el interpretador narrativa

 

La intemperie

Florencia Abbate

 

 

 

 

Acababa de volver y sentía que nada era real. Ya me había olvidado de mis cosas, de que existían, de su apariencia. Me había olvidado inclusive de cómo solía ser yo antes de irme. Yo, tan disímil a mí... no lograba encontrarme en la luna que seguía flotando por encima de la plaza donde antes tantas veces me sentaba a recibir la noche. Ni en el cuerpo envejecido de mi madre. Ni en los libros que con tanto empeño ella me había guardado. Ni siquiera en el espejo frente al cual me descubría lo único indudable: la cicatriz del viaje.

Hacía colas para formar parte. Horas y horas se perdían en trámites que sólo incrementaban la extrañeza, el delirante asombro... Pensé: la primera impresión dura unos días. Pero aquello continuó y era tan desconcertante que fui a ver a un médico y le dije: “Deme algo porque yo no sé qué pasa”. Compré en una farmacia las pastillas que me había recetado y después llamé a una amiga. Mara insistía en recomendarme a un chino. Siempre tenía algún chino a mano para todo... Apenas con la ropa que llevaba, poco después me mudé a una casa inmensa donde vivían ella y cuatro amigos más. Estaba obsesionada con la idea de la impermanencia. Pensaba demasiado. Supuse que me iba a hacer bien la compañía.

A los vecinos de la casa de al lado no le gustábamos ninguno de nosotros. Formaban una feliz joven pareja pero como de otro tiempo. A tal punto que él aún discutía si existe la amistad entre el hombre y la mujer, sin haber registrado que su hermano era transformista. El hermano del vecino tenía una sensibilidad bastante afín a la nuestra. Adoraba burlarse de sus taras y sus incapacidades. Y una vez en la puerta me dijo que se había dado cuenta, abrazado a los 28 kilos de su amigo internado en no sé qué hospital, que no hay nada que alcanzar o ambicionar, que no existen ni el triunfo ni el dominio... Algo similar creía Flavio, de los seis que habitábamos la casa, el más reservado. Su presencia era casi imperceptible. Francisca decía que Flavio quería atesorarse para tiempos mejores. Lucrecia aseguraba que un par de experiencias muy feas le habían dejado el deseo atrofiado: ningún reproche que hacerse por actos que ya no realizaba, ninguna vanidad por esas obras plásticas que ya no concebía, ninguna preocupación por gente que ya no le importaba.

“No entiendo por qué esa tendencia a querer saber cosas sobre la persona con la que te acostás”, me interrumpía Lucrecia cuando yo comenzaba a preguntarle por su amigo Marcus. “Marcus no es más que eso: Marcus”, me decía y parecía que Marcus podía ser cero o un alma brillante según cómo uno decidiera interpretarlo. Nunca llegué a saber qué tal era despertar con él. Casi al alba, saltaba de la cama alegando en un alemán sonámbulo que era la hora de pasear a su perro. A mí me daba pereza escuchar otro idioma tan temprano. Asentía con los ojos cerrados. Lo oía salir y soñaba que se iba a hacer footing a la plaza, comandado por un personal trainner cuyo nombre era Dogo; que nevaba y su flamante ropa quedaba cubierta de copos de nieve; que pasaba por al lado de un mendigo y le daba unos rublos; que volvía a despertarme con el pelo emblanquecido y, masticando astillitas hielo, me explicaba: “Las personas se dividen en dos clases: los que van bien vestidos y los que van mal vestidos. Pero hay justicia: la nieve se divide en partes iguales para todos”.

A Andrés le encantaba conversar sobre ese tipo de fenómenos: los sueños, el sexo, la suave caída de la nieve, la caída del sol y de la lluvia, de las hojas; también, sus abruptas caídas. Tenía una gata llamada Eutanasia y una novia tan celosa que entraba a su casilla y le leía enteramente los mensajes. Cuando él se dio cuenta ella le dijo “¿No te explicaron que nunca te conviene poner de contraseña el nombre de tu mascota?”. Las pasiones de Andrés se parecían demasiado a sarpullidos. Y su ánimo cambiaba con una rapidez alarmante. Atinaba a anunciarlo con la frase “Estoy por derrapar”, y de pronto era otro su carácter. Esa capacidad para volver todo denso en un instante me irritaba y deprimía. Ciertas noches daba vueltas por la casa como estrangulado por sus propias convicciones. Durante aquellos trances utilizaba mucho la palabra mierda: “¿Para qué mierda querés esa estufa?”, “¿Pueden sacar esa música de mierda?”, “Estos vecinos de mierda”, “No sé qué mierda pretende esta mina”, “Debo ser una mierda de persona...”. Una madrugada, sentados en el living en un silencio hecho de inquietud petrificada, escuchamos el murmullo de un refugio de ratas por debajo del piso de madera. Yo tuve pánico y él me decía: “Las ratas están ahí y corren. Las ratas también tienen vida. ¿Qué mierda podrías hacer? ¿o acaso te vas a mudar a otro lugar por eso?”.

Al oír a las ratas yo pensaba en los pies desnudos de Flavio. El siempre andaba descalzo. Francisca decía que se estaba despojando. Andrés le llamaba a aquel proceso “el devenir villero”, e ironizaba: “Nosotros tenemos que atarnos los cordones, bancar el sudor entre los dedos debajo de las medias, sacar de los zapatos el barro cuando llueve y lustrarlos a veces. San Flavio no, él es un hombre libre, es un artista, y morirá descalzo”. Andrés no sentía el más mínimo respeto por Flavio; eso deseaba expresar cuando decía: descalzo. Los contactos de Flavio con el mundo eran cada vez más esporádicos y, debo confesarlo, a mí me atraía su misterio de reloj cucú... Me hubiese gustado preguntarle en qué lugar vivía, ¿en la punta de sus dedos? ¿en la música? ¿en el fondo de sus sueños? ¿a través de sus cejas?: ¿dónde? Parecía haber desaprendido el grueso de la lengua y preservado monosílabos exclusivamente. Las frases de Flavio eran enigmas, piedras dejadas ahí, guijarros de antimateria o señales que indicaban una ejecución imposible. Ante él sentía que mis frases estaban demasiado cargadas, no lo bastante vaciadas por la respiración. Me preguntaba si eso se lograba descansando los pies. Si descalzarse era una forma de aprender a tolerar la intemperie, los huecos, lo desprovisto.

La presencia fantasmal de Flavio contrastaba con el infatigable voluntarismo de Mara. Ella esperaba un Gran cambio. Había decidido aplicar a no sé qué y repetía esa palabra decenas de veces por día. Aplicar, aplicar, aplicar, y la palabra era cada vez una goma que frotaba la misma superficie, borrando algo reiteradas veces como con la secreta esperanza de que al fin se hiciera un agujero. Pasaba todo el tiempo navegando en Internet y en esas aguas pescó un amor virtual. Delante de Lucrecia alardeaba: “Anoche recibí 14 mails de Jane en media hora”. Lucrecia me había contado sus asuntos con ella: “El tema es que no funciona para nada. Hacerlo con Mara es imposible. Pero siempre volvemos a encontrarnos desnudas de nuevo. Nos miramos y decimos: ¡Otra vez! ¡Por Dios! ¡¿Por qué lo hacemos?!”. Lucrecia además tenía algo con una ex compañera de la Facultad. La madre de la chica estaba con ella. Ni bien supo que Lucrecia había hecho unos cursos de tarot la llamó, completamente eufórica. Lucrecia me decía: “Esta mina ni enterada de que yo me acuesto con la hija, y quiere venir hoy a casa a que le tire las cartas; che: ¿qué onda?”. Yo notaba que estas relaciones le causaban algún daño. Una día en la cocina, lavando, de pronto se rascó la cabeza y murmuró: “¿Por qué será que casi toda mi vida está hecha de cosas que hubiese preferido no hacer?”. Se reía pero me pareció que la risa no era clara. Esa noche tomó unos cuantos tragos. Como se había quedado sin dinero para salir se puso a bailar sobre la cama. Después cayó tumbada en el colchón y se largó a llorar. Le pregunté qué podía hacerle falta y respondió “No sé... una familia... algo apretado”.

Para entonces yo había empezado a soñar con nieve seca, y no atendía si en mi celular veía el teléfono de Marcus. Que me negara tanto lo había enardecido; llamaba sin tregua y Andrés acotaba “No sos vos, sino el orgullito, lo que lo hace insistir”. Soñé que el viento llenaba de nieve la cerradura de la casa y la llave no entraba, y que luego Francisca soplaba sobre nuestras llaves como si de ese modo intentara reanimar corazones helados. Pero creo que el corazón de ella tampoco estaba a gusto. Decía que tenía que soltarse y fantaseaba con el teatro. Me contó que había salido con un tipo casado, dramaturgo. Que resulta que a él se le paraba y se le bajaba al instante. Que llegado cierto punto a ella se le fueron las ganas. Que él se obstinaba pero ella no quiso. Y que él le dijo que eso ocurría porque ella no era muy demostrativa, que no sabía lo que ella sentía, lo que le pasaba, que ignorar sus emociones lo hacía sentir inseguro, etcétera etcétera. Francisca le había contestado: “Pero qué carajo importa lo que vos sentís, lo que yo siento, lo que nos pasa y todo ese rollo de las emociones...”.

Lucrecia comenzó a parecerse a un péndulo oscilando entre la ira y la plegaria. Había colocado en una esquina de su cuarto un balde lleno de agua hasta la mitad. Según ella para sofocar incendios; por alguna razón se le ocurrió que se venía uno. Yo veía a Lucrecia inclinada sobre ese precipicio cilíndrico, el agua turbia y en su superficie unos insectos lentos, la cabeza de ella casi adentro, como midiendo la distancia o queriendo llenar la otra mitad del balde con un grito. “En este juego rendirse no vale”, me anunciaba antes de irse a dormir. Jamás supe a qué se refería.

Mara se compró una web cam y desayunaba todas las mañanas con su amor virtual, una chica rubia, ligeramente gorda, que comía cereales con forma de anillos de colores. La vi una vez mientras se despedían, con cara de sapo sedado y bigotes de nata, pidiéndole a Mara que no se olvidara de darnos sus saludos a los room mates. Después vi a Jane girar en su silla y aclararle a su madre que no había entre nosotros ningún terrorista, que sí, que era seguro, que Sudamérica no tenía nothing to do con Medio Oriente... Yo no comprendía por qué Mara planeaba ir a Texas ni cómo podía querer convivir con aquellas dos rubias, diferenciadas sólo por el hecho de que la madre ya era obesa y de mañana devoraba pollo frito. Francisca me regaló una suerte de consejo multiuso: “Lo más sano es cambiar de perspectiva. No tenés que juzgar nada que pase ni sentir que es triste. Solamente observalo y pensá que así es como la gente hace hoy las cosas”. Traté de aplicar aquellas fórmula en diferentes casos. Pero ni así conseguía quitarme la sensación de que se había estado yendo en cantidad todo aquello que en lo que yo creía o que estimaba en algo.

Los calendarios son muy convencionales. Los números que aparecen en ellos no nos representan. Se suele pensar que al dos de enero le sigue el tres de enero, y no inmediatamente el veintiocho. Pero esa sucesión ordenada no existe. En verdad los días llegan como quieren y para cada uno; a veces llegan varios de golpe, o puede suceder que un día tarde varios años en llegar. Entonces vivís en el vacío, no entendés nada y sufrís mucho... Ninguno sabía por qué pero lo nuestro ocurría en un tiempo difuso, como en un after, o en el espacio cerrado de un grano de arena inexplicable. Sólo Eutanasia parecía capaz de distinguir los movimientos de la vida, la captaba en lugares minúsculos, la olfateaba y la seguía.

Flavio no pronunciaba ya ni una sola palabra. Se limitaba a poner un disco u otro en el equipo del living. Una tarde el equipo no anduvo. Lucrecia desenroscó una canilla del baño y la escondió. El agua brotaba a grandes chorros y la bañadera comenzó a desbordarse. Andrés abrió la puerta de la casa. Pisó sobre mojado. Lo habían despedido del trabajo y su nariz sangraba. Mara llorisqueaba con el rostro eclipsado en la luz muerta que cubría el monitor. Un virus acababa de quemar el mother de su máquina. Mientras tanto Francisca veía televisión en su pieza. Me llamó y cuando fui de inmediato señaló la pantalla: se había acabado el uno a uno. Ella dijo “Los valores cambiaron”. A mí me importó nada la moneda porque andaba como loca buscando a Lucrecia. Fui a la cocina y quedé detenida ante el reloj. Unos minutos después entró Flavio. Nos miramos a los ojos y lo vi realmente distinto. Como si hubiese terminado de perder la confianza en estar para algo. O tal vez como si hubiese perdido la confianza en estar.

Si fuera cine, acaso ahora el productor habría exigido el suicidio de algún personaje. Era un poco el clima, aunque no para tanto. En realidad el desastre eligió como mejor escenario la casa de al lado. La muerte no es negra. Es blanca. Igual que el primer fogonazo de flash ante nuestra sorpresa. Tras el fotógrafo vimos periodistas, un camión de bomberos, policías. Nosotros ni siquiera habíamos oído los gritos. Al vecino lo sacaron con esposas y a ella en ambulancia. Él tenía el aspecto de un contador en un mal día, nada más que eso. Andrés prestó declaración y Francisca capturó varias escenas absurdas con su cámara. Lucrecia contemplaba fijamente a la vecina; la canilla asomaba como un tótem del bolsillo de su saco. Aferrada a un brazo de Lucrecia, Mara hacía preguntas como qué significa ser normal, quién se anima a explicar qué es la locura, cómo cuernos se las ingenia la gente para congraciarse con la ciudad donde nació.

Esa noche fue la primera vez que cenamos todos juntos. Lo ocurrido generó un irrefutable sentimiento de alianza. Compartimos los vasos y también chistes de humor negro. Jugábamos a pellizcarnos para salir de la duda... Aquel raro malestar se disipó en el tintineo de cristales, el olor a comida y nuestra charla, mucho más amistosa que siempre, vivificante. Me fui a dormir acompañada por el eco tibio de las voces de ellos. Pero al acostarme, no sé por qué apoyé mi mano sobre la cicatriz del viaje y me acordé que de chica, cuando volvía del colegio caminando, me preguntaba qué era peor, si el lugar del cual salía o al que iba, y como mi casa y la escuela me angustiaban en igual medida, alguna vez llegué a pensar que mi único lugar estaba ahí, que debía ser simplemente ese tránsito, esa zona sin techo, ese espacio intermedio, la intemperie... Soñé con ventanas heladas, cubiertas de nieve. Las limpiaba con la mano hasta encontrar mi reflejo y cuando al fin me veía sus alas se abrían de golpe; salía a la calle y empezaba a caminar bajo la luna, sentía que me iba a congelar y que el tiempo transcurría sin que amaneciera nunca, pasaba por la plaza y al cruzarla me resbalaba y caía, pensaba que siempre sería invierno y faltaría algo, y no quería levantarme porque así, hundida en la nieve, no sentía el frío. Unos pájaros cortaban el cielo. La música de su aleteo fugaba y volvía, fugaba y volvía...




©Florencia Abbate

 

 
 
 
 
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Corrección: Sebastián Hernaiz
 

Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Andrej Zadorine, Morning Poetry (detalle).