el interpretador aguafuertes

 

Fin de curso

Gabriel Yeannoteguy

 

 

 

 

 

 
Somos como la nenita de «La Historia Oficial» -ese teleteatro-: mamá cayéndose del catre y papá violentándose porque mamá duda. Nosotros, acurrucados cantando una canción.

 

En una agenda de 1996 había apuntado algunas cosas durante los últimos días de mi estadía en el secundario. Entre ellas, encontré el final del discurso que una Autoridad Escolar había pronunciado el último día, montado a una intervención de otra Autoridad Escolar.

Ese último día terminó así:

Autoridad 1: «...bla bla bla... [habla sobre nuestra partida del colegio para nunca más volver] ...nos da mucha tristeza... (hace una pausa) Silencio, vista a la bandera.»
Autoridad 2: «Posición de firmes.»

Luego de reírme un rato, seguí revisando la agenda. Encontré una proliferación de despedidas y dedicatorias de mis compañeros y algunos docentes. Algunas me generaban risa, otras ternura, muchas indiferencia. Pero hubo una en particular que me sorprendió, porque la había olvidado, a pesar de recordar súbitamente, en cuanto me reencontré con ella, que se trataba de algo cualitativamente diferente a todas las otras, y que me había generado, en su entonces, una sensación de extrañeza muy grande. Era la dedicatoria-despedida de un compañero, testigo de Jehová, con el que solíamos discutir en las clases de Economía Política para hacer que en la clase sucediera “algo”, “algo” que fuera suficiente como para que la profesora no nos diera trabajo (de más está decir que esa profesora, en particular, sabía poco y nada acerca de Economía Política, en tanto sólo había estudiado Contabilidad, pero bueno, allí estaba frente al curso haciendo lo que podía). En ese entonces teníamos la estrategia de parodiar una discusión político-económica (el era Cavallista y yo anti-Cavallo) que mantenía, de a ratos, entretenido al curso (y a nosotros también, claro). Intuyo que, por más “paródico” que fuera ese juego, algo de nuestros pareceres y posicionamientos empezaban a ejercitarse tímidamente, como si fuese, para nosotros, la única forma de tener una discusión política: haciendo como si en realidad no creyéramos en lo que decíamos, poniendo en suspenso, una vez terminada la clase, nuestras diferencias. O en realidad, al revés: sólo en el ámbito de “la clase de Economía Política” podían surgir las diferencias. En “lo cotidiano” (el recreo más las otras materias, que ya en 5º año son casi un largo recreo ininterrumpido), no teníamos ni ganas ni fuerzas para discutir. Deliberadamente, no queríamos discutirnos. Sobre todo porque “en lo cotidiano” nos divertíamos muchísimo. (1)

Ahora bien, de la dedicatoria de mi compañero quiero citar la postdata, la cual parece venir a confirmar la regla que sostiene que siempre lo verdaderamente importante se deja para el final -para la postdata- y que todo el cuerpo de la carta (porque a fin de cuentas su dedicatoria estaba armada como una carta, sólo que escrita en mi agenda-cuaderno) no es más que una excusa para poder llegar a animarse a escribir lo que está ahí latiendo, y que sólo puede salir cuando estampamos la firma, cuando parece no haber vuelta atrás, y entonces, claro, bueno, hay que agregar una postdata, porque "aquello que no se dijo", descubrimos que viene siendo crucial. Y esa postdata decía (dice) lo siguiente: «Voy a sonar como un padre, pero Gaby, no cuestiones tanto las cosas, disfrutá de la vida que es hermosa. Y si llegara a haber una dictadura, abríte, no quiero perderte como en otros tiempos.»

Lo extrañísimo del caso, leído ahora, es que para nada, según interpreté yo, era eso una amenaza ni un llamado de atención ni una orden; sino todo lo contrario: esa postdata salía de lo más auténtico de él, de su interés por cuidar sincera y hasta desesperadamente de otro, en este caso, de mí.

Releída, esa postdata tiene un costado siniestro, y es precisamente ese costado el que me interesa desentrañar para conjurarlo. En esas frases parece estar resumida nuestra mitología política. Incluso, mi compañero tenía la incierta lucidez suficiente como para intuir que "estaba sonando como un padre", es decir, que esa reflexión no era del todo rotundamente propia. Pero lo que la movía, agrego ahora, sí era bien propia: el miedo naturalizado a la acción política.

Y lo más siniestro: ese "perderme" ya había ocurrido. La sintaxis lo dice todo: "no quiero perderte como en otros tiempos"... ¿cuándo me había perdido? Yo tenía 18 años y nos conocíamos apenas hacía dos. Era tan fuerte el temor a lo político, estaba tan internalizado, que el futuro ya había sucedido. A mí ya me había perdido una vez. Yo, delante suyo, era un potencial "desaparecido". En realidad, era un muerto-vivo, un "desaparecido" resucitado que, en tanto tal, estaba condenado a morir otra vez. Era tan fuerte su miedo al pasado, que no podía ver de otra manera el futuro. Para él, el futuro era/ sería el pasado. Lo cual encarna la forma del terror que paraliza: cuando el horror pasado ES el único futuro. (Cuando el futuro ES el pasado.)

Intuyo que esto sólo puede ser una suerte de constatación, gracias a una mirada retrospectiva, de nuestra mitología política puesta a funcionar en el umbral formal de la adultez: en los últimos días del secundario, cuando ya no nos quedará más que jugar el rol que nos toque jugar, atravesados por el ideal adulto/ político, mi compañero me augura un futuro negro. Y para él mismo, además, en el cuerpo de la carta, se pronostica un futuro de cambio radical, también relacionado con lo político («Estamos al final de una etapa muy hermosa, ahora empieza otra, también muy linda, pero con más responsabilidad y con más injusticia...» / «...pero lo importante va a ser que voy a poder ser lo que me gusta, ayudar a las personas (2), de un modo diferente quizás [supongo que se refería a "mi modo" diferente de "ayudar"], pero para mí esto es la verdad, estoy seguro y voy a luchar por lo que vengo luchando ya casi hace 18 años, con algunos errores, pero todo se mejora.»).

Para cerrar esto de algún modo, me interesa señalar que casi el único debate político -o su parodia, o su ensayo- en un aula de 5º año de un secundario privado de medio pelo de la zona sur del Gran Buenos Aires en 1996, pudo ser tibiamente realizado por un testigo de Jehová y un ateo a fuerza de catolicismo y luteranismo neutralizados.

No es para generalizar nada, sólo pretendo aportar ese dato y su anécdota, que parecen decir mucho acerca de cómo algo se pone a funcionar y se reproduce. Y esto, creo, es lo importante: escribir esa postdata, para él, lejos de ayudarlo a tomar conciencia de su terror, colaboró en su afirmación más honda. En otras palabras: imagino esa postdata como un acta de defunción de y para ambos. Y no es casual que las actas de defunción sean firmadas y recibidas por personas vivas: precisamente por eso, la metáfora adquiere sentido.

Buenos Aires, 20 de noviembre de 2005


(1) Y además, a esa discusión siempre la intuíamos ajena. No dejaba de ser, en gran medida, una representación para satisfacer la mirada de un adulto. En este caso, la profesora.

(2) Otra vez la sintaxis: parece igualarse “ser” con “hacer”, donde el hacer se subsume en un “ser” y no a la inversa. La concepción religiosa de que el hacer el “bien” parte de ser “bueno”.

 

Gabriel Yeannoteguy

 

 

 
el interpretador acerca del autor
 

 

               

Gabriel Yeannoteguy

Nació en 1978 y tiene una abundante obra poética.

Es estudiante de Letras en la UBA. Coedita desde 1998, junto a Nicolás Mateo, Ximena Espeche, Tristán Pera y Mariela Medina la página gratuita de divulgación literaria NO QUIERO SER TU BETO.

Publicaciones en el interpretador:

Número 19: octubre 2005 - Nac & Pop (ensayos/artículos)


   
   
   
   
   
 
 
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Margen inferior: Wassily Kandinsky, Composition 8 (detalle).