A mi papá le gustaba salir conmigo. Pensándolo bien, organizaba unos programas bizarros para una niñita de 9 o 10 años, pero en aquél momento me parecía que todos los padres hacían lo mismo con sus hijas.
Me llevaba a la maravillosa librería Atlántida y nos quedábamos hojeando libros durante horas. Yo sabía que podía elegir lo que quisiera y casi siempre me decidía por algo absurdo. Una vez quise El Contrato Social. El empleado que nos atendió preguntó mi edad disimulando mal su desacuerdo y a mí eso me encantó. Me gustaba que mi papá y yo fuéramos cómplices frente a la pacatería y a la mediocridad. Lo curioso es que leí con mucho interés todo el libro y años después lo recordaba muy bien. No me imagino ahora leyendo semejante mamotreto sin morir de aburrimiento.
Paseábamos por el centro en trolley bus. Él me hacía sentar del lado de la ventanilla y me iba explicando cosas de la ciudad. No me acuerdo de ninguna, salvo de los edificios bombardeados alrededor de Plaza de Mayo. Me señalaba los agujeros en los muros y me decía que un año antes habían tirado bombas desde los aviones de la Marina. Yo pensaba que estaba distraída y había entendido mal. La Marina debía tener barcos, no aviones. O tal vez eran aviones flotantes o barcos voladores que disparaban cañonazos contra tierra firme.
Mi papá miraba la Plaza y con una voz rara, sin timbre, decía que habían matado a mucha gente que iba caminando tranquilamente a su trabajo y que eso ya era parte de la historia argentina. Yo miraba los bordes astillados de las paredes y también lo miraba a él porque me daba miedo que llorara. No entendía por qué estaba tan afectado por un hecho histórico. Para mí la historia era 1810. Cada vez que miraba las láminas del 25 de mayo, la gente con paraguas reunida frente al Cabildo, las mujeres con vestidos largos y peinetones y los hombres con levita, los imaginaba corriendo desorbitados por la Plaza bajo la metralla.
Después íbamos a comer pizza a Güerrin. Nos quedábamos adelante, en el sector de los jubilados y los solitarios, donde se come parado frente a las mesas altas que entonces eran de mármol. Papá me sentaba en una silla alta y pedíamos varias porciones de muzzarella. A mí me gustaba más la fugazzetta rellena con jamón pero no se servía por porciones, así que a veces pedíamos una chica para los dos. Papá pedía una cerveza o un moscato y me daba a probar un poquito. Eso también me gustaba. Era dulce como un jarabe para la tos, más precisamente como Benadryl, el jarabe con codeína que fue la primera droga de tantos niños argentinos.
Después íbamos al cine pero no a ver películas de chicos. Me llevaba a ver las de Gardel y cuando salíamos él cantaba partes de tangos mientras caminábamos por Corrientes. Era excitante andar de noche por la calle con mi mano protegida dentro de su manaza mirando los carteles luminosos, que me parecían el paradigma del lujo y de la alegría. Me daba un poco de miedo y ganas de volver a casa cuando veía que muchos negocios ya habían bajado las cortinas metálicas. Eso me hacía sentir que era malo lo que estábamos haciendo.
Un día nos cruzamos con una vieja y papá gritó
–Tita! y la abrazó como si fueran amigos.
Ella se inclinó haciendo descender un par de tetas en punta como dos conos apuntando a mis ojos. Me dio un beso pegajoso y yo me froté la cara con el borde del vestido. Después papá me dijo que no tenía que hacer eso y me explicó que la vieja era Tita Merello. Yo no sabía quién era: seguí pensando que eran amigos y que tenía una piel viscosa. Ahora ubico la escena en el tiempo y pienso que ella no tendría más de 40 años en esa época y seguramente estaba buena, por eso mi papá la saludó con tanto entusiasmo.
Pero lo mejor lo mejor de todo era cuando me llevaba al Luna Park. En la entrada me daba miedo perderme porque había miles de hombres, mucho movimiento, luces y ruidos, pero papá me levantaba y me llevaba en sus brazos hasta llegar a nuestra butaca. Ahí adentro era maravilloso. El aire era puro humo, una nube que con las luces se hacía opaca como la leche. Pasaban vendedores de algo que no recuerdo qué era, seguramente no coca cola porque en esa época era una rareza, pero tal vez panchos, o vino, no sé, y el vendedor gritaba y los gritos de todos me aturdían pero no me daban miedo porque me apretaba contra mi papá. Me acuerdo de la tela áspera de su saco contra mi cara y del olor exquisito que siempre tenía y que yo creía que era olor a hombre y tal vez lo fuera.
Era precioso estar dentro del rugido de la multitud que subía y bajaba siguiendo el ritmo de la pelea. Una noche ví cómo un boxeador le rompía los dientes a otro. Volaban hilos de sangre y saliva sobre la platea hasta la segunda fila y nosotros estábamos en la tercera. El tipo escupía pedazos de dientes al costado del ring.
Después entrábamos a casa sin hacer ruido, yo me acostaba y a veces papá se asomaba y me tiraba la camisa que se acababa de sacar. Usaba camisas blancas de un género duro y fresco de algodón. Yo hacía un bollo con ella, la abrazaba y sumergía la nariz en ese olor que es el más rico que olí en mi vida, tabaco y sudor por partes iguales y me quedaba dormida.