el interpretador narrativa

 

Secuelas

Mónica Müller

 

 

 

 

Tal vez hoy me haya cruzado por la calle con Loreta.

¿Era la señora que pasó en silla de ruedas plegada como un origami? ¿Era la que caminaba flameando, aferrada a un bastón más alto que ella?

Durante la gran epidemia de poliomielitis muchos chicos desaparecían de la vida por algunas semanas o para siempre. Unos volvían con exoesqueletos de aluminio y correajes de cuero en las piernas pero otros, como Loreta, nunca volvieron.

A los chicos nos gustaban los rituales nuevos que había traído la epidemia. Las madres y las maestras estaban excitadas: controlaban que nos laváramos las manos antes y después de comer, perseguían a las moscas con saña y nos colgaban al cuello amuletos confeccionados con una tableta de alcanfor forrada en tela. El olor saludable del alcanfor interponía una fabulosa armadura invisible entre el mal y nosotros. Los grandes hablaban entre sí en voz baja como para protegernos hasta de las palabras y en todos los barrios los vecinos se reunían para organizar la defensa.

En un momento de la cruzada alguien decretó que debíamos pintar los troncos de los árboles con cal. ¿Qué fundamento tenía esa medida? ¿Los médicos o los sanitaristas creían que el virus de la poliomielits era como una hormiga?

Nadie sabía por qué lo hacíamos, pero ese mandato irracional nos mantuvo ocupados muchos días mezclando cal con agua y pintando con brocha cada árbol de la vereda. Teniendo en cuenta que tanto en tiempos de paz como de guerra cubrir con pintura monocroma todo lo que está quieto es una de las actividades castrenses más importantes y habiendo comprobado personalmente el aura de civilidad y decencia que emanaban los arbolitos blanqueados todos hasta la misma altura, pienso que la consigna surgió del ejército. No sería raro, porque en aquel mundo los militares eran respetados y escuchados. Pero quizá haya sido idea de las maestras, porque ellas sabían de todo más que los padres. Así como creían que dentro de cada guardapolvo impoluto y almidonado hay un niño bueno, pensaban tal vez que la enfermedad no nos atacaría si las calles lucían limpias y ordenadas como en las comedias musicales.

A pesar del frenético lavarse las manos, matar las moscas y blanquear los árboles, dos de mis once compañeras de grado enfermaron de poliomielitis. Para mí cumplía con alguna lógica, aunque inexplicable, que las dos que se habían enfermado fueran las más lindas, devotas y aplicadas de la clase. ¿Qué valor hubiera tenido que se enfermaran las feas, las poco religiosas, las alumnas mediocres?

Una volvió al colegio tres meses después muy pálida, delgadísima y con las piernas embutidas en aparatos ortopédicos que hacían clan clan cuando caminaba por el patio, pero a Loreta nunca la volvimos a ver. Nos dijeron que estaba en un pulmotor. A mí no me desagradaba la idea de estar en un pulmotor. Había visto una foto y me parecía un artefacto moderno y misterioso, una especie de submarino terrestre con comandos y timones como los de los libros de Julio Verne. Hasta el nombre me sonaba elegante, algo como el Pullman, el sector del tren en el que viajaban los ricos.

Durante las primeras semanas la tierna señorita Rita de Primer Grado Superior nos informó sobre la evolución de la enfermedad y el optimismo de los médicos, pero en algún momento Loreta se esfumó con pulmotor y todo y no volvimos a saber de ella. Todas las mañanas yo miraba su banco vacío y no me animaba a preguntar. Mi mayor temor no era que se hubiera muerto, sino que la señorita Rita se pusiera a llorar. Ese hecho terrible ya había sucedido una vez, cuando la directora la retó porque a una alumna que no tenía mamá le había dado doble ración de pancitos para que llevara uno a su casa.

En aquel mundo todos los chicos recibíamos un pan y una copa de leche en el colegio. Cuando salíamos de las aulas para el recreo largo, sobre la mesa cubierta con hule nos esperaban los frescos vasos llenos hasta el borde y varias fuentes con pancitos dulces. Primero me había dado miedo que nos obligaran a terminar la leche o a comernos el pan sin ganas, pero enseguida nos explicaron que era un derecho que todos los chicos teníamos por el mero hecho de vivir en aquel mundo. El llanto de la señorita Rita aquella mañana nos había enseñado que era una falta grave darle una dosis doble de derecho a alguien, aunque fuera una nena huérfana.

Así fue como no volví a preguntar por Loreta, la señorita Rita no nos habló más de ella y pasamos a Segundo Grado.

Los chicos que volvieron de la epidemia son ahora personas grandes que no hablan de su experiencia porque nadie les pregunta nada, como tampoco a los ciegos, a los desfigurados ni a los mancos. Y sin embargo, las secuelas de la poliomielitis y de otras enfermedades, desgracias y accidentes están siempre a la vista. Con sólo no desviar la mirada vemos una chica muy bonita con un surco en la frente como la huella de un hachazo, un hombre con la camisa abierta que deja ver en el cuello la cicatriz de una traqueotomía, una señora muy elegante que bajo el pelo tiene un pequeño muñón donde debería haber una oreja, un muchacho en la playa con un zurcido vertical a lo largo del pecho, como un pollo que hubiera escapado de la parrilla.

Las cicatrices son horribles, visibles y muchas: personas con un solo brazo, sin ningún brazo, con medio brazo. Personas, casi siempre hombres, a los que les falta un pedazo de pierna, una pierna completa o las dos, mitades superiores de hombres que se desplazan en un carrito con rulemanes, gente que parece entera pero tiene un brazo colgando y una pierna rígida y renqueante. Personas con media cara expresiva y la otra mitad chorreando como una vela derretida y un ojo muy abierto, como aterrorizado. Rostros como gárgolas, cráneos hipertrofiados o abollados que parecen efectos especiales de películas clase B. Y también cosas de nada, secuelas de la infancia, pequeñas cicatrices de hamacas en la frente o en el mentón y suturas de urgencia en cabezas, codos y rodillas.

Como los pajaritos que andan saltando en una sola pata o los gatos a los que les falta la cola, todos continúan resueltamente su vida como diciendo: “Aquí estoy de vuelta, me falta una parte, pero no era muy importante…”.

Casi todos tenemos una secuela pero nos da pudor mirar las de los otros. Quisiéramos contemplar durante una tarde entera cómo camina el rengo, mirar sin disimulo un labio leporino, saber por qué crispa las manos el espástico y oír cómo habla el niño bobo. Queremos saber cómo y cuándo les pasó, si les dolió, si tuvieron miedo y si nos puede pasar a nosotros. Es tan fuerte el deseo como la vergüenza de querer saber.

Si no se puede ocultar bajo la ropa la secuela es una marca que ofende, una blasfemia, un agravio y finalmente una forma antiestética de la soledad.

Desde hace cincuenta años mi pensamiento va todo el tiempo a Loreta y vuelve con ella entre los dientes, como un perro con su presa. Algunas veces la trae blanca como recién muerta, otras, viva pero tullida, otras veces apenas torcida, otras en silla de ruedas, o cojeando con bastones, o confinada en una cama, amarga y sola, preguntándose si alguna vez volví a pensar en ella.

 

 

Mónica Müller

 

 

 
 
el interpretador acerca del autor
 

 

               

Mónica Müller

"Nací en 1947.

En 1971 publiqué El Gato en la Sartén, novela corta.

En 1983 terminé otra novela, Mujer de Treinta, que no publiqué.

Hace sólo un año que volví a escribir con regularidad.

Soy médica clínica homeópata."

   
   
   
   
   
 
 
 
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Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Gustav Klimt, Obra (detalle).