Prólogo de El país que estalló. Antecedentes para una historia argentina 1806 - 1820. Tomo 1, El camino de Potosí.

Alejandro Horowicz

 

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La historia de un país que estalló consuena a humorada de Jorge Luis Borges en pluma de Gervasio Montenegro. Y las fechas que limitan el título (1806-1820) poseen una extraña virtud: en tanto efemérides escolares inevitables (primera invasión inglesa y crisis general del año 20), al estar organizadas como bordes, desconciertan.

¿Qué período dibuja ese lapso? O, en todo caso, ¿por qué entender como porción independiente un tiempo que sólo mucho más tarde —en 1852 con Caseros, o en el 53 con la Constitución de Santa Fe, o con la definitiva incorporación de la provincia de Buenos Aires, en 1860, a la flamante república federal— alcanzará tendencialmente rango nacional? Con una observación: ¿el rango nacional puede estar determinado por el tozudo “debate” en sordina sobre las “formas” de organización institucional? O, muy por el contrario, ¿su puesta entre paréntesis no debe entenderse como síntoma de la insuficiencia de intereses materiales comunes, esto es, nacionales?

¿Y si no tiene adecuado rango nacional, qué sentido tiene esta periodización? ¿Por qué arrancamos en 1806 y no en cualquier otra fecha, tan arbitraria como la anterior? Esta batería de preguntas merece una respuesta minuciosa.

Las Invasiones Inglesas revolucionaron el modelo español de centralidad militar existente en el Virreinato del Río de la Plata. Al derrotar Guillermo Carr Beresford a las tropas de Carlos IV sin mayores dificultades (en la primera invasión, éstas ni siquiera fueron capaces de sostener una batalla en regla), los ingleses no sólo ilustraron a los habitantes de Buenos Aires sobre su propia valía militar, sino también les ahorraron —es un modo de contar— el decisivo trabajo político de tener que legitimar, en el terreno de la polémica política pública, la destrucción de los descompuestos cuerpos profesionales españoles. Destrucción que no podía no ser el paso previo a un régimen de autogobierno, ya que resulta impensable que el cabildo porteño pueda destituir al virrey en cabildo abierto —y este es el caso del marqués de Sobremonte— sin disponer de fuerza armada adicta; sin olvidar, además, que los británicos pusieron así fin —mediante su calculada irrupción— al sistema político anterior, inaugurando otro que, desde un abordaje muy superficial, resultó idéntico pero notablemente efímero. El autogobierno se conquista, entonces, mediante la “reconquista” (palabra que supone una vuelta atrás, primer malentendido que remite a la perspectiva de época) en lucha abierta con el opresor... inglés. "Fue ésta una verdadera revolución —sostiene Funes en cita de Mitre—, y la primera en la que ensayó su fuerza el pueblo de Buenos Aires, preparándose para otra no lejana de un género más sublime”(1).

Como la sustitución de tropas reales por milicias urbanas no requirió de ninguna batalla: ideológica ni de ningún enfrentamiento político, sino que fue el resultado incidental de las Invasiones Inglesas, se constituye en punto de partida, sin diferenciación política, de un poder autónomo basado en ese flamante dispositivo militar, la revolución de Funes y Mitre. Y esa autonomía se expresó como sigue: ampliación de la participación criolla en el Cabildo (de un representante se pasó a cinco, sobre un total de diez) y decisivo peso de esta resignificada institución en el nombramiento del nuevo virrey tras la destitución de Sobremonte; es que mediante la presión del mismo cabildo, a través de sus protagonistas, con adecuado respaldo miliciano, Liniers es "ascendido" al tope de la lista burocrática del nuevo poder: la Reconquista había concluido.

El autogobierno se constituye, en consecuencia, como inevitable "alianza" entre la debilitada corona española y el Cabildo de Buenos Aires, respaldado por las milicias armadas. Y ese nuevo poder político se construyó de hecho y, en cierto modo de derecho, para todo el virreinato, sin la menor intervención del interior. Entonces, el primer borde, 1806, está mas que justificado. No sólo porque el Cabildo conquista un lugar que nunca tuvo, sino porque la relación con la península se modifica drásticamente: Buenos Aires deja definitivamente de estar sometida a la gramática colonial.

Desde una perspectiva histórica tradicional, "nuevo poder" supone, después de 1789, "escenario nacional" (o al menos su programa in nuce) y "revolución democrática"; como tal perspectiva resulta imposible de rastrear en 1806, el discurso sobre el origen de la patria formulado con tanto éxito por Bartolomé Mitre tuvo que trasladarse, para escribir nuestra saga revolucionaria, hasta 1810. Situada la revolución allí, más como necesidad de la estructura de ese relato que como análisis del problema, capturó, conformó, organizó una perspectiva canónica que no admite vuelta atrás. Y sí el revisionismo histórico se propuso y en algunos casos logró matizar o reconsiderar los signos de la valoración colectiva, nunca rozó el núcleo duro del programa oficial; de modo que 1806 sólo admitió —sólo admite— estudios monográficos que no rehicieran el abordaje de lo que muchísimo más tarde, y por muy otras vías, terminara siendo historia argentina.

Es que la ausencia de mercado unificado y dispositivo político de carácter nacional impulsó, y todavía impulsa instrumentos compensatorios, producciones histórico-literarias que oscilan sin remedio entre la metafísica trascendental y el esencialismo fantástico. Metafísicos son, por citar un caso, los que sostienen que las Fuerzas Armadas "preexisten a la nación", dando a entender que el fundamento último de la sociedad argentina reposa en su perpetuamente mediocre cuadro de oficiales. Se podría tomar la tesis con aire risueño, sí no escondiera un fundamentalismo antipático, no sólo porque en ciertas condiciones terminó resultando sanguinolento, sino también (sobre todo) porque supone, contiene, implica una extraordinaria endeblez conceptual. Al tiempo que los esencialistas fantásticos sostienen, con notable arrojo literario por su parte, que fabricar cañones contiene, supone, implica la metalurgia nacional. Y la metalurgia, se sabe, equivale al núcleo de la modernidad burguesa.

Contada a toda velocidad la perspectiva metafísica podría resumirse así: el cuerpo de Patricios y demás milicias criollas, construidas con motivo de las Invasiones Inglesas, sobrevivió a sus funciones específicas, posibilitando que sobre sus hombros se edificaran todas las piezas requeridas para la victoria de la Revolución de Mayo. Es decir: “El Ejército Argentino y su historia es anterior al nacimiento de nuestra patria a la vida independiente”(2). Y como Mayo funda toda la historia nacional y el Ejército hace posible Mayo, el Ejército es el fundamento ontológico de la patria. De donde resulta que revolución y Ejército, revolución y nación, construyen pares indivisibles que recorren y organizan la historia del poder político.

Los esencialistas fantásticos, en cambio, necesitan para su tesis que los hacendados sean estancieros, y que junto a comerciantes monopolistas y contrabandistas conformen la imprescindible categoría de burgueses. Nos proponemos rebatir expresa, detalladamente, ese abordaje. Al sesgo de nuestra propia lectura quedará patentizada la inconsistencia del cesarismo nacional(3). La idea de tal cesarismo remite a Mayo de 1810 y gozó de cierto predicamento. Conviene recordar que Jorge Abelardo Ramos sostuvo que el origen de la industria nacional pasa por la fundición de cañones que fray Luis Beltrán organizó para el ejército de los Andes. Es decir que el programa industrial de las Fuerzas Armadas no sólo no requiere, para Ramos, la existencia de burguesía, sino que tampoco necesita de mercado nacional alguno, ya que la metalurgia militar basta y sobra. Ahora, con mucha economía, diremos lo siguiente: es cierto que los cuerpos armados organizados para la autodefensa fueron el embrión de la política de autogobierno, pero a la autodefensa se redujo toda la transformación, y esto no sucedió en 1810 sino en 1806.

El 25 de Mayo el Cabildo, obligado por la crisis española y las milicias armadas criollas, debió hacerse cargo de la conformación de un nuevo gobierno. La más que prudente ficción del virrey nombrado por un gobierno español in partibus, en perpetua crisis desde 1808, casi patéticamente nominal, concluía. Otra ficción conservadora se abría paso bajo la siguiente forma verbal: fernandear. La máscara de Fernando VII (la Junta no sólo juraba lealtad a un monarca prisionero voluntario de Napoleón, sino que gobernaba en su nombre mientras el hombre exigía que se obedeciera al rey José) se denominó risueñamente fernandeando.

Y la constitución del nuevo gobierno, tras la estratagema, más que remitir a un trastrocamiento radical supuso su calculada y fría evitación. El éxito en esta última empresa no remite a notables operaciones de ingeniería política, sino a la total ausencia de condiciones nacionales. Dicho de un tirón: una revolución democrática suponía —en 1810, desde una perspectiva puramente conceptual— la construcción de una contralegitimidad política e ideológica antagónica a la monarquía absoluta. Y es precisamente eso lo que no se construyó. Esta notable ausencia debilita la tradicional lectura revolucionaria de buena parte de los historiadores profesionales.

Para que se entienda: Mayo no es el producto de un pronunciamiento militar, sino una consulta inevitable determinada por la crisis peninsular, por eso un par de preguntas organiza el problema: ¿quién gobierna la España americana cuando en la europea gobierna Napoleón? ¿Qué hacer ante la victoriosa, odiada, herética y plebeya Revolución Francesa? En esas condiciones se pasa del autogobierno que no osa pronunciar su nombre —Santiago de Liniers, primero, Baltasar Hidalgo de Cisneros, después— a una junta a la española.

No se trata de una junta que se levanta contra un poder realmente existente —de un contrapoder— sino de una surgida para evitar el vacío. No se trata siquiera de una rebelión comunera, sino de la desintegración de una estructura supranacional —la monarquía borbónica— que en su agotamiento requiere, impone, imprime nuevos términos políticos.

¿En qué consiste (¿cómo se construye?) el derecho a la rebelión de una colonia americana en 1810? Recordemos: las colonias son saqueadas por la corona. El interés de sus hacendados, el interés local, no es considerado legítimo por la monarquía; esa ilegitimidad impone la ilegalidad, de ahí el contrabando. Ese es el problema y por eso son colonias.

Es posible argumentar: nadie reprimió el contrabando colonial, y nadie ignoraba su volumen y significación. Innegable. Tanta pasividad nos recuerda que el dictat del mercado mundial organiza el sentir de los tiempos. Y los tiempos, se sabe, eran británicos en economía y franceses en política. Ahora bien, como parte de los nuevos tiempos Cisneros reconsidera el interés de los hacendados. Cierto. Pero Cisneros no es la corona española sino su disolución. Sólo gobierna sí atiende el interés comercial portuario, y evita chocar con la voluntad de los cuerpos armados criollos. Esto es, no gobierna: nunca fue más que un personero sin poder real. El mismo dispositivo que lo acepta en 1809 lo destituye en 1810. ¿Esa destitución equivale a una rebelión colonial?

Una institución, la monarquía absoluta, no puede no ser impugnada explícitamente en un programa político que parta del derecho a la rebelión de una colonia hispanoamericana; esta impugnación contiene su contracara implícita: la reivindicación de los derechos del hombre. Debemos advertir que nadie sostuvo, ni minoritariamente, esta perspectiva el 25 de mayo de 1810.

Es innegable que tampoco la Revolución Francesa de 1789 arranca bajo la bandera de la república trinitaria (libertad, igualdad y fraternidad sin rey). Sólo cuando la guillotina resuelve, mediante juicio sumarísimo, la relación entre Luis Capeto y el estado llano, entre el Estado nacional y la política burguesa, la revolución alcanza su cenit democrático. De allí en más, el tono de cualquier proclama democrática no puede descender del nivel político de los Discursos a la Nación Alemana, del filósofo Fichte. Es decir, no puede dejar de sostener que la existencia de la monarquía absoluta como institución pone entre paréntesis los derechos del hombre, ya que esa monarquía sólo reconoce súbditos (el partido servil español reivindica expresamente su voluntad antiliberal, recuerda que los españoles son vasallos no ciudadanos); es que allí hombre no equivale a ciudadano y se trata, precisamente, que equivalga. La revolución francesa construye esa flamante y demoníaca igualdad.

El arribo de Napoleón en 1804 a la cúspide del gobierno cierra el ciclo republicano-jacobino y transforma el debate monarquía-república en debate sobre casas reinantes, en debate sobre la neolegitimidad. Al decir de Carl Schmitt: "La legitimidad nacional-revolucionaria de los jacobinos había hecho el proceso, en 1793, al rey dinástico-legítimo-hereditario de Francia. Apenas diez años mas tarde, en 1804, había surgido una nueva dinastía hereditaria de Bonaparte, emparentada con las más antiguas dinastías legítimas y reconocida en toda Europa por convenios del Derecho Internacional, alianzas y matrimonios. Frente a la dinastía neo-legítima de Bonaparte, los reyes de España de la casa de Borbón, Carlos IV y Fernando VII, de legitimidad antigua, desempeñaron un papel especialmente triste"(4).

Para que se entienda: la Revolución Francesa rehace los derechos dinásticos, y el resto de las casas reinantes acepta —rechinando los dientes— este nuevo curso de la historia europea. La voluntad divina admite recorridos menos edificantes para la elección de un rey, siempre y cuando los rescoldos del terror pasen a segundo plano. Los emblemas jacobinos (república y guillotina) no deben exhibirse. Como Napoleón tenía el tacto de reubicarlos en la trastienda, todo fingía normalidad.

Si algo recomendaba todo el tiempo la diplomacia inglesa a los integrantes de todas las juntas hispanoamericanas es, precisamente, que evitaran toda confusión con la Revolución Francesa. Debemos admitir que en rasgos generales fueron escuchados. Por eso, pero no sólo por eso, el camino de la República Revolucionaria queda cerrado por todo un período en el mundo entero, lo que equivale a plantear que el ciclo de las revoluciones democráticas queda pospuesto hasta 1848.

Por todo lo anterior, ninguna revolución nacional democrática tuvo lugar en ninguna parte del mundo ningún día de 1810.

—Si hubo o no revolución, democrática o como fuere, me tiene sin cuidado —dirá nuestro metafísico trascendental—. Hasta usted admite que los Patricios son la clave del autogobierno, y sin Patricios, Mayo resultaba imposible.

¿Un argumento de peso? En apariencia. Las Invasiones Inglesas que dieron origen a los Patricios son un rara avis, sólo el Virreinato del Río de la Plata las padeció. Esto no impidió la constitución de juntas de gobierno en distintos puntos de América Hispana. Y todas hicieron exactamente lo mismo que Buenos Aires.

Un cabildo abierto destituye en Caracas a las autoridades españolas el 19 de abril de 1810. Otro tanto ocurre en Buenos Aires, entre el 22 y el 25 de mayo, y en La Paz el 16 de julio. El 20 en Bogotá se repite la crisis que el 24 en Asunción duplica el 18 de septiembre en Santiago: los cabildos convocan cabildos abiertos y los cabildos abiertos conforman flamantes juntas de gobierno: todas invocan los soberanos derechos de don Fernando VII, todas se prosternan a sus pies.

Así y todo, la batalla por la independencia había estallado.

No resulta razonable explicar que la logia encabezada por Francisco de Miranda impusiera conspirativamente una conducta única a tan enorme escala. Es demasiada conspiración; sobre todo, cuando Miranda dice lo contrario en carta a Saturnino Rodríguez Peña, y cuando no es posible hallar ninguna otra situación en toda la historia de la lucha por la independencia en Hispanoamérica que permita repetir idéntico esquema conspirativo. Entonces, el colapso de toda forma de gobierno que no fuera puro sometimiento voluntario a Napoleón impuso a las colonias un problema que sólo podían resolver mediante el autogobierno. Es la dinámica de la crisis española la que gatilla el autogobierno, sin que las colonias avanzaran siempre demasiado decididas en esa dirección.

De modo que la motricidad del fenómeno no pasó por la existencia de los Patricios, sino por la descomposición española, por la disolución de toda forma de poder mínimamente centralizado. Ergo, el 25 de Mayo de 1810 no se funda una "nueva y gloriosa nación", sino la crisis del virreinato del Río de la Plata. Entonces, la historia de los cuerpos armados que la protagonizaron no puede ser otra que la historia de esa crisis.

 

I

Siempre en clave fantástico-esencial, están los que precisan la historia de un "fracaso" revolucionario. Olvidando la fórmula de Hegel(5) ("lo bien conocido en general no es conocido"), unilateralizan categorías explicativas del capitalismo —como los cueros se producen para el mercado mundial, las relaciones de producción sólo pueden ser capitalistas(6)— sin detenerse en las particularidades de esta formación histórico social y tratan de rehacer con pelos y señales, en la gesta de Mayo, una incompleta, inadecuada, inconsecuente, revolución burguesa. A propósito de este modo de investigar escribe Marx: "Quien, como Hegel, se lanza por vez primera a una construcción como ésta, válida para toda la historia y para el mundo actual en toda su extensión, tiene necesariamente que disponer de amplios conocimientos positivos, referirse de vez en cuando, por lo menos, a la historia empírica y poseer una gran energía y sagacidad. En cambio, quien se limite a explotar y adaptar para sus propios fines una construcción recibida de otros y trate de demostrar esta concepción "propia"... a la luz de unos cuantos ejemplos (por ejemplo, negros y mongoles, católicos y protestantes, la Revolución Francesa)... no necesita conocer para nada la historia."(7)

¿Cómo sabemos que investigaron así, con la “construcción recibida” de los textos marxianos? Cae de maduro: si se compara Buenos Aires de 1810 con París de 1789 se constata que no triunfó la revolución burguesa. Si hubiera triunfado, razonan, la Argentina habría alcanzado el desarrollo de Francia o los Estados Unidos. Entonces, hay que identificar al responsable estructural de semejante tragedia histórica. Y los destinatarios sólo pueden ser dos (en rigor, la alternativa arroja variaciones de una tesis única): el capitalismo colonial o la burguesía comercial porteña. Sostiene Pla: "El punto de partida de la falsa concepción estriba en atribuir a la Revolución de Mayo las características de una revolución democráticoburguesa. El raquitismo de la burguesía le impidió concretarla como tal; el partido de Moreno fue liquidado, y con ello se hundió la revolución democráticoburguesa, volviendo a predominar, sea con Rivadavia, sea con Rosas, las formas neocoloniales que no cambian la estructura económico social del país".(8)

Así, basta contar dada vuelta la historia del país donde sí triunfó la revolución democrático burguesa (creyendo contar nuestra incompleta, inadecuada, insuficiente historia nacional), para obtener las claves de la "derrota" fundante. Cuentan la revolu-ción francesa fallida, mancata, duplicada, y así formulan su versión “crítica” de la historiografía burguesa: el 25 de Mayo de 1810 en clave radical.

Esta secuencia revolucionaria esta armada, en el modélico trabajo de José Ingenieros(9), como sigue: tres corrientes disputaron el poder en el Cabildo Abierto del 22 de mayo: la primera sólo se proponía una operación de cosmética política, es decir, hacer salir a Baltasar Hidalgo de Cisneros por la portezuela de virrey y reingresarlo como presidente de la nueva junta. Era, como no podía ser de otro modo, la contrarrevolución derechista.

La segunda ponía a Cornelio Saavedra a la cabeza de la junta, y dada su condición de jefe militar centrista, la revolución temblaba sin el impulso que provenía de su ala izquierda plebeya y jacobina. Era la versión girondina.

Y la tercera no podía ser otra cosa que "un partido de ideas", el único que expresaba el ideario del siglo XIX, y por lo tanto sólo podía ser "minoritario y jacobino". Moreno fue su mítico jefe y Castelli su ardiente escudero. Era la revolución verdadera. Como esta corriente no venció (la gama de motivos es tan amplia como la imaginación de cada autor permita) la revolución burguesa todavía debe ser coronada hoy.

Poco importa que los "hechos", con la rebeldía que les suele ser propia, no encajen en este esquema canónicamente escolar. No importa que el jefe girondino, Saavedra, acepte integrar la junta presidida por Cisneros, y que Castelli, conspicuo integrante del bloque jacobino, secundara este comportamiento político. No importa que el 24 de Mayo Cisneros, Saavedra y Castelli juraran solemnemente sus cargos, ya que el pueblo al exigir saber de qué se trata rehizo con plebeya sabiduría la junta del Billiken.

Desde aquí no es necesario averiguar la naturaleza del movimiento que tuvo por primer escenario el Virreinato del Río de la Plata, contraponiendo su práctica social con sus postulados político organizativos, sino deducir ambos aspectos de la caracterización previa de la fecha, como si la historia nacional de Francia resultara el único molde admisible.

La malentendida fórmula de Alberdi, tantas veces citada, sintetiza equívocamente el problema: la revolución americana, dice, no fue sino "una fase de la revolución de España, como lo era ésta de la revolución francesa".

Entender ese encabalgamiento no resultó, no resulta, tarea sencilla. La marea revolucionaria se hace presente en la España borbónica bajo la forma de invasión militar. Mientras el país legal se rinde sin resistencia alguna, el país real se bate con inusual heroísmo. Es que la Revolución Francesa puso en marcha una guerra popular que conmovió la Europa reaccionaria; guerra de cuyos entresijos surge una constitución política que legítima las ideas de una revolución, con las fórmu-las literarias del liberalismo a la española, sin su práctica material.

Esta resistencia nacional —patriotismo real con su módica “sustitución” de la monarquía absoluta por las juntas populares y la constitución de 1812— se hunde bajo el peso de la embestida napoleónica, porque las Juntas no impulsan la revolución como necesidad de la defensa nacional; entonces, ni ganan la guerra ni hacen la revolución. La aventura rusa obliga al emperador a considerar otros problemas, y al retirar progresivamente su ejército, José —su sensato hermano— no puede conservar la corona. Ese recorrido permite —precisamente— que la restauración de Fernando anteceda en meses la batalla de Waterloo. Napoleón todavía gobernaba del otro lado de los Pirineos y en España ya gobernaba la más abyecta reacción. La influencia directa de la Revolución Francesa había concluido y, debemos admitirlo, nunca fue rutilante: la revolución española había sido inmisericordemente derrotada.

En apretada síntesis: no es la corona la que resiste la invasión, todo lo contrario, pero es la corona la que a caballo del patriotismo real retoma el control de la situación. Fernando VII incorpora a los liberales a su gabinete para despedazar su titubeante reformismo conservador, al tiempo que todos —liberales y serviles— lo impulsan a reconquistar las colonias americanas con el respaldo nominal de Europa conservadora. Los serviles para continuar con el clásico saqueo y por esa vía restaurar apolilladas glorias, los liberales para fortalecer el segmento dinámico de la industria catalana con un mercado cautivo. De modo que reaccionarios y progresistas en materia colonial diferían en cuestiones de poca monta.

Recién entonces, en 1816, cuando en la Europa de la Santa Alianza todo estaba reaccionariamente claro, con extraordinaria timidez y gazmoñería, en nuestras tierras cabecea un congreso que asume como necesaria la declaración de independencia, un año más tarde que la batalla de Waterloo. Ahora sí el enfrentamiento requiere delimitación política. Pero la derrota de la Revolución Francesa empuja al tambaleante gobierno local en la única dirección posible, hacia la potencia que hegemoniza el mercado mundial: Gran Bretaña.

Una pregunta obvia recorre toda la historiografía hispanoamericana: ¿qué sociedad gatilló la guerra de la independencia, qué sociedad resultó de esa batalla? ¿Qué impidió, trabó, dificultó tanto tiempo el acceso a la modernidad nacional?

Pocos dudan sobre la importancia que la conquista de América, que el saqueo colonial, tuvo para el proceso de acumulación primitiva que aceleró el desarrollo del capitalismo europeo y mundial moderno. Ahora bien, la reincorporación de las ex colonias al mercado mundial —tras la guerra de la independencia, bajo la forma de modernidad nacional—, tuvo un recorrido extenso en el tiempo y tortuoso en las formas.

El “desorden” fechado entre 1820 y la caída de Rosas en 1851 muestra que las dificultades exceden largamente el rango del debate constitucional. Pero la lectura tradicional de los sucesos de mayo impone organizar inmediatamente el puzzle argentino. Es que al ser inteligidos programaticamente como revolución burguesa, obligan a tejer un relato inmediatamente nacional. Esa torsión impone los siguientes desplazamientos: historia de la independencia, historia nacional; historia burguesa, historia revolucionaria; burguesía raquítica, revolución derrotada.

Y esta burguesía, se sabe, debe vencer obstáculos que obturan la modernidad nacional. Como los obstáculos pueden ser internos o externos, o una combinación de ambos, nuestros esencialistas no se arredran. Unos, los liberales, sostienen que el interior retrógrado —esto es federal— trabó el progreso con ese inconveniente dramático. (Por eso la destrucción de esa resistencia contiene la clave del progreso y la justificación de las masacres). Para los otros, los nacionalistas, se impone encontrar en "las relaciones de fuerzas internacionales" los obstáculos para la conformación de un "gran estado unitario". Por eso Ortega Peña y Duhalde se ven obligados a examinar la insidiosa acción del imperialismo ingles... durante la segunda década del siglo XIX. Demasiada insidia.

En rigor de verdad, y esa es la hipótesis central de este trabajo, la guerra de la independencia desata una guerra civil que consume las limitadas fuerzas del bloque comercial portuario. El esfuerzo por evitar que el virreinato se disgregara resultó, a la postre, intolerable, y el estallido del año 20 no pudo sino expresar la potencia de las fuerzas centrífugas desatadas por la crisis de 1810. Por tanto la modernidad nacional fue subordinada a la formación, construcción, organización y desarrollo de una nueva clase: los ganaderos bonaerenses.

Los comerciantes se hunden, ni devienen ganaderos —salvo en casos individuales— ni organizan el nuevo estado federal. El hundimiento del bloque mercantil y el estallido del virreinato conforman un problema único: 1820. De modo que la construcción del estado nacional, como tarea, quedó subordinada al proceso de autoorganización de los ganaderos bajo el impacto del comercio internacional. Y como esa constitución sé materializó en las condiciones determinadas por el mercado mundial para la colonización de tierras libres, el capitalismo agrario despuntó en la provincia de Buenos Aires. Cuando los ganaderos fueron la clase nacional (proceso determinado por las condiciones de producción y realización de la renta agraria) la Argentina alcanzó idéntico rango. Como esto sólo se admite a medias, es decir, no se admite, las categorías históricas pierden aptitud cognoscitiva para empantanarse en relatos monótonos, acartonados, imposibles.

El problema a historiar es, si se quiere, muchísimo más modesto: La derrota militar española a manos del ejército francés destruyó los restos borbónicos del imperio de Carlos V, y dejó sus dominios americanos librados a su propia suerte. Puesto que los borbones no podían seguir gobernando, América tuvo que autogobernarse como podía. ¿Cómo pudo? Mediante la Guerra de la Independencia y el comercio libre, en las condiciones del mercado mundial hegemonizado por el capitalismo británico. Claro que la guerra de la independencia desató una guerra civil imposible de reprimir, resolver y soportar para el bloque comercial; por eso en 1820 estalló definitivamente el virreinato, y ese estallido liquidó el arcaico bloque mercantil. Entre los escombros surge una nueva clase y una nueva formación histórico social: los ganaderos bonaerenses y el capitalismo agrario de base pampeana; recién entonces la historia se vuelve tendencialmente nacional, en el sentido moderno del término, cuando esa clase no sólo se apropia de las mejores tierras de la pampa húmeda —libres y vírgenes— sino que mediante el trazado ferroviario y la federalización de Buenos Aires dibuja el mapa definitivo de un nuevo mercado interno: corría el año 1880.


II

En la saga jacobina, la verdad o la falsedad de "los documentos" que prueban tal o cual rasgo de la "revolución" alcanza el rango de obsesión irresoluble. Por eso todas las partes se acusan mutuamente de falsificación, travestismo y ocultamiento; y todas denotan fragmentos de una verdad que las contiene. Lo que no pueden es dar cuenta de los motivos de la batalla que tan ardorosa como inadecuadamente sostienen.

Las pujas entre diversas escuelas históricas y, más puntualmente, entre historiadores (sobre todo cuando se trata de militantes de distintas fracciones políticas) no constituyen novedad en el debate internacional. Sin embargo, los niveles de virulencia locales casi no tienen homologación. A tal punto, que se producen verdaderos desplazamientos problemáticos; se discuten en el pasado problemas que no pueden resolver en el presente, en clave contrafáctica: si en lugar de pasar lo que pasó hubiera triunfado la corriente progresista (Rivadavia en lugar de Rosas), el desarrollo del capitalismo argentino hubiera evitado su matriz atrasada y dependiente. Refutan lo que consideran una cipayería europeizante, desde la vereda de enfrente, fechando la derrota del proyecto nacional con la caída de Rosas. Y en el ínterin, los documentos (convenientemente aderezados, excluidos, cortajeados) son arrojados como proyectiles de una a otra trinchera. Es una forma de mistificar el pasado impidiendo inteligir el presente.

¿Cuál es nuestra propuesta?: Partir de una hipótesis de trabajo completamente diferente. En lugar de organizar el relato desde modelos previos y tratar de organizar los acontecimientos auscultando la ruptura revolucionaria, el vuelco jacobino, la inconsistencia personal o social de los personajes históricos para desarrollar una transformación radical, leer en los documentos la siguiente posibilidad: tal vez, quienes protagonizaron la gesta de Mayo sólo se propusieron conservar la unidad político administrativa virreinal bajo su propia conducción. Es decir, mantener más o menos intocado el orden social existente, con sus colonias de segundo grado (la minería potosina), y fracasaron en ambos intentos. Si es posible demostrar esta hipótesis, otras perspectivas van a abrirse paso.

Es decir, en lugar de vérselas con un reloj al que le sobran y faltan piezas, el observador se ocupa de una máquina que no necesaria ni obligatoriamente tiene que ser un reloj, aunque algunas de sus partes consuenen con el tic tac. Este abordaje facilita, además, el tratamiento de todo el bagaje documental, porque permite interrogarlo sin someter el material a tanta torsión previa.

Tomemos, a modo de ilustración, el caso del célebre Plan de Operaciones del 30 de agosto de 1810. Todo el debate gira en torno a si Mariano Moreno es o no su autor verdadero; existe, en cambio, un notable acuerdo sobre la interpretación del texto: un documento jacobino inspirado por el período terrorista de la Revolución Francesa. Para los defensores de la autenticidad el Plan se transforma en el corazón programático de la revolución burguesa; para sus detractores es un burdo intento de desprestigiar el proceso iniciado en 1810.

Diversos elementos abonan la lectura jacobina: el primero surge directamente del material, ya que impulsa el uso del terror como herramienta política; el segundo, de una de sus propuestas clave: la nacionalización de la minería del Alto Perú; el tercero, de las opiniones que Cornelio Saavedra, entre otros, expresara sobre Moreno y su “sistema robespierriano” en carta a Feliciano Chiclana(10), el 15 de enero de 1811.

Es por lo menos abusivo vincular en exclusiva el uso del terror con el jacobinismo francés. Sin ir demasiado lejos, la conquista de América por parte de la corona de Castilla se desarrolló bajo este método político(11). Sin olvidar, por cierto, la bestial, trágica e inenarrable masacre perpetrada contra los luchadores que acompañaron a Tupac Amarú en 1780, bajo el gobierno “progresista” del virrey Vertíz. El uso sistemático del terror no resulta inmanente a una única propuesta política y tiene, en el caso de marras, una fuente ni menos directa ni menos influyente: la sanguinolenta tradición ibérica.

En el caso de la nacionalización de la minería es preciso reconsiderar el problema a la luz de otros procesos históricos; tres revoluciones cuya naturaleza social está muy lejos de cualquier controversia seria permiten la aproximación. Ningún autor responsable señaló que la Revolución Francesa propusiera nacionalizar bien alguno. Los bienes de la iglesia fueron confiscados y transformados en bienes nacionales para "privatizarlos", dejándolos caer en manos de la burguesía agraria y los campesinos, en garantía de pago de la deuda financiera que había contraído el monarca depuesto. Lo que sé "nacionalizó", en definitiva, fue una deuda, a partir de la creación de los asignados, es decir, de una suerte de nueva moneda francesa. Respecto del nivel de responsabilidad económica estatal que una revolución democrático burguesa puede plantearse con los ciudadanos, los sectores más radicales en materia económica nunca superaron, y esto recién sucedería en 1848, los talleres nacionales(12). "Workhouses (casas de trabajo) inglesas al aire libre; no otra cosa eran los Talleres Nacionales", sostuvo Carlos Marx.

Examinemos ahora la revolución inglesa. ¿Alguien escuchó jamás la fórmula "nacionalización?” O miremos la norteamericana, una revolución victoriosa sin restauración alguna. ¿Acaso la nacionalización de algún bien integró el debate de los Federal Papers?(13)

¿Resulta por lo menos curioso que, en un páramo de la historia universal, un texto de época (incluso quienes sostienen su falsedad admiten que se corresponde con el primer quinquenio de gobierno) propugne una política que ninguna fuerza social, ni siquiera minoritaria, impulsara en ninguna revolución burguesa en parte alguna?

Esta debilidad estructural no impidió (de hecho no impide) que los especialistas se dividieran en derredor del Plan como si se tratara de una sancta sanctorum para la historiografía nacional. Si el texto se leyera menos "modernamente", si se atendiera filológicamente al sentido de nación ("Conjunto de habitantes regido por el mismo gobierno"(14)), otros significados se abrirían paso, como se verá en este libro, y, por cierto, no se transformaría a Mariano Moreno en una suerte de protobolchevique imposible de biografiar. En la empresa de explicar coherentemente el sentido del conjunto de su actividad política han naufragado, por acción u omisión, todos los jefes de escuela historiográfica. Así se entiende esta clase de énfasis: "Sólo uno no dudó: cerró los ojos traspasado de una lucidez visionaria y una voluntad incontrastable. Sólo uno quiso la revolución total y de una vez; la quiso radical y bajo todas las formas: Moreno. Eso no le fue perdonado por sus contemporáneos ni por mucha historiografía".(15)

Y una última observación sobre el Plan: deducir del jacobinismo del personaje el jacobinismo del texto resulta excesivo, constituye una demostración que no requiere ser demostrada (una cosa supone la otra). Por eso mismo, sólo refuerza convicciones previamente establecidas, al mismo tiempo que construye la novela jacobina y un debate sobre la entidad y densidad del jacobinismo de 1810, lo cual subraya por sobre todas las cosas una idea: el 25 de Mayo de 1810, en Buenos Aires, se produjo una revolución social única. Esto es, una burguesía inexistente coqueteó con un programa de nacionalizaciones que jamás defendió revolución burguesa alguna hasta un siglo más tarde, después de Octubre de 1917.

 

III

La historia del poder de un país que estalló no puede ser, paradójicamente, una historia contrafáctica. Imposible presuponer que el virreinato sobrevive, que la crisis de 1810 se evita, que el bloque comercial organiza finalmente una nación sin la disolución del año 20; así se obtiene otro insípido relato voluntarista. Explorar el camino del rey vencido imaginando su victoria permite entrever la historia colonial cubana, pero no ilumina los problemas de la modernidad nacional, desemboca en la literatura fantástica.

Entonces, ni historia contrafáctica ni relato de un fallido nacional. Más bien la peripecia de indagar en las costuras del discurso oficial, cómo una clase subalterna —los comerciantes matriculados y sin matricular— se constituyó en dirigente durante un breve y crítico período.

Recordemos. La corona de Castilla disfrutaba del monopolio del comercio exterior. Otorgaba mediante el pago de un canon la licencia correspondiente. Cádiz era el puerto favorecido, fuertes comerciantes andaluces y catalanes armaban barcos y exportaban a las Indias. Agentes locales de casas ibéricas recibían los envíos. A veces producción artesanal española; las más, manufacturas inglesas, francesas y holandesas. Entonces, el bloque integrado por comerciantes matriculados organizó la intermediación colonial con Cádiz, relación que incluía hacendados y contrabandistas criollos, y su contraparte: los mercaderes ingleses. Estamos describiendo una actividad económica elemental, una explotación casi completamente exterior, que no ponía en juego nuevas fuerzas productivas, ni ninguna clase de modernidad social. Lo que Belgrano —burocrático funcionario del virreinato— describió como “comprar a dos y vender a cuatro”. Una tediosa rutina organizada por la marea y las estaciones.

Recordemos. La distancia geográfica y la decadencia ibérica permitían una cierta autonomía —incumplir las decisiones reales—. Aun así, todo el poder del bloque comercial no sobrepasaba el horizonte municipal del Cabildo. Es la batalla de Trafalgar —1805—, en que Carlos IV y Napoleón son derrotados por los ingleses, la que aísla las colonias hispanoamericanas de Madrid. Pero la autonomía arranca con las invasiones inglesas, con su derrota, que permite la conformación de milicias armadas, primero, y la destitución del virrey después. Recién ahí el bloque comercial ejerce decididamente el poder.

Recordemos. El costo de la guerra, la civil y la otra, sin acceder a la codiciada plata potosina, las trabas que los enfrentamientos impusieron al comercio tradicional (reducción del giro comercial basado en un sistema crediticio que hizo crisis) y un régimen tributario que no podía lastimar a los comerciantes británicos —lo que supone decir que golpeaba a los criollos— conformaron una presión enorme, centrífuga. El estado del bloque mercantil colapsa. Y abre paso a un nuevo orden que surge del hundimiento del bloque fundacional. Eso sí, parte del lote que soportó la catástrofe fue capaz de reubicarse, y precisamente por eso alentó, impulsó, consagró una idea de continuidad a la que nunca se le exigió demostración.

Para que esa operación resultara viable fue preciso alejar la guerra de la independencia al otro lado de la cordillera. Es decir, como se verá en el segundo volumen, desandar el camino de la plata, el camino del Alto Perú, que San Martín diseñara la estrategia continental de la guerra de la independencia para que el programa del comercio internacional alcanzara, después del año 20, el rango de eje central permanente. Recién entonces los primeros rescoldos de un programa nacional (organizado en torno del comercio exterior, que nada tenía de políticamente revolucionario) se hicieron presentes y la teórica organización nacional fue sustituida por la práctica autoorganización de los terratenientes de la Pampa Húmeda. La transformación de los terratenientes pampeanos en clase nacional se logró mediante guerras intestinas terribles que fundaron la matriz de su interés (realización de la renta agraria en el mercado mundial), sometiendo el proyecto nacional a ese norte único. Por eso las sucesivas transformaciones de su programa político a la cabeza de la provincia de Buenos Aires no incluyó, durante décadas, ninguna organización nacional.(16)

El segundo volumen de este libro propone la siguiente hipótesis de lectura: para articular su historia el bloque emergente, la nueva clase dominante, no requiere que la sociedad argentina tenga perfil nacional propio, o lo requiere en la medida en que así lo imponga la obtención y realización de la renta agraria en el mercado mundial. Esa limitación es un arcaísmo estructurante; por eso, el destino nacional de los argentinos, en caso de que exista, debe, obligatoriamente, pasar a otras manos.

 

IV

Anatole France escribió hace muchos años, muchísimos para los enfermos de actualidad y zapping, que la originalidad no era, en materia de interpretación histórica, buena moneda de canje. En "La isla de los pingüinos" uno de sus personajes sostiene: "Si ofrece usted un punto de vista nuevo, una idea original, si presenta hombres y sucesos a una luz desconocida, sorprenderá usted al lector y al lector no le agradan las sorpresas, busca ya en la historia las tonterías que ya conoce. Si trata usted de instruirle, sólo conseguirá humillarle y desagradarle, si contradice usted sus engaños, dirá que insulta sus creencias. Los historiadores se copian los unos a los otros, con lo cual se ahorran molestias y evitan que los motejen por soberbios. Imítelos, y no sea usted original. Un historiador original inspira siempre la desconfianza, el desprecio y el hastío de los lectores. ¿Supone usted que yo me vería honrado y enaltecido como lo estoy, si en mis libros de historia hubiera dicho algo nuevo? Y ¿qué son las novedades? ¡Impertinencias!".

Por eso, me veo obligado a una aclaración: este no es un libro de "historia"; al menos no lo es en el sentido tradicional del término; no desentraña documentos desconocidos ni aporta datos inéditos, los materiales básicos con que se elaboró son de dominio público y esta “deficiencia" está estrechamente ligada a nuestro punto de vista.

Dos ideas, no necesariamente antagónicas, pueden organizar una investigación; la primera sostiene: una escena secreta debe ser descubierta, ya que allí está la clave del proceso a dilucidar; la otra, entiende que se trata de explicar adecuadamente los motivos públicos de una escena pública y que la escena secreta esta determinada por la pública. Desde la primera perspectiva trabajan los servicios de inteligencia de todo el mundo; con la segunda, una versión de las ciencias sociales. Sabemos que existen escenas secretas, que los servicios de inteligencia actuaron y actúan. Pero si las piezas del puzzle son articuladas por la escena secreta, si las escenas públicas sólo ilustran resoluciones secretas, la teoría conspirativa gana la partida y la metafísica trascendental y el esencialismo fantástico recuperan —por esta estrecha vía— su peso inicial. Si por el contrario existe una racionalidad histórica analíticamente inteligible y por tanto demostrable —esa es mi perspectiva— su interpretación pierde el carácter de maleficio teológico para alcanzar los tonos de un relato en construcción compartida.

Tengo claro que voy a herir legítimas susceptibilidades profesionales. Los especialistas que esperan que el archivo resuelva per se los problemas categoriales que su investigación deja de lado pueden sentirse agraviados. Reescribir desde otra perspectiva la prehistoria nacional reorganiza la galería historiográfica. Imposible evitar la decantación que impone saldar diferencias polémicas de tal rango. Por tanto, en caso de incurrir en alguna exageración pedagógica, en demasías irónicas, pido disculpas anticipadas. Es que mi deuda con la producción anterior impone este reconocimiento: la mayor parte de mis propias lecturas late en esos textos con otros acentos. A partir de ese reconocimiento una diferencia insoslayable: la posibilidad de leer en esa masa documental otra historia. En lugar de la historia canónica sobre la revolución democrática más o menos fallida, el relato de un país que estalló: la prehistoria de los estancieros pampeanos; estancieros que someten el proyecto nacional a la autorganización de su clase. Por tales motivos pongo mis expectativas en el comportamiento de las nuevas generaciones de investigadores y en los interesados lectores anónimos. De mis anhelados interlocutores espero honradez intelectual y apasionada irreverencia.

 

©Alejandro Horowicz

 

 

NOTAS

(1)Bartolomé Mitre. Historia de Belgrano, Ediciones Estrada, Buenos Aires, 1957. El subrayado es de A.H

(2)Coronel Fued G. Nellar, Reseña histórica y orgánica del Ejército Argentino. Círculo Militar, Buenos Aires, 1972.

(3)Historia Política del Ejército Argentino. De la logia Lautaro a la industria pesada. Editorial A. Peña Lillo, Bs As, 1959.

(4)Carl Schmitt, Clausewitz como pensador político. Editorial Struhart & Cía. La negrita es de A.H.

(5)G.W.F. Hegel, Fenomenología del Espíritu. FCE, México, 1966. La negrita es de A.H.

(6)Esta postura la comparten diversos autores, para citar uno: Milcíades Peña, Antes de Mayo, Ediciones Fichas, 1973.

(7)La Ideología Alemana, Pueblos Unidos 1968, Montevideo, Uruguay. El subrayado y la negrita son de A.H. Como se comprende, la cita no solo es aplicable al hegelianismo bastardo.

(8)Alberto Pla, Ideología y método en la histo-riografía argentina, página 120. Edicio-nes Nueva Visión, Buenos Aires, 1972. El subrayado es de A.H.

(9)La evolución de las ideas argentinas, El Ateneo, Bs As, 1951. Tomo I.

(10)Ver el apéndice documental del trabajo de Enrique Ruiz Guiñazú, Epifanía de la Libertad. Documentos secretos de la Revolución de Mayo. Nova, Buenos Aires, 1952.

(11)Georg Friederici, El carácter del descubrimiento de América. Tomos I, II y III, Fondo de Cultura Económica, México, 1988.

(12)Carlos Marx, La lucha de clases en Francia. Obras escogidas, Tomo I, página 140.

(13)A. Hamilton, J. Madison y J Jay, EL Federalista. FCE, México, 1987.

(14)Diccionario de la Lengua Española. Real Academia Española, Madrid, 1970.

(15)Bernardo Canal Feijoó, Alberdi y la proyección sistemática del espíritu de mayo. Losada, Buenos Aires, 1961, p.7.

(16)Alejandro Horowicz, Los cuatro peronismos. Planeta, Bs As, 1991.

 

 
 

el interpretador acerca del autor

 

 

                 

Alejandro Horowicz

(1949)

Ensayista, analista político, profesor titular de "Los cambios en el sistema político mundial", sociología, UBA. Autor de Los cuatro peronismos. Historia de una metamorfosis trágica, Diálogo sobre la globalización, la multitud y la experiencia argentina (con Antonio Negri y otros), editor de La otra historia, de Roberto Cirilo Perdía, Confesiones de un general, de Alejandro Agustín Lanusse, La Patagonia rebelde, de Osvaldo Bayer, El capital tecnológico, de Pablo Levín, director de proyecto de la Historia crítica de la literatura argentina, a cargo de Noé Jitrik. El tomo 1 de El país que estalló. Antecedentes para una historia argentina (1806 - 1820) sale en octubre y el tomo 2 durante el 2005.

   
   
   
   
   
 
 
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