“Que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero, es una paradoja evidente. Ejecutar con despreocupación esa paradoja, es la inocente voluntad de toda biografía”.
-I-
Hay textos que cuando uno los lee, como en el amor, algo pasa, algo inexplicable, y ya nada vuelve a ser lo mismo. Algo así me paso una tarde de 1998 cuando abrí El Ojo Mocho nº 7/8 y leí el ensayo Una moneda valaca. Cómo llegue a leer un ensayo de Christian Ferrer. Supongo que por Fernanda Simonetti y Gustavo Casartelli que estaban cursando la carrera de Comunicación y habían asistido a la cátedra Informática y sociedad, de la cual Christian Ferrer es titular. O quizás, llevado por la curiosidad de saber qué escribía un tal Christian Ferrer al que Tomás Abraham agradecía en su libro Historias de la argentina deseada. O quizás, también, porque Horacio González en Arlt, política y locura citaba a Una moneda valaca en la bibliografía. Quién sabe. En todo caso leer ese ensayo me produjo una excitación y lucidez que, como cuando uno se enamora, es atravesado en toda la línea por una experiencia sin mediaciones en la cual luego las palabras, en el mejor de los casos, apenas alcanzan a rozar lo que no llegan a definir.
-II-
Es una tarde de domingo y estamos con Analía Romeo caminando entre el bullicio de un mundo de gente por las instalaciones de Buenos Aires No Duerme para ir a la sala donde Christian Ferrer va a dar una charla sobre el arte del ensayo. La sala es apenas cuatro paredes de cartón, unas sillas, y una tarima donde hay una mesa con un micrófono para el expositor. En el lugar no debe haber más de 15 personas y Analía y yo nos sentamos a esperar que comience la charla. Hasta ese día nunca lo vi a Christian Ferrer pero desde hace un tiempo he leído todo lo que ha caído en mis manos de él. De repente llega un hombre de unos cuarenta años, con camisa a cuadritos y jeans, y una carpeta y libros bajo el brazo. Saluda y se dirige a la tarima. Pero no sube y ocupa su lugar. En cambio, da vuelta una silla del público y apoya sus carpetas y libros y se sienta en otra mirando al frente y de espaldas a la tarima y el micrófono. Vuelve a saludar y se presenta. Luego hace silencio y abre un atado de Marlboro de 10 y se toma todo el tiempo del mundo para encenderlo y darle unas pitadas al cigarrillo. Entonces empieza a hablarnos del arte del ensayo. Pero el ruido del lugar es infernal y el tono de voz de Christian Ferrer es muy bajo y una señora lo interpela y otro se le suma dándole la razón, por qué no habla frente al micrófono que no se lo escucha nada. Christian Ferrer los mira, nos mira, a todos, y dice, simplemente, no. Y luego agrega, si prestan atención, si predisponen el oído y dejan que las palabras lleguen a ustedes van a ver que me van a poder escuchar, después de todo oír al igual que ver son misterios al que ningún artefacto técnico, en este caso un micrófono, garantiza un final feliz. Entonces frente a la indignación generalizada del público que vino a oír hablar a Christian Ferrer sobre el arte del ensayo y no logra escucharlo, éste se pone a reflexionar sobre el tema en cuestión. La verdad es que yo tampoco logro escuchar ni la mitad de lo que dice al principio pero al rato sus palabras me llegan con una claridad acústica como si estuviera escuchando a un tenor cantando una opera en el teatro Colón. Y recuerdo que terminó su charla leyéndonos un ensayo de John Berger y fragmentos de La cabeza de Goliat de Ezequiel Martínez Estrada.
-III-
Barón Biza no es la primera figura a la que la “escritura demorada y proliferante” de Christian Ferrer somete a su particular arte de alquimista del verbo que fragua “miniaturas conmovedoras” de las que hace surgir relámpagos que iluminan los contornos y fulgores de una vida y su tiempo. En verdad su pluma tiene una capacidad única para capturar y grabar en las hojas de un ensayo las líneas y signos de una existencia que se vuelven para el lector los relieves de una medalla o moneda antigua a la cual se puede interrogar e intuir las huellas, los dramas, los esplendores y las miserias que deja tras de sí la estela de los actos de toda biografía. Así ha procedido, al menos una zona de su ensayística, con figuras tales como Nietzsche o Jünger, Bakunin o Guy Debord, Sarmiento o Anzoátegui, Perlongher o Asís. Un buen ejemplo de su alquimia ensayística es El borgismo: una filosofía política nacional dondedescarna las letras de Borges hasta llegar al hueso de sus ideas para hallar su raíz anarquista. Pero también ha escrito sobre Ezequiel Martínez Estrada y Michel Foucault, figuras con las cuales, quizá, deba medirse todo el arco de tensión que abren sus ensayos a una escritura que hunde sus palabras en el cuerpo sometido a las inclemencias de la intemperie de la historia y sus “dramatúrgias metabólicas”.
Barón Biza, el inmoralista, mucho antes de ser ahora un libro fue un ensayo publicado en los años 90 en la revista La Caja. Ensayo donde da cuenta de una página olvidada de la literatura argentina y por el cual el escritor Jorge Barón Biza –hijo de Raúl Barón Biza, el inmoralista— le ofrece su amistad y toda la documentación que posee en su poder para que escriba sobre su padre.
¿Pero qué es o cómo leer Barón Biza, el inmoralista? En principio el libro de Christian Ferrer intenta armar un rompecabezas al que le faltan piezas, una historia deshilachada, la de Raúl Barón Biza, una vida singular y de múltiples facetas perdidas durantes décadas tras una bruma de mitos y olvido donde pueden atisbarse: a un millonario, un playboy, un escritor “maldito”, un padre, un viudo, un enamorado, un revolucionario, el hacedor de una tragedia familiar y un suicida, entre otras cosas. Ahora bien, ¿qué es esto, el libro de Christian Ferrer? ¿Una biografía? ¿Un ensayo? ¿Una novela? Christian Ferrer lo llama “un informe” escrito para un amigo, Jorge Barón. Quizás el libro sea todo esto junto –biografía, ensayo, novela, informe—, o quizá no importe definirlo. En todo caso, el libro cuenta lo que la novela El desierto y su semilla de Jorge Barón Biza, merodea y roza sin llegar a contar. La novela El desierto y su semilla narra la trágica tarde en que los padres de Jorge Barón Biza se encuentran para resolver los términos de su separación y el padre le echa ácido en la cara a la madre y se suicida; luego viene el relato de la reconstrucción del rostro de la madre en Milán y el intento del hijo por no quedar atrapado al círculo oscuro de la tragedia familiar. Y Barón Biza, el inmoralista repone los hechos anteriores y que completan esta historia que se pueden leer en la novela El desierto y su semilla, es decir, la vida del padre. En verdad toda la historia –la novela de Jorge Barón y el libro de Christian Ferrer– tiene la densidad de un ¡Absalom, Absalom! de William Faulkner, es decir, de una tragedia, en la cual pueden leerse los trazos de un drama donde se cuenta la fatalidad de una familia unida a ciertos hechos históricos –que no sé si determinan pero le dan volumen a la trama. Tanto El desierto y su semilla como Barón Biza, el inmoralista, o ambos como partes de un mismo texto que se complementan y se completan mutuamente, no puedo dejar de leerlos emparentados a otro libro singular de difícil clasificación, Mis rincones oscuros de James Ellroy. En este libro –que cómo leerlo, como novela policial, como autobiografía, como un “informe”, como un ensayo donde se reflexiona sobre el crimen (de una madre) y el cuerpo (de un hijo)– un James Ellroy maduro, escritor famoso de policiales, decide reabrir la causa de un oscuro episodio, el asesinato de su madre acontecido 30 años atrás cuando él era un chico y ponerse a investigar qué sucedió. El libro es implacable, con él mismo, con la memoria de sus padres, con la historia política y la historia criminal de Norteamérica que aparece como telón de fondo de la trama. Y el libro está escrito y dedicado a su madre y también para apaciguar los fantasmas de un hombre que no quiere ser devorado por la memoria de sus “rincones oscuros”. Creo que tanto El desierto y su semilla como Barón Biza, el inmoralista de algún modo son un equivalente dentro de las letras nacionales de aquel libro.
Claro que el Barón Biza de Christian Ferrer, también puede ser puesto en la biblioteca –al menos en la mía tendrá ese destino– junto a otro libro, que se ocupa de una figura no menos dramática –aunque sus días carecen de la materia prima necesaria para formar parte de la Historia universal de la infamia, como es el caso de Barón Biza–, cuyos días conocieron en su época una exposición pública notable y luego fue entrando lentamente en un cono de silencio que lo fue tergiversando hasta casi volverlo una sombra de la sombra y que finalmente, cuando ya no quedaban de él sino restos mal contados y peor recordados de un mito, se le encarga a un periodista e historiador escribir un artículo sobre éste para una revista, y de ese hecho azaroso surgirá uno de los libros más notables que se hayan escrito en Argentina, tanto por la rigurosidad del que lo escribe como por la envergadura ética a la que sometió su vida de principio a fin el biografiado, estoy hablando del libro de Osvaldo Bayer donde cuenta la vida del anarquista italiano Severino Di Giovani, el idealista de la violencia. Ambas biografías, la de Severino Di Giovani y la de Raúl Barón Biza, no son equivalentes por ser protagonistas de una misma época, porque entre el anarquista “radical” y el revolucionario “radical” mediaba un abismo de sentidos probablemente irreconciliable, sino porque en ambos hay una desmesura, una pulsión desbocada que llevó a sus vidas al límite, ahí, donde la muerte, en el caso de Di Giovani lo desnuda en toda su coherencia frente al pelotón de fusilamiento de un sistema injusto y criminal, y en el caso de Barón Biza a un acto infame que hace añicos su pasado. Pero, sin embargo, en los dos pueden rastrearse los trazos de una vida en la que cuerpo e ideas conforman un nudo gordiano de una dramaticidad digna del teatro isabelino.
Por otra parte, Barón Biza, el inmoralista no es el primer texto de Christian Ferrer que surge a partir de una amistad. Hubo otros antes de éste: Una moneda valaca, Las “horaciadas”, o de la generosidad, o Pan de dios. Ensayos donde una recorrida por el Parque Rivadavia buscando una moneda antigua para regalar a un amigo, un réquiem a un compañero de armas que ha partido, o un congreso sobre filosofía política, son los disparadores para hablar de la amistad y del “amor al saber”. Amor al saber que en Christian Ferrer es una filosofía de la amistad y “una política del amor”, y que en Barón Biza, el inmoralista lo llevó a escribir un libro de gran belleza que quizá no sea otra cosa que un intento por salvar la memoria de un amigo asolado por el peso de un destino trágico.
Juan Pablo Liefeld