A Ruti
Cuando no te queda más remedio que vivir, están los libros. Cuando no esperas absolutamente nada de lo que tienes y lo que no tienes, allí están los libros. Cuando terminas tirado, aherrojado, sin norte, en el recodo de cualquier camino, siguen allí los libros. Cuando te has olvidado de la música, del sexo, de las palabras bonitas, allí tienes a los libros. Cuando estás encerrado, solo como un perro, en la ciudad millonaria que te ignora. Cuando te quedas sin amigos. Cuando has enterrado ilusiones, o han ido deshojándose por los callejones que circulas. Cuando no mereces ni un bolero, cuando hayas perdido el rumbo de los museos y las pinacotecas. Cuando se te acabaron todas las lágrimas, todos los compañeros, toda la piedad. Cuando necesitas que alguien te diga que estás vivo, allí están los libros.
Hubo una vez en que a Aquel sólo le quedaban los libros. La única forma que tuvo de escapar.
Malos tiempos para la literatura eran (son). Los poetas han terminado en las más alejadas esquinas de la marginalidad: O no los entiendes o no los encuentras. Las mejores obras de teatro apenas se cristalizaban en anuncios de publicidad. La narrativa aceleraba su degradación al punto que todos los escritores �los consagrados, traidores y los noveles, basura- luchaban denodadamente para convertirse en ambiciosos y malos guionistas de cine y televisión. En las estanterías se daban de codazos Pérez Reverte, Isabel Allende, Terenci Moix, Michel Houellebecq, Ray Loriga, y cualquier pobre nobel. Tenías que atravesar esa pared de oropeles y encontrar otros títulos y otros autores. Y así, entre otros, Aquel encontró a los nuevos narradores cubanos.
Cuba parecía haberse vuelto un territorio maldito de la literatura. Muerto Lezama y Carpentier, y luego del caso Padilla; parecían no haber buenos escritores. Todos se habían disfrazado de compositores e intérpretes de la Nueva Trova, cuando no de directores de cine o cariacontecidos funcionarios que vegetaban en las embajadas, los pasillos de la UNESCO o los jurados de Casa de las Américas. Y luego quedaban los emigrados, los disidentes, la gusanera. Si todos terminaban como Zoé Valdés �es decir, haciendo arte y dinero de la mera prostitución literaria- mejor buscar otras cosas, o dedicarse a ver cómo le iba al Barça en la Liga. Como hacía Aquel todos los domingos, el único día en que podía ejercer su libertad.
Pero la literatura, como los dinosaurios de Jurassic Park, encuentra sus propias maneras para vivir. Así llegó a las manos de Aquel un libro de cuentos de Pedro Juan Gutiérrez. Eran de los que con otras narraciones conformaron la legendaria Trilogía sucia de La Habana, un volumen de realismo mierdoso acerca de los bajos fondos de la capital, una ciudad mugrienta y sabrosona, cochina y musical, menesterosa e hípersexual, donde en los rieles oxidados del puerto los viejos se jugaban al dominó tragos de aguardiente casero, donde extrañas y fogosas enfermeras trabajaban para la Dirección de Inteligencia gubernamental, donde los rascacielos art-dèco del Malecón agonizaban de salitre, mientras los parroquianos cagaban en los rincones de sus escaleras y pasillos.
Pronto Aquel se dio cuenta que no podía leer así nomás ese fuego escrito. La buena literatura no puede consumirse normalmente. Cuando sabes que vas a leer algo extraordinario es como cuando sabes que esta noche harás el amor con alguien singular: Es decir, te preparas, usas tus mejores indumentarias, intentas crear un ambiente inolvidable. Grandes medidas para los grandes momentos. Aquel libro tenía que ser paladeado en una atmósfera que lo hiciera casi inmortal. �Qué suena cursi? Claro �qué historia de amor no es cursi?
Aquel agregó al libro un buen puro.
Aquel no era ni es fumador. Solamente los años de coexistencia en un país lejano y ajeno le hicieron cambiar su desconfianza al tabaco. Y aconteció de la manera más imprevista. Sucedió que Aquel a veces trabajaba hasta casi una hora después del horario reglamentario, con lo que el tiempo del almuerzo y regreso al turno de la tarde se estrechaban. Dada la lejanía de la residencia, Aquel tenía que comer en algún lugar cercano al puesto donde se le explotaba cotidianamente. La Ciudad Universitaria era un lugar ideal puesto que estaba próxima y tenía los menús más económicos de la ciudad. Cada facultad tenía su propio comedor: El de Ciencias de la Comunicación era grande como un hangar, el de Medicina estaba en unos tenebrosos sótanos que junto con la enorme masificación le daban un aire francamente carcelario, el de Letras era la cara opuesta, con flores en las mesas y camareros corteses. Sin embargo, Aquel prefería el comedor de Odontología, que sumaba a la excelencia del menú una atención y una familiaridad encantadoras. La dueña del autoservicio te saludaba por tu nombre, te agregaba las servilletas que olvidabas y, en más de una ocasión, si llegabas tarde y el menú se había agotado; ella se encargaba que de la cocina te prepararan algo digno con lo que hubiere. Estaba también la camarera lesbiana con quien compartías gustos y pareceres de las bellas estudiantes que frecuentaban el comedor. Y luego el dueño del negocio, un mostachudo fanático del Real Madrid que se encargaba de la barra y adonde le pedías �al terminar el menú- una taza de café y un cognac con qué terminar la comida.
Y sucedió que un día Aquel pidió su acostumbrada taza de café expresso y su copa de Centenario Terry. Servido estaba cuando el dueño comentó:
-A eso le falta un purito, caballero.
-Gracias, pero no fumo.
-Pero si el puro no tiene nada que ver con el cigarro. Que es otra cosa.
-Bueno, lo pensaré.
-Y es que combinado con el café y la copa, sabe cojonudo.
-Me lo voy a pensar.
-Ni pensar ni hostias, le regalo uno, caballero; luego me dice si le gustó.
Así fue como, terminado su café y paladeando el brandy, Aquel fumó su primer farias, al tiempo que leía despreocupadamente la página internacional de El País. Una gran ventaja del puro es que no tienes que tragar el humo, que basta con aspirar su aroma narcotizante y luego expulsarlo con suavidad y deleite. Otra ventaja es que el puro es un vicio de largo aliento, que se fuma sosegadamente, en las antípodas del consumo compulsivo de cigarrillos. No digamos de la ecologista ventaja de fumar solamente hojas de tabaco prensado a mano. En fin, hubo una segunda vez en que se repitió el obsequio del puro con el expresso y el cognac. A la tercera vez, Aquel solicitó con el café y el licor, un purito.
Y qué mejor que celebrar la nueva narrativa cubana que con un puro. Pero aún faltaba algo más, falta el ron.
Aquel bebía vino y cognac como cualquier parroquiano de la Península. En Rusia le enseñaron a beber y a amar al vodka. El ron no lo emocionaba bastante. Pero fue en la literatura donde cayó perdido para siempre. En las narraciones de Gutiérrez se bebe tanto como se folla, y el ron aparece consustancial a los personajes y sus acciones. Cuba no aparece precisamente como un pueblo de borrachos, sólo como una nación consumidora regular de ron, una dependencia espiritual por una bebida que acompaña las celebraciones, llena la mesa de invitados, se ofrenda a la Virgen del Cobre, preludia la lujuria y el éxtasis. Una bebida que se bebe, se baila, se alimenta, se conversa. Puede disfrutarse en la calle, en la salita, en el portal, en la escalera, en la plaza, en la bodega, en la playa, en el despacho oficial, en el dormitorio, en el patio, en el Malecón. Con la familia, los amigos, los compañeros de promoción, la novia, el hijo mayor, los orishás, el jefe, los vecinos. Con Aquel; quien quería ser un invitado más en esa fiesta inacabable del ron y el habano. Y para esa fiesta hacía falta música.
Desde tiempos inmemoriales, Aquel leía con música. Una buena costumbre que nutrió el gusto por la música sinfónica y el jazz. Más que un ambiente de fondo, la música aparece como un masajista que te crea mejor disposición para el libro. Para leer esas narraciones jocundas y vitales, que ya apestaban a habanos y a ron, era necesario el ritmo de esa ciudad, las melodías que, silbadas, aparecían en cualquier esquina de El Vedado o Buenavista. Quiso la casualidad o el buen humor de los dioses del Olimpo que ya estuviera de moda la música tradicional cubana merced al boom de Compay Segundo y su nonagenaria generación. Para Aquel se hizo fácil encontrar oportunas grabaciones de Los Compadres, celebrar el descubrimiento de Benny Moré, tararear los sones del Septeto Patria, revisar las inéditas antologías de grupos hundidos en lo más oscuro de los casinos y cabarets de Fulgencio Batista y Meyer Lansky. Se hizo la música también.
Ahora miremos a Aquel. Ha llegado de consumirse en su jornada laboral, agotado quizá más en espíritu que en cuerpo, solo, mirando los afiches soviéticos que cuelgan sobre su pared, sus retratos de Marlene Dietrich y las láminas impresionistas; come rápidamente el menú que se preparó el día anterior, se prepara, empieza.
Coloca sobre la mesa el libro, pone en marcha la minicadena y arranca la Orquesta Aragón zandungueando una guaracha que alaba las excelencias físicas de una mujer. Luego llega la preparación del cubata. Llueve sobre el vaso el Havana Club de cinco años, ron entre rones. Le sigue la cocacola y el limón exprimido que derrama su zumo entre los acantilados de hielo que llenan el vaso. Escancias el trago, okey, supperbe, jarachó, herrlich, de puta madre. La cosa mejora, falta algo.
Coges una humilde breva de las Islas Canarias (eres un trabajador y tu sueldo no te permite gastarte en cohíbas, montecristos o davidoffs) y con una pequeña guillotina le cercenas el prepucio superior al habano. Lo enciendes. Aspiras e inicias el rito. Ahora canta Olga Guillot un feeling desesperado, muy a su aire. Bebo otro trago de mi estupendo cubata. Empiezo a leer, veo cómo el protagonista sube las escaleras de su ajado piso, cómo corteja a su antigua novia, cómo come la misma mierda de todos los días en una ollita abollada, como bebe y folla hasta el cansancio. Aquel da una bocanada entre párrafo y párrafo. Para alguien como Pedro Juan Gutiérrez �quien suele ser apodado como el Bukowski cubano- el rito de Aquel es todo un homenaje. Así se ha de leerlo.
Y así Aquel leyó a los demás. Leyó más obras desastradas de Gutiérrez, revisó la literatura crepuscular y exiliada de Jesús Díaz, se encantó con la increíble tetralogía policial de González Padura. Cruzó el charco ideológico y paladeó, en un inusitado juego de espejos, el Puro humo de Cabrera Infante, el más grande tratado literario de los habanos jamás escrito en español. Luego llegaron libros de otras latitudes que conocieron el maridaje de los habanos, el ron y una música cada vez más inédita (Aquel descubrió los primitivos sones de la Cuba decimonónica, el danzón de los años veinte, los primeros crooners de la isla). En ese ambiente mágico, Aquel caminó la alcoholizada ruta del México postmoderno de Celorio Gonzalez, conoció las tribulaciones de una costurera china en el impagable relato de Dai Sijien, rió a carcajadas el divertimento checo de Wieberg, se quedó perdidamente enamorado de la comisaria Nastia Kaménskaya, la heroína moscovita de la saga detectivesca de Alejandra Marínina.
Aquel trabajaba, caminaba, comía, se maldecía, imprecaba. Confundía las calles, soñaba despierto, hablaba solo. Siempre llegaba la hora mágica, el libro elegido, el habano esperando, la botella dorada de Havana Club, el novísimo CD junto al ordenador. Vuelta a sumergirse en el verano asfixiante de Atenas, en los cócteles de los oficiales austrohúngaros, en La Habana prerrevolucionaria de casinos, boxeadores y prostíbulos. Iba hacia adelante, blandiendo el cubalibre, llenando la ratonera de humo dulzón, escuchando a los envidiosos que golpean las paredes exigiendo bajar el volumen de una música que nunca entenderán ni disfrutarán; porque solo en ese momento �alucinado, noqueado, loco- tiene dentro de sí a Ella Fitzgerald, a Django Reinhard, a Benny Moré, a Las Shirelles, a Lotte Lenya, a Las D�Aida, a la orquesta de Tommy Dorsey, a Lucho Gatica, a Goran Bregovic. Aquel se zambulle en esa vorágine disparatada de canciones, sueños, narraciones, personajes inquietos y mucho alcohol. Se sumerge, bucea confundido en la poética galante de los boleros, siente en sus venas una vibración inquietante, chicotazos eléctricos que elevan la conciencia hacia un lugar en que no existe ni la soledad ni el martirio, donde las historias mejor contadas, las melodías más hermosas, los sentidos mejor alimentados se coluden y terminan sobre la colcha, en el suelo, al pie de la mesa; los ojos locos para siempre, contaminados para siempre, malditos para siempre. He ahí los libros, el tabaco, la música y el ron.
Javier Garvich Rebatta