más allá del Pance, riberas de la cordillera.” El clima de la novela se vuelve más áspero y turbio, y el discurso, latinoamericanista. Bárbaro introduce a María del Carmen en prácticas aborígenes y en el consumo de hongos. “Con mi amado nos manteníamos Pance abajo, ¿haciendo qué? Bajando gringos. Así conseguía Bárbaro el merco, y le gustaba la acción (…). A mí también me daba rabia que fueran tantos y tan sonsos y que vinieran a esta tierra a encontrar los pecados capitales a precio de realización.” Las escenas que se siguen son la descripción de la Colombia que conocemos por los diarios, violenta y subversiva, y que, en su versión, Caicedo la carga de un resentimiento que seduce. Mi parte favorita es el encuentro entre un norteamericano y Bárbaro. El diálogo empieza a caldearse en el momento en que el gringo lo contradice y propone una visión optimista y generosa del país: “Pero si yo no he visto más que armonía (…) Me gusta Colombia por los bellos paisajes y la simpatía de la gente”. Bárbaro no se resiste y lo asalta, le quita el walkman y los “bluyines Levis”, y lo golpea “para que aprenda a que las cosas son duras en este país”. María del Carmen cuenta que finalmente dejaron al gringo tirado en el río pero, que al día siguiente, los diarios decían que más tarde lo habían encontrado dos equipos de futbolistas “y que los 22 lo habían humillado, usado y abusado”.

 

¡Qué viva la música! es un texto distinto a Calicalabozo por la preponderancia de la voz femenina y porque el telón de fondo no es el cine sino la música: el rock y la rumba. Sin embargo, (el mismo Caicedo da la idea) los componentes de su obra son intercambiables: “El atravesado, Angelita y Miguel Ángel y partes de ¡Qué viva la música! resisten como novela porque tratan los mismos temas y en algunos casos se repiten personajes como Angelita y Miguel Ángel y perfectamente se puede convertir Solano Patiño en Ricardito el Miserable”. Si en ¡Qué viva la música!, Ricardo es un músico desquiciado al que todos esquivan en algún momento de la noche; en Calicalabozo, es el cinéfilo empedernido -un pesado- que sólo puede, y quiere hablar de cine. 

 

Valentín Alsina y después

 

Desde siempre el cine tiene su foco en la ciudad. Si por ser industria el cine se piensa masivo, hay que decir que la red de proyecciones no soporta cualquier geografía y delimita un territorio. La cartelera de Buenos Aires ofrece además de los estrenos comerciales, ciclos en salas no oficiales, en bibliotecas y centros culturales. Con excepción del Festival de Vecinos de Saladillo y el circuito under -que en su tercera versión apostó por atravesar los límites de la capital- el cine tiene su sede principal en las grandes ciudades. Y, si bien en los últimos años la aparición del digital contribuyó a que se engrosara la red, nada garantiza aún, una extensión más allá de los centros urbanos.

 

En un texto irónico y sagaz, “Goyo baja línea”, el cineasta, crítico y curador de la sección Vitrina del FDMP, Gregorio Anchou, señalaba que “es difícil imaginar un escenario under en el campo aunque también en el under se proclame que el centro es el margen’ y pueda admitirse que hay un centro en sitios como Pehuajó. (…) El under rural es, al menos hasta que se demuestre lo contrario, una imposibilidad que desconcierta la imaginación. Un oxímoron”.     

 

Visto desde la perspectiva de quien quiere hacer una película, la intromisión del digital marca un antes y un después en la historia del cine -algo que quizá hubiera cambiado el destino de la obra y vida de Andrés Caicedo. El desarrollo del digital no sólo transformó la técnica y el lenguaje cinematográficos en el sentido de haber aportado a la hipertecnificación del audio y la imagen, sino que además amplió las posibilidades de realización de una película de bajo presupuesto. Para quienes se atreven a abandonar el sueño del celuloide, filmar una película hoy parecería estar mucho más al alcance de la mano que en la época en que Caicedo se lo había propuesto.

 

Un dato curioso es el premio que otorgó la compañía de celulares Personal a Tetsuo Lumiere, por su spot publicitario “Rojo en el bosque sangriento”. Realizado en primera medida para el II Festival de Cine Under de Buenos Aires y editado luego conforme a las bases del concurso organizado por la compañía de celulares, Lumiere volvió a sumar puntos. Hago una síntesis pero vale la pena buscarlo en You Tube: en medio de un rodaje de terror, justo en el momento en que el asesino está por acuchillar a su víctima, el director gore recibe una llamada de su madre a quien le tiene que explicar que ha tomado prestado su celular para filmar una película con unos amigos.

 

Lo interesante de la anécdota es que mientras Personal aplaude el ingenioso gesto publicitario del director y guionista de Mi reino por un platillo volador, lo que Tetsuo Lumiere está festejando es el potencial que brinda el nuevo soporte al cine de bajo presupuesto.

 

La revolución digital no sólo ha reconfigurado los modos específicos del quehacer cinematográfico sino además todas las prácticas sociales que giran en torno al cine.

 

Mi papá siempre cuenta que la primera vez que me llevó al cine, a mí y a mi amiga Sabrina, yo me levanté en medio de la película y le dije, solemne, esta película la quiero ver muchas veces más. Tenía seis años y la película era E.T. No tengo memoria de haber dicho eso; lo que sí me acuerdo es que cuando salimos del cine fuimos a comer pizza a “Juancito”. Tampoco recuerdo la película. Sólo el emblemático momento en el que E.T y su amigo terrestre viajan en bicicleta por el aire, y la discusión que tuve con mi amiga acerca de la posibilidad real o no de que la nave extraterrestre se hubiese estacionado en el fondo de la casa de su prima Julia, con motivo de su cumpleaños.

 

La pizzería sigue ahí, a media cuadra de la Estación de Banfield. El cine, en cambio, dejó de funcionar hace más de quince años. Las salas dan pérdida, el cine como evento social, también. Las razones pueden ser formuladas en la forma de una pregunta: ¿para qué voy a ir al cine si puedo bajarme la película de algún sitio de Internet y verla con mi novio en casa, mientras comemos una pizza?

 

No estoy segura de que sea una pregunta que tiene que responder la era del digital; y si no pensemos en Cinema Paradiso. La nostalgia de una práctica que ya no es, de un evento en el que antaño valía llevarse vianda, hablar en voz alta, reírse a carcajadas y abuchear si la película era mala.

 

Se supone que las obras de arte hablan por sí mismas, le escuché decir la semana pasada a Alejandro Ricagno mientras, durante una lectura de poesía en el Centro Cultural Pachamama, narraba el making off de lo que estaba por leer. Y fue hermoso. Porque no se trata sólo de “hablar de”, de hacer crítica, si se quiere. Se trata, en todo caso, de sociabilizar. La literatura, el cine, la pintura, produce un exceso que es inherente al arte mismo, un exceso que a veces se confunde con la pasión o el fanatismo de quines lo encarnan, y no se comprende. Es el karma de los personajes de Caicedo, del Ricardo de Calicalabozo: “No, usted no me entiende, usted no me entiende, yo vine para que comentáramos la película, a usted le gustó, ¿no es verdad? (…) Entonces, Ricardo fue golpeado”.           

 

No me arriesgaría a afirmar que el digital esté ganando en la democratización de la cultura. O tal vez sí, y de eso se trate la democracia, jugar a participar. La metáfora de un equipo integrado por infinitos jugadores, en el que todos entrenan con la misma camiseta pero que a la hora del partido a la mayoría le toca quedarse en el banco; todos, deseosos por llegar a ocupar alguna posición. En el cine pasa lo mismo. El aumento que se da a nivel realización es proporcional a la necesidad de selección del material que se exhibe. Y si bien es un hecho que la cifra de largometrajes que se realizan al margen del INCAA y del SICA es cada vez inabarcablemente mayor, muy pocos son los trabajos que alcanzan visibilidad en los circuitos oficiales.

    

En “Goyo baja línea”, Anchou no oculta el problema y da cuenta de la operación que realiza como curador: “No está bueno programar siempre películas excelentes porque así estamos sentando un estándar demasiado alto que impide la participación, como sucedía con el peso de Menem, pero también es necio llenar la pantalla de mierda porque el Circuito se nos moriría entre las manos, como sucede con las pantallas de los cines del Instituto –se refiere al INCAA- o de Canal 7”. No se puede mostrar todo, parece estar diciendo Anchou, retomando la vieja discusión acerca de la selección, y probablemente tenga razón. Sin embargo, la pantalla oficial hoy no es necesariamente la pantalla más visitada. 

 

Por donde se lo mire, el nuevo soporte marca un punto de inflexión en la historia de la producción cinematográfica -por no hablar de la literatura de blog, “esta novedad” que tanto “achina” la mirada de la Ludmer en la entrevista que le hicieron para la Revista Ñ en diciembre de 2007. Lo que en la época de Caicedo era un sueño impensable, esto es: realizar una película desentendiéndose del ritmo que marca la industria -no sólo en la instancia de realización sino también, de la exhibición- hoy el digital pareciera (si no hacerlo posible) ser capaz de mostrar un potencial.

 

Nuevo cine sin consumo

(Cuatro películas argentinas)

 

I- En una reseña a propósito del filme de Pasolini Edipo rey, Caicedo se hace una pregunta: ¿cuál es el contenido de un filme? La respuesta no se hace esperar y dice, “todo lo que está dentro del cuadro”. Esta es una pregunta-respuesta que le viene bien a las películas de Pablo Klappenbach, fundamentalmente al largometraje La ciudad rebelde. Porque después de dos horas y media de foto en movimiento y sonido en vivo de la naturaleza parece inesquivable la pregunta: ¿de qué se trata esta película?

 

Lo que Klappenbach nos pone en la pantalla es un collage de elementos propios de la civilización interceptados en un paisaje de ríos, animales y montañas. Si todos los planos pudieran ser reductibles a una única idea, sería la de una naturaleza corrompida.

 

En el apartado que se titula “El río”, Klappenbach no ofrece un plano fijo a lo James Benning, un paisaje en movimiento del fluir de las aguas. Desde el inicio, el uso de la cámara en mano violenta toda operación contemplativa. El río está ahí, en el cuadro, el espectador puede escucharlo, pero lo que se muestra es otra cosa: un cause seco, el cielo escondido detrás una red hidráulica, y finalmente nada.

 

En la escena siguiente Klappenbach planta la cámara en un lugar estratégico: el cruce de un camino que lo atraviesa. Al sonido del agua se le interpone el de un motor, un auto que se acerca lentamente y pasa cuidadoso para no salpicar los pares de zapatos que antes de desaparecer se ganan su primer plano. El paisaje quedó arruinado.

 

¿Cuál es el sentido de este material crudo y salvaje al que Klappenbach nos enfrenta?

 

En el prólogo a una edición del Facundo de Sarmiento, Carlos Altamirano proponía  una lectura interesante, decía que si uno tiraba de la punta del hobillo de Facundo, al final se debía encontrar con Rosas. El gesto de Klappenbach parece ensayar más bien lo contrario: detrás de esto que se expresa como naturaleza degradada se esconde una ciudad en rebeldía, una civilización que se encuentra, como en el fetichismo de la mercancía, enajenada del producto de su trabajo, que se desentiende de sus desechos y lo contamina todo.

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Pero, así como “no es posible bañarse dos veces en el mismo río”, el devenir barbarie de la civilización, no es una vuelta al origen de los tiempos. En La ciudad rebelde no hay un enfrentamiento entre la naturaleza y la civilización. Lo que está en tensión, el enfrentamiento que se le puede proponer a la película, se da entre la civilización y el resultado de su desarrollo: el progreso tecnológico.

Ya en el año 1976 también Caicedo tenía la idea de que el progreso técnico iba de la mano de la decadencia del cine. Durante la permanencia en una clínica psiquiátrica en Bogotá, Caicedo planea su futuro próximo y dice: “Quiero escribir un ensayo que, ante la decadencia del cine mundial ligado a la super-perfección técnica, se llame “Por un cine imperfecto”.  El trabajo de Klappenbach es el resultado de esta ideología.

 

Una vez más, como en Días de Plata (su largometraje anterior) no hay rastros de un guión, pero sí, al menos, vestigios de una humanidad ilustrada: la palabra escrita. Llegando al final del filme Klappenbach encuadra una cita de Joseph Conrad: “¿Podríamos dominar aquella cosa muda, o sería ella la que nos manejaría a nosotros? Percibí cuán grande, cuán inmensamente grande era aquella cosa que no podía hablar, y tal vez también fuera sorda”. Este pasaje del que se vale Conrad en El corazón de las tinieblas para narrar la inmensidad de la naturaleza frente al hombre, en el marco de una civilización en rebeldía no deja de describir el poder constructor y destructor de la técnica o, como mejor lo definiría Rafael Cippolini, “la experiencia paranoica frente a la máquina”. 

 

 

II- Lo nuestro no funciona, de Nicolás Álvarez e Ivan Wolovik,es ante todo un gran título. Al borde de lo “hitero”, inolvidable. La película, en cambio, es inasible, huidiza para la memoria cinéfila de nuestro siglo. Pero eso es precisamente lo más interesante: lo que le da sentido al título y justifica el ritmo del relato. Los “tiempos muertos” son el enemigo del cine comercial pero también del enamoramiento, esa forma ideal del amor en la que no existe el tedio, la duda y el sexo torpe –eso que Hollywood nos vende en la forma de relaciones perfectas entre cuerpos perfectos, la síntesis paradigmática de la estética del consumo.

 

La diva de Lo nuestro no funciona es Tatiana Saphir, más reconocida por su actuación en el primer largometraje de Diego Lerman Tan De repente.  Lejos de cumplir con los estándares físicos que propone la sociedad Argentina de nuestra época, Tatiana Saphir se desnuda ante cámara y logra resolver uno de los momentos más difíciles de la película: una seducción imperfecta. Los directores no fueron tontos y supieron aprovechar la carga de erotismo y sensualidad de la actriz, y como resultado obtuvieron una de las escenas más estetizadas de la película.  Una vez escuché que un chico le preguntaba a su barrita de amigos: “¿no es increíble que Drew Barrimore siendo tan gordita nos guste a todos?”  Parece que sí, que es posible -en todo caso se trataba de una pregunta retórica.

 

Lo nuestro no funciona prescinde de diálogos, pero habla. Habla del río: de lo que ladea a nuestras espaldas y a la vez nos atraviesa. De Sur a Norte, tres personajes que parecen ser turistas transitan una ciudad caótica. El recorrido desemboca en el puerto de Tigre. Después, el viaje por el río en lancha es lo opuesto: el ritmo empieza a realentarse y los planos se alargan. El contraste es claro, la vida en la isla no es la misma que la de la ciudad. Allí donde, en apariencia, no existe novedad ni intensidad, aparecen la música y el río. Más que como metáfora de la vida, Lo nuestro no funciona,habla del río como reflejo del fluir de la conciencia y del arte de vivir: lo monótono y rutinario, la improvisación, y la relación entre el ensayo y el error.

 

Me gusta pensar que Caicedo pueda decir aquello que los personajes de Lo nuestro no funciona representan en imágenes: “Lo que he sentido hoy al menos por tres horas me hace pensar que tengo adentro un río de arena hirviendo que poco a poco se agota en un hoyo profundo y negro, y no he tenido tiempo para probar en verdad el placer de la compañía, eso que intuyo, el placer de la celebración, del amor, de la música”.

 

Uno de mis alumnos, de origen sueco, con quien compartí lecturas sobre este filme, me decía que los personajes le recordaban a los de Esperando a Godot. Todos esperan que llegue alguien o algo, y los rescate del hastío. Es cierto, y en ese sentido el trabajo de Álvarez y Wolovik es perfecto.

 

III- En Buenos Aires todo se oxida, me dijo una amiga joyera mientras me enseñaba a curar un wok. No sé qué fue lo que me quiso decir exactamente pero le creí todo. Es mi amiga (hace unos anillos en plata divinos) y pongo mi wok en el fuego si ella lo dice. Pero además es la actriz del mediometraje de Lorena Gall, Inocente y vano.

 

Es difícil ver actuar a amigos: uno ya conoce sus gestos, la entonación de la voz, y en la pantalla, lo artificioso pronto es leído como sobreactuación. Sin embargo, en la escena final de Inocente y vano -Rosa sentada a orillas del delta- el personaje de mi amiga me resultó sumamente convincente y hasta me emocionó. No dice una sola palabra, tiene la mirada perdida en el río, como si allí se encontrara la clave de todo el relato. La foto es la misma que aparece en Lo nuestro no funciona: el sol reflejándose en las aguas del Paraná y un perfil humano que las contempla, y sin embargo, encuentro algo más.  

 

El filme inicia con la sorpresiva llegada de Rosa (Rocío Ferreiro) a la isla en donde se encuentra Ana (Astrid Bourlot). Ana reconoce la hazaña que representa esa visita: haber atravesado el río en bote. Sin embargo, le anticipa que no piensa volver a la ciudad. A Rosa parece no importarle, evade la reticencia de Ana e intenta disuadirla diciendo que trae alfajores. El tiempo y la distancia justifican que ambas estén cambiadas, y que Rosa decida quedarse a pasar unos días.

 

Toda idea de justicia, de reconocimiento del otro, se juega a la hora en que éste desafía la lógica de la invitación, que irrumpe, como lo hacen los fantasmas, visitando sin haber sido previamente invitado. En Inocente y vano es Rosa la que ha llegado, y por lo tanto, es a ella a la que le corresponde aceptar las reglas del juego (aunque finalmente eso le signifique quedarse afuera).

 

Más allá de si es cierto o no que en alguna medida el relieve determina los caracteres de los individuos, en Inocente y vano las costumbres en la isla son otras: “Acá se cena temprano -le explica Ana a Rosa- como en Europa”; “comemos huevos a la mañana, como en Estados Unidos”. El universo de Ana  en la isla se construye sobre los cimientos de una naturaleza que Rosa desconoce: “Hay palometas en esta zona, y rayas”. Este universo se completa con Bea (Sabrina Lara), una mujer que “está infantilizada”. Bea es la nueva pareja de Ana, una nena- hembra de “treinta y pico”, a quien hay que peinar y limpiarle la boca mientras come a la vez que, como buen salvaje que es, también habla. Y cuando lo hace reproduce, a la manera de los niños, la moral que impera en la isla: “se mira y no se toca”.

 

El personaje de Bea es un elemento del filme que nos revela que Gall busca salirse del realismo para construir un universo arbitrario. La operación recuerda mucho a las películas de David Lynch: en los primeros minutos del filme todo aparenta ser normal y coherente respecto del mundo en que vivimos hasta que en un momento uno de los personajes dice o hace algo que nos deja perplejos: “¿Querés que te muestre cómo caminan las gallinas?”, dice Kyle MacLachlan a Laura Dern en Terciopelo Azul. Diálogos, actitudes y personajes que desconciertan.

 

Gall se vale del río para fundar un ideal de sociedad, un universo que se presume femenino, por excluir a los hombres, pero que en última instancia está explicitando las posibilidades, los cauces y las desembocaduras, de ingresar a un mundo que de base es excluyente. “¿A que no te animás a meterte al río? ¿A que no te dejamos quedarte si no te metés al río?”.

 

Cuentan que Cratilo criticó a Heráclito por decir que es imposible meterse dos veces en el mismo río; en su opinión no se podría ni una sola vez. Pero Rosa es “inocente” o tonta, y accede, incansable, a los caprichos de Ana.

 

Pongo la película una vez más, revovino dos o tres veces esa escena que tanto me gusta y ahora sí, encuentro en Caicedo una frase que bien podría describir ese gesto amargo que resopla Rosa apenas unos segundos antes del final de Inocente y vano: “Soy nave sin regreso, un amor en vano, un terco peleador de media noche”.    

 

 

IV- Hay gente que se aventura a más, gente que se va y no vuelve; gente que se queda varada a mitad de camino, y se adapta a las posibilidades del entorno, y con el tiempo, olvida. De esto hablan estas películas, porque de eso se trata la vida. Pero ninguna lo hace, creo, de una forma tan absoluta como el documental de Pablo Avedaño, Santo Corcubión

 

La palabra “Corcubión” ofrece dos sentidos: uno, remite a “la más septentrional de las llamadas “rías bajas” de Galicia (España), símbolo de la vida productiva de la zona”; otro, a su contrario y al nombre del barco que se está oxidando en un rincón del Riachuelo. Avedaño pone en el cuadro la vida de tres personajes que viven como “crotos” en un barco abandonado en el barrio de La Boca.

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Por distintas circunstancias –que son narradas por los propios actores durante el filme- lo perdieron todo y terminaron juntos. Corcubión es Santo porque “no hay plata, pero hay Corcubión, el salvador”.

 

La historia no se narra en pasado sino en infinitivo, “llegar en avión para reparar barco ruso…Unión Soviética”. Son extranjeros -un ruso, una brasilera y un uruguayo- pero no hablan la lengua de los turistas. Hablan la lengua de los bárbaros, de los sin tierra, de los que no tienen a dónde ir. Hablan la lengua de los fantasmas. “Yo no estoy vivo- dice Sergei- mi alma ya está arriba. Solamente mi masa”. 

 

Sergei cuenta la historia desde el quiebre de la Unión Soviética. Intenta explicar el conflicto y dice “antes estaba Unión Soviética, yankee no poner nariz en cualquier país (…) Estaba Guerra Fría pero hay balance, ahora no hay balance, hay quilombo”. Lo interesante es que Walter, el uruguayo, también habla en infinitivo, como si de esa manera pudiera entenderse mejor con Sergei. Cuenta que Fedor, otro expatriado ruso, “perder departamento, perder todo”. 

 

Ni comunistas, ni capitalistas. Son anarquistas, porque ésa “es la verdad del mundo, la anarquía”. Cristian Ferrer tiene razón cuando habla del anarquismo como “un amparo”, como el refugio de una especie en extinción. Allí están los tres personajes del Corcubión: ni vivos, ni muertos, ni desaparecidos: olvidados. “Un día vamos a tener comida, bebida, para todos”, dice Sergei. “Y para rato”, agrega Rosa, la heroína del grupo.

 

Walter, en cambio, se proyecta en una mirada un poco menos optimista. Describe al Corcubión con tristeza como si “estuviera en la sala de autopsia. Todo abierto, todo roto, ya muerto (…) Pero -agrega con resignación- muerto el rey, ¡viva el rey!”.

 

Si Sergei asume el rol del capitán, aquel que se hundiría con el barco, a Walter le queda la figura del poeta. Es un porteño prototípico, melancólico y chamuyero; cita al Che y a Fidel; habla de mitología griega, y de la vida del marinero en clave romántica: “Es dura la vida de mar, pero es alucinante a la vez. Porque te encontrás ante la inmensidad, te sentís un granito de arena, loco, en el desierto del Sahara, para ejemplificar. Es decir, te sentís que no sos nada, loco, que sos una pequeñez. Ante tanta inmensidad, entendés, ante tanta hermosura”.

 

Rosa es, sobre todo, una gran apuntadora de los testimonios que sus compañeros eligen contar a la cámara. Es la que encuentra la palabra justa para lo que quiere decir Walter y la que ayuda a Sergei con su castellano. Es una “macaca” desdentada elocuente e intrépida que no puede sino generar amor.

 

En el barco, mientras los personajes cuentan a la cámara, (fuman y toman alcohol sin parar) se escucha una radio de fondo. Se habla del estado de la guerra y se sintoniza una canción de Calamaro “… la conocen los presos, la libertad. Algunos faloperos, algunos con problemas de dinero, que se despiertan soñándola; algunos que nacieron en el tiempo equivocado, la libertad”. A Fedor le gusta Charly, dice, “porque siempre fue lo mismo. Eran los dictadores, eran los demócratas y ahora no sé quién son pero él sigue con lo suyo. Es loco pero a su manera”.

 

La gramática del anarquismo y la de los personajes del Corcubión es la misma: la de la libertad. Esa libertad de la que hablan también las películas de Lisandro Alonso, la de Los muertos, la del Fantasma.

 

En Santo Corcubión la muerte no sólo se intuye, se habla en presente y de una forma absoluta: “Por ejemplo -confiesa Sergei- no me gusta cuando me cremar. Porque cuando viene Dios y hacer juicio para todos, todos deber levantarse. Y cuando me cremar, ¿de qué cosa yo voy a levantarme?”.

 

Finalmente, como debía ser, Walter recita una poesía que habla de los que ya no están, de los que, como Caicedo, no se aguantaron la agonía: “Dicen que fue en el árbol del olvido/ donde colgó la soga del recuerdo/ Filósofo, poeta, loco ¿o cuerdo?/ nos pregunta su sombra desde el muro/ Sólo sé que vistiendo traje oscuro/ dejó ceñir a su cuello el lazo suavemente/ dejó caer el banco del presente/ y le sacó la lengua a su futuro.”  

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Verónica Bonafina

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NOTAS

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§ Con excepción de ¡Qué viva la música!,  la obra de Caicedo no fue publicada en vida del autor. En 1976 Editorial Crisis de Buenos Aires (editorial colombiana) había comprado los derechos de la novela, pero apareció en las librerías  un mes después de su muerte y editado por el Instituto Colombiano de Cultura. Actualmente, todos sus libros se encuentran publicados por  Editorial Norma (Colombia). La selección del material está a cargo de su gran amigo Luis Ospina y, en el caso las memorias autobiográficas, de su hermana María Victoria Caicedo Estela.

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el interpretador acerca del autor
 

 

               

Verónica Bonafina

 

Publicaciones en el interpretador:

Número 32: diciembre 2007 - La pelada (aguafuertes)

   
   
   
   
   
 
   
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Margen inferior: Alexmather, River to Sea ( detalle).