GERIATRICO.
Aquí vienen a parar los huesos rotos,
los alegatos de las radiografías,
la epifanía de la destrucción,
los móviles de las religiones,
las mujeres de Lot,
el abatimiento de los días.
Se percibe en los ojos
que el mundo se está extinguiendo
según la hipocresía de la naturaleza
que es eterna, a su modo,
y que se encarga de desmentir
el pasado furor de la juventud
y lo convierte en torpeza,
en el lado oscuro de la felonía,
en la cara invisible del enigma.
Resulta estéril averiguar
sobre la esperanza de vida en otra vida.
Quienes regresaron de la muerte
no saben. No contestan.
ESPERANZA DE VIDA.
Silencio químico,
sillas de ruedas,
muletas,
toses,
vacilante lenguaje,
cuerpos arrinconados sin gracia,
la vanidad perdida,
el sollozo extenuado,
la cámara de gas del desamor:
almacenaje de viejos.
La ciencia está orgullosa
de alargar la esperanza de vida
sin otra esperanza de vida
que terminar idiota,
despreciado
y solo.
Cuando llegue el momento,
hará mucho tiempo
que habrán muerto.
LLEGAR A VIEJO.
Perdiste todo:
la fuerza,
la salud,
el sexo,
la alegría de ser joven
y tener tiempo de sobra.
Ni el recuerdo te queda,
porque todo es tan vago
que confundes los rostros
y las fechas.
Ni tus ojos ven lo que antes veías
porque no ves.
Mozart tiene que sonar cada vez más alto.
Hueles a viejo.
Además,
molesta tu lentitud,
tu leve estupidez,
tus pañales,
tu miserable jubilación.
Y no terminas de morir nunca.
ESTAS QUEDANDO SOLO.
Tu hermana
(que era la alegría del mundo)
recuerda olvidando,
ve la vida por un pequeno agujero, se orina.
Tu mujer de antes
(que era ondulante como una pantera)
caminaba con muletas, huesuda y cenicienta,
antes de morir asistida por su hijo,
neblinoso de drogas.
Tu vieja amiga no lee más poesías
por teléfono porque se dejó morir
harta de todo.
El único compañero sobreviviente
hace años que contempla la existencia
casi sin piernas, desde un sillón de ruedas,
en un geriátrico,
trivial y resignado.
Te persiguen los espejos, los hospitales,
los electrocardiogramas, las hojas secas
y el recuerdo de las tibias cenizas
caídas sobre tu mano.
SIN INDULGENCIAS PLENARIAS.
A un paso del asaltante loco,
del cáncer o el infarto,
del balazo en la sien
o de ser atropellado con luz verde,
sigues intentando descifrar
si la vida es gracia o es condena.
Tantos años y nada.
Nada para tus hijos y tus voces.
Nada para tu insomnio y el fetiche del amor.
Nada para la nada.
Hay una muchedumbre que hace preguntas tontas:
¿qué significa todo?
¿qué viene después de esto?
¿qué eras antes de ser?
¿por qué es sólo una ráfaga?
¿por qué existen ateos?
Has de morir sin cielo, sin infierno
y sin indulgencias plenarias.
Solo con el jadeo familiar de otras muertes,
sin que nadie venga, a pesar de tus gritos,
a dar muerte al niño de la infancia,
antes de que crezca.
COMO EL VIENTO.
Vas muriendo de a pedazos,
cubierto de pastillas y pinchazos
por donde ingresa el ángel de la muerte.
Las personas que amabas, se van muriendo,
y te resulta extraño el mundo repentino
y progresivo que te come los bordes.
Sabes que hay drogas para olvidar la muerte.
Pero no es eso.
Quisieras entender.
Solamente entender un matiz, una alusión,
una hilacha.
Vagamente.
Como entiendes la caída del sol que no es caída,
el horizonte errante,
los eclipses de luna del profesor de física,
las tablas de marea,
pero no entendés el viento que viene de algún lado,
va hacia otros vientos
y termina en algún sitio convertido en soplo,
jadeo, nada,
desmemoriado y tonto.
GERIATRICO II
Un aliento de sombra,
silencio y retirada
los envuelve.
En sus precarios cuerpos
todo está consumado
a la manera de una fría venganza inmemorial.
Los tribunales decidieron su suerte
por sobre las lágrimas, el desierto, las culpas.
En este rincón del mundo
están para morir,
desertores,
atónitos.
Te repugna pensar
que el cadáver que arrastran
tiene años de vida,
años de no vivir
y que sólo les queda
la dignidad del abatimiento
y plegarias desencantadas.
CONFESION.
Un viento oceánico,
ciego,
crepuscular,
arrasó tu casa,
tus poemas,
tus libros,
tus muletas,
tu perra muerta,
tus claras ideas,
tus furores.
Tembloroso, sin fuerzas,
ahora vives por enfermeras
y nadie se atreve a confesarte,
pobre,
que todo está perdido,
que está perdido todo.
Esta mañana,
luego de un desértico silencio,
viniendo de lo alto,
de sustancias perdidas,
de un código fetal,
de fanatismo,
declaraste débilmente
que no te suicidarías
porque estabas enamorado de la vida.
©Oscar Corbacho