Pero en la carrera, con pesada mano,
el destino me agarró del pelo.
Marina Tsvetáieva
Primera parte
1
Una noche caliente acudió a la fiesta de aniversario de un músico en un predio abierto, ya campo, en las afueras. Desde el enclave, relativamente elevado, se divisaban macizos de cañabrava, laderas verdes, la cuña lunar, un cielo picoteado de luceros. Antes que nada, en primer plano, había un árbol de magnolias: iluminaba el oscuro con una dentadura muy blanca, córneas de ojos muy blancas, espuma de olas resplandeciente de noctilucas. Al retirarse, cumplido el plazo del festejo, bajo el tema "De vuelta de los muertos", quitó el candado y abrió el portón. Lentamente la camioneta, su nueva fiel servidora, giró frente al árbol de magnolias en dirección a la salida. Las ruedas resbalaron sobre el balasto hasta que el vehículo, coleando un poco, se alejó, delante de una nube de polvillo.
Sobre la avenida principal, en el centro, ya de madrugada, compró una rosa a un chico sin dientes que le sonrió. Le quedó en la retina una gota plateada del árbol de magnolias. Le parecía divisar, en cada esquina, a lo lejos, por calles que desembocaban en el estuario, un copo flotante de espuma blanca. Hasta que percibió el bulto. Alguien, Don Quién, caminaba en el mismo sentido que el vehículo. Captó primero la espalda: una cortina de pelo fuliginoso fulguraba bajo el alumbrado. Cargaba una mochila negra. �Dónde terminaba la crin? �Dónde empezaba la mochila? La crin semoviente aminoró la marcha. Tomás frenó para avizorar el hocico entre las greñas. �Se trataba de una hembra? Imposible decirlo. El caminante torció en una esquina. El coche dobló tras él.
Estacionó en la vereda de enfrente. A causa de cierto desembarazo en la marcha del desconocido, decidió que era varón. Cruzó frente al coche y volvió la cabeza. El chofer saludó con una venia. El anómalo bajó a la calzada, se acercó. Sonreía. Se reía. Gritó dos veces:
��No soy una mina!
No soy una mina. Se definía por lo que no era.
�Ya lo sé.
Se había dado cuenta en el momento mismo. El zangolotino paró cabe la ventanilla. Cambió de postura, soltó una frase.
Tenía que retenerlo a como diere lugar. Lo invitó a subir, cosa que el otro hizo, con una sonrisa maravillada; se acomodó en el asiento, ubicando la mochila entre las piernas.
��El auto es tuyo?
La pregunta le pareció no sólo abrupta, sino extrañamente descolocada, como si el vehículo fuera más importante que su persona. Craso, directo, el desconocido ponía en evidencia una escala de intereses. Pero a la vez le brindaba un pretexto para hablar, de modo que le siguió la corriente.
�Sí.
�Por la manera en que contestaste pienso que debe ser tuyo. Los que usan el auto de papá responden de otro modo. Son demasiado enfáticos al asegurar que son los dueños.
Sobrepasado el primer punto del examen, continuó:
�Mirame, para que te vea bien. �Ah! Tenés cara de bueno. Debés ser buenísimo.
Habría preferido otro calificativo. Es posible aprovecharse de los buenos. Los buenos no resultan perturbadores. "No soy una mina", en cambio, sí lo era. Bamboleaba las crines, que se detuvieron un instante.
��Llevás una motosierra en la mochila? �retrucó el chofer, intentando robar el control de las preguntas.
�Sólo traigo ropa.
Abrió el bolso, como si estuviera frente a un oficial de aduanas. Tomás desdeñó revisar el contenido.
�Pasé dos días en casa de un loco. Nos peleamos y me llevé mis cosas.
Era de Colón, un barrio lejano. Lo invitó a dar un giro.
�No, gracias. Quedé en encontrarme con unos conocidos en un bar.
�Te puedo acercar adonde vayas.
�No, no vale la pena.
La actitud del reyuno no era naranjas de la China. Era sólo lo que era: seductora, indolente. Tal vez estaba cansado. Tal vez quería posponer la aventura para incrementar el deseo de Tommy. �Cómo cazar esa paloma de camisilla blanca? Juli, Julián, Juliano, así se llamaba. Sonrió; los dientes del "apóstata" brillaron cuajados en la boca. Una magnolia ahogada. La cifra del verano.
Podía pasarle el teléfono: esperar sentado a que lo llamase. Sentado, en efecto; previó el ansia torturante, el acecho enloquecido de un campanillazo, que sonaría o no sonaría, el salto del corazón cada vez al descolgar, el desencanto al oír el saludo de un pelmazo, no la voz esperada; y todo esto sin término, por días y días. Ni siquiera traía un lápiz; debería por tanto confiar en la memoria del otro. No, de ningún modo; para asegurar la comunicación necesitaba el número de la blancura alucinatoria.
�Quisiera verte en otro momento. �Puedo llamarte?
�Tengo teléfono. Pero no me gusta darlo a quien no conozco. Mi madre atiende, se preocupa. Se lo di a un tarado que me llama todo el tiempo.
�No soy un plomo, no soy un delirante. Ya viste que tengo cara de bueno. Tu madre no tendrá quejas de mí.
La paloma vaciló; tal vez hubiera pensado en las mismas cosas. Al fin produjo la cifra mágica. El chofer la grabó en la mente a fuego, como una marca sobre los cuartos de una vaca; la pelota estaba en sus manos; podía llamarlo cuando se le ocurriese. (Curiosamente, no se le ocurrió pensar que el número fuese falso.)
Tras algún circunloquio, el "apóstata" dio a entender que su destino presente era la discoteca de entendidos a la vuelta de la esquina.
�Justo allí voy también yo.
Era verdad; a falta de algo mejor, planeaba caer por esa disco; por lo tanto entraron juntos. El chaval le pidió unas monedas para depositar la mochila en ropería.
Si Tomás tuvo alguna esperanza de ablandarlo en el bailongo a causa del trago, no hubo trago: el otro no aceptó invitaciones. Desapareció presto entre la gente, que era mucha; en noche de domingo sólo cobraban la consumición. Para olvidarlo, al menos por esa velada, dedicó notable energía a conocer a algunos que le despertaron un interés mediocre. Topó de nuevo a "No soy una mina"; intercambiaron dos o tres frases. Su dentadura, bajo la luz negra, brillaba fosforescente. Se moría de ganas de hablar con él, pero éste volvió a apartarse.
Cuando se dio vuelta, después de seguirlo con los ojos, descubrió, frente por frente, a alguien que hasta entonces no había visto; era espigado, parecía una chica tímida; le recordó a la hija del agregado cultural de la Embajada de Brasil, una muchacha a quien había conocido de adolescente; ella se había enamorado de él, persiguiéndolo con furia. Ahora la flaca brasilera remontó el cauce de su mirada, se volvió a un costado, a fin de depositar la copa vacía sobre la repisa. Tomás aprovechó ese interludio para acercarse; se presentaron. Le llamó la atención el modo extraño en que el guacho colocaba la voz, que recordaba el graznido de un pájaro. Cada vez que él decía una frase, Miss Brasil quedaba prendada de sus labios; sí: era sordo; no, como dicen, "tapia", porque algo oía. No tardó en presentarle al núcleo de sus conocidos, todos más sordos que él; se comunicaban por señas. No obstante bailaban con desenvoltura; oían con la membrana de todo el cuerpo, explicó José �que así se llamaba el falso brasilero de ojos verdes.
Al fin de la noche "se repartía el pescado"; invitó a José a tomar un trago en otro bar. Todos los locales estaban cerrados, por lo que compraron una botella en un veinticuatro horas y enfilaron para la casa. Mientras conducía �entraban a la Rambla� Miss Brasil le puso una mano en el muslo.
�Tengo mucho para contarte acerca de mi vida.
Se refugiaron en el domicilio del chofer. Esperaba, respirando el aire lento.
�Cuéntame tu vida �entrompó los labios, para que el sordo comprendiera.
Con una sonrisa deslumbrada, en el espejismo de la hora y el alcohol, la melena crespa a lo largo de la espalda hasta el coxis, José se veía enormemente atractivo. Al poco rato habían olvidado las solemnidades; se tiraban uno a otro los almohadones del sofá, saltaban y se cruzaban, empujándose hasta hacerse caer; caían, se revolcaban.
Despatarrados, sudando, ajustaron los cuerpos uno encima del otro. Frotó las corvas, el tórax fibroso, las larguísimas piernas futboleras, la ajorca que llevaba José en un tobillo.
Dos días más tarde, ya con el sol alto, repuesto, en plena posesión de su energía, estuvo en condiciones de pulsar el teléfono. De no haberse agotado en una drástica gimnasia con Miss Brasil, no habría resistido dilatar la llamada tanto. No obsta; la espera fue un acierto.
�Creí que no ibas a llamar �dijo Julián.
Fingido o real en su urgencia, el reclamo, desde el otro extremo, denotaba una disposición a reunirse. Combinaron para verse esa misma noche en el cruce de dos avenidas céntricas.
La crin centelleante, líquida, de un azul intenso, caía sobre el jeans blanco, otra magnolia; en el principio del bochorno, la silueta se exponía en la esquina como una bandera del vicio; un camión de negros lascivos, a la izquierda, remontaba con pesadez la calzada de alquitrán; �llegarían antes que él? �Era posible que el avechucho no hubiera soliviantado ya un motín? De haber arribado un poco más tarde, �lo habría encontrado todavía peripuesto en la parada?
Fueron al apartamento. Al trepar los escalones, el lustroso alzó los hombros, hizo la segunda de sus preguntas financieras:
��Esta casa es tuya?
�No. Es alquilada.
Tales cuestiones eran signos de advertencia; tuvo cuidado de esconder las llaves y la billetera.
Como en la disco, el rapaz rehusó un trago.
�Mi padre es borracho; mi padrastro también. Cuando toman, se ponen violentos; no quiero parecerme a ellos, ni repetir lo que ellos hacen, ni quedar mal.
Sólo tenerlo cerca, percibir el soplo sin alcohol, lo incendiaba.
Después que se revolcaron, el galán no duró mucho tiempo entre las sombras retintas de la cama. Tampoco reclamó dinero.
A partir de entonces nuestro protagonista alternó la incitación ingenua y astuta de elegir creencia entre dos muchachos; se apoyaba en el semisordo para apaciguar el entusiasmo hacia Julián.
Con el semisordo no tenía contemplaciones. Un día se retrasó. No tuvo la paciencia de esperarlo. A su regreso encontró bajo la puerta un mensaje que había escrito con un cortaplumas sobre la hoja de un agave arrancada al jardín vecino.
Julián le hacía visitas cortas de dentista �dos horas a lo sumo� en horarios que implicaban una agenda nutrida. Paulatinamente las cosas cambiaron. Empezó a venir a última hora y a permanecer más tiempo, hasta que otra vez �tumbado por el porro� se quedó a dormir. Pero me adelanto.
Una tarde, en la época en que todavía venía temprano �serían las siete� dijo que tenía que estar a las nueve en la playa.
��Por qué?
�Es la fiesta de Iemanjá; quedé en encontrarme con unos conocidos para hacer las ofrendas; ya compré el barquito de tergopol y las velas que hay que encender; tengo todo aquí, en la mochila. Sólo me faltó comprar los merengues porque no me alcanzaba el dinero.
�Si no te molesta, yo me encargo de los merengues. Y te acerco en el coche.
Según el calendario, la fiesta se celebraba al día siguiente, el dos de febrero; pero algunos preferían festejar por anticipado, para evitar la aglomeración en la playa y los empujones que estorbasen la ceremonia y perjudicasen el fervor.
Al compartir las devociones del muchacho, lo sostenía "con ambas manos", impelido por una sensibilidad divertida y encantada; y esperaba, bien criado y hasta demasiado bien criado, conocerlo mejor y meterse con discreción en su vida.
En la playa se reunieron con otros tres. El chofer reconoció a uno; era suave, bajo, de manos diminutas; para realzar su figura usaba, cuando salía de noche, zapatos de plataforma. Tomás había conversado con él dos meses antes en una disco; lo había invitado con un vaso, sin apartar la vista de sus ojos, que permanecieron vacíos. Obtuvo, con todo, su teléfono, pero por una razón u otra dejó pasar los días sin llamarlo; cuando lo llamó, mucho después, y lo invitó a salir, el "suave" se excusó ("Cualquier noche menos hoy") pretextando que ya había marcado una cita con su novio estable.
Esa misma velada lo cruzó en el centro; caminaba acompañado por quien dedujo sería la dichosa pareja. Los dos jóvenes triscaban el paso en animada conversación; el compañero reía y agitaba la testa con vivacidad. Supo ahí y entonces que ese momentáneo rival le atraía más que el garzón a quien había telefoneado. Pero los jovenetos pasaron sin verlo; se volvió, con todo, para echar una última ojeada. Clavó los ojos en la vibrante crin del novio, que desaparecía rauda entre el gentío.
"�Hay que morirse!" En la playa, al verlos juntos, se dio cuenta de que aquella crin era la de... �Julián! �Cómo no lo había reconocido? Sin que tuviera conciencia de que fueran una pareja, �había interceptado a ambos por separado! "Puedo elegir." Había logrado a uno; comparado con Julio, el otro desmerecía. Lo saludó, aunque no encontró más palabra que oponer; obviamente, los muchachos continuaban viéndose entre ellos.
Le fue presentado el pai de santo; era un treintañero rapado; lo acompañaba un pibe de quince, su amante. Incluyendo a Juli, todos eran cetrinos. El pai de santo, hecho una pelota, cavaba en la arena, vecino a la rompiente, y plantaba velas adentro de la fosa a fin de protegerlas del viento. Si una vela se apagaba tres veces �explicó� quería decir que "no tomaba", y no convenía insistir.
Se remangaron los pantalones y entraron al agua. El pai bendijo, con palabras rituales, a cada uno de los concurrentes. Los novios habían traído sendos barquitos blancos de espuma de plástico. Se adentraron, con el maestro de ceremonias, a través de una región de olas pequeñas; llevaban consigo las piezas náuticas portadoras de velas ardientes. El mar se callaba, reflejaba las llamas. La nao de Julián cargaba los merengues de Tomás, ese azúcar que eran los propios sentimientos ofrecidos.
Desde la costa, parado en la arena, no despegaba la vista de su obsesión. Le imponía un perfume blanco, sugerido por el tufo del mar. La tusa suelta sobre la espalda se fundía, en la zona de los glúteos, con las calzas negras, remangadas a lo pescador. Ese "pescador" había hecho todo lo que tenía en su poder para convertirse en diosa. Entraba con tal confianza que hacía tambalear; sin género, a su juicio, era la propia diosa que se metía en el agua; concentraba una virtud que le venía de lo ambiguo. El principio de esa fuerza ocultaba el rostro con una visera inescrutable, una cortinilla de cordoncillos o de dijes colgadizos, según aparece en las ilustraciones; o con la veladura de una crin que le sirve de chal: los cabellos de caballo de Julio.
Completado el rito, las piernas y los pies pegoteados de arena, entraron a un café de la costa a tomar refrescos. El chofer llevó al oficiante, emparejado con el niño, hasta su domicilio. Después, a la "diosa", la mejilla un poco enfurecida, inflada para soplar, a la casa del "suave", donde pernoctaría.
Los volvió a ver una semana después, de nuevo juntos, en la disco. Actuaban como un casal de palomitos. Se tomaban de la mano. Eran pareja; todos lo sabían. A ratos se peleaban y se separaban, a ratos se reconciliaban. Tomás aprovechó que el otro había ido al baño para invitar a Julián a su apartamento. Tras prolijas consultas, idas y venidas, dio una mala noticia.
�Mi compañero se siente mal. Mejor me quedo con él.
"Estoy cansado de espíritu; la mayor gentileza que puedo rendirme a mí mismo es ocuparme de mis asuntos, y sólo interesarme en los demás cuando la ocasión lo justifique. Ya basta."
Y sin embargo el pituso, días después, telefoneó. Pero en ese entonces él ya había decidido cortar por lo sano.
Rehusó concretar una cita. Se maravillaba por esta demostración de autocontrol; había "resuelto" el embrollo con eficacia y aplomo. Y ahí quedaron las cosas. Julio no se dio por enterado, sin embargo; diestro en mover hilos, como un titiritero apoyado en larga práctica, telefoneó siete días después.
�Me prometiste que iríamos juntos a Parque del Plata.
En efecto: apremiado por el atractivo mozo había proferido, sin pensarlo dos veces, una invitación a pasar un fin de semana en el chalet de su tía Irma, en ese balneario. El impulso prematuro le dio que lamentar. Juli se lo había tomado al pie de la letra. Ahora, un poco más familiarizado con sus andanzas y su romance con el "suave", Tomás se volvió prudente, más cauto para expresar sus emociones.
Imaginó el terreno de la casa, la hondonada del jardín, el recorrido hasta la alberca; se permitió unos momentos de libre observación; cada vericueto era una trampa para su compulsiva tendencia a salirse de horma. El entusiasmo podría inducirlo a verter incontinente demostraciones de las que pudiera luego arrepentirse. Imaginó la humillación resultante, de pronto insufrible, al regreso, a lo largo de quilómetros de carretera, habiendo comprobado que su némesis no le correspondía. Resolvió no caer en la encerrona.
�Me invitaste, con una firmeza poco común.
Se defendió como pudo: pretextó ocupaciones; llegó incluso a insinuar, no sin perfidia, que ya había llevado a cabo ese trayecto recientemente, en compañía de otra persona.
Sin embargo, aceptó encontrarlo en Montevideo. Julián había ganado.
No más llegar, le comunicó que había roto con su consorte. Según él, el otro lo había cambiado por un potro flamante.
� Te usan y después te tiran. Pero el coletazo está sobrepasado.
Las paletas grandes y níveas de los dientes, el contorno évasé de la cara, le daban el aire de un conejo. Ese conejo que él veía de vez en cuando entre las manchas de la luna.
Para no traicionarse, para no turbarse, bajo peligro de su vida, el anfitrión no se atrevía a fijar la vista en el roedor arrellanado sobre el sofá, las punteras abiertas. Robaba instantáneas parpadeantes, poco precisas, que lo obnubilaban y rendían escasa información; saludaba, hipnotizado, al bargueño.
Como Perseo ante una Gorgona, sentía que se asfixiaba. Para contrarrestar esa tendencia petrificante le habría gustado oponer un espejo al reverbero de la risa de Julián; le habría gustado esconderse tras el espejo para devolver a su foco, destello a destello, el conjunto de chispas que lo amenazaba.
Se habían conocido en la oscuridad; en esa ocasión el trigueño ofrecía, sin duda a causa de los polvos que se aplicaba, el semblante lunar de una japonesa, más pálido que el blanco. Descubrió, más adelante, ya sin maquillaje, el tinte pastel del cutis. Sin embargo las primeras impresiones son las más difíciles de borrar; en particular ésta, que le servía de patrón normalizador, ya que las sucesivas la corregían sin suprimirla: lo veía blanco, y no atezado. En segunda instancia sin embargo no cabía duda de que fuese mestizo. Los rasgos, con todo, le habían parecido mongoles desde el comienzo; proviniese de las Planicies, de Alaska, de la frontera de la República Oriental: era un indio. Cuando anotó, en un cuaderno, el número telefónico que había confiado a la memoria, agregó, junto al nombre, el calificativo "piel roja", para no confundirlo con ningún otro. "Lo que lo vuelve misterioso es el pelo: grueso, lacio, retinto; no me lo imagino como una almeja pelada. Contribuyen al aspecto aborigen la nariz corva, los pómulos altos, los labios regordetes que denotan, abiertos o apretados con impaciencia, un capricho sensual sin escrúpulos ni cortapisas."
Una negrita se enjabona la piel y se la frota con una esponja de alambre, para sacarse, dice, el color, porque tiene vergüenza de ser negra: era el recuerdo de un filme que había visto de chico.
�Te podría refregar los grumos chocolate de los ijares con un cepillo de acero. �Pensás que desaparecerían?
�Ya sé que soy oscuro. Mi abuelo paterno, por si te interesa, está enterrado en el cementerio indio cerca de Tambores. Fue uno de los últimos combatientes suicidas en los entreveros contra las tropas criollas que exterminaron a los indios.
Tomás conocía la historia.
El primer presidente de Uruguay, apenas nacido el nuevo Estado, atrajo a los charrúas, una etnia de cazadores nómades, que eran los pobladores originales del territorio, a reunirse con él para discutir el plan de un supuesto robo de ganado en el Brasil. Los indios llevarían a cabo el secuestro; el presidente prometía darles cobijo, a su vuelta, en el recién creado país bajo su jurisdicción.
Organizó con todo cuidado un operativo de genocidio sin atenuantes. La trampa final consistió en atraer a los indios, infundiéndoles la mayor confianza y asegurándoles su buena disposición y amistad hacia ellos, a un terreno conveniente para llevar a cabo una acción de sorpresa en su contra. Pese a los recelos de algunos caciques, los charrúas aceptaron al fin reunirse con el presidente y su ejército en los potreros del arroyo Salsipuedes.
Antes de atacarlos, las tropas que los cercaban se apoderaron de sus armas y caballos. Un escuadrón se lanzó veloz sobre las chuzas y algunas tercerolas de los indios, tomándolas en su mayor parte y arrojando al suelo bajo el tropel a varios hombres. Apenas el presidente, cuya astucia se igualaba a su serenidad y flema, hubo observado el movimiento, dirigiéndose a Venado, el cacique principal, le dijo: "Empréstame tu cuchillo para picar tabaco". El cacique desnudó el que llevaba a la cintura y se lo dio en silencio. Al recogerlo, el presidente sacó una pistola e hizo fuego sobre Venado. Era la señal convenida para la matanza. El segundo regimiento buscó su alineación a retaguardia de los que se habían lanzado sobre las chuzas y los demás escuadrones, formando una gran herradura, estrecharon el círculo y picaron espuelas al grito de "Carguen" y con sus sables y bayonetas los sorprendieron y atacaron en su campamento y allí mataron tanto a hombres como a mujeres y niños sin consideración ni piedad. Muy pocos pudieron huir. Los sobrevivientes fueron llevados a pie a Montevideo, los hombres con las manos atadas a la espalda, y repartidos al mejor postor entre las familias de pro y entre los capitanes de barco fondeados en el puerto. Quien recibía a una india joven debía también aceptar a una vieja, y no se admitían devoluciones.
�Una tía abuela, que vive en Tambores, guarda, dentro de una cueva, lanzas, arcos, carcajes con flechas, un mazo de hondas para tirar piedras, una boleadora con que peleaban, una estera de junco en que consistía su toldo, que cargaban las mujeres, riendas, lazo, y un quillapí, que era un poncho de pieles. Todo eso le quedó, y nadie lo usa.
El corazón de Tomás se había vuelto demasiado grande para su pecho.
��Dijiste quillapí? �preguntó con voz apagada.
De una impaciente ondulación de la mano, el muchacho continuó:
�A los de mi familia, cuando nacen, les meten, a un costado, en la cintura, un pedazo de cuerno debajo de la piel, para certificar que pertenecen al grupo, o más bien a la familia, porque no hay grupo. Dicen que si la "mujer gorda" que, según ellos, vive en las estrellas, no ve el pedazo de cuerno incrustado en la piel, no reconoce a los de verdadero espíritu, ni los deja seguir surfeando por las alturas.
��Y dónde está tu pedazo de cuerno? �habló deliberadamente con una elaborada tersura.
�Mi madre, que vino de joven a Montevideo, hizo, después, que me extirparan la incrustación. No le gustaba que el hijo tuviera una señal de barbarie. Acá se marcó la cicatriz, �ves?
Se atormentaba en secreto con la eterna pregunta de si Julián acudiría o no a las citas. Éste, entrado en confianza, ya no se preocupaba por hacer buena letra frente a su ocasional compañero; desde que se sentaba en la sala, aceptaba un vaso de alcohol.
Se ubicaba sin trasparecer emoción alguna, sin entusiasmo perceptible. Era un animal de exposición, un ídolo a ser venerado por su propia irradiante presencia. Nunca iniciaba las caricias. Si éstas empezaban de la otra parte, respondía ágil y acompasado. "Soy devorador de corazones, soy devorador de tu ilusión", berreaba el profético CD. El muchacho se limpiaba la espuma de los labios con la punta de la lengua. Entonces dejaba el vaso sobre un estante y procedía al "asunto".
Esa lasitud empujó al dueño de casa a decir:
�Parecés indiferente.
�Es lo que me dicen todos.
��Quiénes son todos?
Quería y no quería saber.
No estaba interesado en acreditar una experiencia demasiado amplia en el carné de calificaciones del mancebo; a pesar de lo cual contaba con las indulgencias plenarias y circunstanciales; es más, "oía" un sordo barullo, un terreno de alusiones, un ajetreo de idas y venidas. Si bien a él no le cobraba por complacerlo, después de una comida confortable, le preguntó a quemarropa si era taxi-boy.
�No soy, pero tengo amigos taxis.
Se mostraba buen jugador con las palabras. No se le podía sonsacar algo que no quisiese decir. No revelaba el trajín oculto, cualquiera que fuese, pero tampoco retaceaba el buen humor.
Sabiendo que cada uno era infiel al otro ninguno de los dos tenía interés en sincerarse. Se agarraban, se trenzaban, en aparente paridad de condiciones, ostensible compartido ardor; después de arrancar, el visitante se calentaba tanto como Tomás. Ese babear y temblar de labios casi empezó a tener sentido. Algo ocurría, una especie de pantomima que, si bien no lo dejaba del todo estupefacto, lo tenía hechizado. Entonces el chaval, con prolijo empeño, rellenaba uno y otro vaso cada vez que quedaban vacíos. Un interés mayor se había presentado, sin embargo: la felicidad de ese dolor, o el dolor de esa felicidad. "Hay un halo de luz que quiebra el miedo, hay un toque de amor que inunda el sueño."
Después del coito, se recogía y adormilaba; prefería no romper con palabras el momento privilegiado de la unión; era casi completamente feliz, con los párpados cerrados, dentro de una mística comunión y derrame de jugos. Pero el chico, pronto a la censura, lo sacudía siempre con el mismo reproche:
�Te dormís como un viejo.
�Había inhalado polvo antes de llegar? Trotacalles trasnochador, posiblemente recién se levantaba de la siesta y se sentía "fresco como una lechuga" (una de sus expresiones favoritas) entrando a la primera etapa de su jornada nocturna. Tanto hinchó con "tenés frío, o tenés calor, como un viejo" que el acusado, considerándose en salud y venturoso, contestó un día:
��Qué puedo hacer? Será entonces que soy un viejo.
Santo remedio: la comparación cayó de sus labios para no reaparecer jamás.
En lo que concernía a su casa literal y averiguada, a su habitación de cal y ladrillo, Tomás mantenía francas, de par en par, las puertas de todos los roperos.
El joven acusó la provocación.
��Por qué dejás todo abierto?
�El contenido está a la vista. Se puede meter la mano. Perdón, es que soy desordenado; la próxima vez cerraré, te lo prometo.
Sin complicaciones de artificio mutuo, Tomás siempre anclaba frente a José en la disco; se ponía bajo su resplandor. Una pelusilla simpática bajaba hasta sus labios apelotonados; era más alegre, bastante más depravado que la original Miss Brasil. Crecido rápido en el país de los sordos, hacía rueda con ellos, gobernados paradójicamente por una música que no oían.
Un profesor de historia, cuyo aspecto evocaba el retrato de juventud de Luis II de Baviera: ojos claros, boca chica, labios en forma de arco de Cupido, surgió de ninguna parte y le plantó a Tomás un beso en la boca. Se habían conocido ligeramente un mes antes, en la barra de Valizas, en ocasión de unos días de playa.
Lo introdujo a José y compañía.
Bailaron todos juntos, formando ronda, pero Luis II, casi enseguida, interrumpió el zangoloteo y lo fregó a chupones, a vista y paciencia de los sordos.
Contra su propia expectativa, él no se resistió al embate; antes bien lo secundó; en lo que estuvo mal; ya que se encontraban en presencia de José.
La yegua negra no tenía desperfectos. Pero Tomás sentía curiosidad por el recién venido. Para mitigar su vergüenza arrastró al rey loco hasta un rincón oscuro. Allí continuaron los toqueteos. Después abandonaron el local por la cama.
Luis de Baviera estaba dotado de un ínfimo palitroque; lo empujaba con furia ciega en el intento de franquear pasaje entre las nalgas. El esfínter de su víctima sufrió embestidas que lo desgarraron. Después que hubo lavado la sorpresiva abundante sangre, Tomás enfrentó la plática.
�Bien, si te parece que me quede, me quedo y conversamos �dijo el pichón de estudioso.
��Cuál es el camino temerario de la verdad? �Cuál es su historia, cuáles son sus efectos, cuál es su entramado con las relaciones de poder?
�Hay que dejarlo a la ciencia �respondió el historiador.
�Pero �quién puede establecer una repartición entre ciencia e ideología? Esta posición de árbitro, de juez, de testigo universal es un papel que rechazo absolutamente.
�Hay que verificar los datos.
�A partir del momento en que se quiere hacer una historia que tiene un sentido, una utilización, una eficacia política, no se la puede hacer correctamente más que a condición de estar ligado de una manera o de otra a los combates que se desarrollan en ciertos terrenos.
Fue aburrimiento puro. El rey hablaba de sus preferencias, siempre de mal gusto, pero no latía allí ni un criterio ni una inquietud. Miraba sin ver, admiraba sin inteligencia. Después que redondearon la charla, al anfitrión le pareció que sería mejor dejar de verlo; era su conclusión firme, sin lamentarlo.
A causa de la guerra bávaro-prusiana, el semisordo dejó de telefonear. Ante sí mismo y ante los presentes en la ronda, había sido alevosamente sustituido; el comportamiento de Tomás era inexcusable.
�No soy celoso �dijo la primera vez que se cruzaron.
Una noche, al salir de la disco, lo topó junto a la puerta. El club ya cerraba, no admitían a nadie. Entonces, cualquiera fuese el grado de molestia de José, tratando, con éxito, de rearmonizar lo que había parecido un principio de separación, Tomás lo invitó a dar una vuelta. Miss Brasil sonrió su consentimiento a nada menos que la convocatoria de volver a follar.
Después del acto, criticó severo a Luis II.
�Parece mala persona.
�Es malo en la cama �corrigió su acompañante.
Las emociones, en los sueños lúcidos, cubren el espectro de la experiencia despierta, se extienden desde una aceptación neutral del sueño lúcido a escansiones de libre y exaltado estímulo. Los soñadores lúcidos habituales, por casi unanimidad, subrayan la importancia del desapego para prolongar la experiencia y retener un grado de lucidez.
Tomás no quería seguir de chaperón de Miss Brasil en las fiestas, ni esperar el agujero postizo de las visitas esporádicas de Julián. Tuvo la idea de apartarse del foco de su atención aunque fuera un poco: viajó a Buenos Aires.
Un salto trae otro. No tardó en reconocer que le interesaba salir del circuito lascivo e internarse en la "Argentina profunda". En una inauguración conoció a una dibujante de Córdoba, Eudoxia Semionova, que le dio novedades de la sierra.
- Allá soy menos susceptible de admitir la coexistencia simultánea con otro, por superfluo que sea � acabó la frase con un golpe sobre la mesa de los tragos, que hizo tambalear todas las botellas, y un rugido de ultratumba.
Tomás se excitó, como le sucedía a veces cuando acababa de cortarse el pelo y se miraba en el espejo del baño.
- Me gustaría pasar algún tiempo entre olor de peperina, un ténder de nubes suspendido sobre la cabeza, estereofonía natural, verdadera evidencia con la boca abierta y los dedos dentro.
La sorpresa y el halago le arrancó a Eudoxia un aullido de bestia.
Con la tranquilidad que necesitaba para su trabajo; el burro, la parra, cambiarían su corazón y le permitirían ver claro. En el suplemento turístico del diario porteño Clarín leyó acerca de una institutriz flamenca, la cual, convocada al campo de la Patagonia para educar la prole de un estanciero viudo, terminó casándose con él y compartiendo su vida por un cuarto de siglo. Puso entre paréntesis la estancia y los caudales; jugó con la idea de un novio tierra adentro. Temía �seguía temiendo� encerrarse en el carril de su absoluta obsesión por Julián; buscaba un proyecto alternativo para la retirada.
Eudoxia vivía en La Cumbre, y hacia allí se encaminó.
�Oh, en cuanto a mí, soy perfectamente discreta. La perfección no llega rápidamente �su fogosidad alcanzaba un diapasón casi desagradable para él; un privilegio más soportado que admitido.
Estableció contacto con dos directores teatrales de Córdoba capital; envió demos de sus trabajos musicales para la escena.
Uno le respondió, haciéndole más justicia de la que se había atrevido a esperar, con la oferta de que se ocupara tanto del sonido como de las luces de una pieza que pensaba poner en escena en la siguiente temporada.
Ema, una relación de Eudoxia, nacida en el terruño de La Cumbre, encontró para él una casa sobre una calle muerta frente a un bosque, a trescientos metros del campo de golf, dotada de un jardín espacioso. Ya que se encontraban fuera de temporada, el alquiler era razonable.
Sobre la falda de un cerro se erguía un mamotreto construido en los veinte, adquirido y reformado en los treinta por el esposo húngaro de Heddy Lamarr, un industrial con vinculaciones nazis y peronistas. El castillo semejaba la estación de esquí delineada en cartón al principio de Treinta y nueve escalones, de Hitchcock. Pertenecía a la Secretaría de Inteligencia del Estado. Los jerarcas visitantes bajaban en helicóptero para jugar al golf. Al revés del agrimensor de Kafka, Tomás no intentó acercarse a la mole, ni merodeó su vecindad bien custodiada.
Con la misma avidez tardía con que los protagonistas abandonan los personajes de ficción que les asigna el libreto, y se entregan al anonimato de una natural cópula, vagaba, según su impulso, a través de senderos en herradura, transitados por burros trashumantes que hacían "la ruta de las estancias", o por ciclistas enfundados en licra, montados en bicicletas de cubiertas robustas.
Desde la sombra verdosa de la enredadera, que fingía podar, Belarmino, el jardinero de la casa que había alquilado, un italiano mayor, lo asediaba. Un minuto después golpeó la puerta.
- �Quiere que monte a la azotea para revisar el tanque?
Una tarde Belarmino lo invitó a una inauguración en una casona de Los Cocos. Los cuadros, de colores estridentes, artificiales, representaban cascadas, bosques de encinas, una iglesia corpulenta y "pintoresca" aprisionada por enredaderas; todo adornado, blando, muy verde.
Una mujer de Cornwall, de carne indisciplinada, tomó posesión de Tomás y le relató cuatro intentos seguidos de suicidio tras abandonar el país natal y afincarse en la sierra. Había llegado aquí liada a un jugador de polo cordobés. Fue abandonada por el jugador a las primeras de cambio, pero permaneció, a pesar de todo, como un fósil procedente de un mar del pleistoceno levantado por plegamientos terrestres a la cima de estratos rocosos; la suicida no pertenecía ni al mar ni a la montaña; no encontraba en el globo lugar donde ubicarse.
Tomás abrió los ojos y vio la cara de la mujer muy cerca, completamente desorbitada, entorpecida por el furor, untándose las encías con una bomba de crema de chocolate.
- Algo � gritó, decidiendo ir al grano de una vez. � Para llenarme. No somos otra cosa que masas de carne, órganos, fluidos en estado de intercambio.
Esa historia, narrada con fervor compulsivo, fue la iniciación, para él, al mundo quieto, sutil, del invierno semi rural que lo rodeaba.
Otra mujer en la inauguración, que parecía un hombre, de nariz ancha y recta, ojos acuáticos, una cinta negra alrededor del cuello como la Olimpia de Manet, miraba en calma, con un éxtasis soñador, una larga oruga que se desplazaba por el marco de la ventana. Había huido de la flexibilización laboral en Buenos Aires e impartía órdenes precisas acerca de todo, como si el rumbo al que ahora se entregaba respondiera a un plan y no a los caprichos de la desesperación.
Sólo dos parejas lésbicas vivían, aparentemente felices, en sus huertos de nabos.
Belarmino pasó junto a la pileta vacía, trepó una cuesta muy suave, atravesó la glorieta, todavía vestida con los restos florales del verano. Miraba desde lejos, con una especie de gratitud desapegada. Lo hacía con una sola meta. Obligar a Tomás a abrirle la puerta, atraerlo y resucitar una conversación con el pretexto de la escasez de agua para el riego.
Al abrir la puerta principal, el jardinero entró eyectado. Saludó con entusiasmo, tomándolo primero de un brazo, luego de un hombro y finalmente de la nuca. Lo atrajo a sí y lo besó rápido.
- Quiero invitarte a mi residencia, para los manjares de una cena superior.
Pasó a moverse en el plano de esa simpatía inestable y desconcertada que, a falta de un recurso mejor, la urgencia del deseo emplea como vehículo y disfraz para abordar a su objeto sin espantarlo. Sólo hay un espectáculo más penoso que el del amor contrariado: el del deseo no correspondido. Así, mientas Tomás volvía aliviado a su nido de indiferencia, Belarmino por su parte entraba en uno de esos estados de ebullición que sólo pasan inadvertidos a quienes los padecen: el cambio de ritmo en la respiración, la inminencia de una pérdida de control, que llegó a neutralizar, pero cuyos ecos siguieron flotando a su alrededor.
Ese mismo raspaje exhaustivo a que los cirujanos someten a veces el útero enfermo de ciertas mujeres, Belarmino parecía haberlo sufrido no en el cuerpo, cuya vitalidad, aunque muy deliberada, no dejaba de ser genuina, sino en el espíritu, que alguna herramienta de jardinería parecía haber arrasado. Y como no tenía secretos, empezaba a enrojecer, como si tocar a Tomás fuera una manera de pedirle perdón.
Los propietarios de la finca donde vivía, y que administraba, eran de Buenos Aires y no venían nunca. Él se encargaba de todo y operaba como señor de la hacienda.
La tarde prefijada introdujo a Tomás a una amplia galería donde ardía el más reconfortante fuego.
Mientras cenaban, contó:
- Fui propietario de un invernadero en La Plata. Me enamoré de Benegas, un jovencito potro que necesitaba protección. Me di cuenta de que para apaciguar sus relinchos tenía que sacarlo de La Plata. Nos mudamos a la sierra por amor. Aquí yo quería guardarlo como en un relicario o joyero, para conservar la pareja. Primero, con el producto de la venta de mi negocio, compré una casa grande en el centro de La Cumbre, pero después el caserón se me hizo oneroso y lo vendí. Nos mudamos a una casucha en un cerrito cubierto de un monte espeso. Llegar hoy es casi imposible porque la subida es abrupta y se nos acabó el dinero para reparar el camino. Esa barranca frondosa nos aisló del mundo. Así pasamos varias décadas.
De manera indirecta, a través de pudorosos circunloquios, dio a entender que Benegas, a pesar de sus precauciones, lo había traicionado con un muchacho del pueblo, que hacía el reparto de una verdulería. Generoso en los repartos, Belarmino le dejó a Benegas la casucha y se vino a vivir en hacienda ajena.
- No podía mirarle la cara, no lo podía perdonar.
Tomás vio a través de la ventana las copas de los árboles que giraban contra el cielo y ahogó un gemido en su muñequera de toalla.
Belarmino se acercó a la silla y le puso la mano sobre el hombro.
- �Vamos al living a tomar un café?
Empezaba a anochecer, y se entretuvieron escuchando añosas grabaciones de zarzuelas ibéricas y cubanas de la colección de Belarmino. En medio de un aire de Agua, azucarillos y aguardiente el jardinero confesó, cada vez más comunicativo, que en el terreno amatorio no tenía al día de hoy ningún lazo que lo retuviese. Cuando el alcohol coronó su influjo, durante el crescendo de La alegría del batallón, se puso a revolver el puño y el brazo en un vórtice de molinillo. En el final retumbante, el dorso de su manaza desfalleció sobre el posabrazos del bergère, entreabriendo con lasitud callosos dedos. La mano parecía solicitar iniciativas de su convidado.
�Si uno está aquí solo, el campo debería ser suficiente consuelo �acotó Tomás con ligereza inconvincente�. Basta abrazar los eucaliptos.
No le pareció que el dictum fuese cruel. Apenas abanicaba aire frío sobre quien amenazaba con tirársele encima.
Tales deslindes, por fortuna, convencieron al jardinero de que no era llegado el momento de tocar la zona, mirada de soslayo, del pantalón.
��Cómo es? �respondió, confundido. Siempre que perdía el hilo, recurría a esa muletilla.
Éste era el mundo de Tomás. Al jardín llegaban oxidados ladridos. El íntimo, leve paso de las aves, especies desconocidas para él, daban al entorno un aire subrepticio de confabulación. Esculcaban los canteros, hacían su panzada de insectos y de semillas. Un ejemplar de pico corvo y fino como una caña de pescar era el más aventajado para desenterrar lombrices. Sobre los eucaliptos anidaba una ruidosa colonia de cotorras. Entre los aromas del jardín sobreflotó un estimulante olor a bosta. Contra el tejido de alambre que lo separaba del vecino, asomaron la cabeza un tordillo y un zaino.
Eudoxia Semionova, huesuda y alta como un ciprés erecto, se levantó y se puso el sombrero. Fue caminando hacia la puerta, el felpudo de felpa verdosa; hizo girar con trabajo la redonda cabeza de vidrio del picaporte. Se detuvo, volvió dos pasos, el sombrero en la nuca, adonde la madre senil bordaba un encaje de bolillos.
�Esta noche jugaremos con Tomás al dominó.
Algunas tardes, después de tomar un plato de sopa, recogían el mantel y jugaban una partida.
El que perdía estaba obligado a pagar una prenda, que no consistía en tocar un instrumento, sino en decir una guasada; "delimitaciones intuitivas" llamaban a esas suertes de confección propia o ajena, acerca de un tópico que se decidía por anticipado.
El montevideano dijo los versos de un poeta del Chaco:
La experiencia que no tuve:
el diablo en el cuerpo;
y mientras el cuerpo expiraba en la página,
la página tenía cuerpo de mar;
una membrana,
un párpado horizonte:
el diablo en el piélago;
y mientras el diablo se desplegaba
yo escribía el pliego,
y mientras el diablo navegaba
yo lo seguía en mi bote de papel;
pero yo no sabía qué era el diablo;
más bien el diablo estaba en otro lado
y yo no conocía ese lado.
Eudoxia, con el aire dulce y superior de quien inventa cuentos, respondió:
�No ves que el diablo soy yo
y que mi infierno sos vos?
La mamá senil se devanaba los sesos, que sus ojos acuosos, delineados por órbitas calcáreas, localizaban en el cielorraso. "Encarnaba", según ella misma decía, a un escritor de nombre Diego Ramírez, cuyas coplas habían recorrido la sierra:
Devil es el diablo que está en el cielo;
y dios tirando piedras se ve muy feo.
�"Tarde o temprano" �una onerosa deuda atrasada de secreta severidad� "por cada minuto de placer que vivimos, sufrimos años de pena: no es la venganza de dios, es la venganza del diablo" �contribuyó Tomás.
Eudoxia abrió un libro y leyó al tuntún:
�No vio al diablo todo lo que, en un mundo perfecto, le habría gustado.
La mamá sacó de la costura una corneta de cotillón. Sus débiles pulmones le permitieron hinchar, contra toda esperanza, la lengüeta roja, que se expandió: un apéndice rígido, como un pirigundín; daba un pitazo agudo, ahogado, fuera de propósito.
La sequía se prolongaba ya por varios meses. La reserva de los diques flaqueó. De las canillas goteaba sarro verdinoso. Camiones aguateros vendían agua a domicilio. Los cerros quedaron cenizos, descacharrados.
Belarmino, impedido de regar, con una buena voluntad fuera de control, se empeñaba en la poda, pinchándose las yemas con espinas. Éste era su pretexto favorito. Golpeaba la puerta y solicitaba alcohol; Tomás acudía con el frasco y el algodón, desinfectaba los rasguños.
Salía al campo en plena noche. La falta de alumbrado destacaba el vértigo ondulatorio del cielo; una copa vertida, que volcaba tentáculos de cuspe. En su ascender, los álamos chirriaban como bisagras; se desenrollaban hacia las centellas con la violencia de cohetes.
No tenía valor, le pareció, para perseverar en la auscultación de ese vientre derramado. Volvía a la casa con un trote sencillo; no se sentía mal ni malquerido, apenas un sobresalto de conjetura en las venas.
Algunas noches aullaba el viento; oía temblores característicos de origen imprecisable: postigos que tableteaban, quebradero de ramas, retumbar de ciclones en el caño de la chimenea, forzando el paso con una especie de ululante silbido.
La chimenea se movía, se bamboleaba, corría el riesgo de caerse y por lo tanto de causar colaterales destrozos.
Entretanto él, allí agazapado, consultaba los leños, removía las brasas, esquirlas crujientes. Penetraba capas de silencio. "Entro por el hueco."
Sobre el sofá dejó el cuerpo amodorrado. Atravesó el caño, subió por el oscuro, no sabía adónde. Se explicó separando las palabras, suave pero gravemente: "Las ocasiones se muestran a la vez en sitios muy alejados unos de otros. Yo abandonaré mi cuerpo y volveré a él durante años, hasta que se queme, y entonces ya no volveré más".
A fin de disponer las secuencias sónicas para Dos hombres y un caballo, la obra teatral que le habían encargado, alquiló algunas horas el estudio de grabación perteneciente a un conocido músico que vacacionaba en la zona.
También asistía a los ensayos en la sala Casal de Córdoba. Sobre el escenario de tablas desgastadas que habían sido negras, dos hombres, dos soldados, aún sin uniforme, ensayaban sus partes, sentados en sillas o tirados en el suelo.
Regimientos del Tercer Reich, perseguidos por partisanos serbios, se repliegan, al fin de la guerra, entre barrancos de tierras malas; abandonan equipo a medida que progresan; en una retirada nocturna, que más que retirada es un desbande, dos soldados pierden contacto con el resto de la compañía. Uno está herido en el torso y en una pierna. Mientras avanza con dificultad, amanece en medio del bosque. Se refugian en la cueva de un cerro, al borde de una cañada, tras peñas y vegetación.
El que está sano caza para los dos. Recoge bellotas, como en la edad de oro. Pero los partisanos serbios reconquistan el terreno paso a paso; en cualquier momento estarán allí.
Al disolverse la compañía habían captado la provisión de cigarrillos a repartirse entre la tropa. Endebles como están, el tabaco, fumado debajo de una manta, les provoca trances. Vuelan todas las noches a una playa nudista en el Japón.
Libres de la disciplina militar, les cuesta creer que fueron soldados una vez.
Jan, el herido, proviene de Berlín. En su adolescencia, en los años de Weimar, había sido amante del escritor inglés Christopher Isherwood.
�Isherwood vivía en el palacio Hatzfeld, sede del Instituto de Investigaciones del Dr. Magnus Hirschfeld, al que llamaban el "Einstein del sexo", pero más bien deberían haberlo llamado el "Einstein del estilo" �opinó Jan� porque estudió, en Travestis, la erotización, que nos concierne, de la vestimenta.
El inglés y el futuro soldado dormían con frecuencia en una buhardilla en el obrero barrio este de Berlín, que Jan ocupaba junto con sus padres. El padre era un tipógrafo anarquista que toleraba por principio el amancebamiento de los jóvenes; la madre bendecía el pan que les llegaba vía Isherwood.
Recorrían Berlín en expediciones de Wanderlust. Dos lesbianas los pintarrajeaban y les prestaban pieles y botines de alto empeine. En un show de cabaret entonaban a coro: "Somos las señoritas del camión diecisiete,/ colocamos caños en los retretes./ Si quieren estrenar un inodoro funcional,/ no tienen más que �telefonear!"
En esa sala había teléfonos mesa a mesa, una novedad en el momento, para tomar pedidos y concertar citas.
Cuando la risa lo agota, Jan jadea, se encorva, escupe sangre.
Nadie diría que el bien alimentado actor será convincente en su rol de agonía la noche del estreno. Su nombre es Ramón; además de actuar, remienda la carpintería del teatro. Tomás simpatiza con él. Rebatiendo las pausas, juegan al ajedrez; el director baja por una escala de madera para quejarse de su conducta, e invita a Ramón a retomar sus líneas.
Entre los cuerpos sucios, las hundidas bocas cuarteadas, el berlinés evoca el ojo de un niño mendigo, cuando él también era niño; vacilaba entre el verde y el ópalo y le recordaba un ojo de jaguar. Esa pupila resumía para él el Wanderlust.
Gusti, su compañero, a quien el escorbuto le hace caer los dientes, venía de los alrededores de Schwäbish Hall, en la Selva Negra. Sus padres cultivaban la tierra. A los quince fue sorprendido por la policía copulando con un camarada en un orinal público de Heilbronn. De haber salido al campo, pensó, de haber eyaculado entre las vacas, como solía, no habría sido arrestado. Sus primeras armas las hizo con las gallinas y con las ovejas. A las ovejas les metía hormigas en el culo. Lo destinaron a una cárcel de menores, pero el compañero con quien había copulado en el baño de Heilbronn, que ya era adulto, fue enviado a un lager donde murió. Gusti fue sometido a un tratamiento de hormonas para "cambiarle el sexo". En consecuencia se masturbaba cada media hora pensando en un rapaz hondero con quien había corrido, de chico, a través de los sembrados, con quien se había escondido en los bosques. A los trece el hondero se ahorcó colgándose de un árbol, porque sus padres insistían en que entrase a un seminario católico para ordenarse sacerdote. Gusti lo encontró, pendido, al borde de un claro. Las moscas lo habían descubierto antes que él. Abrazó al hondero, raspó el cachete contra la emisión que acartonaba su pantaloncillo, decidido a rechazar, de allí en adelante, cualquier restricción impuesta a sus tendencias. "El cuerpo vive, el cuerpo pide. Y nada más."
Junto a las brasas encubiertas �una fogata los denunciaría� Gusti toma la cabeza de Jan: con un trozo de vidrio (la navaja quedó en la mochila del equipo, arrojada a una zanja para aligerar la huída) afeita su barba. La cara sin carne es toda ojos y dientes: una máscara del furor. Pasa el dedo por sus labios emparchados. Los dientes se conservan blancos, enteros, la pálida lengua ya le hace una pavorosa señal.
Disfrutan del olor de las propias heces. Poco a poco el hambre los extenúa. De noche se tapan con la misma manta. Las estrellas huyen por un costado, paralelizando la retirada de las tropas alemanas. Un tanque arde en las cercanías. El tufo del petróleo ardiendo les llega por ráfagas.
"Estoy muerto", murmura el agonizante. "Muerto y consumido, como todo el resto. De mí queda esta piel hundida, los huesos empapados, pero igual veo todo. Hasta que lleguen y me quemen con un lanzallamas seguiré volviendo a este cuerpo después de cada noche."
Un caballo pasa; Gusti extrae la pistola y hace ademán de dispararle. Pero no le tira. El fogonazo alertaría a sus perseguidores; además ya es demasiado tarde; no le atrae la idea de morir junto al cadáver de un caballo.
Telón.
Desde la montura del caballo alquilado Tomás saludó al decrépito ex de Belarmino, que avanzaba por el borde de un arroyo. Como si fuera una araña culandrona, daba pasitos laterales para evitar las piedras. Vestía un overol de jardinero, trabajaba haciendo jardines, igual que Belarmino. Pero trabajaba menos. Echaba para atrás, a cada paso, una cabeza calva de forma ovoide. La voz recordaba un cloqueo de bataraza. El pescuezo era demasiado angosto.
- Aquí me tiene, azada en mano, pero yo nací para cantar. Sí, me gustan los tablados. Y en el teatro, sí, en las tablas, habría podido lucirme, levantando polvo de estrellas como Miguel de Molina y María Antinea.
Intencionales o no, se desataron dos incendios favorecidos por la sequía. Una negra columna de humo sobresalió en las inmediaciones del poblado; otra humareda más vasta y poderosa se elevó desde el confín del horizonte contra un cielo sin nubes. El incendio del bosque cercano había quemado una casa y la mitad de otra. Tomás se metió entre las brasas. Una hilera de gotitas de sudor perfectamente alineadas, todas del mismo tamaño, brillaban sobre la piel tostada de un niño que acarreaba baldes, seguido de otro mayor, hacia los restos que humeaban.
Entonces, como en esos concursos de belleza en que las aspirantes al trono esperan el veredicto en fila, multiplicando por diez una sola y misma ansiedad, y el jurado lo anuncia a una de ellas, una sola da un paso al frente, así, con esa misma arbitrariedad, se adelantó un mozo oscuro, de llamativa cola de caballo.
Recorrieron el costillar de ramas incendiadas, ya medio sofocado el fuego por la banda de niños. Tomás preguntó al mozo oscuro cuál era el mejor camino para acercarse al otro fuego. El "nacido y criado" en la sierra, indígena notorio, se ofreció a transportarlo en su camión de reparto. Era un Mercedes antiguo, que él manejaba, estacionado allí como a propósito para su salida; lo señaló con honesto orgullo.
�Si querés, te llevo.
Invitado y persuadido, Tomás se sentó en la cabina; practicó el arte de la escucha simpática.
�Queda cerca del río Pinto.
A medida que se aproximaban, el resplandor resaltó cada vez más grande. Era una puesta de sol fuera de foco, inmóvil, como si se hubiera detenido el tiempo.
Ya a punto de asfixiarse, empezaron a toser.
Para evitar que el camión se incendiara, el indio lo detuvo sobre un regato de agua. Acto seguido se quitó la camisa; descubrió un torso chorreante, espejeante, del tono y la cualidad del caramelo.
�Estoy abafado �dijo.
�Qué es abafado? Una palabra portuguesa; le extrañó oírla en la sierra.
Repicaba en sus oídos la frase de disculpa, como si él pudiese tener objeciones de que el "nacido y criado" se quitara la tricota; la fogarada destelló sobre el torso que se derretía.
Buen humorista, el indio propuso que se acercaran aún más al incendio a ver si podían prevalecer dentro del círculo de llamas; no fue necesario, en ese plan, conservar las ropas. El comechingón sonreía; el motivo del tatuaje, ahora Tomás lo distinguió bien, era un colmillo de lobo; se marcaba o se borraba según girase con relación al fuego.
Helos aquí en el aprontamiento de sus placeres repentinamente confesados, con la urgencia de una catástrofe que sirve de ocasión y estímulo.
Pasando por una ligera depresión del terreno, el pie de Tomás quedó un instante pisando el vacío. El indio lo recogió de un brazo de una manera brusca, le agarró la mano y la llevó a sus genitales.
� �Chúpatela!
Había demasiado poca luz, o ésta era excesiva, según se inclinara o se volviera hacia los troncos ardientes, cuyos lengüetazos, reflejados en los pechos del indio, parecía que los iban a licuar, otros tantos pabilos que ardían y crujían al unísono, mascando la calma y la selva.
Tras esa pared vibratoria, tras esa membrana derretida de caramelo Tomás detectó con la palma, de un modo bruto, el corazón, el hígado. Metió un dedo en el ombligo y lo desbraguetó, demorando la paja. Levantó la cabeza para admirar la doble hilera de dientes blanquísimos, el latigazo de la coleta mojada sobre la cola. Mientras desataba, con la mano libre, el nudo de las chuzas, sintió que los coletazos lo abanicaban. Se arrodilló para succionarlo. Los pechos enhiestos del indio temblaban como atravesados por un tiento que los estirase, jalándolos cada vez más hacia el fuego, en un baile del sol, hasta destrozarlos, destornillándole los pezones. Era, sí, el lugar donde él supuso que se abrasarían juntos, como todo el resto.
En la mañana que siguió al estrago se encontró con Ema, cuyos campos habían soportado el impacto mayor de la quemazón. Había perdido dos potreros y una avenida de alisos. El fuego tomó una forma más aguda al fondo de una cañada y sobre unos barrancos de considerable filo y grandeza. Disputable, sin embargo, en cuanto al importe total de los destrozos, que todavía humeaban, Ema deploró con particular sentimiento la pérdida de la avenida de alisos, amén de los dos potreros para pastoreo de ganado, en el momento álgido de la sequía.
No convenía, por ahora, visitar esos lugares, ni nadie tenía urgencia por constatar las pérdidas.
�Para contrabalancear la idea del fuego, démonos un chapuzón en el río Pinto �propuso Ema.
Fue aceptada. El hijastro de quince y su hijo de cinco los acompañaban.
La carretera se volvía por momentos vertiginosa; daba la impresión de que estaban volando. Interrumpido por roquedales, incrustado entre zócalos y laderas abruptas, el Pinto caía en cascadas, chorreaba sobre ollas de piedra, sesgaba todos los montes y se retraía en bolsas y meandros de sorpresa indiscutible.
Hoy soltaba una baba ennegrecida por la papilla de los tizones; el lecho estaba completamente negro.
A pesar de sus cortos años, el niño conocía el lugar que escogieron como la palma de su mano. Siguiendo un aparente sistema de secreto y ocultamiento, oficiaba de guía para el visitante. Se apartaron de los otros, meandro a meandro, bordeando y atravesando la corriente.
Que él se hubiera ligado a un niño de tal firmeza de temple y buen juicio le pareció una circunstancia afortunada. En un remanso construyeron un canal y un puerto para botes de papel, que adornaban de plumas. Botaban los botes y los sacaban de puerto; éstos giraban entre corcovos, ya presa de los remolinos, o eran tragados por los rápidos en materia de segundos.
Una colonia de sapos tan voluminosos que casi parecían chimpancés, lomos cubiertos de verrugas, aparecieron sobre la ribera, a medias bajo el agua. De repente, sin quid pro quo, el niño levantó el espécimen más fino, color verde botella con ojos saltones como lamparillas congeladas. Los deditos apretaban con decisión los flancos gruesos del animal, las patas se debatían en el aire. Tomás se sorprendió de que el niño explorador no sintiera asco; él mismo no se avenía a tocarlo. En la base de su repulsión alentaba sin duda una anécdota de infancia; una pariente le había advertido que la orina del sapo causa ceguera. Cierto: de las glándulas epiteliales de las ranas trepadoras, que viven en las regiones tropicales, fabrican los indios un veneno sumamente eficaz para poner a sus flechas, tan potente como el curare. También el sapo del Río Colorado, el bufo alvarius, posee una ponzoña que ataca instantáneamente el sistema respiratorio de animales tanto o más grandes que el hombre. La muerte es segura. No obstante, el mismo veneno ordeñado artificialmente y puesto a secar en una cápsula de vidrio se neutraliza y da paso a una drástica droga. Desde dentro, el tiempo del reloj desaparece y se hace eterno. El sujeto se desintegra; uno no sabe dónde está ni quién es.
El niño contrajo los labios y apretó la panza del sapo. El anuro produjo un chorro abundante de orina, que trazó un limpio penacho y cayó en el agua. La mueca de la boca que dibujó entonces la cara infantil le recordó a Tomás la que marcaba su propio abuelo siempre que hacía un esfuerzo. El niño, en cierto sentido, era su abuelo. Resultaba más experimentado en materia de sapos, por lo pronto.
Un bando de sanguijuelas, suerte de ninfetas-faunillos que saturaban la corriente, se le había adherido a las nalgas. Para librarse del chupeteo y despegar una por una las sanguijuelas, se quitó el bañador.
�Cuidado con ellas �avisó el infante�. Se te meten por el culo y no salen más.
Así advertido, limpió los corpezuelos con la mayor cautela y trepó a una roca para secarse. La criatura también se quitó el bañador; seguramente quería comprobar si tenía adherencias y si había cogido huéspedes en la cola. Después se echó sobre la roca, desnudo, boca abajo. Libradas a sí mismas, sus nalguitas inquietaron a Tomás; temblaban apenas, como un doble postre royal, bajo el impacto de la vida. Frente al desparpajo del faunillo-ninfeta, cobró conciencia de su propia lascivia; su mente entró en la perturbación que la perplejidad repentina de sus emociones había creado. Consciente de que Ema y el hijastro adolescente se preguntarían la razón de tan larga ausencia, se incorporó y le pegó un tinguiñazo al niño en la espalda para que se espabilara y lo siguiese.
Al confrontar al quinceañero, que permanecía solitario, la espalda contra una roca, masticando una pajilla, se volvió consciente de un secreto incómodo. El quinceañero posó sobre los recién venidos una mirada grave de la mayor concentración, que Tomás registró entre caliente y torva, condenatoria por despecho; y soportó su aguijón con estolidez.
Ema, la verlos, traicionó inquietud, que su tacto le impedía por cierto verbalizar. Con una mano se ajustaba automáticamente la malla sobre el muslo izquierdo.
Noches más tarde Tomás fue invitado a cenar. Mientras servía el locro, en medio de una conversación que se refería a los comicios agrícolas, Ema mencionó, como al acaso �o recordó de pronto� haber tenido un sueño en que Tomás aparecía.
- Mi hermana, que es lésbica, aunque la última temporada aquí mantuvo un affaire con el propietario de un campo vecino, vive en Boston. Cada sorpresa tiene su anunciador; en el sueño ella volvía de Boston y me acusaba de no entender la nueva moral: "Desde ahora, dijo, en la línea de vida que favorecemos, o que deberíamos favorecer, infinitamente la más interesante y recomendable: está permitido hacer el amor a los infantes". Estabas presente. Entonces te pregunté cuál era tu opinión acerca del asunto. No respondiste directamente. Pero comentaste: "Lo que hago, lo hago por cariño".
Roberto Echavarren