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Nicolás Rosa

Sobre EL arte del olvido de Nicolás Rosa

por Jorge Panesi

 

 

      

 

 

 

 

 

 

Entre varias profesiones imposibles, profeso con orgullo una que descubrí gracias a Tamara Kamenszain: ser algo así como un presentador obligado de libros, un maestro de ceremonias inaugural que bendice el azar de un comienzo. Lo que descubrió Tamara es que yo podía sustituir a un maestro del género, a Enrique Pezzoni, quien poseía una fórmula casi mágica: si presentaba un libro de poesía, su discurso comenzaba con una copiosa advocación a los Jakobson, Kristeva, Todorov, Freud, Austin, Wittgenstein, y la variada cornucopia  de la pretenciosa teoría más rigurosamente de moda, cantinela que cesaba precisamente cuando el público, algo inquieto, comenzaba  a preguntarse qué tenía que ver semejante chisporroteo teórico a propósito del humilde libro primerizo de un poeta joven. La fórmula de Enrique Pezzoni era, palabras más, palabras menos: "Todo esto se me ocurrió al leer el libro del poeta X". La carencia era saturada por la desproporción y la desmesura.

 

Por supuesto, jamás practiqué esta fórmula, en sí misma impracticable, por lo que tiene de irónico exceso (aunque deberemos convenir en que la teoría es siempre excesiva y no solamente cuando se aplica impiadosa y opulenta a los balbuceos rimados de un poeta joven). Menos aún podría aplicarla hoy a El arte del olvido de Nicolás Rosa, un texto lujoso, excesivo e imperial, que convertirá cualquier intento de colonizarlo teóricamente en una provincia pobre y desmañada de su propio dominio feudal. Para muchos alumnos, y para mí también, que soy su alumno imposible, Nicolás es toda la teoría, vale decir, la condensación, el despliegue y el repliegue de un pensamiento teórico posible desde aquí, desde una pampa auto-contemplada eternamente, desde el comienzo de los tiempos, como vacía, como un vacío teórico que incita a ser llenado por la desproporción proliferante de redes teóricas. Y conste que no digo nada mío, sino que leo, casi al pie de la letra, su magnífico, magnificente ensayo sobre Sarmiento, sobre la letra de Sarmiento (“El oro del linaje”). “Oro del linaje”: ¿Cuál es el linaje del crítico?, ¿cuál es el linaje de Rosa?, ¿cuál es su oro? Sin apartarme tampoco de su letra, respondo: el único linaje que Nicolás reivindica para sí es su propio texto, trabajo de escritura y de lectura apasionado y laborioso, partenogénesis textual del propio crítico que no selecciona antepasados, sino que se deja seleccionar por los textos que lee. Un crítico es aquello que lee, y un poco más que aquello que lee, un casi inaprensible exceso, lunar meticulosamente formado sobre las superficies que da a leer. Un crítico, en su exceso, no solamente lee: hace la lectura posible. Y en el caso de Nicolás, leyendo a Sarmiento provoca la proliferación de  ángulos zigzagueantes para dar pie a muchísimas lecturas posibles: no una, múltiples. Un prisma que refracta la luz en haces convergentes y contradictorios a la vez: matrices lumínicas que su mitología privada ve naciendo del impiadoso sol santafecino. Leo lo que dice de Milita Molina (una de las mujeres que Nicolás anexó a El arte del olvido),  y sobre su hazaña de haber logrado penetrar las murallas de la ciudad letrada, las letras de Buenos Aires (lo leo, como Nicolás lo haría: Milita Molina es aquí un espejo de sí mismo):

 

A orillas del río Paraná, el fuego incandescente que funde todos los relatos es un fuego inexorable, una luz incesante, de aquellas que no acaban nunca… Sólo un sol santafesino puede provocarlo. Un fuego que en los relatos de Molina se convierte en soberbia pura (1).

 

Linaje del sol: ése es el linaje del crítico. Es el excesivo sol, el orgullo de la luz implacable el que genera también las sombras más duras, como Nicolás sostiene del omnipresente Borges para la literatura argentina:

 

Borges… se ha convertido en un objeto excesivamente potente, en un artefacto semafórico (….) De tanta luz, luz enceguecedora, no podrían negarse las sombras. El objeto se ha vuelto opaco… (2)

 

Es lo excesivo del objeto (Sarmiento o Borges o el sol) lo que atrae a Nicolás, y es lo excesivo de su propio sol santafecino aquello que explicaría (que auto-explicaría míticamente) el zigzagueo y el rigor prismático de la mil caras que presenta su escritura crítica.  Excesivo, generoso, extralimitado, Nicolás incurre en el exceso hasta cuando quiere para sí la reticencia, la humildad, la discreción, y la cortesía autolimitadora. Así, al presentar a  Milita Molina, se presenta a sí mismo como un recién  venido de la crítica literaria:

 

Yo, que soy otro intruso en la ciudad, verdadero extraño en los circuitos de la crítica… (3)

 

            Si el sol, si la luminosidad del sol santafesino es la sustancia original del crítico, esta sustancia mítica conviene más que cualquier otra a la crítica literaria, hija indubitable del Iluminismo. ¿Y qué hay de la opacidad y de las sombras que el sol incandescente no puede sino generar?  En Nicolás (en la extralimitación iluminista de Nicolás, habría que decir más apropiadamente) el claroscuro y su dialéctica lo llevan a un interés epistémico o quizás a una ansiedad epistémica: conocer, explorar, mentar, contornear lo que se presenta como un límite en la lectura: lo que se “deslee”, lo imposible de leer y la ilegibilidad que la lectura misma construye como ceguera y sombra de su propia luz. Nadie hay más atento en la crítica argentina al régimen de ilegibilidad de los textos, al punto ciego o a los puntos ciegos irreductibles del texto o de su lectura crítica que Nicolás Rosa. Verdadera acechanza, deseo de pasar más allá de límite, o al menos, como imperativo categórico iluminista, trazar las condiciones de posibilidad que determinan el inconcebible mapa de lo imposible, la imposible lectura, la “deslectura” y lo ilegible. Activos motores todos ellos, generan  la más absoluta de las movilidades de la crítica. Porque la prosa de Nicolás tiene como principio y como fin la movilidad perpetua, por eso se interesa en el  nudo de lo imposible, lo detenido, lo que se detiene en el desleer, aquello que podríamos llamar la obscena  siesta crítica, o en palabras del propio Nicolás, el silencio que consiste en “reposar-se en el texto y dejar que el texto repose”. El reposo o el silencio son precisamente los contrarios dialécticos de un discurso que sólo se concibe (y concibe la lectura) como movimiento perpetuo, exceso de palabra, lujo irrecuperable, o infinita sumatoria de un imposible resultado.

 

 La escritura de Nicolás es móvil, acelerada, desasosegada, al acecho siempre de una presa que sabe anticipadamente perdida o indemne a las trampas, porque ella misma es otra trampa, otra trama. Pero ¿qué pasa si esta aceleración, esta gimnasia crítica se encuentra con el vigor de Sarmiento, y si además se contempla en el espejo de ese vigor? Entonces, la velocidad puede llegar al vértigo. Escenas, linajes, recortes, cartografías, topografías, fundaciones, y delirios (podríamos seguir la serie). Nicolás multiplica las “trampas”: siempre cae algo de Sarmiento, pero el todo-Sarmiento (esa entelequia que es opaca para el propio Sarmiento) se esfuma para que Nicolás vuelva a componer otra trampa textual.

 

¿Pero cuál es la trampa que acecha a la crítica? Nicolás la menciona varias veces: el delirio, el delirio interpretativo. Porque parece imposible que en algún punto un texto, cualquier texto, no se ponga a delirar o que no posea un ápice de delirio. La escritura es el lugar en que la lengua delira. Conozco pocos críticos argentinos que sean tan concientes de este hecho y que persigan ese momento en el que el texto se encauza o se pierde en el delirio. (Así ocurre con Sarmiento: “orden delirante”, “idea fija”, “convicción delirante”). Los grandes críticos no deberían temer al delirio: es la única manera de leer el delirio de los grandes textos. Todo gran critico como Nicolás debe ponerse a delirar con sus textos, y en su propio texto, sin abandonar la razón, desde luego, porque siempre la razón acompaña al delirio como una sombra fiel que certeramente le va guiando los pasos del extravío.

 

El exceso teórico (el inevitable exceso de la teoría) se convierte en Nicolás en un derroche, en unas galas del estilo que se complacen en mostrar el lujo verbal con el que se deleita, y también en una entrega sibarita al paladeo de su alimento (hay toda una gastronomía imaginaria del texto en El arte del olvido: el padre textual –Borges- es trozado por la nueva generación que lo ingiere por partes (4),y Sarmiento, que posee “compulsión de completud”, “voracidad”, “bulimia”, “hiperfagia”, inauguraría –según Nicolás- “el festín pequeñoburgués”) (5). El festín, la comilona o el atraco que importan son discursivos: una voracidad por la letra y una ingesta escrituraria. El crítico como bon vivant en el banquete literario.

 

En efecto: Nicolás paladea los vocablos, crea neologismos, despliega catálogos y enumeraciones. Las enumeraciones, las listas, las series inconclusas de términos nos muestran un coleccionista que ama el “fulgor”, “el fulgor del simulacro” que es más intenso porque el coleccionista sabe que todo el catálogo reunido es nada más que un fantasma que prohíja el deseo. Nunca la serie estará completa porque la figura que Nicolás persigue es el desborde. Crítica desbordante la suya, que se derrama con el deseo de inundar los textos que lee. De inundarlos y transformarlos en la copiosidad del enfoque, de la perspectiva y de la retórica con la que los trata; lo que dice del texto de Sarmiento, vale también para sus propias operaciones críticas:

 

[la escritura sarmientina] traza el espacio de una serie de transformaciones y mutaciones que van desde el transformismo al travestismo, del oro a la letra áurea, del instinto a la letra áurea, del instinto a la letra civil, del ethos oriental al ethos romano (6)

 

La dinamia característica de este discurso crítico parece asentarse sobre una convicción barthesiana: la lengua es un espacio de disputa, de discordia, de un fundamental polemos (como Nicolás gusta llamarlo), y que Barthes caracterizó como  “La guerre des langages” (7). No hay paz ni reposo en la discordia de los lenguajes, y menos aún en el discurso de la crítica, que siempre percibe en el polemos una relación con el poder, una relación de poder en la que siempre está implicada. Y hay un polemos característico de Nicolás, en las intervenciones de Nicolás, que me atrevo a llamar de provocación, un momento casi fulminante en que su palabra provoca, más allá de lo previsible, de las reglas de previsibilidad o de la conveniencia social, la situación polémica. Leo, por ejemplo, la edición del diario La Capítal de Rosario del domingo 15 de febrero de 2004, en la que una periodista lo consulta sobre el futuro III Congreso de la Lengua Española. Nicolás ha decidido sacudir la confianza que en sí misma tiene la tierra del sol calcinante, con unas sombras que deja caer en el centro mismo del orgullo rosarino: la lengua que se habla en Rosario es pobre, dice Nicolás, casi indigente (y la periodista, viendo el reto o la provocación inesperada, comenta: Decir que el rosarino tiene un idioma pobre tal vez no sea la mejor carta de presentación para quienes en noviembre próximo vengan a esta ciudad al III Congreso Internacional de la Lengua Española” (8). Convengamos en que así es, pero el crítico, ese “demonio de la sutileza” (como lo caracterizó Henry James), sólo está tranquilo si lanza como un imperativo categórico de su acción, la discordia, la paradoja, la provocación que volverá a instalar la incomodidad propia y del interlocutor. La crítica como arte de la des-colocación; el crítico como pendenciero potencial que lanza un reto. Y en el mismo reportaje, Nicolás reafirma su concepción de la lengua como discordia: “Mal que nos pese reconocerlo, la lengua es así, genera discordia. Los lenguajes son puramente discordantes, pasando por la organización gramatical, sintáctica y fonológica, su constitución léxica fue siempre producto de un hecho controversial (…), un polemos entre las lenguas y los poseedores de esas lenguas (9).

 

El arte de la crítica no es pacífico y toda su gracia consiste en declarar la guerra a los beatíficos territorios que quieren vivir en la comodidad de los lenguajes muertos. Si hay lenguaje, habrá guerra, parece ser su consigna.

 

Pero la provocación muestra también a un sujeto (el crítico) que se desasosiega, que se desacomoda en la pendencia, que sale de sí mismo en el reto como a la espera de un combate incierto en el que apuesta su vida y su muerte. Combate a muerte del pendenciero que arroja su razón como un puñal hacia la incertidumbre. El gasto o el simulacro del gasto es un negocio a pérdida pura cuya única ganancia indubitable es el goce. Y esta apuesta del goce no está sólo en las intervenciones públicas provocativas de Nicolás, está en el descentrado centro insatisfecho que sostiene silencioso toda su escritura.

 

            La discordia de los lenguajes y de las instancias no sólo es una condición del mundo o del mundo lingüístico, el sujeto que escribe (el crítico)  no deja de experimentar lo discordante en su propia escritura, y en particular en la autobiografía de los otros: la autobiografía como simulacro de una paz que el sujeto autobiográfico extiende por encima de los desacuerdos que la escritura oculta y devela, y que la escritura crítica devela para ocultarse a sí misma como objeto de la discordia.

 

 “Simulacro” es la palabra que en Rosa vuelve para significar no sólo la crítica, sino la literatura misma que extrae sus poderes de una ficcionalidad radical. Por eso su indagación se despliega sobre todas las formas de lo imaginario (el imaginario social, el de la literatura, pero también el de la crítica literaria, el imaginario crítico, que no sólo es la imaginación crítica o la imaginación del crítico como inventor de formas discursivas, sino una demanda relacional y discordante, polémica).

 

Si el trabajo y la fatiga del trabajo existen para mantener el polemos  de una guerra que hay que inventar (esa es la crítica), entonces la penuria y el esfuerzo, serán dobles. Nicolás en la contratapa de El arte del olvido: “siempre pensé que escribir era una tarea fatigosa”. La fatiga es doble porque la reedición obliga a polemizar consigo mismo. Nuevamente Nicolás desde la contratapa: “Debo confesar que me pareció demasiado cargado de teoría y espero que el lector me excuse”.

 

Yo no lo excuso. ¿Por qué habría de hacerlo? Quiero decir: no excuso su disculpa de contratapa. Hay algo que no necesita, por imposible, de la disculpa. Es ese exceso, ese plus innominable, inexcusable que se llama “goce”. ¿Por qué alguien se atrevería a excusar un goce? ¿Cuál es aquí, en El arte del olvido ese goce de Nicolás? El goce de la teoría. Debe haber muy pocos en estas pampas que pudieran exhibir ese goce particular de la crítica: el de gozar con la teoría y exceder intrépidamente, golosamente, lo que en sí misma es un exceso. El goce no tiene perdón porque como límite está más allá del añadido y del discurso que podría perdonarlo.

 

Y en mi caso (o el caso que es mi época, mi pasado, la trama de mi vida y mis convicciones) no podría perdonar nada por el riesgo de reconocer que he vivido en el pecado. Que es el goce de toda una época.  El goce de la teoría.

 

Jorge Panesi

 

 

NOTAS

(1)

El arte del olvido, cit., p. 142. El énfasis es de Nicolás Rosa.

 

(2)

El arte del olvido, cit., p. 229.

 

(3)

El arte del olvido, cit., p. 144.

 

(4)

El arte del olvido, cit. p. 104.

 

(5)

El arte del olvido, cit. p. 137.

 

(6)

El arte del olvido, cit. p. 119.

 

(7)

Roland Barthes, “La guerre des langages”, en Le bruissement de la langue (Essais critiques IV), París, Seuil, 1984.

 

(8)

“Los intelectuales argentinos y el III Congreso de la Lengua Española” La Capital, Rosario, Año CXXXVII Nº 48297, Domingo 15 de febrero de 2004.

 

(9)

La Capital, cit.

 

 

 
el interpretador acerca del autor
 

 

               

Jorge Panesi

 

Publicaciones en el interpretador:

Número 12: marzo 2005 - Hegemonía, excepciones y trivialidades en la crítica cultural argentina (ensayo)

Número 20: noviembre 2005 - Sobre La escuela del dolor humano de Sechuán de Mario Bellatin (ensayo)


   
   
   
   
   
 
 
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Imágenes de ilustración:

Margen superior: Fotos de Nicolás Rosa, extraídas de http://www.designisfels.net/nrosa.htm

Margen inferior: Francisco de Goya, Si amanece nos vamos (detalle).