El viernes 20 de mayo se presentará Aunque no hubiera cielo de Virginia Canton, libro de relatos premiado por el Fondo Nacional de las Artes y publicado recientemente por Editorial Simurg. La presentación, que estará a cargo de Susana Silvestre, tendrá lugar en el microcine del Centro Cultural Recoleta, a las 19.
…que aunque no hubiera cielo yo te amara es el verso de un soneto anónimo del siglo dieciséis. Virginia Canton, autora de El orden (poemas, 1994), lo retoma para intitular su primer libro de relatos, Aunque no hubiera cielo. También éste es el título de uno de sus cuentos, en el que precisamente se define la mirada desviada de todo patetismo que caracteriza al conjunto que integra el volumen.
Hay un relato de Carver cuyo final es implacable. Un joven, que tiene el cabello rubio perfectamente peinado y un jarrón con tres rosas amarillas entre las manos, recibe la orden de olvidar por un instante todo eso que constituye sus obligaciones como empleado en el servicio de habitaciones del hotel en que trabaja: Anton Chejov acaba de morir y, con la discreción absoluta que las circunstancias ameritan, debe encontrar la más prestigiosa funeraria de Badenweiler. Mientras alguien que está muy triste le da esa orden, el joven sólo puede concentrarse en un corcho de champagne caído junto a la punta de su zapato -debería recogerlo. Los narradores de Canton se parecen a ese joven rubio. Cuando uno de ellos describe un fusilamiento en plena noche, no concentra su mirada en el cañón del fusil, la traición o el miedo, sino en la manera en que los ojos del que va a morir se desvían, apenas, hacia los árboles. De los preludios de una noche de sexo, se nos llama la atención sobre el instante en que una mujer, a punto de ser desvestida por un hombre que no conoce y desea, se concentra en no olvidar la prenda que acaba de caer al suelo. Otro de estos narradores hace foco en el gesto con que alguien espera la concreción de un crimen: mira hacia la esquina, se calienta las manos y tararea una canción de amor. La nena desnuda que cuenta cómo un viejo la babosea, concentra su temor en la posibilidad de que un movimiento de sus pies haga caer al suelo un ciervito de cristal azul. El peculiar modo de narrar que caracteriza a la serie de veintidós relatos que conforman Aunque no hubiera cielo, demuestra que las pequeñas o grandes catástrofes de la historia, personal o nacional, aparecen en toda su fatalidad cuando se las descubre en un detalle. Un poco a la inversa del Borges que escribe “ese gato no está en Scholem pero, a través del tiempo, lo adivino”, Canton puede adivinar los secretos de la historia a través de un gato.
Los narradores de Aunque no hubiera cielo no sólo carecen del impotente afán de registrarlo todo, asumen de antemano esa impotencia sin ningún dolor. O mejor dicho, como lo haría el convaleciente, narran después del dolor. Narran como seguramente Cantón leyó aquel relato de Carver sobre la muerte de Chejov, concentrada en una fecha y en una frase, que parece pasar desapercibida aún para el propio narrador: “Chejov. La noche del 22 de marzo de 1897, en Moscú, salió a cenar con su amigo y confidente Alexei Suvorin. (…) Aquella noche tenía un aspecto muy similar al de sus fotografías de ese tiempo”, antes de componer “Mil ochocientos noventa y siete”, uno de los más breves relatos de Aunque no hubiera cielo, en el que alguien mira una fotografía de Chejov. No es que la literatura de Canton se parezca a uno de sus propios personajes, ese que en una habitación de hospital cree encontrar el infinito en los tres tomos apilados de Las Mil y Una Noches y del que se dice: “Pero la idea no es suya, es de Borges. Él no tiene ideas propias, su sino es repetir ideas ajenas, ni siquiera “sino” es una palabra de su vocabulario habitual, repite al traductor de los tres tomos.” Tampoco es que Canton repita a Carver porque retome la expresión “complexión delgada” para describir el cuerpo de uno de sus personajes (“complexión”, esa singular palabra que eligió el traductor de “Tres rosas amarillas” para describir la fisonomía del empresario fúnebre de Badenweiler.). El lugar que asume la escritura de Canton no es el del plagiador, tampoco el del traductor, es el de aquel que sabe que nada de ninguna historia importa: ese dolor ya pasó y sólo queda recoger una palabra, como el joven rubio recoge el corcho.
©Elena Donato