el interpretador narrativa

 

La Delgadez Perfecta

Paola Esteban

 

 

 

 

Fue un día particularmente duro en su carrera por alcanzar la delgadez perfecta.

Le tiemblan las manos. No puede aquietar las alteraciones de su ánimo. Su voz resulta un tono más alto que lo acostumbrado. Se cepilla los dientes. La crema se le desparrama sobre el torso de las manos. No puede hacerlo bien.

En la mañana, como la noche anterior pasó hambre, se levanta de un salto de la cama, dominada por un apetito voraz. El cuerpo se le niega a obedecer a la mente en su intento por llevar despacio el pan a la boca. Lo devora, a él y a las galletas, y baja el jugo de forma tan despeñada que pronto en su estómago aparece la curvatura que provoca la inflamación natural después de comer. Pasa su mano sobre ella una y otra vez, como si tratara de aplanarla. Los cachetes se le ponen pálidos y frente al espejo tuerce la boca. Parece que no quiere ver esa curva, quiere figurar en caída libre el vello rizado, nacido natural bajo el vientre.

Me prometí no almorzar, frente al espejo y en voz alta. Sólo un jugo. La mitad de lo que sirva la que arregla la casa el fin de semana. Ella es delgada. No tanto. Su cuerpo es similar al mío pero no es suficiente. No se me ve bien la pequeña prominencia estomacal.

No puede escribir bien. Las gotas de agua que le caen del cabello mojan la hoja. Tiñe y retiñe frases sin puntos, ni comas, ni tildes.

Para pasar el rato coge de la mesa del comedor la revista Nueva, la que llega los sábados con La Vanguardia y lee un artículo sobre “comer inteligentemente”. Alza la cara al televisor. El viejo no deja de cambiar los canales y siempre es la misma. Esqueletos. Primero, ella no tiene que ser tan flaca porque no es tan alta y segundo porque no trabaja en la televisión. Repaso el trapo de limpiar sobre el mesón. La miro.

Y me fastidia que lo haga. Y que luego vea la pantalla y que luego vuelva a verme. En mi mundo, en el mundo de mi cabeza, el no serlo significa valer nada. Debo ser delgada.

No es la primera vez que leo un artículo acerca de comer. De hecho, es mi lectura predilecta desde que aumenté dos kilos haces dos semanas. No se puede repetir: durante el desarrollo aumenté 12 kilos. ¡12! Y lo que tuve que hacer para suprimirlos. Pasar por loca. Pastillas para dormir. Eso adelgaza. Ejercicio en las mañanas. De regreso a clases soy el centro de atención. Antes ni me veían. Me miraban, seguro, mis compañeros de curso. Y me consideraban inteligente. Pero no es de gran valor en el mundo: es sólo un elemento para una gorda más que quiere parecer feliz.

Los documentales dicen que no causa efectos positivos dejar de comer o vomitar lo ingerido. Las mujeres lo esconden. ¿Lo padecerán los hombres? Tal vez. Pero yo no soy un hombre. No puedo permitir que un trozo de carne aparezca donde no debe. Ellos juzgan, escogen. Algunas veces a las más rellenitas. Quizá porque no se presenta nada mejor. Quiero hacer la diferencia. En todo. No solo en la inteligencia.

Hora de almorzar.

Escribe.

Cuando vomité sentí mi corazón latir apresuradamente. Levanto el rostro hacia mi madre.

La tinta se le acaba pero no puede sacudir el lapicero para que llegue de nuevo a la punta.

Esa sensación me gusta. Desde que tengo conciencia he querido sentir efectos alucinógenos. Pero la medicina contrarresta el efecto del alcohol y no se aspirar la hierba. No me alcanza el dinero para la cocaína y no sé dónde encontrar heroína. No conozco el éxtasis y no puedo trasnochar en discotecas. Esto es lo más cercano.

Un plato de arroz con fríjoles y papa cocida. Si fuera rara la comida de pronto se la come. Pero el arroz corriente de aquí hasta Oriente y los fríjoles, aunque hace rato que no deleitan su paladar, tampoco son cosa del otro mundo. Y la promesa que hizo en la mañana.

Se sienta en la mesa y sin pestañear en menos de cinco minutos traga el plato que le sirvo. Observa de reojo el de la mamá. Espera que le regale un poquito. Lo hace y ella vuelve a devorarlo. Para pasar: coca cola con hielo. Dos vasos tamaño mediano, llenos. Falló. Otra vez.

Siento trozos de comida en la garganta. Me regalo unos segundos para tranquilizarme. Las palabras del sacerdote. Me calmo. Al día siguiente. Una vez más.

Pide permiso a los papás y camina con sigilo al cuarto de baño. Relamo la opción de que vaya a vomitar.

–Me voy a bañar.
–Pero si acaba de comer, mamita. Eso es malo.
–Es que tengo mucho calor.
–De pronto le da mareo. ¿No entiende? No se bañe.
–Mamá no me moleste.

Abro la llave de la ducha. Introduzco dos dedos en mi garganta. Nada. Espero un poco y ejecuto la operación de nuevo. Por fin. Con el pie acerco a la coladera los restos de arroz y fríjoles. No siento asco. Simplemente los empujo. Luego me lavo el pie con el shampoo que usaré para enjuagar el piso del baño. Y acto seguido, mi cabellera.

Dos, tres veces. Los dos dedos han salido y entrado. Malditas costillas; maldito vaso, duelen. Estoy exhausta. Los brazos se me caen y los ojos se me cierran por inercia. Me abrazo a las rodillas, acuclillada en el piso. Quiero parar. No. Embuto otra vez el dedo en mi garganta, como un pene. Y una vez más a la lucha.

Hay que acabar con todo. Como en aquella película que vi recién. Solo que aquí hay que matar al perro también.

Cuando un hilo de sangre sale de mi boca me detengo. Sé que ha llegado el momento de parar. Sé que de hacerlo muy a menudo los dientes se me caerán irremediablemente por culpa de los jugos gástricos. Iré con más regularidad al odontólogo. Me incrustaré cada uno de ellos cuando se me desprendan de las encías. He leído historias que hablan de mujeres anoréxicas y bulímicas. Los dientes tardan cuando menos tres años en caerse. Para entonces, quizá la ciencia avance lo suficiente para poner los falsos sin dolor. Y puede que cuando uno de ellos se caiga yo cambie y deje de vomitar. Entonces, dejaré de comer.

Por fin se da el lujo de descansar. Suelta la pluma lejos de su mano y deja las hojas sobre la mesa de mi máquina de cocer, a la cabecera de la cama.

 


Paola Esteban

 

 
 
 
 
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Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Gustav Klimt, Obra (detalle).