el interpretador narrativa
 

El mar

 

Rosy Paláu

 

Tiesa, igual que un anuncio de cartón que tumba el aire encontramos la última vaca. Nos contempló desde la muerte como si nos echara la culpa. El sol parado en el horizonte le ponía brillos a un mar que sólo servía para adornarnos el paisaje. Se nos calentaban los zapatos, como si debajo ya nos quedara muy cerca el infierno. Margarita Aurora corría por la playa. Su pelo rojo era una braza que atizaban las olas. El verla apagó un instante nuestra realidad. Cuando mi padre regresó del silencio, dijo:

—Pobre, tanto espíritu le comió la preocupación y dando media vuelta se alejó entre los arbustos, ondulándose como un espejismo. Yo busqué la sombra y bajo unas piedras, me quedé esperándola. ¿Quién dijera que mi hermana tiene la costumbre de desaparecer? Después de muchos días de andar quién sabe dónde, entra por la puerta, descalza y desgreñada buscando qué comer.

—Margarita Aurora —le preguntó mi padre—, ¿a dónde andabas?

A ella se le anancharon los ojos entre el montón de pecas y como si las palabras se le hubieran hecho de colores, respondió:

—Levantando la orillita del mar.

El que ya conoce la respuesta nunca pierde la oportunidad de aprovechar su imaginación:

—Si así fuera ya le hubieran enrollado un pedazo para encontrar barcos hundidos en vez de bucear.

—Déjala —intervino mi madre—, ¿no ves que me la tiene presa el sueño?

Una cosa es verdad. La persiguen los pájaros. Así la vi acercarse, con una turba de chanates jalándole el vestido. Cuando se detuvo, las aves se alzaron igualito que el polvo para volver a caer adonde mismo. Me tomó la mano, abrió la suya y con una sonrisa que le atravesó la cara, "ten, te los regalo", me dijo.

De botones, fichas de refresco y caracoles, tengo mil frascos, pero los tomé haciéndole creer la sorpresa. Me sentía cansado, el calor que a mí me marea, a ella le alimenta las fuerzas. Mientras caminábamos, pasamos por donde estaba la vaca. La miró por todos lados y sin detener el paso, enmarcada en esa extraña fosforescencia que la hace brillar en lo oscuro, murmuró:

—Tiene ojos de canica.

Con esos arranques de frialdad, se me van las ganas de quererla, pero luego, más, más la quiero.

Margarita Aurora, Margarita Aurora, repite el mar como si me quisiera embrujar y yo corro y corro y viene detrás de mí, persiguiéndome hasta que me tumba para hacerme cosquillas y yo me revuelco de risa y me le escapo y se enoja porque después regreso muy seria y le levanto la orilla y lo descubro lleno de miradas por dentro, dueño de todos esos ejércitos de peces que lo alimentan como a un rey amplio y caprichoso, amarrado a sus riquezas, robándole las almas a esos inocentes que se metieron a pescar en su silencio y que se asoman desde su propio espanto para decirme: Margarita Aurora, tú que andas siempre como colgada del brazo de Dios, pídele por nosotros, nuestra voz es un viento que sopla donde nadie oye, no podemos ni siquiera asolearnos el nombre en la cruz de algún panteón. Pídele por nosotros. Yo me quedo muy triste escuchándolos y luego voy y les hago dibujos en la arena con las cosas de la tierra y se los doy al mar para que de arrepentimiento se los lleve y no se sientan tan solos. Ellos me lo agradecen y me arrojan lo poco que tienen, botones, fichas, caracoles y yo se los doy a mi hermano que le encantan porque llena frascos y más frascos como si fueran tesoros. Mi hermano es muy bueno. Ayer se le nubló el corazón por una vaca. Yo hubiera querido decirle que la pobrecita ya estaba contenta, hasta se fue con los ojos abiertos para mirar bien los prados recién llovidos con los que premia Dios a todos los animalitos, pero mejor no dije nada porque me acordé que yo colecciono secretos.

¡Cómo quisiera irme de esta tierra que parece que de pura ociosidad se pusieron a forrar los diablos!, dije cuando llegamos a casa. Bernardo que estaba junto a mi padre, entendiéndome la rabia, contestó:

–Hasta los perros les ladran a las nubes cuando se les ponen por enfrente como una burla de los cerros. Esto es obra de Don Salvador, que de salvador no tuvo más que el condenado nombre.

—¿El dueño de la Hacienda “ La Quemada”?

—Pregunté.

—El mismísimo que dicen tuvo tratos con el maligno —me contestó anunciándonos con el tono de su voz uno de sus relatos.

Como siempre, la curiosidad detuvo a Margarita Aurora. Mi padre que era bueno para sembrar las impaciencias, se dirigió a la puerta, la cerró sin prisa hasta que desaparecieron de su rectángulo las estrellas y regresó para acomodarse igual que todos en la mesa. Bernardo nos inspeccionó con la mirada revisándonos el interés, le dio un trago a su café y después de darle vueltas en la boca, por fin comenzó a decir:

—Allá por los años en que esta tierra resultaba buena pal sembradío y los nopales daban tunas del tamaño de pelotas de fur bol, llegó un tal Salvador, con nada más y nada menos que lo que traiba puesto; se asentó en una parcela, que nadie sabe cómo, porque desde lejos se le notaba la mala suerte, dijo que había ganado en una apuesta. Pa luego luego construyó una casa de vara y adobe, sembró unos metros de maíces y compró una vaca. Eso sí, lo que tenía de feo, lo tenía de alegador, disque porque venía de la ciudad y sabía sacar muy bien las cuentas, el caso es que regateaba al que se le ponía enfrente con figura de vendimia. Deveritas que al ingrato lo perseguía la desgracia. Al poco tiempo, la única plaga que se ha visto en la región, se enfiló pa su sembradío y se dio gusto masticando las mazorcas hasta que no quedó ni rastro. La vaca se le cayó pal hoyo que el mismo había escarbado pa hacer una noria. Ya sea porque traiba atascado el coraje o porque era un buen creyente, a cada rato volteaba pal cielo como rogándole al Bendito, pero un buen día voltió pa abajo y se encontró con un hombre muy bien vestido de elegancias, que venía como subiendo por un elevador con unos papeles en la mano.

—Me buscastes —le dijo— y aquí estoy pa servirte. Fírmame aquí y hacemos el trato.

—¿Qué me ofreces? —Contestó Salvador, como haciéndose el que no quería, aunque se hablaban como si ya hubieran tenido pláticas en los escondites del pensamiento.

—Todo —le contestó el diablo y le desenrolló el contrato en la puritita cara.

Al Salvador ni siquiera le tembló la mano cuando estampó la firma.

—10 años nomás te doy —le aclaró el diablo y luego vengo pa llevarte con todo y alma.

—Ta gueno, aquí mero nos vemos.

Ave María Purísima, exclamó mi madre persignándose. Margarita Aurora se perdía en la ventana como si fuera una pantalla donde le estuvieran pasando las escenas de una película.

Al otro día, continuó Bernardo, volteando la taza para después leer en los asientos del café, ante el asombro de todos lo que ahí estábamos, entró en la tienda donde ya no lo querían ni ver de pediche que era y poniendo un puño de monedas en el mostrador, pagó los adeudos, compró un ajuar de ranchero, unas botas, que bien me acuerdo eran de serpiente y pidió mercancía como pa sobrevivir hasta su propia vida. Luego, regolviéndose de gusto, ofreció trabajos pa levantar “La Quemada”.

Nomás se jue nos quedamos como enredados en las miradas y pa luego nos arrancamos a llevar por todo el pueblo la conclusión.

—A ese amigo lo visitó el Diablo.

Pero como el miedo, entratándose de centavos no se acuerda ni de correr, no le faltó el hombrerío pa trabajar y más que eso, pa ataviarle el nombre con el famoso Don.

Don Salvador pa’ca, Don Salvador pa’lla y él en su envoltura de dueño y señor, vigilaba día a día aquella casa a la que le agregaba cuartos y más cuartos como si juera a dar asilo a todos sus pecados.

Ya que la dichosa hacienda estuvo lista en toda su inmensidá y que había comprado las tierras de alrededor, se jue a la ciudad a buscar el amueblaje y no sólo llegó con él, sino que también se trajo una mujer, que con el perdón de las damas aquí presentes, aunque yo era todavía un chamaco, le quitaba la respiración a cualquiera.

Se llamaba Aspetación. El pelo negro se le arrastraba por la espalda como un chorro de petróleo que se le detenía en el abismo de los tacones. A más del dinero, a Don Salvador también le resucitaron unos encantos que hacían que su mujer 20 años más joven se desentendiera del desenfreno que provocaba a su alrededor y no tuviera más que ojos pa contemplarlo a él. Eso sí a ella le relumbraban los anillos en los dedos, las pulseras le daban hasta los codos y le gustaba vestir con muchos brillos.

Pa no hacerles largo el cuento, como no hay fecha que no se cumpla, se llegó el día de la entrega. Don Salvador que hasta lo tonto se le fue quitando, ya había hecho sus apuntes pa enfrentar la situación y ese día se sentó con su mujer al lado pa esperar la visita, como si el diablo estuviera pa tocar la puerta. A las puras 12 hora del convenio, entró sin contemplaciones con la cola enrollada en el brazo y enfundado en un traje colorado.

—¿Tas listo pues? —Le dijo el diablo—. Ya es hora.

—Toi listo —contestó Don Salvador—, pero antes te tengo un recado, de aquí, de mi señora.

El diablo que de tan apurado que estaba no se había fijado en la belleza, voltió pa verla y acariciándolo el placer se le revolvió lo malo.

—¿Qué, pues? —Le dijo, ya sin tanta prisa—. Habla.

—Aquí la señora, que quiere tomarme el lugar.

—mmm... se quedó el diablo, como buscando en sus archivos una cláusula pal caso y sin mucho averiguadero le preguntó a la del cambio.

—¿Tas de acuerdo?

—Si —dijo ella—, toy de acuerdo.

No bien lo dijo, la tentó con un tenedor de picos que le apareció en la mano y por obra de su magia los dos se metieron como en un plato de lumbre y se hundieron en el suelo echando chispas.

No pasaron ni dos horas antes de que Don Salvador averiguara que se había salvado pero con todo y su mala suerte. Cuando jue a dar la vuelta por los baúles pa ver como todos los días sus dineros y sus joyas; lo recibió una peste a cuero. El diablo se los había llevado junto con las lluvias de ese año. Se le secaron las siembras, se le murieron los animales y lo que es peor, como si la pobreza le hubiera sacado el arrepentimiento, lo atacó un mal de amores. La recordaba a todas horas, se la pasaba hablando con su foto, pidiéndole perdón y viendo pal mar que era lo único bonito que le quedaba. Como un espanto lo vimos salir un día de las ruinas de la casa rumbo al océano que disque le hablaba con su voz. Ven Salvador, ven, parecía que le decía, porque él muy mansito se perdió en sus aguas.

Desde entonces, cada 10 años los diablos hacen sus fiestas, celebrando con las secas, el aniversario de esas almas.

Esa noche me costó trabajo dormir, pero cuando por fin lo hice, soñé con puros males. No sé como Bernardo va y viene por el infierno de sus cuentos como si lo refrescara la lumbre y luego se mete en las sobras de su café y las lee de punta a punta vigilándose la suerte. Yo no creo en las adivinaciones, ni en los actos de magia, pero a veces quisiera preguntarle como le pregunta Margarita Aurora que se aprende todo lo que oye:

—Tata, ¿qué es un candil de la calle?

—Un candil es una araña de luces que cuelga del techo.

—¡Ah! ¿Y la calle, tiene techo?

—Sí, uno muy grande y muy azul.

—¡Ah!

Los oigo y aunque no quiera se me llena de incongruencias el corazón. Ese día al amanecer, decidí que ya era tiempo de marcharme.

A los que escuchan a mi tata se les prenden los ojos como esas lámparas que andan por los callejones temblando para no tropezarse con la oscuridad, pero a mi no me da miedo; a mí, el alma se me sale del cuerpo, así tan livianita, que le cuesta trabajo volver porque la jala el aire como invitándola a contemplar el mar desde las estrellas pero yo le digo que no, que mejor se regrese para seguir escuchando a mi tata que aunque está viejito tiene las magias para pasearse por los infiernos como si llevara la cuenta de las almas. El me contó un día que su secreto es ponerse esa capa invisible que le regaló un Santo que el visita mucho y que lo protege de la maldad. Mi hermano no cree en los encantos y por eso se queda como temblando por dentro, y yo lo oigo voltearse de un lado para otro de la cama y así dormido, se pone a discutir con esos sueños que se visten de susto nomás para picarlo. Tenemos que cuidarlo mucho, por eso mi tata y yo hicimos una tabla y la pintamos con muchas figuras de colores y también un muñequito igualito que él, para que adonde quiera que vaya nunca se pueda ir.

Durante horas anduve en círculos. Muchas fueron las veces que creí llegar a la carretera; mis oídos engañados escuchaban el ruido del camión que me llevaría muy lejos. Recordé a mis padres, a mi hermana que se fue tras de mí jugando a pisarme la sombra con una felicidad extraña, hasta que la vi perderse entre la gente que me saludaba como si fuera nada más ahí cerquita a ventear las ansias con la mochila al hombro. Caminé y caminé viendo como se repetía una y otra vez la misma escena, el mismo pedazo de tierra donde me detenía para sólo divisar mi casa y luego el mar y otra vez mi casa. Me obsesionó la idea de estar loco. La luna era un aruñón de luz en la distancia cuando me dejé caer vencido por el sueño. Me encontraron en el corral junto al escándalo de las gallinas.

¿Escuchas el mar? —Me dice Margarita Aurora—. Viene por nosotros. Yo sólo escucho como si se abriera la tierra, tragándose los cerros, la lluvia anunciando con tambores y trompetas el fin de todo. En guerra el agua con el agua, el trueno con el trueno. “Margarita Aurora, sálvame del miedo que me persigue y me tapa la luz que a ti te alumbra, toma mi alma y úntala con tus palabras, tú que andas siempre como colgada del brazo de Dios. Sálvame, te lo ruego”. El sueño se repite. No quiero dormir, pero los ojos se me hacen de fierro y se me caen hasta el fondo de un abismo hasta que despierto, para oír otra vez los pasos de mi madre, las voces de Bernardo y mi padre que hablan y hablan, como si sembraran en el aire las palabras y les naciera el mundo del que no se quieren ir. A mi lado está siempre Margarita Aurora, perfumada de un silencio que huele a secretos, consolándome con esa mirada que se le sale corriendo a espantar a la muerte que se me acerca lenta, muy lenta, como si me anduviera midiendo el alma.

Desde que lo trajeron cargando, picoteado por las gallinas, a mi hermano se le metió la creencia de que se va a morir. Se despierta gritando: Margarita Aurora, Margarita Aurora y yo riego por el aire esos polvos que me dio mi Tata para aplacar el susto y las ansias y luego me voy derechito a la ventana para llamar a Dios que sale de una gran nube blanca y le pido que me regale una capa como la de mi Tata y El les habla a sus ángeles que llegan volando y entran al cuarto a ponérsela encima de la desesperación y de pronto otra vez se queda dormido y así a cada rato se despierta y la vuelve a tirar y se la vuelven a poner. Dice mi papá que ya pronto va a estar bien, que nada más le falta que se le quite ambición que lo trae envenenado; que qué es eso de irse del otro lado de aquí para encontrar en otro aquí lo mismo: una tierra, un cielo y unos árboles; que nada sirve agarrar camino a buscar repeticiones, si de todas manera va a encontrarse con que lo estamos esperando.

Hoy Margarita Aurora me llevó al lugar donde encuentra sus tesoros. Todo el camino nos fue siguiendo el mar. Cuando llegamos, yo me quedé asombrado. Imagínense. ¡Un pueblo de ojos enseñándonos las profundidades!

 


 
 

 

Rosy Paláu

Escritora Mexicana (1956)

Libros de poesía publicados:

Quizá el tiempo, La cabaña editores, 1985.

Territorio indeciso, Universidad autónoma de Sinaloa, 1990.

La clara sombra del Silencio, Universidad de Guadalajara, 1996.

Sonata para una luz, DIFOCUR, 1998.

Libro de cuentos:

La casa del arrayán, El colegio de Sinaloa, 2003.


 
 
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