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Entrevista con Juan Terranova

por María Bayer

 

 

 

Juan Terranova nació en Buenos Aires en 1975. En 1999 publicó Notas de un viaje a Italia y en 2001, El coleccionista, una miscelánea de textos críticos y ficcionales. Sus novelas El Caníbal (2002) y El Bailarín de Tango (2003) fueron publicadas por Ediciones Deldragón.

 

Hablemos de El Bailarín de Tango. ¿Qué es El bailarín de tango?

El Bailarín... es un catálogo de pasiones donde se mezclan los intereses privados del autor con las más expuestas necesidades y experiencias de los protagonistas. Creo que El Caníbal también responde a esa definición, o a una parecida.

¿Qué más? ¿Qué podemos encontrar en la novela?

Dos mujeres hablan por teléfono. Es la situación preformativa ideal para narrar casi cualquier cosa. Ellas pueden contarlo todo. Después, aparecen las biografías, una está casada, la otra no, una tiene un novio que la lleva a bailar tango y le muestra la noche porteña, la otra trabaja en una oficina y siempre lee la parte más truculenta del diario. La idea era escapar de la caricatura o del lugar común. Las voces tenían que tener relieve, cuerpo, sensaciones, contradicciones. ¿Es interesante, entonces, escuchar lo que se dicen? Sí. ¿Por qué? Porque ambas conjugan sensualidad con inteligencia. La sensualidad está ahí; la inteligencia, en este caso, es instintiva. Por lo tanto, más intensa, y menos mediada. Eso me fascina de las mujeres, pero claro, no es privativo de ellas.

Podríamos decir que la novela está casi íntegramente apoyada en la oralidad...

En el mundo de la oralidad, la literatura se transforma en un pratimonio blando y apasionante que va del chisme a la anécdota, del rumor al agravio, del comentario a la injuria. Si yo no estuviera convencido de que en la oralidad diaria, digamos, en las conversaciones casi cotidianas de dos amigas, no hay una fuerte carga literaria, si no estuviera convencido de eso, no hubiera escrito El Bailarín de Tango. Eso es claro. Todo el tiempo contamos historias, cuando nos queremos comunicar con el otro o con los otros. Es más, como narrador yo pienso que la única forma verdadera que tenemos de comunicación es contar una historia. Pero eso es un vicio profesional y un afano a Thomas Bernhard que dijo una vez que cuando alguien le pedía un consejo, él le contaba una historia.

¿Estás de acuerdo con ese cliché que dice que todos tenemos algo que contar?

Sí, todos contamos historias, o usamos patrones narrativos. Algunos, por supuesto, cuentan mejor que otros. Algunos tiene mucho qué contar. Otros no, y tienen que inventar. Y después están los que inventan sin darse cuenta. Esos me interesan especialmente, porque practican la literatura por pura vocación. Algunos lo hacen muy bien, tan bien que da envidia. En un bar, por ejemplo. Estoy tomando un café y escucho que alguien dice: “Esa es una puta, te digo yo que la conozco bien”. ¿Él la conoce bien? ¿Por qué la conoce bien? ¿Por qué es una puta? Bueno, yo quiero saber qué sigue. Es una típica situación narrativa, muchos escritores la plantean y, para mí, todavía es útil.

¿Por qué dos mujeres? ¿Por qué no dos hombres?

Las mujeres son más interesantes que los hombres, o por lo menos eso me pareció cuando planteé la novela. Las mujeres manejan la oralidad mucho mejor. O no mejor, pero si con una grado de matices más interesante para contar la historia que yo quería contar. La mayoría de las veces los hombres cuentan una historia, más bien su historia, para seducir a una mujer. Las mujeres son más refinadas. La mayoría de las veces cuentan chismes, anécdotas y rumores por el simple hecho de seducirse a sí mismas.

Sin embargo, no todo es oralidad, hay otros momentos intercalados.

Sí, hay un momento donde la oralidad se corta y aparecen otras escenas. Son escenas que guardan una relación rara con lo que hablan las dos mujeres por teléfono. Algunas tiene más que ver con la trama en general, otras no tanto. ¿Por qué están ahí? ¿Qué significan? Yo no puedo responder con exactitud esas preguntas. Mientras escribía el libro, tuve necesidad de que no todo fuera oralidad y diálogo. Y de alguna forma esas escenas, que a veces parece arbitrarias y caprichosas, de alguna forma cortan la oralidad y intentan demostrar que lo real tiene otra constitución. O mejor, que dentro del lenguaje (en este caso el hablado), siempre se guarda cierto orden. Mientras que en lo que está fuera del lenguaje, lo que arrecia es una brutalidad bastante arbitraria. Por supuesto esta sensación debe ser producida por el contraste entre la narración dialógica y la otra narración, la que interrumpe. Lo que vale, digo, es el contraste, porque al final, todo está escrito sobre un papel.

¿Y el tango?

El tango es hoy en día una cultura, una opción, para los jóvenes cuyos padres vivieron el rock.

¿Y eso qué significa?

Bueno, nosotros podemos tomar lo que queramos, no estamos condicionados. No vivimos la ruptura del rock contra los carcamanes del tango. Y no tenemos que defender “lo nuestro de lo foráneo”, que es una postura estúpida. Podemos hacer uso del tango, del rock, del chamamé, de Roberto Carlos, de lo que venga. Y eso me parece una condición inmejorable para escuchar música. Así y todo, “lo mejor”, y bastante de “lo peor”, del tango y sus adyacentes (la milonga, la milonga campera, el tango canción, incluso los valsecitos) me interesan hoy mucho más que el rock. Y ni hablar de los circuitos sociales. El circuito del tango me interesa mucho más que el de las “músicas jóvenes”. Así y todo, no sé si estoy tan de acuerdo con la idea de que el tango es un “espacio de verdad” contra el rock como un espacio más devaluado, ya meanstream y por lo tanto obsoleto artísticamente. Como dije, es bueno poder disponer de una buena parrilla de donde elegir.

¿Por qué tanta insistencia con los medios de comunicación?

Entramos en un bar y en la televisión hay... Lo que quieran. Un tipo a punto de suicidarse, un choque entre un colectivo y un helicóptero, una monja atrapa en un sex-shop, un partido de tenis en sillas de ruedas. ¿Es probable que miremos para otro lado? Quizás. Pero por un momento, aunque sea ínfimo, sentimos un impulso. Queremos saber más. ¿Por qué el tipo quiere suicidarse? ¿Dónde fue el choque? ¿La monja era actriz porno? ¿Cómo es posible jugar al tenis en sillas de ruedas? Ese instante somos presa de los procesos más primitivos, simples y contundentes de la narración. ¿Por qué pasó eso? ¿Cómo pasó? ¿Y ahora qué va a pasar? No hay forma de escapar.

¿En qué se diferencia entonces una noticia de una narración?

Es una pregunta difícil. Un día abrimos el diario y encontramos la historia de un marinero noruego que salió en un pequeño velero a dar la vuelta al mundo. Tuvo un accidente y salió herido. Vía satélite, entabló contacto con un chileno que le indicó como operarse el brazo que tenía lastimado. La operación es un éxito. No se puede comprar ese texto con el que describe las internas de una elección o el episodio de una guerra. ¿O sí? Me lo pregunto con sinceridad, pero no encuentro una respuesta que me satisfaga. Quizás por eso escribo los libros que escribo. Para responder esa pregunta.

De alguna forma lo que hacés es recuperar un poco la potencia narrativa del sensacionalismo...

Por supuesto, tengo debilidad por las historias “sensacionalistas”, lo que se entiende por “periodismo amarillo”. Eso es muy claro en El Caníbal y en El Bailarín..., y creo que también es parte de la novela que tengo terminada.

¿A qué se debe esta afinidad?

Bueno, me crié leyendo el diario, se compraba en mi casa todos los días y yo lo leía todos los días. Lo leía críticamente, como si fuera literatura. Y finalmente, después de un largo rodeo, me convencí de que en realidad no tenía por qué no serlo. O bueno, me interesaba sondear esa posibilidad.

En general son historias truculentas...

No, no siempre. Ni son siempre truculentas o macabras, aunque hay mucho de eso, ni tampoco son siempre las mismas. El género tolera muchas variaciones y perspectivas diferentes, que puede seguir produciendo escritura.


 
 
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