A mediados del siglo XIX, cuando Mark Twain –entonces todavía Samuel Langhorne Clemens—comenzó a trabajar como piloto de barcos a vapor en el Mississippi, las embarcaciones recorrían el río completamente a oscuras por la noche. Los vapores de la época se construían con una madera altamente inflamable, no se permitían lámparas porque era un peligro, y el piloto tenía que ser capaz de ver en las tinieblas, de conocer en detalle dónde quedaba cada muelle, cada recodo, cada puerto en el larguísimo recorrido de un río que, para colmo, juntaba cambiantes bancos de arena y lodo en su lecho. El piloto también tenía que predecir esas variables, si era realmente bueno en su trabajo.
Mark Twain cuenta lo tonto que era él al principio, cuando decidió cumplir su sueño infantil de ser piloto de un vapor a los 22 años. En “Vida en el Mississippi” se acuerda del señor Bixby, a quien atormentó hasta que el hombre, agotado, accedió a enseñarle el río en el tramo entre New Orleáns y St. Louis: le cobró el conocimiento 500 dólares, que serían abonados cuando el aspirante a piloto recibiera sus primeros sueldos. Por la noche, Twain acompañaba al señor Bixby en cubierta –malhumorado por no poder dormir: no se le había ocurrido que alguien conducía los barcos por el río después de la caída del sol, creía que seguían delante de una forma casi automática —y escuchaba cómo el experimentado piloto nombraba señales y marcas. Nunca se le ocurrió que debía prestarle atención a esta enumeración: creía que el señor Bixby se estaba floreando, o que pretendía entretenerlo. Cuando, días después, Bixby le tomó examen y Twain no supo contestar, hubo insultos y amenazas. Twain pidió perdón. Al sufrido Bixby se le pasó la furia y explicó: “Hay una sola manera de ser piloto y es conocer este río entero, de memoria. Saberlo como el ABC”.
Twain dejó de lado la arrogancia y estudió meticulosamente 3.200 kilómetros de río durante dos años, antes de recibir su licencia oficial en 1859. Nunca fue más feliz, y además ganaba dinero, porque entonces se les pagaba muy bien a los pilotos, verdaderos especialistas, dueños de un conocimiento esotérico. Pero su vida soñada en el río se acabó con espantos. Primero, la muerte de su hermano menor, Henry, que falleció cuando explotó el vapor en el que trabajaba, en Pennsylvania. Mark Twain lo había convencido de trabajar en los buques. Había visto la muerte de su hermano en su sueño premonitorio. La culpa nunca lo dejó en paz y seguramente para paliarla empezó a interesarse en el ocultismo y la parapsicología; sería un creyente en lo sobrenatural hasta su muerte. Y segundo, la Guerra Civil que desbarató el tráfico por el Mississippi en 1861. Fue entonces cuando Twain decidió dedicarse de lleno al periodismo y la literatura (se había educado solo, por la noche, en bibliotecas públicas). El río sería uno de los grandes protagonistas de sus dos obras mayores, Las aventuras de Tom Sawyer (1876) y Las aventuras de Huckleberry Finn (1884). También eligió su seudónimo, que significa “dos brazas de profundidad”, y se grita cuando hay aproximadamente tres metros y medio de agua bajo el barco; entonces es seguro pasar y el vapor no quedará atascado. Mark Twain es un grito de alegría, de buenas noticias, aunque pasajeras.
El Mississippi, Tom y Huck
No existe mejor pareja de amigos literarios. No existen chicos más reales. Para escribirlos, Twain se basó en su propia infancia junto al río, en el pequeño pueblo portuario de Aníbal, que para sus libros se convirtió en el ficticio St. Petersburg. Huck está basado en su amigote Tom Blankenship, que también andaba por la vida medio abandonado, fumando descalzo, dándose chapuzones en el Mississippi.
Las aventuras… también son una especie de manual sobre cómo funcionan los chicos: son supersticiosos, se sienten humillados cuando una chica que les gusta pasea del brazo de otro, son orgullosos, se enamoran, quieren irse lejos y transformarse en piratas. Para Tom y Huck (el tercer amigo menos importante, Joe Harper), el río funciona como lo desconocido, como el futuro, exactamente lo contrario a la experiencia de Twain, que lo conocía de memoria.
Es que, parece decir Twain, nunca se puede conocer de verdad al gran Mississippi. En “Vida…” elabora una historia del río, usando la Historia y su propia experiencia; hoy se llamaría un memoir, pero uno excelente, que no se mira el ombligo sino que levanta la cabeza y recorre también esas orillas donde se acumulan los pobladores orilleros, donde se debate el corazón del país, orillas cargadas de esclavitud, casuchas, blues, miembros del Klan, blancos pobres, chicos como Tom y Huck. “Vida…” incluye datos curiosos (como que el imprevisible río en vez de hacerse más ancho en su desembocadura se angosta, se hace más estrecho y profundo), la historia de su descubrimiento y las expediciones pioneras, y también un nostálgico y maravilloso estudio sociológico de las especies humanas en extinción que solían poblar el río cuando Twain era un chico en Hannibal. Al primer grupo humano que homenajea es a los balseros. Durante su infancia, Twain y sus amigos solían nadar hasta las balsas que flotaban el río, cubiertas de hombres, y se subían, de visita. A veces los echaban, por si los chicos robaban. Otras los dejaban compartir un tramo del viaje, y después los largaban a la orilla otra vez. Twain incluye en “Vida en el Mississippi” una historia que probablemente oyó allí, una leyenda fluvial que cuenta con calma y humor, pero también con la intención de ponerle los pelos de punta al que escucha. Se trata de la leyenda del barril embrujado y dice así: un barril flotaba cerca de una balsa, y uno de los balseros, Dick, parecía más inquieto que los demás; es que había escuchado sobre la maldición que acarreaba. Algunos tripulantes mueren durante una repentina tormenta, abatidos por los rayos. La tripulación empieza a perder la calma, y conmina a este Dick, el que parece estar enterado, a que hable. Dick calla. El capitán, entonces, decide poner punto final, se arroja al agua y atrae el barril maldito nadando. Adentro hay un bebé muerto. El hombre señalado, Dick, dice que es su hijo. Cuenta que él lo había asesinado, sin intención, porque lloraba mucho. Asustado, cuando se encontró con el bebé muerto entre sus brazos, lo escondió en un barril antes de que volviera la madre, y se escapó, se entregó a la vida de balsero. El barril lo seguía desde hacía tres años. Una vez terminado el macabro relato, la tripulación intenta lincharlo, pero Dick les gana de mano arrojándose al río con el hijo entre los brazos.
La crecida
Twain tenía muchas más historias, fueron años jóvenes e intensos en el río. Por eso tuvo que usarlo como protagonista de los libros protagonizados por sus mejores personajes. En Las aventuras de Huckleberry, el río es un personaje más. Sobre una balsa, justamente, escapan Huck y Jim, el esclavo. Dos descastados: el chico escapa de un padre alcohólico y abusador, Jim de un sistema opresor. Ambos van hacia un estado libre. Huck es un chico de la calle, pero el Sur lo ha moldeado y tiene todos los prejuicios predecibles. Pero quizá justamente porque es un descastado puede hacer una elección moral radicalmente diferente a todo lo que ha aprendido, y decide acompañar y ayudar a Jim, contribuir a hacerlo libre. Y esa libertad (que es la de ambos, porque Huck se libera del Sur simbólico con esta deriva sobre la balsa, sobre el agua, escondiéndose de día entre los sauces) está representando por el fluir del río; que no es un río límpido y sencillo, porque no es puro ni fácil crecer.
En Tom Sawyer hay otra gran escena de balsa. Tom y Joe quieren escapar de sus casas; se sienten malqueridos. Cerca de San Petersburgo hay un lugar donde el río se ensancha y hay una isla, la de Jackson, larga estrecha y cubierta de árboles, con un brazo poco profundo en la punta. Quieren irse a vivir ahí, y convertirse en piratas. Después de decidirlo, van en busca de Huck que siempre está disponible para cualquier cosa. A la medianoche, tienen que robar una balsa para poder alcanzar la isla. “El poderoso río parecía un océano en reposo”, escribe Twain sobre la noche que los chicos eligen para la aventura. Allí se quedan, jugando, hasta que sienten nostalgia: al mismo tiempo, descubren un barco que hace atronar las aguas, y se dan cuenta que están buscando a algún ahogado y, en seguida, que los ahogados son ellos. Los creen muertos. Los chicos deliran de placer: van a esperar hasta el funeral entonces, y en efecto, los tres piratas hacen su aparición en medio de la ceremonia, para susto y escándalo del pueblo, que los considera unos desalmados aunque reconoce que se trató de una “broma” bien lograda. Ver el propio funeral es un sueño largamente acariciado por cualquier persona, porque todos queremos comprobar cuánto nos quieren, y quiénes nos quieren. Pero en Tom Sawyer los chicos están ensayando la vida. Qué se siente estar lejos de sus familias, qué se siente ante el dolor propio y ajeno, cómo se construyen los vínculos leales; durante sus días a la intemperie pasan de la epifanía a la nostalgia a toda máquina, como les sucederá después, cuando crezcan. En Tom Sawyer, los chicos ensayan hacerse hombres gracias al río. En Las aventuras de Huck, un libro escrito en seis años y publicado (como “secuela”) ocho después de Tom Sawyer, tienen que aprender algo más complejo: a ser hombres decentes y a ser hombres libres. A ese destino los lleva, flotando, el Mississippi.