����������� Se ha descripto la novedad de la poes�a escrita en los a�os ?90 como una suerte de neorrealismo, a la vez fragmentario y vinculado con los efectos de esa palabra que suele llamarse ?pol�tica? a secas. Aunque quiz�s lo nuevo no era el contenido de verdad para los poemas de esa d�cada, sino m�s bien una necesidad cr�tica de encontrar las diferencias m�s adecuadas para el calendario.
����������� En el pr�logo de la notoria antolog�a titulada Monstruos, Arturo Carrera escribe: ?La poes�a de los j�venes parece acercarnos con zoom lo trivial de las hablas; trae el sermo plebeius y lo instala tranquilamente en el poema.? Pero lo que se oculta en ese acercamiento parcial, que parece confiar en la inmediatez de lo real y en la posibilidad de transcribir lo hablado, es la experiencia de la lectura, ese mundo de los libros que se transforma en una manera de contarse la propia vida. De alg�n modo, en toda clase de poes�a existir�a esa conjunci�n entre literatura y vida, donde la experiencia aparece filtrada por lo que se ha le�do, imitado o negado, y donde tambi�n las lecturas encuentran su eficacia en la medida en que permiten darle forma, componer esferas de palabras que vayan refractando los acontecimientos, episodios, fantasmas.
����������� Me voy a referir pues, muy brevemente, a tres poetas que publican sus primeros libros durante los a�os ?90, en cuyas voces puede o�rse tal vez esa experiencia de la lectura que lleva a escribir poemas y esa lectura de la experiencia que descubre lo po�tico en los sucesos del deseo, las sensaciones y la incertidumbre.
����������� Tomemos primero uno de los libros-miniatura de la editorial Siesta, publicado en 1998: Juegos apol�neos de Walter Cassara. En el ep�grafe, se lee que ?ya todo estaba escrito?. �Para qu� seguir escribiendo, entonces? Obviamente que no para ser original, ni fundar nada. Ni el m�s m�nimo asomo vanguardista se percibe all�, salvo que la �ltima vanguardia justamente pueda ser la total negaci�n de esa tradici�n de innovar. Lo nuevo no importa demasiado en los breves escritos de Juegos apol�neos, cuyos motivos pertenecen al abigarrado y a veces exc�ntrico acervo de la literatura y la mitolog�a grecolatinas. Est�n los antiguos dioses y semidioses, los h�roes hom�ricos y las figuras an�nimas, S�crates y Petronio, pero tambi�n Heliog�balo y otros seres emblem�ticos de un exceso que no se parece en nada a la noci�n nietzscheana de lo apol�neo. Todo ser�a m�s bien dionis�aco, como relatos de la embriaguez, el goce y el deseo inmediatos de cuerpos j�venes, donde el juego terrible de la vida mortal, ef�mera, hace brillar a�n m�s los instantes de una experiencia plena, de �xtasis, incluso cuando se expresan a trav�s de personajes m�ticos porque un cuento demasiado humano no podr�a darles cabida.
����������� Orfeo es decapitado, las Moiras tejen y cortan los hilos de la vida, y contra esos telones de la excesiva Necesidad se recorta un efebo, un momento de la belleza manifestado corporalmente. Y esa voz antigua que Cassara imita para decirse a s� mismo, como un retorno del consejo del carpe diem, nos advierte:
otra vez no brillar� el mediod�a
para nosotros, ni el laurel durar� otro verano.
Y al final del poema, leemos:
Bebamos, nunca m�s beberemos;
que esta copa, mosto eterno en labios
de dioses, riegue la tierra de hoy.
����������� Pero quiz�s haya algo m�s que el lema de aprovechar el presente en la inmersi�n de Cassara en la orilla ext�tica de la antig�edad. Baudelaire defin�a la actitud moderna como una visi�n de lo eterno en lo ef�mero, ver la idea de la belleza en lo m�s fugaz. Y acaso lo mismo sucede en Juegos apol�neos, donde los cuerpos j�venes, sus im�genes que pasan r�pidamente por el instante hacia el vac�o, est�n atados a la necesidad de la muerte. La figura misma de Apolo est� ligada a esa belleza mortal, porque al mismo tiempo entregaba las formas bellas y asestaba los golpes de la enfermedad y los finales s�bitos.
����������� En varios poemas de Cassara, aparece una imagen emblem�tica del juego que describe, es un cuerpo joven atado a un carro, tirando de �l. Cito:
y uncido al carro de Apolo
todas las tardes mor�a un efebo.
����������� En esa forma tard�a de la antig�edad llamada alegor�a, que acaso sea el origen de toda cr�tica, podemos suponer que la belleza mortal est� sujeta por unas riendas a la eternidad, pero por otro lado lo divino, esa formalizaci�n simb�lica de la necesidad, no podr�a aparecer si no la remolcaran unos cuerpos casuales, aleatorios. Muere la belleza mortal, desaparece o languidece bajo el peso que arrastra y que se�ala su destino seguro, pero siguen otros uncidos al mismo carro. Esta idea de lo bello manifestada en lo pasajero es la definici�n misma de lo moderno, que Cassara lleva a un punto de m�xima intensidad justamente porque evita toda nostalgia, incluso la nostalgia de la actualidad. Parece decirnos que, como el intenso fragmento de un poema griego, cada vida habr� de pasar, pero el reino del instante, da lo mismo que sea el l�tigo de Apolo o el mosto en los labios, deja la marca de su paso en el que lee o en el que contempla. �
����������� El libro Tres, de Osvaldo Bossi, se public� en el sello Bajo la luna nueva, en 1997. La secci�n que le da t�tulo al libro est� compuesta por una serie de poemas breves sobre las relaciones y combinaciones er�ticas entre dos hombres y una mujer. Una de las voces masculinas parece ser la que registra las aventuras de ese tri�ngulo amoroso, e imita o imagina las otras dos voces. Al comienzo, leemos:
Un hombre que ama a un hombre
que ama a una mujer, est� acorralado;
pende en lo alto como una hora
bella e in�til.
����������� Podr�a pensarse que, a la manera de las tradiciones mis�ginas, la mujer ser�a la intrusa en esa amistad entre hombres. Pero m�s bien es el factor de distanciamiento que acelera la velocidad de las pasiones, porque se vuelve una moneda imaginaria de cambio, una pura mediaci�n, y convierte por ello a los dos hombres en m�quinas solteras, como dir�a Duchamp. No habr� entonces una pareja homosexual ni una pareja heterosexual en el horizonte, sino una perpetua variaci�n e incesantes cambios de posici�n dentro de un exasperado c�rculo de tres. Todo el deseo se hunde en el paroxismo de la serie, donde cada cuerpo parece sustituir una imagen y desaparecer en el goce. Bossi escribe:
Hay un eros que lleva a la locura,
no encuentra paz, ni cuerpo
donde detenerse...
No sabe vivir por s� mismo.
����������� Se trata de un eros enloquecido o fren�tico que vive siempre del otro, pero no del otro presente, sino de aquel al cual sustituye y de aquel que vendr� a sustituirlo. Un eros que no puede alimentarse de s� mismo, que no puede encontrar su propia forma aut�noma, eso que los griegos llamaban ?autarqu�a?. Pero tambi�n esa p�rdida de lo propio puede ser una ganancia, ya que desde antiguo la poes�a misma fue definida como un salirse de s�, el olvido de uno mismo. Y el deseo que no encuentra la calma es una v�a regia hacia lo po�tico m�s all� de la literatura.
As� Bossi puede reiterar los motivos de la belleza ef�mera del efebo, tan inconsciente y fugaz como las flores de un d�a, y escribir:
El muchacho que puede
salir de s� como estas flores
rojas, alteradas, infundir�
a la noche una vacilaci�n.
����������� Salirse de s� es entonces florecer: la inconciencia de una belleza huidiza que estalla bajo el manto de la noche. E igualmente, la capa herm�tica de la escritura, sin nombres, sin lugares, sin desenlaces, habr� de cubrir los escarceos entre el fragmento po�tico y las partes de un cuerpo que se desea incompletamente. El tel�n cae sobre la escena donde los tres cuerpos intercambian su posible ausencia: ver en el hombre amado la mirada de la mujer que lo ama, ver en la mujer la mirada que ama, ver en cada hombre la parte de mujer que puede amar un cuerpo femenino. En Tres, leemos:
Quien mira a una mujer
�se olvida de s�, o se acuerda?
����������� Se trata de, cito, ?un olvido de s� que da miedo?, que raspa, que empuja a una entrega tan involuntaria, tan terrible que borra la m�s m�nima expresi�n del rostro. Pero ese olvido que inicia la escritura del poema suscita adem�s la crueldad de registrar, sin un gemido, sin interjecciones, las formas sumisas de los cuerpos, la pasi�n de los otros.
����������� El evangelio de la crueldad es contar la pasi�n de alguien con la mayor transparencia posible. �Ser� acaso lo que quiso decir Rimbaud con su frase ?Yo es otro?? Ya que son tres las personas del verbo: un ?yo? que se anula escribiendo, se vuelve la no-persona, se hace objeto; un interlocutor ausente cuya aparici�n se invoca, como si debiera tomar posesi�n del poema; y finalmente, o en primer lugar, el ritmo que oscila ente el interior y el exterior, entre eros y logos.
����������� Ahora, desde la animaci�n intensa de lo antiguo que realiza Cassara, con su carpe diem a la vez tradicional y nuevo, pasando por las paradojas del deseo, la mirada y los sitios m�viles de la pasi�n en Bossi, llegamos a la tercera estaci�n de este itinerario por la experiencia po�tica m�s reciente. Hablamos del libro agua salada de Carolina Cazes, tambi�n publicado en Siesta en 1998. Son poemas sobre la memoria y las sensaciones, atravesados por la imagen del agua. Los sentidos se piensan como vasos comunicantes con el l�quido interior del cuerpo y los recuerdos flotan y avanzan como en oleadas, tra�dos por la misma acuosidad de las palabras. En ciertos pasajes, en ese mar de los fragmentos, se define la percepci�n que llega a intuirlo, y leemos:
el agua es una ilusi�n dorada
en la que flotan mis ojos
����������� Pero esta met�fora de la percepci�n fluida se remonta tambi�n al origen del cuerpo, al l�quido amni�tico y a la reproducci�n de los seres vivos. En un poema donde por momentos se describe una procesi�n de mujeres embarazadas y por momentos se interpela a un sujeto difuso, surgido de otras interpelaciones, Cazes anota:
todas las mujeres
se acercan a hablarme.
Y m�s adelante:
piden perd�n constantemente.
caminan solas.
Para concluir que en ese inimaginable pero cierto comienzo tambi�n retorna el propio origen, y decir:
saliste del agua
los pulmones
fueron lo �ltimo en formarse.
����������� En el libro agua salada, el cuerpo se define como una c�psula de l�quido que a su vez es permeable a otros mensajes o fluidos:
hay huecos
en todas las paredes de mi piel.
est�n escandiendo el silencio.
����������� Pero tambi�n esa c�psula de agua es el libro entero, con sus movimientos po�ticos que nos transportan de la infancia a la maternidad, del sue�o al dolor f�sico, del olvido al acontecimiento �nico.
����������� Como se habr� podido ver, no hay en estos tres libros nada reivindicatorio. Nada pretende ser lo m�s nuevo ni descubrir un nuevo mundo de referencias. Tampoco hay un registro de hablas idiosincr�sicas. Y quiz�s esta forma de escribir poes�a s�lo trate de unir las experiencias m�s intensas e intransmisibles con ese mundo de placer y terror en palabras que llamamos literatura, no para modificar sus normas, si es que las tiene y si es que importan, sino para que ciertas pasiones encuentren all� una vasta arena donde trazar alguna huella.
����������� De alguna manera, pensando en la met�fora matem�tica que le da t�tulo a estas jornadas, podr�a decirse que la cr�tica que celebra los aspectos menos �ntimos y m�s desencantados de los poetas nuevos tiende a pensar la �poca como cat�strofe insalvable, de la cual se desprender�a una vuelta pol�tica en la literatura. Pero los poetas que acabo de citar m�s bien estar�an planteando umbrales de escritura, espacios que se alejan del equilibrio y donde es posible posible elegir entre varias tradiciones, con la suficiente lucidez como para percibir que toda ruptura no es m�s que un pliegue en la superficie continua de lo expresable, del mismo modo que una cesura parece quebrar la unidad del verso, pero no hace m�s que reafirmar su frecuencia r�tmica.
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