el interpretador

 

Del tiempo y del río

 

por Luis Gusmán

 

Relacionado: El peletero (capítulo 1), Edhasa, 2007..

 
 

 

          El título de la novela de Thomas Wolfe (Del tiempo y del río)  simboliza sin duda una figura muy antigua en la cual el fluir del agua está asociado al paso del tiempo que avanza como la corriente. Es por eso que entre nosotros el Riachuelo, con su agua estancada, es como una detención del tiempo. En este caso, la figura es verdadera por ser inseparable de la realidad, ya que al borde del riachuelo, si es que hay borde, hay una especie de continuidad entre el agua podrida, su olor, y la tierra; con lo cual no parece existir una frontera que separe el río de la costa.

          Yo crecí con el Riachuelo. Ya que el Río de la Plata lo había perdido en la infancia, en unas escalinatas que me separaban de la costanera, cuando mi abuela solía llevarme al balneario, como a una fiesta. Esos paseos deben haber sido excepcionales pero a pesar de nuestra magra economía  eran dignos de ser fotografiados; conservo todavía una foto mía y de mi abuela, donde el chico se revuelca como un bagre en la arena.

          Una ciudad junto al río inmóvil pero en realidad una ciudad que había perdido su río hacía muchos años. Un río que estuvo poco tiempo entre nosotros y después prácticamente desapareció. Quiero decir, un río que era sólo la mirada y el ruido de los motores de un avión; o si se quiere un río que después  solo iba a poder ser mirando desde el cielo ya que  nunca más estuvo al ras de la tierra. Porque esa maqueta costosa llamada Puerto Madero no nos va a convencer de que es un río de todos; y mucho menos, un río que forma parte de la vida de la gente.

          Yo crecí en cambio cerca del Riachuelo, esto no quiere decir que vivía cerca de la costa sino que había que cruzarlo y que el puente dividía la capital de la provincia: las huelgas, los acontecimientos políticos del país, implicaban nada menos que cruzar el río.

          En la isla Maciel estaban las prostitutas a las que se podía acceder llegando en bote. El río era un lugar peligroso pero atractivo cargado de misterio, erotismo e incertidumbre.

          Cuando titulé a uno de mis libros Lo más oscuro del río en realidad creía que la figura aludía a la oscuridad, pero como me hizo notar mi amigo Zoppi, en realidad con lo más oscuro también quería referirme a lo más profundo en términos de lejano en el horizonte. Como si las tinieblas sólo evocasen una zona lejana y no que pudiera estar cerca de la costa.

          Desde entonces más de una de las historias que cuentan  mis novelas, Tennessee, El Peletero, La música de Frankie, se sitúan en escenarios cercanos al río o en el recorrido del mismo. En Tenneesse conviven dos pesistas retirados y uno de ellos fija su residencia en el club Regatas, un club náutico que existe al borde del Riachuelo entre el puente Pueyrredón y el puente Victorino de la Plaza.

          A ese club fui una sola vez en mi vida, cuando cursaba la escuela secundaria. En ese club la gente chic de Avellaneda celebraba sus bailes. La segunda vez volví cuando M. Levín filmó la película Sotto Voce, sobre esa novela llamada Tenneesse.

          En una obra posterior, mi novela El Peletero, Hueso -uno de sus personajes- trabaja como personal de a bordo de una lancha que recorre el Riachuelo desde un tramo más allá de Lanús hasta tocar Dock Sud. Los pasajeros son políticos, empresarios, viajeros curiosos, científicos, empleados, burócratas, gente de la municipalidad, a los que une el mismo sueño eterno: limpiar el Riachuelo.

          En La música de Frankie la escena también transcurre en El Regatas, hay un asesinato y el arma homicida es arrojada al río. El club es amenazado por el progreso, que en este caso consiste en la instalación de juegos electrónicos como los flippers. No es raro que haya estado una sola vez en ese club y lo conozca tanto, los personajes de mis novelas me lo hacen recordar cada vez.

          Posiblemente haya conocido el Riachuelo en los recuerdos de mi infancia, por su cercanía con el Frigorífico La Negra, que estaba separado de mi casa por unas pocas cuadras, vienen a mi memoria las pesadillas nocturnas, quizás como producto del relato de un matarife con quien compartíamos una pieza de conventillo y que contaba cómo rodaban las cabezas de las reses después del mazazo final. Es posible entonces que en lo más oscuro de la noche, los animales caminaran ciegamente hacia el agua, hacia el matadero, mientras Camba - así se llamaba el matarife-, hombre de cuchillo en la cintura, les daba el golpe de gracia.

          Lo cierto es que cada vez que vuelvo a cruzarlo a pesar de su olor, siento que ingreso en otro mundo y no puedo apartar mi mirada del agua que tiene un poder hipnótico sobre mi persona. Tal vez porque el Riachuelo como cualquier otro río está cargado de relatos: la tragedia del tranvía que un día se cayó al agua, los obreros cruzando el río rumbo a la plaza de Mayo, la conjunción de lo trágico y lo épico que seguramente, en la juventud, pueden decidir el rumbo de una vida.

          En la mía, la política estuvo muy relacionada con el río. El 16 de septiembre de 1955, o el día anterior, navegaba en una lancha pasajera del río Paraná, por el Tigre, junto con unos tíos a los que quería mucho pero que eran extremadamente antiperonistas. Lo cierto es que a la lancha se le había roto el motor y navegaba al garete. Tardamos horas en volver al puerto. Yo sentía cierta amenaza de andar a la deriva pero también la amenaza de la voz de los informativos que informaban acerca del derrocamiento de Perón. Si para otros nacía un mundo, para mí, en cambio, se derrumbaba otro. Lo cual era extraño porque mis padres también eran antiperonistas, mientras que mis abuelos y otro tío con los que prácticamente vivía, eran peronistas. Los cierto es que el Riachuelo dividía la familia y la ciudad en dos.

          No soy un hombre de río en términos prácticos, no me gusta navegar. Para viajar prefiero el tren o en su defecto, el avión. Tampoco sé nadar, con lo cual me está vedado cualquier clase de deporte náutico. Tampoco me gusta ese deporte tan paradójico como la pesca, que aparentemente solitario apela a la solidaridad, cuando se pesca se tiene la sensación de estar rodeado de gente. Sin embargo el río fluye por mis relatos tal vez porque está asociado a la novela, como se decía en un tiempo una novelar-río, tal vez porque cada vez que lo cruzo pienso que me voy  a quedar del otro lado. Con los años y los viajes finalmente uno no sabe cuál es el otro lado.

          Quizás este primer capítulo de El peletero represente algunas de las cosas que  he dicho. Por eso elegí este fragmento del río. A lo que se agrega, que quizás el Riachuelo como cualquier otro río, como el de Marlow en El corazón de las tinieblas, me refiero al Támesis y no al río de las tinieblas en el corazón de África, me remite necesariamente a una confidencia. Recuerdo una promesa de O. Masotta en una de las cartas que me escribió desde Londres  donde me decía que pasearíamos por el Támesis y me contrataría una masajista japonesa para el viaje. Era una carta, era literatura, era amistad, era un río: el Támesis, que aunque cambiara de nombre nos obligaba a forzar el tono hasta la confidencia. La confidencia para ser contada, como sucede con esos tres hombres en el Riachuelo en la novela El peletero.

          Y hasta tal punto es así, que el capítulo del río que hay en la novela y que exigía una descripción realista de la que soy incapaz, proviene de la pluma de un hombre de río. El capítulo, se lo cedí y me lo cedió, mi amigo Marcelo Gargiulo. Una vez que me lo entregó lo hice ?pasar? por mi escritura y de esa manera el río circuló por la novela.

        

 

Luis Gusmán

 

 

 
   
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