Desperté con luz blanca sobre la cara. Creí que había dormido media hora. Quise levantarme y enseguida me desplomé sobre mi almohadita de cartón. Era de día y estaba más cansado que cuando me había dormido. Me quedé así, despierto, la boca espesa y los ojos fijos en una zona del parque. La mañana se sentía en la piel: fina y empapada. Una anciana que pasó con un perro marrón, hocico en punta y expresión suplicante, me dirigió una mirada rencorosa. Con el sabor del sueño en la boca, traté de incorporarme, bostecé y para entretenerme estudié la escena de amo y mascota traccionándose.
Caminaban despacio entre la bruma. El can movía estrepitosamente las patitas y las uñas repicaban contra el suelo imprimiéndole al paseo una musicalidad que se reflejaba en el movimiento de la cola. La señora parecía aprobar y hasta participar de la emoción de la mascota sacudiendo la cabeza y acomodándose una y otra vez mechas de pelo detrás de la oreja. Amo y mascota, abstractamente complementados, inspiraban compasión en cualquier caminante, ¿pero entre ellos, quién era el que más lástima daba, quién subyugaba a quién? La mujer mostraba una excesiva piedad en gestos como el de acomodarse mechas detrás de la oreja. O bien su mascota era el motor de tanta piedad y por ende prevalecía en la carrera por la lastimosidad, o bien ella misma triunfaba y la compasión era un modo de revocar la autoridad y su propio poder para, en definitiva, conseguir que otros se apiadaran de ella. Aunque bien podría ser una vieja egoísta, una chota aficionada a la escatología, y se aprovechaba de un perro para burlarse de todo el grotesco que la propiedad de un ANIMAL apareja en la especie… Y de paso se acomodaba el pelito detrás de la oreja.
En realidad lo más lógico es suponer que algunas mujeres tienen perros porque creen que son los objetos que más se asemejan a los hombres. Son caprichos femeninos, tiernos como un pequeño vicio cuya expresión matinal consiste en acomodarse el pelito detrás de la oreja. Hasta el mismísimo perro podía haber sido el que, por clemencia hacia su dueña, hubiera perfeccionado esa configuración portátil de salchicha a fin de reivindicar, como única relación posible entre ambos, el absurdo del collar, la correa que demarcaba en el horizonte de ese pescuezo el límite entre el hombre y la nada.
No se habían alejado mucho, cuando el perro se paró y apoyado en las patas traseras empezó a arañar con las delanteras la pollera de la dueña. Ella instruyó al animalito con voz aniñada, sacudió el índice, y después abrió la cartera y extrajo una serie de prendas que la mascota celebró con cabriolas. Se agachó, tomó a la bestia por el lomo y la arropó con un pullover y unas orejeras que parecían auriculares.
Desde el banco casi no pude entender ese inverosímil doméstico: la cosa se me representaba como el amor bochornoso entre una princesa destronada y encallecida y un enano que hace las veces de cortesano y se prosterna para festejar la ficción demacrada de su señoría. Las convenciones sociales se sustentan en el ocultamiento del absurdo, en legitimarlo bajo una forma opuesta, funcional. De modo contrario sería inadmisible que alguien ande por las calles arrastrando a un animal disfrazado para satisfacer la necesidad de exponer el propio cuerpo. El hecho mismo conlleva una carga tan absurda que nadie lo admitiría si se rasgara la película de castidad que protege del escarnio público a los paseantes amascotados. Y sólo es posible comprender el absurdo, lo cual no equivale a admitirlo, desde la posición sanguinaria del testigo, es decir, pensando, como yo, desde el asiento del vicio, y sin mascota. En cambio el que participa en la construcción, diría el actor -la señora, por ejemplo-, es el nexo entre el absurdo y los hechos, y por eso percibe una escena distinta a la que representa, fabula un personaje: dado el caso, una dama senil que, supeditada a una operación doméstica, se resarce ante una impostura que nadie va a saber denunciar.
Lo cierto es que la escena me quitó las ganas de levantarme. En realidad no sé si había pensado en levantarme o simplemente en algo que pudiera causarme ese deseo... Decisiones tan sencillas requieren etapas y etapas de preparación. El desenlace tragicómico que presencié en ese momento fue doblemente irritante: se alejaban, y el perro, en brazos de la mujer, me pareció un niño que me saludaba. Entre ellos emergía la intimidad fragante de una madre empeñada en amamantar a su hijo. La visión me sumió otra vez en un tipo de entresueño maníaco: el exterior conspiraba y sembraba el anticipo de un dolor social e imperecedero.
Oliverio Coelho