el interpretador narrativa

 

Confesiones de un asesinato

Pablo Nicotera

 

 

 

 

No pensé que podría hacerlo; sé que no es complicado hacerme hervir la sangre, pero ¿hablar de asesinato? Matar a Juan Carlos Persinni(1) fue casi un acto de justicia, una forma de enmudecer tantos susurros que me impulsaban a hacerlo, una forma de apartarlo de mi territorio.

Mi esposa(2) trabaja por la noche en un hospital, por eso no duerme conmigo. Yo soy escritor y empleo todo el día en la escritura: escribo cuentos, poemas, ensayos. Trabajo en mi habitación, un pequeño cubículo con piso de parquet y paredes algo desgastadas por los años: allí cuento con mi cama, que me sirve de refugio, de capullo, cuando solo necesito escuchar mi conciencia; mi escritorio, donde trabajo, y en el cual descansan mis historias, mis papeles vacíos, un lapicero que guarda unos pocos lápices, un abrecartas de bronce y algunas lapiceras. Allí, mi dulce esposa me acerca papel cuando éste está por agotarse, trae mi comida cuando es la hora, recambia las sábanas de nuestra cama. Paula sabe tanto de mí(3) que conoce el momento justo en que comienza a darme esa migraña aguda que me azota luego de unas horas de trabajo, sabe en qué momento acudir con aquellas pastillitas sanadoras, cuando las historias que narro comienzan a superarme, a querer salir y transgredir las barreras del papel, haciéndome estallar la cabeza. En ocasiones le pido que se quede un momento a mi lado; ella se sienta por algunos segundos y luego me deja solo, diciéndome lo mucho que queda por hacer, y se aleja, abandonándome junto a mis escritos.

En aquel momento estaba escribiendo un cuento en el que un hombre, asediado por la locura, es internado en un hospital psiquiátrico. Allí conoce a su enfermera, y se enamora de ella perdidamente, pero ella está casada con uno de los psiquiatras que trabaja en el hospital, y el protagonista de mi cuento no puede soportar verlos juntos. Como suele pasarme luego de unas horas de trabajo, un agudísimo dolor de cabeza se apodera de mí, pero aquella vez fue tan intenso que Paula insistió, a pesar de mi negativa, en llamar al médico. En unos instantes el doctor Juan Carlos Persinni se presentó en mi habitación; jamás lo había visto en mi vida(4); y me encontró en la cama, invadido de dolor, desbordado, gritando desesperadamente junto a mi esposa, que trataba de calmarme. Paula le informó que me había dado mi medicación habitual, como siempre lo hace, pero esta vez no había sido suficiente. Entonces, el doctor Persinni se hizo cargo de la situación: se puso sobre mí para intentar calmarme y detener mis bruscos movimientos, luego, asistido por Paula, tomó con fuerza mi brazo derecho y me aplicó un calmante inyectable. Paula y Juan Carlos se quedaron junto a la cama, esperando a que lentamente haga efecto la medicación. Yo fui calmándome hasta quedar inmóvil, como si estuviese ensayando un simulacro de mi muerte. Entonces los vi: el doctor Persinni tomó a mi esposa(5) del brazo y la apartó de la cama, quizá porque pensó que yo, en mi estado, no podía darme cuenta de lo que pasaba, pero no era así, yo estaba conciente, no podía moverme, no podía hablar, pero nada me impedía comprender lo que pasaba a mi alrededor. De todas formas en ese momento no imaginé las intensiones de Juan Carlos, no se me había ocurrido pensar que el doctor quería arrebatarme a mi esposa(6); solo imaginé que lo hacía para darle consuelo, ya que Paula estaba muy nerviosa por la situación que acababa de vivir. Hablaron un momento y el doctor Persinni la tomaba con ambas manos casi a la altura de los hombros, acariciándola hacia arriba y hacia abajo, luego se abrazaron un momento; en ese instante hubiese querido poder saltar de la cama y moler a palos a Juan Carlos, pero por más que lo intenté fue inútil, la droga que me había aplicado el doctor me dejó inerte. El abrazo duró unos segundos, luego ambos salieron de mi habitación, dejándome yacente en mi cama, de la que fui incapaz de levantarme hasta el día siguiente.

Cuando me hallé libre del efecto de la droga que me había aplicado el doctor, comencé a pensar en la forma de deshacerme de Juan Carlos: primero consideré la posibilidad de sugerirle a Paula que de allí en más me atendiese otro médico, pero inmediatamente llegué a la conclusión de que mi esposa(7) pondría en duda las razones de tal reacción. No menos sospechoso sería el hecho de que me negase rotundamente a tener asistencia médica en el momento en que sufra algún arrebato de dolor semejante al que me tocó sobrellevar el día anterior; de todas formas estaría imposibilitado para hacerlo. Sin llegar a ninguna conclusión abandoné aquellos pensamientos para dedicarme a la escritura.

Me senté en mi escritorio y continué con mi cuento. El personaje principal toma la decisión de matar al esposo de su enfermera, y para ello necesita un plan. Él sabe que quiere asesinarlo, pero no sabe cómo hacerlo. Paula entró a la habitación trayéndome un vaso de agua y mi píldora diaria; justo a tiempo, ya había comenzado aquel dolor de cabeza. Tomé la pastilla, y tratando de que mi esposa(8) no sospechase nada, le pregunté acerca del doctor Persinni. Ella me contestó que era un excelente médico, y me preguntó si necesitaba que lo llamase. Inmediatamente me negué, pero de todas formas, sospechaba que ella ya lo había hecho. Cuando Paula salió de la habitación, casi pude sentir la presencia de Juan Carlos; imaginé que ella lo había llamado, o que él había venido sin invitación(9), tal vez con la excusa de preguntar acerca de mi estado. Sea por lo que fuere, yo sentía su presencia, y en el momento en que Paula abandonó mi habitación, me acerqué hasta la puerta y me asomé por la mirilla: los vi a ambos frente a frente, ella con esa expresión en la cara que denota el comienzo del llanto, él, contemplándola con una mirada benevolente y compasiva, como las que dan los comensales de un velorio a las personas en desgracia. Se estrecharon luego en un abrazo, mientras él le susurraba unas palabras en el oído, las cuales provocaban en Paula una leve sonrisa, pero sin borrar la congoja de su rostro; hasta que, finalmente, vi cómo sus miradas volvieron a encontrarse, para concluir la escena besándose. Ya no cabía ninguna duda, Paula me engañaba, y lo hacía en mi propia casa, delante de mis narices(10).

En ese momento la impotencia se apoderó de mí, casi como cuando Persinni me aplicó el calmante, fui incapaz de abrir la puerta y sorprenderlos(11). Pero en cambio, un millón de voces me sugirieron hasta ensordecerme una solución que acabaría con el problema: asesinar a Juan Carlos Persinni.

Mi personaje hila en su mente un plan para matar al esposo de su enfermera: un ataque de ira desenfrenada, un desborde de locura que atare a la mujer de su deseo, que ante la imposibilidad de amedrentar tal efusión de furia, llama al médico, a la víctima, el cual es asesinado allí mismo por su propio paciente. Paula entró en mi habitación y me encontró convulsionando en la cama, arrancándome desgarradores gritos que debieron escucharse en todo el barrio. Cuando se acercó hasta mí salté de la cama hacia el suelo, sin dejar de gritar, y comencé a correr por todo el espacio de la habitación, golpeando y derribando todo lo que en mi carrera encontraba: algunas sillas que quedaron volteadas en el suelo, los papeles de mi escritorio, el lapicero, que cayó junto a la cama y mis zapatos, que despegaron por el aire, para culminar su vuelo al golpear contra la puerta. Ante la imposibilidad de controlarme, Paula corrió en busca de Juan Carlos, quien raudamente se hizo presente—demasiado rápido, a mi parecer. ¿Se encontraría cerca de casa?(12). Quizá antes de recibir el llamado de mi esposa ya se encaminaba hacia aquí, buscando, tal vez, concretar otra aventura con Paula.-- Persinni, asistido por mi esposa, intentó sujetarme de la cintura, mientras yo luchaba con mis brazos por liberarme, y mientras lo hacía, golpeé a Paula, por lo que el doctor Persinni le ordenó que abandonase la habitación. En su segundo intento por detener mi erupción de locura, Juan Carlos alcanzó a tomarme por la espalda, inmovilizando mis brazos con los suyos, y así, entre gritos y patadas, me arrastró hasta la cama. Allí me detuvo hasta que mostré algunos signos de calma, entonces procedió a aplicarme un calmante inyectable, y luego se alejó de la cama, levantó una silla que había quedado tirada y se sentó a descansar, dejando caer su cabeza sobre mi escritorio. Antes de que los efectos del calmante me impidiesen movilizarme deslicé mi mano, tomé del suelo el abrecartas que había tirado en el piso durante mi desquiciada carrera por la habitación y lo oculté entre mi ropa. Tratando de no hacer ruido, y haciendo un gran esfuerzo para mantenerme en pie, me levanté de la cama, caminé hasta donde estaba el doctor Persinni y atravesé su espalda con el abrecartas de bronce.

De esta forma lo hice. Luego me senté junto a mi escritorio y comencé a escribir mi confesión, a narrar la forma en que asesiné al doctor Juan Carlos Persinni(13).

 

Pablo Nicotera

 

Notas

(1)Esto no es completamente cierto, diría, para ser fiel a los hechos, que este dato es impreciso.

(2)Más que impreciso, este dato es falso, más bien imaginativo.

(3)Esto se debe a su trabajo, pienso que en esta situación dos personas pueden llegar a saber mucho acerca de la otra persona, como si conociesen de toda la vida.

(4)Porque hacía muy poco tiempo que trabajaba allí.

(5)Mi esposa.

(6)Es muy difícil decir si un hecho es verdadero o falso. Si quien lo afirma cree que lo que dice es la pura verdad ¿puede considerarse falso de todas formas?

(7)Puede ser un hecho imaginativo, pero definitivamente no es falso. Pienso que si una persona cree decir la verdad, no puede decirse que lo que afirma es falso.

(8)Por supuesto, si alguien cree decir la verdad, no miente.

(9)No necesitaba invitación.

(10)Este hecho, al igual que los anteriores, carece de veracidad fáctica, pero no de veracidad imaginativa, por lo tanto, no se trata de una mentira.

(11)De todas formas no podría haberlo hecho, ya que estaba cerrada con llave.

(12)Trabajaba allí, por eso estaba cerca.

(13)Este es otro hecho que responde a la veracidad imaginativa. Luego de ordenarle a Paula que abandone la habitación del hospital, sujeté a mi paciente, lo conduje hasta su cama, donde le apliqué hadopidol inyectable, y, acto seguido, me senté a descansar. En un descuido de mi parte, me sorprendió por la espalda clavándome el abrecartas, creyendo que había terminado conmigo. Yo simulé mi muerte para que no intentara darme más puñaladas en la espalda y me dejé caer al suelo, pero al ver que él se dirigió hacia el escritorio y comenzó a escribir, me di cuenta del peligro que corría mi esposa trabajando aquí, junto a este paciente, entonces, lentamente y con cuidado, me arranqué el abrecartas de la espalda, y al ver que él había terminado de escribir y ya el calmante comenzaba a surtir efecto, debo confesarlo, lo apuñalé sobre su escritorio.

 

 
 
 
 
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Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Julian Falat, Znak (detalle).