el interpretador ensayos/art�culos

SLOTERDIJK

Arenas de la filosof�a

por Margarita Mart�nez

Un deslizamiento continuo desplaza el ensayo a la funci�n hermen�utica, como si el pensador estuviera privado para siempre del asombro del descubrimiento. Una figura cansina garabatea signos est�riles, recopila e interpreta; la marejada de citas convierte la especulaci�n te�rica en asociaci�n. �Hay que asombrarse, entonces, si no se puede sacar oro a las piedras? Algunos a�oran un tiempo configurado como m�tico, en donde se dirim�an batallas tit�nicas en las arenas del pensamiento, y no sus suced�neas, p�lidas pol�micas, en las que el pensador, relegado a la funci�n del hermeneuta, se convierte en un hacedor de rompecabezas, en donde las citas y las propia glosa son las piezas del cuerpo del ensayo, que parece de fuste si sabe conservar, al menos, la elegancia de la palabra.

La filosof�a se sacude gracias a los embates del virtuosismo mientras que gran parte del pensamiento se inscribe --institucionalmente-- en el campo de la filosof�a, y toda filosof�a aspira a convertirse en discurso escrito circulante gracias al patrocinio de alguna instituci�n. Se trata, sin duda, de dos constataciones inc�modas que turban el horizonte sereno del hombre que piensa; sobrevivir en el pensar es olvidarlas, entregarse al juego de encontrar la aguja en el pajar de los escritos proliferantes mientras resuenan, en el fondo, los ecos de una asociaci�n confusa y quiz�s improcedente: �qu� tiene que ver el bienestar de los intelectuales con el estado actual de las lenguas filos�ficas? M�s que rechazar la legitimidad de los combates intelectuales que encuentran amparo en sutilezas ret�ricas (metamorfosis de t�rminos se�alados como ?incorrectos?), en la glosa eterna (marco te�rico), o en la mala eris que no busca extraer del combate la propia virtud, sino rebajar la calidad del oponente, m�s que recusar la estrategia de la provocaci�n, que deviene p�lida cuando es mero golpe de efecto, conviene prestar o�dos a un temblor en los cimientos, al peso de una ausencia. Peter Sloterdijk acierta cuando concibe a la historia del pensamiento como una batalla desmesurada entre la embriaguez y la sobriedad cuyo primer hito registrado habr�a sido la admonici�n socr�tica contra el entusiasmo. Tal vez s�lo en la ausencia del estado de desembriaguez eche sus ra�ces el vac�o, y se funde la apoteosis de la actual crisis de las lenguas filos�ficas.

El discurso entusiasmado fue discurso extasiado: s�lo el alma filos�fica macerada durante siglos pod�a afirmar que el estado perturbado y confuso asociado al �xtasis (religioso, sensual) deb�a ser apartado del dominio del pensamiento. Incluso figuras tan at�picas como Nietzsche cincelaron una clara divisi�n entre los dominios de Apolo y Dioniso, suponiendo que las prerrogativas de los dioses eran previas a la civilizaci�n que los fundaba (1). Si esto fue posible, fue porque la propia antig�edad se hab�a ocupado de hacer de la mania una deshonra del pensamiento. Por un movimiento parad�jico, el propio Plat�n, enemigo de sofistas, se hab�a convertido en el �ngel socr�tico que desterraba la veta po�tica y cercenaba la vena del entusiasmo; filosofar quiso decir, a partir de �l y de Arist�teles, argumentar, abandonar el estado de �xtasis, batallar en el campo de la sobriedad. Extra�a figura, la de los cruces de espadas bajo la serenidad de los cielos, la de la gimnasia del intelecto que sobre la calma de los mares desplazaba la tensi�n agonal hacia el ideal viril del pensamiento filos�fico: en la polis, la melet� filos�fica como virtud viril, incluso guerrera, involucraba energ�a sostenida, atenci�n, y esfuerzo. La b�squeda de la virtud, justamente, implicaba la oposici�n entre la melet� filos�fica y la pereza, la blandura, el placer (2). Cercenamiento de los arrebatos entusiasmados, facetamiento de la idea tanto como trabajo sobre el cuerpo, pensar --en el dominio del preservarse-- fue restringir los efectos instant�neos de la vor�gine sobre los cuerpos, dilatarlos en el tiempo hasta volverlos reconocibles en estado de frialdad.

Rememorar este hito en la historia de la desembriaguez del pensamiento puede alumbrar, para Sloterdijk, la bivalencia contempor�nea que Occidente manifiesta con respecto a sus adictos, por un lado, y a sus pensadores, por el otro, y los efectos discursivos de una comunidad filos�fica cuyo instinto de autopreservaci�n refiere a un fin que excede el mismo filosofar. Tanto en el �mbito de los adictos como en el de los pensadores se diluye el estado de contemplaci�n, v�ctima de las �ltimas escaramuzas del combate infernal y tit�nico, intermitente y sordo, que desde hace varios milenios jalona la historia de las culturas avanzadas (3).

Como un m�dico a la antigua usanza que se inocula el virus de sus pacientes, Sloterdijk cree necesaria una intoxicaci�n voluntaria en el clima de �poca que implique un distanciamiento en cuanto a sus efectos narc�ticos, uno de los cuales es olvidar que existe un v�nculo entre la vida que llevamos y la capacidad de pensamiento que nos corresponde. No es de extra�ar que, ante su retrato impiadoso, la mala eris aconseje quitarle al propio Sloterdijk legitimidad en el campo de la filosof�a, desplazarlo a los dominios de extra�as y nuevas ciencias que parecen ser nada porque se atreven a hablar de todo, corriendo los riesgos de la vacuidad, pero conservando la osad�a del �lan.

El abandono de la mania

Una antropolog�a noble, dice Sloterdijk, deber�a contener una ling��stica del entusiasmo; la lengua da cuenta del estado del alma, transpone o teje el hilo de la mesura, pero tambi�n ofrece la medida de la b�squeda man�aca de sentido. Nietzsche hab�a sido capaz de detectar en su �poca la median�a semidepresiva a la que se condenaban los sujetos activos en la mundanidad, y hab�a elegido en el retiro una de las �ltimas b�squedas espectaculares del desierto perdido. Pero la elecci�n del desierto, el extra�amiento del mundo, fue hist�ricamente otro hito en el progresivo avance hacia la desembriaguez. En los siglos III y IV algunos hombres se replegaron en el regazo del desierto para levantar los frutos de la contemplaci�n, para alcanzar un estado elevado de introspecci�n que convirtiera en ap�tridas a los pneumata en la b�squeda de la apat�a, que opusiera, como dec�a Juan Cl�maco, ?el silencio de los labios a los tumultos del coraz�n? (4). Pero los tumultos del coraz�n no regateaban los arrebatos del �xtasis, no al punto de que los anacoretas dejaran de cobijar el entusiasmo desterrado del dominio de la polis, solitarios y desclasados embebidos en los sonidos de sus propios c�nticos bajo el techo del cielo o la caverna. Ni siquiera los c�nicos pod�an prescindir de la ciudad y de su espacio p�blico para desplegar su fuerza filos�fica con las alas del hablar incierto y franco: su t�cnica filos�fica todav�a precisaba del combate y del reconocimiento estatuyente de los paseantes del �gora. El �xodo al desierto fue un �xodo de la mania hacia el adentro de una subjetividad naciente; las drogas inasibles de la fe se disolv�an en el silencio y hac�an espuma en las angustias de la espera hasta alcanzar la paz de la contemplaci�n.

Nada en los siglos posteriores cambiar�a este rasgo de la mania que la alejaba del pensamiento socialmente compartido o de la filosof�a forjada a golpes de campanas abaciales. La b�squeda del �xtasis hab�a entrado definitivamente en el dominio de lo religioso y se hab�a despegado lentamente del consumo de sustancias narcotizantes; la ebriedad del alma como ebriedad de la idea lleg� a ser el estado opuesto a la ret�rica argumentativa y al orden del discurso. En el �mbito del claustro, entonces, �xtasis como vivencia escindida del pensamiento; en el �mbito urbano, filosof�a destilada como imprecaci�n ret�rica, y consumo de sustancias narcotizantes en experiencias disociadas del �xtasis m�stico. Con todo, esa lengua muda que trans�a a los hombres por dentro, esa oscilaci�n sobre el infinito que inyectaba v�rtigo y rubor, no pod�a, no puede, dejar de emerger como testigo de la apertura milagrosa, del rayo de luz asociado a la verdad resplandeciente. La experiencia interior, experiencia del instante, quiere irrumpir a borbotones, mientras que todo pensamiento exige la duraci�n y se desenvuelve en la sucesi�n que da sentido al sintagma y lo vuelve transparente, a riesgo de la apat�a y del olvido del motu primero. Recuerda Sloterdijk que la historia de los sistemas de pensamiento es tambi�n la historia de sucesivos sistemas de obsesiones: en este sentido, las pretensiones sistematizadoras de la filosof�a occidental son tambi�n formas atenuadas del entusiasmo totalizador. Nietzsche, que lamentaba a su manera el destierro del mito y de un entusiasmo que llamaba dionis�aco (�y acaso en el dominio del mito y la tragedia, no se pun�a ya la hybris?), escuchaba con atenci�n los estertores de tales arrebatos y replicaba con los aforismos punzantes de la abstinencia.

Del seno del pensamiento, bajo la excusa del exilio de sustancias, se exiliaron las pr�cticas entusiasmadas. �Qu� es el hombre, sin embargo, sin esas experiencias l�mites que escanden su historia vital, sin esas vivencias en las que se dispone en estado de escucha, en las que se vuelve recipiente de lo otro? La filtraci�n de la pasi�n, la emergencia del entusiasmo, hace necesario contemplar dos principios tan fundamentales como los de raz�n y sinraz�n: son los principios de apropiaci�n y excreci�n que nunca estuvieron del todo disociados de la esfera del saber. Todo objeto a ser sacrificado (convertido en cosa sagrada) era producto, en las sociedades arcaicas, de una excreci�n que en �ltima instancia era corporal. El sacrificio manaba del sujeto, y esa emanaci�n tomaba la forma de un fluido corporal --esto es evidente en el v�nculo entre el erotismo y lo sagrado--; del mismo modo, el cuerpo del entusiasta supo tambi�n apropiarse y excretar en los juegos er�ticos constantes entre palabra y palabra, entre convulsi�n y convulsi�n.

Apropiaci�n y excreci�n son procesos de doble valencia. La apertura, la apropiaci�n de lo sagrado, la disoluci�n, el sentimiento de comunidad, tuvieron que ver con apropiaciones concretas de determinada sustancia, aunque no siempre. N�stor Perlongher, en unos cursos dados en el Colegio Argentino de Filosof�a en 1991, trazaba una l�nea infranqueable entre lo que consideraba �xtasis m�stico y consumo de drogas dentro de una m�stica del entusiasmo puramente corporal. Giraba, en este caso, en torno del uso de la ayahuasca en las pr�cticas religiosas del Santo Daime (5). Perlongher volv�a a poner sobre el tapete la tensi�n entre la adicci�n vulgarmente entendida y la b�squeda del estado de mania. M�s importante que la mera desacralizaci�n del consumo de sustancias narc�ticas --lo cual, per se, no invalidar�a el entusiasmo resultante-- es la inversi�n del v�nculo activo-pasivo en relaci�n con el consumo de dichas sustancias. Pues el hombre era activo en el manejo de sustancias narcotizantes para volverse pasivo en la recepci�n de lo superior, no pasivo frente al manejo de sustancias que se convierten en activas por devenir el principio superior. En la relaci�n entre el hombre y las sustancias narc�ticas, fuera de las regulaciones del ritual, la voluntad de querer ser tomado desplaza el agente a la sustancia inanimada. La disponibilidad farmacol�gica y de drogas de distinta �ndole en las grandes ciudades vuelve a trazar las l�neas generales del cuadro: por un lado, el abandono de la mania en el dominio del pensamiento; por el otro, la aparici�n de una subjetividad dispuesta a una relaci�n pasiva con la sustancia, lo cual es decir dispuesta a la adicci�n. Este �ltimo rodeo en la consideraci�n de la tr�ada hombre-entusiasmo-sustancia no es del todo vano: el estado de embriaguez no relacionado con el consumo de sustancias qu�micas queda entretanto fuera de cuesti�n. Las met�foras del lenguaje nos recuerdan que en las drogas hab�a algo de salida de s�: �xtasis. Todav�a, aunque la realidad pruebe lo contrario, se acusa al drogadicto de escapista, como si con el consumo no se hundiera cada vez m�s en el dominio de lo econ�mico, como si no fortaleciera de este modo sus v�nculos con la sociedad en sus aspectos menos trascendentes.

La desaparici�n del desierto

El suceso m�s significativo de nuestra �poca, dice Sloterdijk, es el duelo entre las lenguas, la antigua metaf�sica y la nueva posmetaf�sica. La segunda lengua vencer� si incorpora los t�rminos b�sicos de las antiguas metaf�sicas casu�sticas. Ahora bien, �qu� tipo de disposiciones subjetivas se enlazan con el desplazamiento de la mania? �Por qu� se habr�an descartado de la filosof�a problemas de una profundidad sublime, permitiendo juicios como los del propio Sloterdijk, que afirma que ?casi se puede decir ya, a modo de definici�n, que un fil�sofo es alguien que no sabe qu� son estados elevados de la contemplaci�n?? (6).

Existe una pasi�n de ser en el mundo para la cual no alcanzan las lenguas metaf�sicas y el pensamiento religioso en la cultura europea occidental. En este mundo, fue preciso que existieran metamorfosis en la condici�n del sujeto que permitieran que los discursos sobre el yo adquirieran el inmenso poder que revisten en el presente; fue necesario que la carga del existir en las grandes ciudades modernas se convirtiera en la situaci�n existencial. En unos di�logos con Carlos Oliveira, Sloterdijk se permite hablar de un ?consumidor m�stico, el utilizador integral del mundo, es decir, un individuo que no se reproduce, sino que goza de s� mismo como un estadio final de la evoluci�n? (7). En una suerte de recogimiento, esta vez postmoderno, el individuo se repliega nuevamente sobre s�, alcanzando estados de �xtasis y goce, sea mediante la afirmaci�n de s� mismo en el acto de consumo (?con estilo?, convertido en esteta), sea como� proclamaci�n del single, incapaz, sobre todo, de fundar una comunidad de a dos. Nada nos permite sospechar que el g�nero de los pensadores se reclute por fuera de esta capa de urbanitas; tal disposici�n hacia el mundo, tal tipo celebrado de intelectual n�made y equipado, capaz de dar una conferencia en una universidad para dar otra, al d�a siguiente, en las ant�podas del mundo, engendra un pensamiento del tr�nsito. Tambi�n dentro suyo se puede redefinir lo trascendente, lo transitorio y sus respectivas lenguas. El nuevo escenario elide la naturaleza, pues el l�mite de la ciudad se vuelve el l�mite de la vida. El mundo est� privado ahora de su horizonte: del mar, del relieve de la tierra, de ?la meditaci�n de los atardeceres; s�lo queda conciencia en las calles, ya que s�lo en las calles hay historia, como reza el decreto? (8).

Un hombre centrado en el hombre y olvidado del mundo olvida con raz�n la primera lengua del humanismo occidental, la metaf�sica griega, para desarrollar segundas y terceras lenguas, la de la psicolog�a y antropolog�a modernas. Ambas se abocan a lo mismo que se plasma en los discursos, --una glosa de lo inasible de la vida discursiva--, mientras descartan de plano, como en el antiguo bios teoretik�s, la transformaci�n de la vida a partir del pensamiento. En el dominio escindido de la conciencia subjetiva, no se puede pedir a las masas depresivas que habitan las grandes ciudades que revean la situaci�n existencial con jovialidad, sino que a lo sumo la enfrenten en un �ltimo esfuerzo desgastado y asistido por los alivios de la farmacopea. Pero adem�s, todo pensamiento inserto en los engranajes institucionales nutridos de la grandiosa vida urbana, narcotizado por la falta de paisaje, solamente puede ofrecer la lentitud como sustituto de la trascendencia y la adicci�n como alternativa del trance, y ambas como extra�amiento del mundo en el marco del desierto subjetivo como versi�n renovada del infierno. Hombres que no recuerdan qu� es un arte de vivir palian una y otra vez la median�a de sus condiciones individuales mediante el uso de drogas, blandas en su mayor parte, duras en el caso de los verdaderos expulsados, a la larga, del mecanismo de la vida urbana. Otra serie de t�cnicas acompa�a el desasosiego de la existencia en el mundo: la pr�ctica masiva de la psicolog�a en las capas medias, t�cnicas supletorias para colmar pneumata desinflados que a tientas buscan en la glosa del pasado un chispazo que ilumine la desesperada oscuridad.

Si se quiere, todav�a, entrar en el decurso entusiasmado a trav�s del pensamiento, la mediaci�n econ�mica (representada por la instituci�n) se ocupa de esterilizar a los reto�os ofreci�ndoles alternativas en nombre del manejo de las jergas. Algunos individuos insisten: son los que mediante alambicadas ret�ricas intentan preservarse a partir de un ornamento distintivo o un pensamiento reactivo. No basta Karl Kraus para denunciar la prostituci�n de la lengua al servicio de la vacuidad, pues en tiempos de Kraus, el dandy, sin necesarias pretensiones intelectuales, se ocupaba de trazar el camino est�tico que conduc�a de la masa al brillo, del mont�n a la c�spide; el dandy de la idea, en cambio, se viste con lo que no hay . Entre pensamiento y coloratura queda, a pesar de todo, todav�a una brecha, un hilo de luz.

El discurso de la cr�tica transita el camino inverso, y se refugia en la lengua de la antropolog�a (segunda gran lengua filos�fica del presente), haciendo la historia de los grupos, y parad�jicamente, la historia de la lengua como herramienta de dominio; ostenta con esto �ltimo la pretensi�n de deshacer la trenza del dominio del discurso volvi�ndola transparente, negando que exista dominaci�n a trav�s del discurso, y operando en consecuencia a trav�s de la palabra para diferenciarse del otro a fin de impon�rsele. Lejos de la palabra di�fana, o en todo caso fraternal y libertaria, y bajo la excusa de la develaci�n de la dominaci�n, se tejen nuevos tejidos de dominio m�s irrecusables. La fertilidad del vientre del pensamiento sobre la palabra se cancela y en su �tero monstruoso se hace mayor el dominio de su soledad, porque este tipo de operaciones tambi�n ha olvidado qu� significaba la mania.

Como en el viejo ideal rom�ntico, el artista y el poeta se har�n cargo imaginariamente del estado de mania y el fil�sofo caer� una y otra vez en el pozo del jugador. La visibilidad exigir� que sea visto para existir. Extra�a condici�n de la existencia.

El �xodo del propio yo

Son las capas medias, o quienes acceden a ellas, las que tienen en sus manos una posible refundaci�n de la filosof�a. Estar�a fuera de lugar exigir a las conciencias subjetivas que las enriquecen la responsabilidad de recuperar un pensamiento que se nutra nuevamente de las fuente de la mania, camino que hist�ricamente s�lo se concibe como un derrotero interior, mientras en los dem�s aspectos de la vida social, dichas conciencias ?optan a favor de la ausencia de consecuencias en todo lo que viven? en nombre de la libertad (9). Ser�a igualmente absurdo demandarles una coherencia en relaci�n con un pensamiento sobre la t�cnica y su posesi�n de medios t�cnicos, o pedirles que no barajen las fichas del pensamiento seg�n se repartan las cartas: en el mejor de los casos ser�n hermeneutas, en el peor grandes conocedores de las reglas de un arte que, como todo juego, trabaja sobre la usura y el c�lculo. El funcionamiento actual de la filosof�a, dice Sloterdijk casi textualmente, es como es porque el amor a la sabidur�a est� en bancarrota como psicolog�a, y la psicolog�a actual es tal cual es porque se declar� en quiebra como filosof�a. No existen relevos del desierto perdido, porque no existe la calma de la naturaleza, porque est� absorbida en la vida de la ciudad, porque perdimos la calma de los mares, la nostalgia de los atardeceres. Las mayor�as silenciosas, entretanto, pueden seguir viviendo en el silencio de la infelicidad media, involucradas en un pacto s�dico-masoquista con quienes detentan el saber t�cnico, privadas del �ltimo y humano poder de afirmaci�n.

Extra�amiento del mundo: s�lo puede haber afirmaci�n del mundo y del hombre cuando se termina el nomadismo, cuando se espera que el horizonte nos trascienda. Por eso no pudo haber afirmaci�n en la v�spera del reino de los cielos. Pero tampoco puede haber pr�ctica extramundana all� donde nos negamos el desierto. La negaci�n del principio desierto es la negaci�n �ltima de la disciplina del pensamiento, porque all� donde no crece nada, dir� Sloterdijk, tambi�n se desarraiga el devenir err�neo.

Margarita Mart�nez

* Publicado originalmente en Revista Zettel. Arte de pensamiento. N�mero 5. Buenos Aires, edici�n independiente, agosto de 2005.

Notas

(1) Y que rechaza el especialista en cultura griega Jean Pierre Vernant, particularmente en ?Acerca de lo tr�gico?, en Entre mito y pol�tica, M�xico, FCE, 2002. ?De igual modo, no creo en absoluto en la oposici�n hecha por Nietzsche entre Apolo y Dioniso. Es, a mis ojos, una pura construcci�n, una fabricaci�n. Ella traduce s�lo problemas, un horizonte espiritual y religioso, que era el de Nietzsche y el de su �poca. De igual modo, la imagen que tenemos del dionisismo es una creaci�n de la historia moderna de las religiones con Nietzsche y Rohde.? Op. cit., p�g. 208.

(2) Jean -Pierre Vernant, Mito y pensamiento en la Grecia Antigua, Barcelona, Ariel Filosof�a,1993, p�g. 120.

(3) Extra�amiento del mundo, Valencia, Pre-textos, 2001, p�g. 124.

(4) Citado por Jacques Lacarri�re, Les hommes ivres de Dieu, Par�s, Fayard, 2000, p�g. 253; este aspecto es ampliamente desarrollado por Peter Sloterdijk, op. cit.

(5) N�stor Perlongher, ?Antropolog�a del �xtasis?, en revista Sociedad, Facultad de Ciencias Sociales, agosto de 2004.

(6) Peter Sloterdijk, op. cit., p�g. 130.

(7) Peter Sloterdijk, Essai d?intoxication volontaire ? Conversation avec Carlos Oliveira, Par�s, Hachette, 2001, p�g. 31.

(8) Albert Camus, ?L?exile d?H�l�ne?, en Permanence de la Gr�ce, Par�s, Cahiers du Sud, 1948.

(9) Peter Sloterdijk, ibidem, p�g. 32.

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