el interpretador ensayos/artículos

 

Hegemonía, excepciones y trivialidades en la crítica cultural argentina

Jorge Panesi

 

 

 

 

¿Por qué aparece Jean Franco como personaje en la última novela de Tomas Eloy Martínez, El cantor de tango(1)? La pregunta de ingenuo y desprevenido lector —me parece— encierra el nudo de todo lo que me gustaría exponer, esto es: la relación entre la crítica literaria y el periodismo, las intervenciones de la crítica académica en la consideración de la cultura popular, y las ineluctables resonancias políticas que poseen estas intervenciones, llenas de malentendidos, de desgracias, de interminables litigios. Me gustaría comprender la propia e inestable imagen que la crítica se forja sobre sí misma reflejada en un calidoscopio mediático que la saca de quicio y la atrinchera en la desconfianza.

El narrador de Tomás Eloy, un norteamericano aspirante a doctor e interesado por la relación entre Borges y el tango, descenderá al laberinto porteño, a su aleph político y cultural (son los sucesos del 2001 en Buenos Aires), gracias a las advertencias de Jean Franco, a quien encuentra en una Librería universitaria neoyorkina y que le habla de un cantor de tangos con voz sobrenatural que no ha grabado un solo disco. Imantado por la referencia de Franco, el scholar viaja a Buenos Aires para perseguir infructuosamente esa voz que sólo oirá, afónica y desfalleciente, en su estertor final. El nudo es aquí la relación entre dos culturas académicas o críticas, las fracturas político-institucionales argentinas (ese grito nihilista antipolítico “que se vayan todos” rechazado por Tomás Eloy), el valor aurático de la voz que representa un segmento de la cultura popular, la relación con la literatura o la cultura llamada “alta”, y las relaciones dialógicas que la cultura académica argentina sostiene con la norteamericana. Vale decir, el contexto notorio de relaciones por las que, indiferente, altiva, entusiasmada o esperanzada, transita hoy la crítica argentina y latinoamericana, de la cuales la inglesa Jean Franco ha sido una cronista curiosa y alerta. Inaudibles, como la voz esquiva para el aspirante a doctor, los sentidos y los derroteros finales de esta mutación cultural son registrados pero no entregan su desconcertante enigma. Y como la profesora Jean Franco, la incitadora y la testigo participante del juego, así, la crítica literaria académica se halla trazando mapas y puntos de referencia en una tormenta que no solamente acalla sus funciones tradicionales (o aquellas que creía tener en una visión apaciguada de sí misma), sino que las desborda. Resignada a ser testigo de una voracidad que no la consulta, sigue como el scholar de Tomás Eloy sus recortadas investigaciones sobre el campo de la cultura, pero de ese desborde que la aprisiona y descoloca, porque está implicada en él, sólo podría dar cuenta mediante un género suyo por derecho histórico y que la contemporaneidad mutante le niega: la crónica. La novela de Tomás Eloy es, hasta cierto punto, una crónica narrada por una visión a la vez distante y demasiado conocedora de un material que también la desborda. Si la crónica dépaysée de El cantor de tango acude irónicamente a la crítica académica, al aleph borgiano y la literatura de Borges que se arraiga en el ethos porteño, lo hace brindando, más que la solución de un enigma, una potenciación de los interrogantes.

Y habría que recordar aquí dos cosas que agrego al enigma o al desborde: que Tomás Eloy Martínez (egresado de la Universidad de Tucumán) ha ejercido con igual intensidad el periodismo (es uno de los renovadores de la prensa latinoamericana) y la vida académica (dirige el Programa de Estudios Latinoamericanos de la Rutgers University). La segunda es el recuerdo de que la crítica literaria nació adherida —según el estudio canónico de Habermas sobre la opinión pública(2)— a la institución periodística, lo que equivale a decir, a la crónica literaria y artística de los periódicos. Pero no se trata en la actual coyuntura de un relativo feliz maridaje entre dos instituciones que el talento individual (Tomás Eloy o algún otro) puede llevar a cabo como una excepción, sino de un estado de cosas en que la historia de la crítica universitaria ha actuado como una cuña distanciadora, autosuficiente, autorregulada, celosa de compartir sus protocolos. Testimonios hay de su vitalidad y quizá de su éxito (este Congreso podría ser una prueba), pero el discurrir en el encierro no la acerca a la discusión de los sucesos culturales de la hora o del día: a pesar de sus evidentes esfuerzos, la crítica literaria académica siempre atrasa. Y para la reflexión está bien que se retarde: es el precio que paga por su intensidad reflexiva y por la necesaria distancia que apuntala su autonomía. Los encierros o los ghettos no están, por cierto, fuera de contexto, y en el contexto presente hay atisbos de que la institución académica forma ya su propia cultura y no solamente su propia visión de la cultura.

En cambio, comparado con momentos refulgentes del contexto político y cultural argentino (Primera Plana, La Opinión, Crisis, Los libros(3), entre otros ejemplos que podrían extraerse desde los comienzos del siglo XX), el periodismo cultural desfallece, y no por falta de voluntad o competencia de sus agentes, en general formados en la cultura universitaria, sino por mutaciones radicales en los aparatos de producción y recepción de la cultura. Pero en estos momentos habría que analizar con detenimiento los libros de investigación periodística, surgidos al calor de los escándalos políticos y la notoriedad enigmática y turbia de los personajes que la sainetera realidad política argentina pone en circulación. Así como un fantasma precursor que asedia a los escritores de crónicas es el Arlt de Aguafuertes porteñas, el fantasma propio de este periodismo investigador es el de Rodolfo Walsh de ¿Quién mató a Rosendo?: la literatura cumple aquí su papel de fantasma ubicuo. Por otra parte, cuando las revistas de extracción universitaria abandonan sus intrincadas discusiones y se asoman a una dimensión más cotidiana o trivial de la actualidad (en contrapuestas tendencias, Punto de vista y El ojo mocho, por ejemplo), el lenguaje y el dispositivo gnoseológico de la discusión convierten el entramado cultural del que forman parte en un mero objeto, como si el fantasma de la literatura no pudiera presentarse nunca.

Seguramente las mutaciones tecnológico-culturales han descolocado a la intelligentsia, y han recolocado tanto la cultura escrita como a la literatura. El prestigio de los escritores en estos nuevos complejos culturales ha retrocedido, o como dice Jean Franco:

Por todas partes en Latinoamérica existe en la intelligentsia letrada el sentimiento de su importancia disminuida y el desplazamiento del discurso público. Este desplazamiento se exacerba por la creciente privatización de la cultura(4).

Jean Franco, por momentos censora de la crítica “posmoderna”, y por momentos aquiescente, parece lanzar una puñalada a las tradicionales pretensiones de mediadores pedagógicos e iluministas de las masas que aún conservan los intelectuales latinoamericanos:

La cantante de salsa cubano-americana Celia Cruz –y no Rodó o Bolívar- es el apóstol de la latinidad. […] La música ilustra el hecho de que las tajantes distinciones entre tradición y modernidad, pureza nativa e importaciones degradadas se han vuelto tenues. La música es funcional a la cultura del consumo, e incluso se centra en los deseos y aspiraciones de maneras impredecibles, maneras que no son necesariamente comunicables por la intelligentsia letrada(5).

Habría que agregar a los cantores de salsa otro héroe formador de identidades y de identificaciones contemporáneas, letrado y también parte de una maquinaria tecnológica: el periodista. Esta es la operación crítica que realiza Josefina Ludmer para quien el desarrollo de la cultura popular moderna, en la que intervienen tanto la literatura como la tecnología democrática de los periódicos, es obra de periodistas-literatos. “Modernización”, “globalización” (dice Ludmer con un gesto arqueológico que proyecta la actualidad sobre las probabilidades de su génesis) hacia 1879 con Eduardo Gutiérrez: “Juan Moreira es el héroe popular de la era de la prensa y de la modernización tecnológica y cultural […], …una construcción literaria de la modernización latinoamericana que surge con el nuevo periodismo y con sus tecnologías de la verdad(6). Pero con la segunda oleada de tecnología periodística, globalizadora y popular contenida en la célebre Caras y caretas, de fines del siglo XIX y comienzos del XX, Ludmer se regocija al efectuar una operación crítica redentora: desempolvar el nombre de un escritor-periodista al que llama “mi Virgilio”, un “no leído” (acota entre comillas irónicas Ludmer): Juan José de Soiza Reilly. En efecto: “no leído” u olvidado por una crítica hegemónica demasiado deudora de lo que Andreas Huyssen llama “la gran división”(7), Soiza Reilly es un escritor o un periodista (en el sector letrado popular, la separación o la confluencia de las actividades no parece tener un carácter discriminatorio ni peyorativo) demasiado leído (o demasiado oído, pues hasta su muerte en 1959 continuaba teniendo vigencia a través de su audición radial “Arriba los corazones”. Soiza Reilly, es el hilo (“su Virgilio”) que permite a Ludmer trazar recorridos amplísimos a través de toda la cultura popular del siglo XX, a partir de lo que parece haber sido el punto de encuentro con su guía: El juguete rabioso de Roberto Arlt, otro escritor-periodista. La genealogía de Arlt —postula Ludmer— no está ni en Dostoievsky ni en las baratas traducciones españolas (un tópico explicativo de la crítica argentina para el estilo de Arlt), sino precisamente en el periodista-escritor Juan José de Soiza Reilly que publica el primer cuento del joven Arlt en su Revista Popular(8).

Olvidado, o no leído, sepultado en la indiferencia crítica, importará menos explicar el porqué de este olvido, que hacer inteligible cuál es la nueva concepción hegemónica de la cultura que permite leer hoy un nombre –Juan José de Soiza Reilly- cuando siempre estuvo allí, en las páginas de El juguete Rabioso y en las Aguafuertes, y se deslizó entre los ojos de los críticos ciegos ante una evidencia que no necesitaba ser corroborada: ese nombre era el nombre de un periodista conocido. Eso era todo. Sin embargo, me permito conjeturar sobre ese olvido en una de las riberas de la “gran división”, la de la cultura popular (y no quisiera discutir aquí la problemática etiqueta de “popular”, que ligo decididamente a la moderna reproducción mecánica de los artefactos culturales, o a la industria cultural). El archivo y la memoria de esa cultura es más volátil a pesar de los “soportes” materiales que la contienen (diarios, revistas, discos, cintas grabadas, olvidables películas, olvidados recitales), y pagan el precio del contacto estrecho con los intereses de la esfera vital y cotidiana. El periodismo construye el escurridizo mundo de nuestra cotidianeidad.

¿Qué nueva operación hegemónica traza hoy la crítica argentina para que ciertos continentes olvidados aparezcan en su mapa? Seguramente el abandono de concepciones sobre el arte y la literatura que no integraban convenientemente la inmensa transformación tanto en la praxis vital como en la producción y la recepción artística que desde el siglo XIX la tecnología de la cultura masiva trajo como un silencioso y definitivo huracán cultural y material. El interés que desde hace bastante tiempo tiene la crítica por estudiar las revistas culturales y el periodismo cultural (me refiero a los trabajos de Silvia Saítta, Claudia Gilman, Renata Rocco-Cuzzi y a muchos otros) supone una actitud integradora hacia fenómenos, que como el periodismo, cumplen un papel más vital y polémico que el formato libro con su aparente conclusividad, con su inevitable aureola reverencial o sacra. Un interés por la cultura popular que, por cierto, quedó trunco en la revalorización militante de la crítica argentina en la década del setenta: un punto de referencia insoslayable para la historia de las ideas que la crítica tiene de la cultura popular en relación con la literatura. Esta brecha que la década del setenta no terminó de suturar del todo, se suelda en las interpretaciones que recientemente se han hecho del punto más alto de la “alta” cultura literaria, Jorge Luis Borges. Siguiendo esta línea, Annick Louis en su libro Jorge Luis Borges: oeuvre et manoeuvres relaciona la gestación de los relatos borgianos con su paso por la industria cultural, por el sensacionalismo periodístico del diario Crítica, y con su actividad como director del Suplemento multicolor de los sábados(9).

Agregaría a estas razones de visibilidad una “influencia” solapada y hasta casi vergonzante, debido a que la cultura académica argentina rechazó, con justa razón, la jurisprudencia administrativa de los llamados “estudios culturales”, pero no sus principios integradores que adosaron el interés por manifestaciones cotidianas o hasta triviales de la cultura masiva o industrializada. Y agregaría también la influencia menos solapada de los estudios de género, una forma de la crítica que ha desenterrado de los archivos una trama de silenciamientos, segregaciones y opresiones, tejida en los grandes dispositivos del poder tanto como en las relaciones cotidianas de los sexos o en las consignas normalizadoras de la prensa.

Y a propósito del rechazo más o menos manifiesto de los “estudios culturales” —en su versión norteamericana—, hay que subrayar dentro de lo que llamo imprecisamente “cultura universitaria” una dimensión de interés más vasto y contradictorio por el influjo hegemónico de los productos y las formas culturales norteamericanas, epítome o vértice de las transformaciones en la que nos hallamos inmersos. Punto insoslayable, al parecer, de tensión para los críticos universitarios: lo hemos visto en la novela de Tomás Eloy Martínez, pero sostiene también todo el contrapunto dialógico, el “diálogo de bibliotecas” en que consiste el libro de Ludmer El cuerpo del delito, o que obliga a David Viñas a agregar un capítulo norteamericano en su saga de los viajes con la que ha interpretado la historia de la literatura argentina(10).

El rescate y la ascensión de Juan José de Soiza Reilly en los “cuentitos” que cuenta Ludmer acerca de la cultura nacional (el “método” de El cuerpo del delito es una revalorización de la categoría “relato” en tanto operación crítica y cognoscitiva), tuvo sus repercusiones, particularmente entre los jóvenes, más desprejuiciados respecto de los valores estéticos que la literatura canónica encarna, más animosos por suturar la división o la brecha cultural, y finalmente, más comprensivos de la vuelta de tuerca irreductible que la cultura masiva tiene para la literatura (que en su etapa moderna ha nacido de la mano con estos medios masivos y “democráticos”). Por lo tanto, no sorprende que la revista 3 Galgos(11) en el 2003 le dedique un número especial a Juan José de Soiza Reilly, y que complete así el gesto redentor o pionero de Josefina Ludmer, aun a riesgo de intentar una santificación. Juan Terranova, uno de los redactores de 3 Galgos, es el más empeñoso en esta tarea. Para él, estamos ante un verdadero “crimen de la crítica” (la expresión es de Virgina Woolf(12)), o en un martirio por olvido en el que habrían participado no sólo los críticos académicos (Ludmer misma, Sarlo, Viñas), sino también los periodistas: “y si decimos que Soiza Reilly es un escritor perdido la responsable directa de esa pérdida es ‘la crítica’ […]. [T]anto la crítica académica como la crítica periodística padecen la impostura intelectual de la cultura alta(13).

Supongo que ante tanto olvido, estas dos formas de la crítica habrán tenido algunos otros aliados o enemigos, algunas otras circunstancias políticas y culturales que hacen del olvido algo más que una participación voluntaria y plenamente conciente en el juego de las hegemonías culturales. Porque ¿qué se gana en la ponderación de la ósmosis entre cultura literaria e industria cultural, si se posee para ambas el mismo concepto sacralizado de autor al que hay que rendir tributos de originalidad y quemar inciensos de desagravio?

La operación novelística que realiza Puig con la cultura popular a fines de los años sesenta y setenta, en cambio, es clarividente en su esforzada borradura de la voz autoral. Una operación más acorde con el modo de funcionamiento característico de la industria del entretenimiento (“el inconciente tiene estructura de folletín”- ha dicho Puig). Es signo también de que los modos de percepción y jerarquización de los productos culturales están en proceso de mutación. El discurso universitario hacia 1973, impulsado por la militancia política (la crítica es ahora un arma que pretende intervenir en la lucha ideológica) registra este cambio en la consideración y valoración de la cultura popular a la que quiere librar de la dependencia imperialista, pero, como es sabido, la experiencia o la “fiesta” (una expresión que utiliza Ludmer recordando a Osvaldo Lamborghini) dura poco.

Por estos mismos años, desde el lado de la crítica periodística, el contacto con la cotidianeidad confiere a la visión otros matices. Es el caso de un cronista privilegiado que trabajó en La opinión, Enrique Raab. La recopilación de sus crónicas políticas, artísticas, literarias y de costumbres que hizo en 1999 Ana Basualdo permite juzgar las tensiones entre una cultura heredada y los frescos atisbos por dar cuenta de otra manera de narrar la realidad (o sea: la esperanza de otra cultura que habría de formarse). El libro recopilado por Basualdo se llama Crónicas ejemplares. Diez años de periodismo antes del horror (1965-1975)(14). Raab nació en Viena y se radicó de muy pequeño en la Argentina porque su familia judía huía del nazismo. Extremadamente culto, especialista en cine y teatro, hablaba alemán, inglés, francés, portugués e italiano, aunque no había logrado terminar el bachillerato en el Colegio Nacional de Buenos Aires. En él y en sus crónicas se pueden ver actuando las varias fuerzas culturales y políticas que se contradecían mutuamente en esos momentos en que todo parecía posible: la construcción de la justicia y la caída en el infierno de la represión. No en vano, Raab titula una crónica de 1975 “A treinta y siete años de la quema de libros ordenada por Goebbels en Nürenberg”, o previendo el dulce producto final de la filmación de “Los gauchos judíos” que ocurría en los predios militares de Campo de Mayo, anota: “Al terminar la filmación el microómnibus del equipo iba desagitando actores y extras … porque ninguna de las rutas interiores de Campo de Mayo puede ser transitada después de las 19. Un centinela, respetuoso, se acercó al grupo: “les ruego que se muevan”, dijo “porque si se quedan quietos, tengo orden de disparar”.

Es el uso de las técnicas literarias, de la cultura literaria, y el detalle revelador que sintetiza largas y analíticas digresiones, está el acierto descriptivo de un militante que mediante esos detalles que rompen el hilo del relato ahorra discreta pero efectivamente las grandes parrafadas dialécticas. Lúcidas, sus crónicas, leídas ahora, están llenas de presagios, de alertas, como cuando en medio de la narración de la “fiesta” o la revolución de los claveles en Portugal medita sombríamente:

No puedo quitarme de encima una obsesionante sensación de cosa provisoria, como si en Portugal, por unos días todo el mundo estuviese de vacaciones antes de que los patrones, los dueños, los amigos, los generales les digan: ‘Basta ya de chiquilinadas… El juego terminó. […] No concibo que un aparato tan perfectamente armado a lo largo de casi cuatro décadas, se desmantele así nomás…(15)

Recuerdo que Enrique Raab, uno de los periodistas argentinos desaparecidos, fue secuestrado en abril de 1977. No es quizá el ejemplo que mostraría acabado el proceso que integra casi pacíficamente la cultura literaria con la trivialidad de la vida cotidiana, sino todo lo contrario. La colisión de los planos culturales es un efecto buscado de estas crónicas, que tientan el encuentro de nuevos lenguajes para hablar de lo inaudito, de lo que no cesa de generarse como un remolino (y así son sus descripciones casi coreográficas de los movimientos de las masas en la Plaza de Mayo, cuando Perón echó a los Montoneros…). Sin embargo, en Raab la valoración cultural emerge espontáneamente desde la alta cultura europea enredada con la discriminación ideológica (las escenas de Nazareno cruz y el lobo le parecen extraídas de Vogue o de “los cuentitos para leer sin rimel de Poldy Bird”, es más, las cree portadoras de un mensaje reaccionario; una obra de Viale (Chúmbale) queda sepultada como “el pretencioso canto del cisne del naturalismo teatral argentino”; a los esfuerzos vanguardistas de Augusto Fernandes en la puesta de Peer Gynt de Ibsen, prefiere los momentos más tradicionales u ortodoxos; y las monerías de Mirtha Legrand sobre el escenario son tamizadas encarnizadamente a través del teatro gestual japonés de las Tairas, una antiquísima representación a cargo de prostitutas cautivas por la guerra…). Lo que se refuerza en estas crónicas es el choque y la disonancia, el chirrido que separa los fragmentos culturales y las vacías pretensiones de los espectáculos comerciales. En Raab se presiente la frase de Hegel, pronunciada sin ninguna esperanza: “El arte es cosa del pasado”.

1973, 1974: Momento políticamente revuelto, pero momento de fulgor para la crónica cultural, entregada a una experimentación con las briznas de lo real que parecían estallar o hacer estallar las probetas del experimento. Imagino que en el interés actual de la crítica literaria académica por el periodismo cultural hay algo parecido a la admiración por un potencial poder propio al que se cree definitivamente perdido, y que como herencia ha pasado a manos de un pariente lejano, se trate de Soiza Reilly, de Raab, de los suplementos, o de las revistas culturales.

Momentos excepcionales, o momentos que la crítica literaria académica siente como excepcionales, porque hoy la excepción consiste en que esta crítica logre pasar la frontera y acceda al territorio perdido del periodismo cultural. En la actualidad, y en la reformulación hegemónica de la cultura, cuando los medios acuden a los críticos literarios o a los profesores universitarios, lo hacen encasillándolos, o bien en la categoría de “funcionarios” —esto es, de “gestores culturales”, de burócratas de la cultura—, o bien como “expertos” que por un momento abandonan el habla especializada para traducir al lenguaje común alguna zona de su investigación o su interés. Salvo que, dentro de esta férrea jerarquización, el crítico o el profesor escriba con un libro recién impreso bajo el brazo, y acceda quizá un poco más libremente, pero sin abandonar el casillero, a la siempre enigmática y reverencial categoría de “autor” al que se le deben los inciertos reconocimientos del marketing. La etiqueta no es solamente un prejuicio, sino un modo de funcionamiento cultural.

Por ello, es marcadamente una excepción (o una confirmación a la regla, según se mire) que una de nuestras más talentosas críticas, Beatriz Sarlo, escriba hoy desde la miscelánea revista Viva que acompaña los domingos al diario Clarín. Es posible que los corrillos prejuiciosos del oficio crítico murmuren acerca de este pasaje un tanto irreverente, casi escandaloso para esos mismos prejuicios que confirmarían el reparto preestablecido de las tareas (el experto en la universidad, el periodista en el suplemento Viva). Las preguntas que esta excepción suscita, sin embargo, pertenecen al orden del lenguaje y las posiciones en relación con el lenguaje. Si Sarlo escribe allí, ¿se la leerá como profesora que abandona su discurso académico para hacerse inteligible, pues la separación cultural postula que no puede haber un lenguaje común? ¿Se la leerá como “crítica cultural” y, por lo tanto, como continuadora del lenguaje analítico y literario que empleó en Escenas de la vida posmoderna? ¿Son estas unas escenas de la vida cotidiana, unas remozadas aguafuertes compuestas por una experta que las dotará de un significado para revelarlas con nueva luz a los propios actores o espectadores de las escenas, los lectores de Viva? Mucho me temo que estas preguntas no sean las que a Sarlo le interesen, ni que sean interesantes. Habría que preguntar, en cambio, por la eficacia de la excepción, entendiendo por “eficacia” el impacto que el lenguaje de la crítica literaria pueda tener como fuerza dislocadora, desacomodadora de los prejuicios o los juicios del sentido común que poseen los lectores de Viva. Quizá le esté pidiendo a Sarlo, o a la crítica literaria, demasiado: que sea capaz de introducir un subrepticio ruido, una disonancia imperceptible pero activa en los discursos apabullantes de la trivialidad. Pero admitiendo mi parti pris respecto de la crítica, ¿son estas las intenciones de Sarlo? ¿O poco importan las intenciones, si fuera cierto que el lenguaje y el dispositivo del medio siempre logran capturar el lenguaje y la óptica de cualquier discurso anómalo que contienen? Salvo que Sarlo (presentada como “escritora y ensayista”), o su “opinión” (puesto que su “opinión” es lo que nos promete el índice) concuerde con el modo de pensar de la revista.

No soy competente (ni tengo espacio) para desentrañar la ideología del discurso periodístico de Viva. Pero sí intuyo una operación de acomodamiento del lenguaje y la perspectiva de Sarlo al sentido común. Y no precisamente para perturbarlo, sino para corroborarlo. Una escena parece decir: “Los pobres están allí, piden medialunas en la panadería, apenas se comunican entre sí, y yo no puedo ni tendría sentido que les preguntara nada, salvo darles o no darles limosna”. En palabras de Sarlo: “La fealdad es pintoresca sólo cuando es lejana y se la visita muy de vez en cuando(16)” En otra escena, a propósito de músicos callejeros, asistimos a sus preferencias por el jazz “moderno” y las variaciones contemporáneas del viejo tango, a su juicio portadores de mayor placer estético que el chorreo estrepitoso de las cumbias. La existencia de estos músicos “vanguardistas” o aggiornados la hacen respirar aliviada (como también a los lectores), como si dijese: “no todo está perdido todavía en materia de gusto musical”. O para decirlo con las mismas palabras suyas: “No es sólo un lugar común decir que la Argentina se ha vuelto más latinoamericana”. Observemos: sólo se niega el lugar común para reafirmarlo.

Hay una jerarquía de los valores estéticos —parece decir Sarlo—, en consonancia con lo que afirmó apelando a otro lenguaje en Punto de Vista 48, en un trabajo llamado “El relativismo absoluto o cómo el mercado y la sociología reflexionan sobre estética”. Esta jerarquización merece la crítica de quien ha sido nuestro punto de partida, Jean Franco: “La defensa que hace Sarlo del valor estético no puede ser liberada tan fácilmente, como ella quisiera, de la cultura exclusivista y elitista del modernismo(17). Quizá este elitismo solapado que le descubre Jean Franco no esté tan lejos de las aspiraciones jerárquicas de orden que podrían rastrearse en las trivialidades de Viva, o en su ideología de clase media acorralada.

Concluyamos un poco desilusionados: si las excursiones excepcionales que emprende la crítica en el campo de la cultura masiva y que llevan la firma de una escritora sólo provocan la discusión en un ámbito al cual estas excursiones periodísticas no están dirigidas, parece que hay algún problema de sintonía entre el lenguaje de las crónicas y el lenguaje objeto de la crónica. El problema consiste en que sintonizan demasiado.

Lo cual, visto desde otra perspectiva, que no es la de la crítica, podría ser considerado un acierto escriturario. Pero entonces, ¿para qué pasar las fronteras de la crítica?

 

©Jorge Panesi

 

 

NOTAS

(1)Tomás Eloy Martínez, El cantor de tango, Buenos Aires, Planeta, 2004.

(2)Jurgen Habermas, Historia y crítica de la opinión pública, Barcelona, Gustavo Gili

(3)Sobre esta última revista, ver mi análisis “La crítica argentina y el discurso de la dependencia”, en Críticas, Buenos Aires, Norma, 2004.

(4)Jean Franco, “What’s Left of the Intelligetsia. The Uncertain Future of the Printed World”, publicado originalmente en NACLA Report on the Americas 28, n° 2, September-october 1994, y recogido en: Jean Franco, Critical Passions: Selected Essays, edición de Mary Louise Pratt y Kathleen Newman, Durham, Duke University Press, 1996, p. 197.

(5)Jean Franco, cit., p. 201.

(6)Josefina Ludmer, El cuerpo del delito. Un manual, Buenos Aires, Perfil Libros, 1999, p. 230.

(7)Andreas Huyssen, Después de la gran división. Modernismo, cultura de masas, posmodernismo, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2002.

(8)Episodio al que también se refiere Silvia Saitta en su biografía sobre Arlt: El escritor en el bosque de ladrillos. Una biografía de Roberto Arlt, Buenos Aires, Sudamericana, 2000, p. 20 y siguientes.

(9)Annick Louis, Jorge Luis Borges: oeuvre et manoeuvres, París, L’Harmattan, 1997.

(10)David Viñas, De Sarmiento a Dios. Viajeros argentinos a USA, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1998.

(11)3Galgos, Buenos Aires, n° 4, septiembre de 2003. Número especial “Soiza Reilly.

(12)“crimes of criticism”: Virgina Woolf, “How it Strikes a Contemporary”, en The Essays of Virginia Woolf, Londres, Andrew Mc. Neillie, 1986, vol. III, pp. 353-60.

(13)Juan Terranova, “El escritor perdido” en 3 Galgos, cit. p. 23.

(14)Enrique Raab, Crónicas ejemplares. Diez años de Periodismo antes del horror (1965-1975), Buenos Aires, Perfil Libros,

(15)Enrique Raab, Crónicas de Portugal, un país desconocido, op. Cit., pp. 51 y 53.

(16)Los artículos de Viva a los que me refiero fueron publicados durante julio y agosto de 2004: “El corazón de la ciudad”, “Retrato de familia”, “Jazz moderno”, “Cosas raras del primer mundo”.

(17)Jean Franco, op.cit., p. 204.

 

 

 
 
 
 
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