el interpretador aguafuertes

 

11 de junio de 2005 (todos estos días)

Elena Donato

 

 

 

 

Quería contarle lo de Soiza Reilly desde hacía un buen rato. Es sábado a la tarde, el sol está yéndose y hace frío. En realidad, ya se fue cuando empezamos a acercarnos a Corrientes y comienzo el relato. Lo mejor era el final, la última frase. Pero para poder decirla y que suene como sé que suena, siempre hay que hacer ese largo preludio lento, casi sin interés, aburrir tal vez, pero crear el clima que esa última frase necesita para sonar. Empiezo y por supuesto me interrumpo al entrar en la librería: buscamos, esperamos, revolvemos un poco más. Ya me detuve en la chica de la caja, está fumando sobre un cartel de prohibido fumar, pero eso fue antes –durante el “revolvemos”. Cuando nos abalanzamos sobre el último Barthes traducido por Willson (todo va a sonar así, tan pequeño mundo. Cómo contarlo sin que suene a pedantería o a estupidez. Habría que contar la vida entera para que entonces los nombres no suenen a nombres sino a detalles sin ninguna importancia, a barómetros, a excusas, a telones de fondo. Mi vida entera como clima para estas frases, para esos nombres.). No sé qué páginas miraba él; yo miré el índice y fui directo a la entrada “traducción”, página tanto, y ahí estoy cuando oigo una voz entre nasal y rasposa. Pero te vas a morir. Te lo digo porque yo me voy a morir de eso. Sí, yo hablé esta mañana y está confirmado -mirá, susurro, ése que está ahí, el viejo de la campera verde, es Fogwill. Y ella, sin apagar el cigarrillo: No sabía que Saer estaba enfermo... -¡¿escuchaste?!... dijo que se murió Saer. No me diga, interrumpió un tercero libro en mano. Sí. Sí.

Hubo un silencio y me pareció que Fogwill estaba triste. Bajé la mirada pero no pude leer, veía la palabra “traducción” (Ahora me escapé de este documento un rato, no sé cuán largo, la traducción que intenté ayer estaba mal, muy mal. Pero recién ahora me doy cuenta de que copié el régimen verbal sin verificar si en francés también se necesitaba la preposición y claro que no, y me quedé pensando opciones. Qué desastre, pienso. Cuánto falta para poder traducir. Cómo será la correcta -estoy esperando que alguien me diga:
Rose réelle du narré/ qui la rose gentille des jardins du temps/ dissémine/ et dévore(1)
Rose réelle du narré/ qui de la rose gentille des jardins du temps/ dissémine/ et dévore.) y mientras trataba de entender, de encontrar mi reacción -que tardó, que subió lentísima desde no sé qué abajo, que tomó un tiempo extensísimo; no, que recorrió un espacio extensísimo para venir a buscarme- dijo algo que no pude entender, le besó la mano y se fue con una revista que se llevó bajo el brazo. Después fuimos nosotros a la caja: efectivamente, Fogwill había dicho que Saer había muerto. Los tres nos quedamos un poco detenidos, ninguno sabía que Saer estaba enfermo. Y la duda fatal: ¿Y si no era cierto?¿Y si era uno de esos errores que se van repitiendo de boca en boca hasta que nos alcanzan? Había que esperar a llegar, a buscar en internet, a llamar a alguien más y preguntarle. Yo también me llevé la revista: Planetario se llama. Mientras volvíamos, sin saber si había o no que estar tristes, terminé mi relato. Hice sonar la última frase. A la altura de Plaza Once.

Era cierto. Después, todo pareció un segundo plano de ese único hecho. Lo único que realmente pasaba era que Saer estaba muerto. Las cenas, los brindis, el despertar uno, el despertar dos, todo sucedía como a lo lejos. De pronto la sensación clarísima de que había otra obra terminada en la literatura. También leí esa frase, más tarde o más temprano. Y el intento de recordar: cuándo lo leí por primera vez, cuándo pude entrar y permanecer en ese mundo por primera vez. Fue ese verso. Rosa real de lo narrado/ que a la rosa gentil de los jardines del tiempo/ disemina/ y devora. No lo leí, me lo leyeron por teléfono. Lo puse como epígrafe de un parcial sobre La invención de Morel (ése fue el primer escritor que se murió para mí, y fue el mismo del te leo el poema por teléfono el que me enseñó aquella vez que el día en que se muere un escritor me quedo leyendo sus frases) en la misma materia que ahora me llevaba a comprar esos dos libros a esa librería para preparar una clase, para escuchar que Saer estaba muerto. De lo que se escribió en todos estos días, sólo una frase pudo entrar en esa temporalidad más lenta y más cierta -continua debo querer decir. Tengo, con esa frase que otro supo escribir, una sensación de verdad similar a la que tuve tantas veces con esas frases de Saer que parecen encontrar el secreto ritmo de las cosas, de la mirada sobre las cosas. En un momento, la frase decía : el mismo "yo" que ahora, huérfano inconsolable, escribe estas líneas.

Casi tuve un momento de felicidad cuando imaginé cientos de lectores abriendo sus libros, releyendo en voz alta o no algunas de sus frases. Y pensé que Saer era eso. La continua lectura de cientos de frases entrecortadas, lentas, como viniendo de antes, como sin final y como por fuera de este tiempo.

 

Elena Donato



 

(1)Es ésta, o al menos es la correcta gramaticalmente.

 

 
 
 
 
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Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Foto de Juan José Saer (detalle).