No he leído nada sobre B. Sí he leído, sería tonto pretender que se llega así, desnudo, a un texto, y sobre todo si se trata de un clásico. Pero sí, no he leído casi nada a propósito de B. Y al empezar a leer a Deleuze (en una página lo dice casi todo) he dicho: no. Antes debo yo leer. Debo dejar en suspenso un segundo al texto. Un segundo, antes de seguir, y buscar, de alguna manera, las zonas por las que B se mueve, e interpela, bajo el riesgo de despertar no más que el silencio. Pues en cierto modo B parece (en la breve fórmula) decir todo.
Pero, ¿qué dice B? ¿Por qué tras B todo se vuelve incómodo? ¿Por qué tras B no se puede sino estar incómodo? ¿Por qué un librito viejo dice, anuncia y agota no sólo lo que se puede decir de la literatura sino también de la vida? ¿Por qué el turro de B hace que yo, al instante, sea también un idiota que no puede más que darle la razón o golpearlo o intentar encarcelarlo? ¿Por qué todo se torna trivial junto a B?
En el detenimiento (en esa zona intermedia, indefinida) B se para. Sin origen. Ahí. B (como dice Robbe-Grillet a propósito de Beckett) está ahí. Ahí. Está estando, ahí. Y por eso molesta. Está estando y diciendo, no más que la frase; la fórmula. Dale turro, decí algo más. Pero no. Ahí. Siendo objeto, estando ahí. Y repite –encima repite- el guacho. Y cambia –encima cambia. Y siempre igual.
Podría uno interrogarse sobre las formas de la resistencia. Y decir, B resiste. De algún modo sí, pero no. B no resiste. En la resistencia hay positividad, hay futuro.
Mientras tanto escucho Los Clash: ¿Es B punk? No, B no es punk, pues el punk es reterritorializable (Deleuze). Pero B no es punk porque no dice nunca no. Porque B casi no dice (pero lo dice todo). ¿Encarna B una idea de resistencia? No, porque B no es nada. No es más que un puro estar ahí. Estar estando. No hay resistencia. Pero ¿hay política? Difícil sería afirmarlo sin una previa (re)definición de lo político, de la cosa política. Ahora bien, sí puedo saber que no hay un modo de política, la política con minúscula. Puede haberla, pero sería en ese caso una pura política. La política del puro ir hacia. En este sentido, en B no hay política: porque B es, siendo, lo político. Un modo de explicarlo sería (sin reducir a B a esto) decir que B es una forma del puro gasto, potlach (Bataille). Una forma de llevar en el propio cuerpo, de contener lo político, sin más. Una puesta en riesgo de sí, tras lo cual la vida se acaba. Porque en B no hay proyecto, no hay comunicación, no hay futuro. No hay debate. No hay construcción No hay nada más que B estando ahí. Molestando. Por el simple hecho de estar ahí, sin venir de ningún lado, sin tampoco dirigirse hacia ninguna parte. En el presente del ahí.
Por esto se justifica aun hoy, casi 150 años ha, seguir hablando de B. Porque nadie, casi nadie, puede hacerlo (yo tampoco); porque sólo unos pocos pueden, así, asumir el riesgo de escuchar a B.
Tras B ¿qué? No sé. Pero tras B no es posible verse del mismo modo. Tras B se pone en riesgo todo. En cada uno, el riesgo. Decidir, optar, ¿para qué? El modo de lo político que presenta B es quizás el único, aquel que se hace potente sólo durante el momento en que eso es posible; es decir, sólo en el momento en que es posible la peligrosidad, la puesta en riesgo, la aventura (Simmel). Luego, la reterritorialización, la categorización, la inclusión. Por eso B lo dice todo, muestra el comienzo y el desenlace inevitable de todo lo que vale la pena.
Por eso B sí puede ser un punk; pero tan punk que es más punk que el punk. Es B el primero (y el último) punk. Lo es en aquello que ha hecho que el punk (sin los pendejos punks) valga la pena; en la dimensión más irremediablemente no dialéctica de su impulso: “no future”. Los Clash, mucho tiempo después, se preguntaron ¿debo quedarme o debo irme? Pero ahí, en la pregunta, en el hecho de que sea posible hacerla, ya todo estaba perdido.
Valentín Díaz, mi casa, 8.5.03