el interpretador aguafuertes

 

Impresiones de viaje

En las entrañas del monstruo

Pablo Martínez Gramuglia

 

 

 

 

Barrio de Flores

si tus colores

pudieran dar a mi boca una sonrisa otra vez.

Los Piojos

 

A las 22:30 sale el vuelo de Aerolíneas Argentinas. Me voy nueve meses a Estados Unidos a trabajar en una universidad yanqui. Hace un año clavado terminaba mi licenciatura en Letras, o sea que después de que me hayan preguntado durante siete años "�eso para qué te va a servir?", ahora los mismos que preguntaban piensan que me salvé y que me paro para toda la cosecha. Y lo raro es que yo no, que me voy con la cabeza baja y el corazón con aujeritos.

�Para qué me voy? Para ser sincero, no lo sé. Me llegó en un momento particular, estaba boliado, no tenía tiempo para nada y conseguí una buena excusa para tranquilizarme un poco. Dejo Buenos Aires; voy a extrañar a esta ciudad que no es mía, probablemente por eso la quiero: todavía, de tanto en tanto, la miro con ojos de turista. Joven scholar latino, me voy solo, dejo una novia y una punta de amigos. En el avión miro por la ventanilla las luces que se alejan, una postal repetida; igualmente, un nudo en la garganta. Un nudo en la garganta, che.

Amanecer en Nueva York

Start spreading the news�

Sinatra

Así que finalmente aquí estoy, en las entrañas del monstruo. Llego a Nueva York un martes a las seis y media, mucho calor, conozco la casa de mi hermana y a su primera hija (y mi primera sobrina), de apenas un mes. Lo más lindo de Nueva York.

Ciudad de chiflados. Un tránsito horrible, caótico y lento; es tan lento, claro, porque tienen meticuloso respeto por los peatones. Mis esperanzas de practicar mi inglés se ven frustradas; todos hablan español, no solo inmigrantes o sus hijos, sino también los gringos. "Es que Manhattan es la isla más poblada del Caribe" me dice riendo un portorriqueño.

Seguridad por todos lados y, al mismo tiempo, tan falible. Mi instinto criminal empieza a laburar y se me ocurren mil atentados. No han entendido nada, evidentemente, del terrorismo: no es que no ataquen porque los controlan, no atacan porque no quieren; o, mejor dicho, no atacan porque el punto no es matar gente, no es el bien contra el mal, diga lo que diga Jorge W.; atacaron símbolos, no personas o edificios (aunque, seamos honestos, mataron más de un par en el trámite). El World Trade Center es ahora un pozo y una enorme plataforma encima, desde ahí se accede a diversas estaciones de trenes y subtes. También hay una capilla, en donde oía misa Washington cuando la capital estaba aquí, que sirvió de refugio para los voluntarios que removían escombros. Hay camas como usaron, hay cartitas que les mandaban desde distintos colegios del país, hay fotos y un televisor todo el tiempo encendido pasando diversas versiones de las noticias del 11 de septiembre; miro durante media hora y nunca veo el choque de los aviones con las torres. Una cartita me llama la atención: "why do they do this to us; we are so loving and supportive to the other countries"; al final de la carta, cinco dibujitos infantiles: las torres, el pentágono, el avión derribado en Pennsylvania y la bandera yanqui. Le saco una foto, se la enviaré a algunos amigos. Hay sufrimiento por todos lados en esa capilla, hay pañuelos, fotos, pedazos de cemento, cascos de bomberos, todo prolijamente ordenado en stands.

Por lo menos no cobran entrada. Es caro pasear en Nueva York. Subte o colectivo, dos dólares. Pero tienen un sistema muy piola: podés hacer combinaciones, como en el subte porteño. Te bajás del colectivo y si tomás otro o un subte en menos de dos horas es gratis. La ciudad como tal no es muy linda, aunque algunos edificios sí. En general, hay poco sentido estético: los edificios no tienen balcones, ni ornamentación y los vidrios están todos sucios. Pero todo es gigante: las construcciones, las avenidas, las comidas en los restaurantes, la Estatua de la Libertad. Y está atravesada por varios ríos, es lindo para ir a tomar unos mates a cualquier orilla. Y la gente es macanuda, pese a la fama. Están acostumbrados a los turistas y los tratan bien.

Voy al edificio de la ONU, un moridero de buenas intenciones. Hago la visita guiada y todos los que según la guía son los objetivos de la institución parecen de los años sesenta: la libertad de las colonias, el desarrollo humano, el combate al analfabetismo, el fin de la hambruna; la excepción es el sida. �Sirven para algo las Naciones Unidas? Bueno, habrán leído los diarios, así que no los aburro.

Igualmente, paseo poco; me lastimé un tobillo poco antes de viajar y todavía me duele bastante. Los primeros días ando con una bota ortopédica. La primera pregunta es "�de dónde sos?"; "de Argentina"; la segunda: "ah, �te lastimaste jugando al fútbol?"; dos o tres veces lo niego y les explico que fue trepando una sierra (nadie parece conocer la palabra inglesa para esto: a lo mejor no existe(1)); a la quinta, digo sí, jugando al fútbol, así que ahora no voy a poder bailar tangos por un tiempo.

En general no entienden la ironía. Son bastante brutos los yanquis. Uno me pregunta si Argentina está al sur o al norte de México. Lo miro un poco extrañado y me dan ganas de decirle "al norte, al costado de Tejas", pero es al cuete. Ni hablar del Almirante Bouchard y la conquista de California.

También hay gente inteligente, obviamente. Como en todos lados, supongo, son la minoría; la gran diferencia, me parece, es que los tontos son tan o más sistemáticos que los inteligentes. No se les ocurre salirse de su función, no se les ocurre cambiar los procedimientos que hacen mecánicamente todos los días o desobedecer órdenes; por eso, la maquinaria funciona. Un poco como la joda que hacía Spielberg en Forrest Gump sobre el ejército: los más lelos son los mejores soldados, sólo cumplen con lo que tienen que hacer a la perfección. Bueno, así son aquí; si lavo los pisos, lo voy a hacer con el mayor de mis esfuerzos, pero nunca se me va a ocurrir lavar la pared.

Hay baños en todos lados, mi papá estaría chocho. Entro en uno, en un supermercado amish; un cartelito en español, "Los empleados deben lavarse las manos luego de utilizar el baño"; no hay letrero en inglés.

En el Central Park, perdido entre los árboles, está San Martín subido a un caballo de bronce. Apenas más chico que Bolívar, que lo mira desde enfrente, y que Martí, a un costado, ridículamente de traje y montado, arreglándose el saco con una mano y tironeando la rienda con la otra, como si quisieran mezclar al general y al poeta. La de Bolívar es, lejos, la más linda: un general cansado, con marchas en los hombros, aunque el caballo es demasiado altivo. San Martín señala al horizonte como en cualquier plaza de cualquier ciudad argentina.

El viernes, el Museo de Arte Moderno es gratis. Allí encuentro obras maravillosas, bien entremezcladas entre la porquería que llaman arte moderno. La sección de diseño es impresionante, objetos hechos con una delicadeza que solo se puede considerar artística. Y también está la bicicleta de Duchamp, las sopas de Warhol, las rayas y puntos de Miró, los molinos de Van Gogh, cosas para caerse de culo. Y un auto de Pinin Farina, y una máquina Olivetti, y un iPod, y una silla eslava, y muebles, gramófonos, heladeras, exprimidores, bodeguitas, tazas; nada desentona, excepto cuadros y estatuas; pequeñas partes de un siglo en el que la vida cotidiana fue invadida por la estética.

En Preacher, cuando Jesse le dice a Cassidy que hay una sola cosa que quiere ver de Nueva York, le da un poco de vergüenza. Finalmente dice "the Empire State"; "fuckin tourist", contesta el irlandés. Así que me encapricho y no voy.

Atardecer en Vermont

I went to the woods�

Thoreau

Luego de una semana en Nueva York, me tomo un avión a Burlington, la ciudad principal del estado de Vermont, al norte del país, en la frontera con Canadá, Nueva Inglaterra. Me va a buscar una profesora de la universidad, una española, simpática. Tenemos un viaje de más de media hora en auto y no para de hablar. No paramos, bah; quiero quedar bien y de todo doy una opinión sensata, contra mi costumbre.

En el trayecto cruzamos montañas no muy altas y algunos lagos; la zona es linda, tiene algo de Patagonia (o algo de la Patagonia más cuadradita, más esquemática, más fulera: una postal de Bariloche, por ejemplo); alturas pobladas de pinos de diversos colores. Llego al pueblo de Middlebury, cinco mil habitantes, a eso de las seis y media. Me dejan en la que va a ser mi casa los próximos nueve meses. Cuando voy a pedir la llave de mi pieza, empezamos mal: unos minutos buscando a Martínez, hasta que caigo y le digo "pruebe con Gramuglia" y todo solucionado. "Here�s your key, mister Greimiuglia". A partir de ahora, así me identifican: si es lo último, tiene que ser el apellido.

Dejo las valijas, me baño y me siento en el porsche. Hay poca gente aquí, faltan cinco días para que empiecen las clases. El campus de la universidad es un conjunto de edificios de distintos tamaños, distintas épocas y estilos, separados por espacios amplios de pasto. Da la sensación de un prolijo desorden. El sol se pierde detrás de una capilla. Pienso que el mismo sol alumbra mi casa ahora y me acuerdo de Miguelito: también alumbró a Mussolini. Pero por un momento es el mismo sol.

Y luego, a las siete y media, me pasan a buscar, pues me han invitado a cenar hamburguesas. A las siete y media. A cenar. "Eso sí que va a ser difícil", pienso.

Cuando el sol se termina de ocultar, veo que las estrellas no son las mismas.

 

Pablo Martínez Gramuglia

 

 

(1)Existe hill, claro, pero resume en dos nuestra “sierra” y “colina”.

 

 
 
 
 
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Imágenes de ilustración:

Margen inferior: ChawkyFrenn, National Interest vs. Human Rights (detalle).