“(…). Río,
o signo más bien,
por el que,
como por un lugar,
con delicia,
se atraviesa.”
Juan José Saer. “Señales del río Lot”
Mil veces sí ante el gran desorden
Al menos desde que Echeverría en La cautiva y Sarmiento en Facundo postularon al desierto bárbaro como una forma de la nación que aún no existía pero ya se desgarraba bajo Rosas, y desde que, tras la escisión urquicista, Alberdi se dedicó a un combate contra la altanería porteña al que había dado pie Hidalgo y que continuaría Hernández, parece reiterarse con variaciones una fuerte tensión que marca la cultura argentina y que podría definirse bajo diversos términos (o acaso por esa diversidad es que no puede definirse): campo extenso y ciudad civilizada, interior y costa, localismo o cosmopolitismo, el país y el exterior, quedarse o irse... Con reformulaciones liberales y nacionalistas en debate continuo a lo largo del siglo XX, la mirada nacional sobre sí misma parece largamente crispada en una zona fronteriza, quejosa y controvertida, que intenta definir la argentinidad sin alcanzar ninguna afirmación plausible. El mestizaje, las orillas, el suburbio, el lunfardo han variado las figuraciones simbólicas de ese umbral no menos conflictivo que productivo; como lugar privilegiado de las contradicciones internas y la violencia que convulsiona la vida argentina desde hace dos siglos, nucleando esas figuraciones, puede funcionar la región litoral, extensa palangana en que hierven feroces inundaciones y bajantes insólitas, entre conflictivos modos de comunicación con el exterior que históricamente incluyen el contrabando, la copia, la sustitución de importaciones o los cortes de rutas. Itinerando por diversos presentes con un grupo cada vez más reconocible de voces actuantes, ubicándose programáticamente en esa región indefinible, la escritura de Juan José Saer responde con laboriosidad literaria a la indecidible discusión sobre el término zona, manteniendo en la frontera la pregunta sobre la unidad aunque esforzándose por demarcar el lugar y definir su especificidad, postulando la autonomía que permita recuperar la delicia estética a pesar del horror histórico.
De eso trata el comienzo de la última estación de El río sin orillas (1991), texto tensionado y atípico (por el cruce programático de lo privado y lo público, por la explicitación del conflicto entre realidad y ficción, por la presencia potente de una primera persona que remite al autor) que, desde esa nitidez de la marca registrada que ya es la escritura de Saer a principios de los 90, ofrece la delicia primaveral como conclusión, planteando y respondiendo con Adorno la pregunta clave de la cultura mundial en la segunda mitad del siglo XX. El “Invierno” atravesado por la violencia política deja puros horrores en la memoria argentina desde 1955, año inaugural de “las sucesivas catástrofes políticas, económicas, sociales y morales que han asolado a la Argentina” (2003, 16), y concluye melancólicamente con la exhortación a admitir que “ninguna identidad afirmativa ya es posible” (206). De la melancolía y la incertidumbre extrae Saer la potencia para agrandar su literatura, por eso tras la oscuridad invernal hace salir el sol y convoca el placer estético de la “Primavera”, afirmando la posibilidad de narrar pese a todo:
Después de los horrores sin fondo que he relatado, más de un lector fruncirá el entrecejo ante esta invitación al goce y a la irresponsabilidad, y objetará probablemente el derecho a abandonarse a ellos, reproduciendo, aún sin saberlo, la pregunta capital de este siglo: ¿es posible escribir poesía, es decir, aceptar la vida, después de Auschwitz? Sin la menor duda, la respuesta es mil veces sí. (207)(1)
La invitación al goce a pesar de los horrores podría condensar la propuesta saeriana, situada obstinadamente entre la muerte y el placer: “Pero dejemos muerte y reliquias reposar y accedamos, si es todavía posible, a la delicia.” (Ib.) Con un dejo de ambigüedad en la salvedad parentética, la voz de autor que abre el capítulo final (esa primera plural subjuntiva también audible en varios poemas) se obstina en la afirmación de las posibilidades del arte después del fracaso de la modernidad y de las reiteradas muertes conceptuadas por los estudios culturales y la teoría literaria hacia los años en que Saer va delineando su obra. La mañana de primavera permite el éxtasis en que se regodea la voz narradora, momento privilegiado que se reitera en sus narraciones como epifanías de coincidencia material entre lo interno y lo externo, instantes fulgurantes que conforman el objeto preciado del deseo narrativo saeriano, el simple y a la vez complejo presente, el “estar estando” en el mundo:
En la mañana de primavera, gracias a una coincidencia óptima, y puramente material sin duda, entre lo interno y lo exterior, (…), nos encontramos, durante unos instantes, fuera del vaivén de la oferta y la demanda, de la pesadumbre del pasado y de la ansiedad del porvenir, formando un cuerpo único con el mundo. (208)
Esos fugaces momentos tienen en general la marca del sol, como el brillo sobre la superficie del río que en Nadie nada nunca provoca la epifanía del bañero, según su recuerdo, cargado de melancolía, de “la época en que era todavía campeón provincial de permanencia en el agua, quince años atrás” (2004, 120). Tras más de setenta horas flotando en una superficie “en la que ya no era posible distinguir el agua de las orillas” y en la que “el horizonte visible (…) parecía haberse pulverizado”, la percepción del bañero se hace agua y le provoca “menos terror que extrañeza -y sobre todo repulsión”, transformando “su universo conocido (…) en un torbellino de corpúsculos sin forma, y tal vez sin fondo”, convirtiendo el mundo, como sucede de otro modo en El limonero real, en una “sustancia última y sin significado” (122-123); lo visto lo deja “callado y como adormecido”, costándole meses “habituarse otra vez a la realidad de todos los días” y habiendo perdido su título de campeón (124). Desde la melancolía de la pérdida, bordeando la extrañeza ante un paisaje familiar, la voz de Saer intenta apresar el presente con palabras, repitiendo con variaciones historias diáfanas y complejas en las que va dando forma a un arte narrativo instalado en la frontera, en el mestizaje y la mezcla que asedian las identidades. Sus voces suenan en el inestable lugar abierto por la añoranza de ese cuerpo único irrealizable que instiga a la duda y a la indefinición, al cruce de prosa y poesía, a la imposibilidad de definir una unidad de lugar, y que motiva la firme decisión de indagar la zona difusa entre lo local y lo universal, lo interior y lo exterior.
Una de las formas que adopta esa frontera problemática es la tensión entre autonomía literaria y exterioridad social, que atraviesa los fundamentos de la zona saeriana a lo largo de más de cuatro décadas. A su modo, la narración del lugar renueva y desvía la opción que, en otros términos, planteó Sarmiento mirando los mismos ríos al salir rumbo a Europa en 1846:
¡Yo os disculpo, poetas argentinos! Vuestras endechas protestarán por mucho tiempo contra la suerte de vuestra patria. Haced versos y poblad el río de seres fantásticos, ya que las naves no vienen a turbar el terso espejo de sus aguas. (1993, 50)
Inserta en el espíritu liberal progresista de mediados del XIX, la queja sarcástica contra los poetas sustrae el río a la literatura para volverlo urgente y materialmente productivo: el país no necesita que se pinten sus bellezas sino que se lo navegue; en los ríos está el progreso, la comunicación con Europa, las vías propicias a la industria y el comercio, la civilización fluvial contra la barbarie del desierto. Al contraponer las naves industriosas a los seres fantásticos de la poesía, Sarmiento da cauce a un problema que será central en la cultura argentina y sobre el que discurre buena parte de la literatura saeriana: la tensión perenne y renovada entre realidad y fantasía, entre política práctica y utopía artística, entre violencia pública y autonomía estética, entre historia y literatura. Ya desde el determinismo geográfico del Facundo Sarmiento encuentra en las condiciones físicas de la zona rioplatense una explicación a la desbordante fantasía argentina, a su improvisación y altanería, cargando aquí simbólicamente al río:
¿Cómo ponerle rienda al vuelo de la fantasía del habitante de una llanura sin límites, dando frente a un río sin ribera opuesta, a un paso de la Europa, sin conciencia de sus propias tradiciones, sin tenerlas en realidad; pueblo nuevo, improvisado, y que desde la cuna se oye saludar pueblo grande? “¡Al gran pueblo argentino, salud!” (1962, 108-109)
El río enloquecido que parece un mar provoca la angustiante pregunta por los límites (que en Las nubes, bajo la forma de ese otro mar que es el desierto, espacializa la locura). Parte que define al todo en una literatura que se arma como partes de un todo inabarcable, la zona saeriana es un punto neurálgico de horrores y placeres argentinos, es el río sin orillas que implica todos los ríos que lo alimentan y, disgregados en su nominación, todos los “arroyos, riachos y riachuelos como los llaman” (2003, 212): es el signo, el lugar hecho de tiempo y espacio inasibles aunque la percepción se detenga morosamente en un presente que, cargado de ominoso pasado, no se deja nombrar de manera afirmativa.
En la voz potente de Saer resuenan y se indagan las fantasías y las contradicciones de un pueblo improvisado y en conflicto por definir sus tradiciones, que se cree grande aunque esté en una búsqueda adolescente de tradiciones siempre borrosas. Saer arranca su proyecto con esas ideas que serán fijas aunque vayan puliéndose con el avance de la obra, en un tono juvenil que irá perdiendo ansiedad pero no obstinación, según puede leerse en la voz autoral que abre su primera publicación en 1960. Las “Dos palabras” que prologan En la zona (2001, 421-422) exponen bastante en bruto muchas de las vértebras de la columna poética que hacia los 80, afinando algunos detalles, quedará consolidada: la idea de “método” que reduce el problema del agotamiento del realismo a la dicotomía entre “invención pura” y “mera selección de hechos cotidianos”; la concepción normativa, jerárquica de la literatura, su valor específico localizado en la forma, al procurar en los cuentos “un mínimo nivel rítmico y verbal admisible como literatura”; cierto esencialismo aún no matizado en la idea de “consumación” como “esencia del arte”, en tensión con aquello que va a ir ganando terreno en la teoría y en la praxis, “la precariedad, el riesgo sin medida de la aventura creadora”; implicada en esa tensión y anticipando lo que será el cierre inconcluso de su novela final, la preocupación de “todo escritor en actividad” por la recepción futura de su obra, entre la “definición” a que aspira una obra completa y “la otra mitad [que] permanece inconclusa y moldeable, erguida hacia el futuro en una receptividad dinámica de la que depende su consumación”; el rigor y la lucidez que orientan la “búsqueda del escritor”, consistente en “aproximarse lo más posible a lo que él considera la perfección”, junto con el deseo sustentado en “mis preferencias como lector”; la tensión entre ese tanteo de perfección y la necesidad de publicar, apremiante “en nuestro país y dadas las condiciones de nuestra cultura”.
En ese punto del credo, al entrometerse “nuestro país” en las consideraciones literarias, la joven voz autoral se abre a lo público, ampliándose a una primera plural que luego desaparecerá de las modulaciones saerianas (incluso de El río sin orillas al abordar de otro modo la identidad colectiva, mediante la anteposición de la intimidad locucionaria) y que engloba a “los argentinos” definidos como “realistas, incrédulos” y “a caballo sobre nuestra indefinición y nuestra condición posible”, exhortando a poner en práctica la tozudez laboriosa bajo la cual, remitiendo a Arlt, se amparan estos primeros cuentos: “Nuestra ambigüedad y nuestro desorden adolescente existen, y nuestra condición posible no es más que la posible transformación de ese desorden por medio de una fuerte conciencia práctica y de una invencible ‘prepotencia de trabajo`.” Bajo la falsa modestia de quien define cómo debe ser la literatura dejando afuera el propio libro, el ambicioso Saer de 23 años lo envía a volar con perspectivas más altas: “Desechado como literatura, baste decir que como ética no es más que el enfrentamiento personal con la parte que me corresponde en este Gran Desorden.”
Escena del autor frente al río
La ética prepotente, que fundamenta su enfrentamiento personal con el desorden en que discurre la indefinición argentina y, más ampliamente, la incertidumbre del ser humano en el mundo, será el caballito de batalla en la afirmación agonal de la teoría estética de Saer. Maduro y consagrado, en El río sin orillas entabla una relación de proximidad con el lector que le permite exponer un nuevo panorama de la ambigüedad argentina, proponiendo su arte de narrar como delicia autónoma contra los horrores políticos incrustados en una memoria colectiva sangrante. En momentos de incipiente consagración ante el público de su país, Saer, desde Europa, sobrevuela el Río de la Plata para afirmar su concepción de la cultura nacional y afianzar un programa estético que ya parece consolidado en la praxis. A comienzos de la década en que incrementa la producción ensayística al tiempo que sus ficciones se asientan en una forma reconocible (o fórmula repetida con variaciones), El río sin orillas logra mantener la indecisión entre ficción y verdad en la manera narrativa, conformando un tono híbrido, no sin ecos sarmientinos, entre el ensayo y la novela, apuntando su potencia estética contra la distinción de géneros y a favor de una combinación de dos tipos de lectores pedidos por un narrador dispuesto a “conformar a idiotas y no-idiotas a la vez” (123) y que, identificado con el autor, pone en entredicho el estatuto de verdad cuando debe referirse a la realidad y las fantasías del país natal.
Este narrador/autor insufla mayor aliento a los tonos profesorales de sus ensayos, manteniendo el plural mayestático y renovando la convicción de ser escuchado por pares; sustenta y amplifica, por ejemplo, el autoconvincente comienzo de “Santuario, 31”, dando por supuesta una afinidad valorativa con sus lectores que deja entrever una preocupación por la coherencia aplicable a la propia obra: “De los escritores que nos gusta releer, tenemos la costumbre de volver siempre a los mismos textos. (…) despiertan en nosotros las mismas imágenes y las mismas emociones.” (1997, 41) Monológica y poderosamente, también en esto a la manera de Sarmiento, y situándose como lector con borgeana falsa humildad, Saer afirma ante su auditorio las pautas de lectura que invita a seguir, como en la “Explicación” de El concepto de ficción, al dejar sentado que estamos por leer “una serie de normas personales para ayudarme a escribir”: “son simples notas de lectura, pretextos para discutir conmigo mismo ciertos aspectos de un oficio de lo más solitario.” (7-8) Desde el comienzo de El río sin orillas (en especial en la introducción pautada por las vueltas a la zona), conciente del carácter fronterizo de un texto encargado en Francia y referido al país natal, de un escritor de ficciones y poesías que acepta abordar ese referente histórico, Saer dice dirigirse a los dos tipos de lectores distinguidos por la frontera entre el país y el extranjero, dando cuenta de las tensiones que constituyen no sólo el tono narrativo de este libro sino de todo el ciclo: entre el habla argentina y la vida europea, entre el coloquialismo literario y la oralidad académica:
aparte de su prescindencia de todo elemento de ficción voluntaria, me gustaría que este libro no se distinga en nada de los que ya he escrito, de narrativa o de poesía, sobre todo porque, al igual que ellos, no se dirige a ningún lector en particular, ni especialista ni lego, ni argentino ni europeo. (20)
Por debajo de la invitación a “ningún lector en particular” está el diseño programático de un tipo de recepción, la construcción de un específico lector saeriano que aprecie y comparta sus modulaciones y sus cánones, que acepte la complicidad propuesta y se deje guiar a lo largo del texto y a lo ancho del río. El autor (resucitado como tal, tras Foucault y Barthes, a través del espacio autobiográfico aceptado como ficción) establece las pautas de lectura que permitan orbitar en su universo, e invita a compartir el espacio que el yo da a su deseo; a diferencia, por ejemplo, de Rodolfo Walsh o Manuel Puig, que a su modo integran otras voces para constituir sendos espacios literarios desde materiales extraliterarios, Saer da espacio a su propio deseo –leer, escribir, estar imaginariamente en la zona- y hace oír su respiración interior, saerizando la pampa y el litoral como saeriza lecturas. En este sentido es lo contrario de un escritor menor: afirma su potencia y lanza la escritura a conquistar zonas del canon literario, poniendo en primer plano su reconocible manera personal, su coherente, casi obcecado arte de narrar.
Esa manera se afianza como tal en la tensión entre repetición y variación explicitada en “Dos razones”, el texto que apoya con la propia teoría dos novelas (La pesquisa y Las nubes) en las que parece ineludible el riesgo de que esa forma reconocible se rebaje a fórmula repetida: “Sin darme cuenta, había cambiado caballos por viejecitas, y estaba escribiendo otra vez la misma novela de siempre.” (1999, 158) Astuto al modo de Sarmiento, un Saer en plena etapa consagratoria y conciente de su canonización, hace del defecto virtud planteando en tono confesional la “adaptación (…) a un sistema narrativo personal” como problema clave en ese momento del proyecto: “Una de las primeras dificultades que se me presentan cuando estoy preparándome a escribir algo, es saber si ese nuevo texto podrá o no adaptarse a mi ´manera`.” (157) Esta afirmación de la propia manera, en un momento en que la praxis ya ha segregado su teoría y parece estrecharse el campo de las variaciones formales, implica una relación de amable dominancia sobre la recepción que, en El río sin orillas, puede pautarse en las reiteradas acotaciones coloquiales dirigidas al lector, monológicamente en tercera persona, dedicadas a reunir ambos tipos de lectores y a sustentar los saberes empíricos del yo, al modo de “espero que esto no haga enarcar las cejas de mis lectores” (53), “no sé si el lector recordará mi punto de partida” (88), “el lector puede pensar que finjo” (123), o, sarmientinamente preocupado por el lector extranjero (ya no necesariamente más civilizado que el argentino), “no quisiera que, horrorizándose por nuestra barbarie, algún lector europeo se complazca en su propia civilización” (161). Hay un énfasis en la efectividad didáctica al exigir el fiel seguimiento del lector en la exposición de los saberes sobre la zona: “El lector que ha venido siguiendo mi relato ya sabe, a grandes rasgos (en todo caso así lo espero) cómo se fue formando esa región que llamamos el Río de la Plata.” (98)
En este tratado imaginario sobre la zona importa menos el lector que el autor, el diseño de su voz certera y la autorreferencialidad en tanto lectura de sí mismo, su capacidad de afirmación personal sustentada en la libertad que implica hablar de cosas conocidas, apelando a un tono asertivo no exento de humor, por ejemplo cuando remite a una referencia puramente empírica fundamentándola en su condición de “autor de obras de imaginación”: “Yo afirmo del modo más enérgico y solemne (…) que a las dos de la tarde (…) no se veía una sola nube en el cielo” (35). La primera persona exhibe la experiencia del nativo, con una certeza oral reforzada por el personal y rioplatense “me parece”, anticipándose a “más de un lector [que] se estará preguntando a qué viene, en pleno relato histórico, esta digresión autobiográfica” (57): “Habiendo nacido en la región (…) puedo agregar los argumentos empíricos que son, me parece, irrefutables” (58). Se trata de una voz enérgica, segura en la administración parsimoniosa de una puntuación que exige al lector seguirla atento y en pausa; una voz personal, estéticamente autónoma, que enfrenta el caos externo con los sonidos íntimos de su respiración asmática pero segura, que desde ese interior sólido observa el entorno para decir su percepción: el cielo soleado o pronto nublado, los bordes entre el desierto y el litoral, el agua del verano, el vino del otoño, las muertes del invierno, las delicias de la primavera. La estética saeriana es en buena medida la narración de un yo frente al río que, enfrentando ese desorden donde choca la palabra con lo que nombra, construye un lugar específico en que se pueda gozar narrando lo visto y lo construido en la memoria, sean delicias o desatinos. El autor de El río sin orillas firma su estilo y en él se afirma, condensando la marca narrativa de las ficciones y manteniendo la interioridad en su encuentro con lo externo. Así parece trabajar en lo macro la máquina saeriana, al construir un todo poético en base a fragmentos de palabras repetidas, asumiendo la parte individual en un gran desorden público, postulando una ética estética autónoma que se ofrece a lectores dispuestos.
La “coincidencia óptima” de la mañana primaveral, “ese estado perfecto”, “el don del presente” con que se abre la “Primavera”, conduce a una “larga digresión” cuyo “objetivo”, dirá al cerrar el paréntesis, es “reunir en una sola mis dos categorías de lectores”, cifrando la forma del propio texto en una definición más amplia: “Crear un objeto que apunte a aquello que especialistas y legos tienen en común: en eso se resume la función de la literatura.” (219) Esa pauta programática tiene desarrollo narrativo en las ocho páginas de Saer frente al río, lanzadas a partir de un recuerdo íntimo: “En esto [en la cita flaubertiana sobre el acto de escribir como “diseminación del propio ser en las cosas que se describen”] me hizo pensar no hace mucho una escena que vi en una de las numerosas playas que forman estos ríos” (210). El yo se ubica bajo un sauce, cuya “fronda tupida” encabeza la primavera y motiva una digresión que, pasando de la naturaleza a la literatura, termina coronando a Juan L. Ortiz como “el poeta por excelencia de estos ríos desmesurados y salvajes y al mismo tiempo no exentos de dulzura” (211); el autor da espacio a su deseo y diseña formas de leer, lanzando una convicción estética en la que saeriza al poeta entrerriano, lo canoniza llevando agua a su molino. La playa motiva la siguiente digresión dentro de digresión, promoviendo lo específico que se distingue de lo genérico al avisar que “el lector no debe imaginar una larguísima extensión de arena amarilla” sino “un reducido semicírculo arenoso (…) formado, no por los vericuetos del Río de la Plata, ni de los grandes ríos que lo forman, el Paraná y el Uruguay, sino por el recodo perdido del afluente de algún afluente” (211): con ecos de las versiones de versiones que circulan por Glosa o de los recomienzos y ampliaciones del núcleo oculto de El limonero real, el “sistema capilar” inclasificable, alimentado por “esos cursos de agua (…) arcaicos y flamantes a la vez”, constituye la zona saeriana, innombrable y paradójicamente generadora de literatura, parte del todo que desde la zona quiere representar el universo, asumiendo que lo exterior es tan profundo e inasible como los deseos y miedos internos, no menos remotos, también arcaicos y flamantes a la vez, también recodos casi invisibles de afluentes de otros afluentes. Observador quieto de esa playa en la siesta de octubre, el autor comparte su deleite: procura fundir lo visto y lo no dicho, apropiándose de lo exterior mediante el triple tamiz de la percepción, la memoria y la palabra, queriendo provocar extrañeza en la mirada acostumbrada: “El deleite venía (…) de un consentimiento de lo exterior a los sentidos que (…) percibían esa exterioridad más ricamente y más nítidamente que de costumbre.” (212)
La delicia de la zona es esta voz que se deja extrañar en su vuelta a las visiones de la infancia y del lugar natal. Reiterando en otro nivel la tensión interior-exterior, el “ensueño” se corta con la irrupción de los otros, bajo la forma de una mujer madura y dos niños que ingresan cinematográficamente en la playa y en el encuadre del yo. La entrada de los lugareños a caballo parece provocar un tono de sinceramiento con la propia mirada burguesa, apelando a un campo semántico antropológico que coloca al autor fuera de “esa clase social que es tan numerosa en la Argentina, la de los pobres”, “más que una clase, casi una raza aparte” que recibe el mote de “negros”. La digresión sobre “los pobres” parece ir en contra de un mecanismo defensivo que Saer percibe anquilosado en la identidad nacional y propulsor de uno de sus más fuertes mitos según la mirada exterior: la altanería de considerarse país rico en rumbo a un destino de grandeza. En línea con la tendencia del pensamiento cultural francés que por esos años ha comenzado a replantear la otredad, será la visión de esa mujer pobre, “presencia familiar en el paisaje del litoral” aunque distante del observador aterrizado de Francia, la que promueva una de las principales comprobaciones de El río sin orillas y de buena parte de las narraciones de Saer: el encuentro del cuerpo de la mujer con el agua, al ingresar los pies en la orilla, suscita una magia que hace coincidir lo externo con lo interno, mimetizando las sensaciones ajenas con la propia percepción: “la sensación de frescura iba subiendo también por mis propias piernas, gratificándome con esa caricia líquida que, (…) aunque el estímulo actuaba sobre una piel que no era la mía, no me costaba nada reconocer de inmediato.” (217) La irrupción de lo exterior da paso al problema de lo real y sus apariencias, inserto en la conciencia narrativa: “Yo experimentaba simultáneamente cada una de sus sensaciones, y me costaba un esfuerzo, por encima de ellas, sentir las que en apariencia eran las reales” (217-218).
La empatía narrativa controla la búsqueda de orden y unidad de lugar, los intentos de coincidencia del yo con el mundo, del interior con lo exterior, desestabilizando el concepto de lo real al mismo tiempo que pone en duda la posibilidad de una identidad consistente: “La mujer que entraba en el río me iba mostrando, a medida que se internaba en el agua, el espejismo tenue de lo individual.” (Ib.) La individualidad es aparente si la identidad depende del encuentro con los otros; pero aquí, como cuando el autor ubica al lector en situación de disponibilidad, prevalece la propia identidad, el interior de la conciencia narradora, la firma que identifica un estilo basado en el reconocimiento de la zona. El exterior puede variar pero el sujeto que lo narra se afirma en su mismidad, estipulando que “el fin del arte no es representar lo Otro, sino lo Mismo” (219), manteniendo la coherencia aunque la identidad sea inalcanzable; desde esa melancolía por la unidad perdida, glosando al padre griego de los ríos culturales de Occidente, la voz de Saer se afianza en lo interior: “es posible que el río cambie continuamente, pero siempre es uno y el mismo el que penetra en él.” (Ib.) Ya en la introducción había glosado a Heráclito, variando lo conocido en la formulación de “una versión más adecuada” de su frase célebre: “cada uno trata de entrar, infructuoso, como en un sueño, en su propio río.” (23) La productiva preocupación de Saer, que aquí se dirige a su objeto de representación (el río) y a su método (el arte de narrar), es demarcar estéticamente la zona, eludiendo estereotipos perpetrados por el regionalismo argentino y el realismo mágico latinoamericano, y (a)firmándola como propia (“zona saeriana” es un tópico crítico desde las primeras lecturas a comienzos de los 70, al igual que “arte de narrar”). Repitiendo la manera narrativa en las variantes representativas del lugar y de voces reconocibles en su repetición, la narración de los ríos de la zona recorta su ambicioso objeto: la celebración de la propia manera literaria, que se regodea en la variación sobre lo mismo y en los colores con que pinta su río evitando el color local, buscando tozudamente que las palabras no representen el mundo sino, subiendo la apuesta, se amalgamen con él: “por debajo del color local, el Logos común prosigue el soliloquio de su empastamiento con el mundo.” (220)
La atención que el narrador dedica al seguimiento de sus lectores forma parte de la preocupación de Saer por los modos en que la conciencia intenta referir lo exterior, que aquí, en el diseño de la voz narradora que hemos querido analizar tomando la escena del yo frente al río, tiene una de sus formulaciones privilegiadas. También la imagen paradigmática del Tomatis de Lo imborrable, queriendo salir del último escalón y de su encierro alcohólico-televisivo, expone en una coyuntura política nefasta esa pugna antropológica entre lo interior y lo exterior. El lugar de Saer, al que vuelve en avión en la primera imagen de El río sin orillas y al que volverá Gutiérrez para finalizar el ciclo sin cerrarlo en La grande, implica una apropiación conjunta de muerte y delicia, de violencia política y autonomía literaria, cuyo cruce tensionado da forma general a la obra, al enfrentamiento personal con el caos para intentar, mediante la elaboración estética, alguna correspondencia entre lo interno y lo exterior:
Era mi lugar: en él, muerte y delicia me eran inevitablemente propias. Habiéndolo dejado por primera vez a los treinta y un años, después de más de quince de ausencia, el placer melancólico, no exento ni de euforia, ni de cólera ni de amargura, que me daba su contemplación, era un estado específico, una correspondencia entre lo interno y lo exterior, que ningún otro lugar del mundo podía darme. (15)
El río como sinécdoque del país, ese en el cual Sarmiento veía la urgencia de establecer comunicaciones, industria y comercio que resolvieran los males argentinos tales como la extensión o el exceso de imaginación e improvisación, reúne en la zona fronteriza de Saer ambos polos de la identidad colectiva: la libertad individual, autorreferencialmente del escritor, y sus vinculaciones con los otros en los modos de referirse a lo externo; la fantasía autónoma y la realidad pública, cuyo contacto permite la ficción en su melancólica pesquisa de unidad.
Argumentos fluviales
Pueden indagarse distintos momentos en la configuración de esa delicia hecha de muerte que es la obra saeriana, trazando un recorrido paisajístico por los ríos que, como el de la Plata en su rasgo espacial que lo asemeja al tiempo, se definen menos por el largo que por el ancho, o se vuelven indefinibles por perderse entre vericuetos y riachos. Saer traza su zona, receptora de prestigiosos afluentes, como un ciclo que avanza agregando incertidumbre, no en línea cronológica sino ensanchando los presentes que cada libro aborda.
El más lejano presente que refiere su narrativa es el de El entenado, a partir de una voz atípica, entre Europa y América en los momentos iniciales de la Conquista, cuya escritura, actualizada en el presente otoñal de su vida, ya de vuelta, está arrasada por el pasado de diez años vivido junto a los colastiné del otro lado del océano. El relato comienza con el viaje desde Europa, que constituye menos un lugar natal que una pura expulsión (la orfandad hace que su único hogar sean los puertos), hasta que “nos adentramos en un mar de aguas dulces y marrones” (22): desde la extrañeza de los recién venidos, aparece el río sin par en su condición de agua primigenia y lugar fundacional, vacío a la espera de palabras fundadoras: “Todo era costa sola, cielo azul, agua dorada. Teníamos la ilusión de ir fundando ese espacio desconocido a medida que íbamos descubriéndolo (…). El olor de esos ríos es sin par sobre esta tierra. Es un olor a origen, a formación húmeda y trabajosa, a crecimiento.” (23-24) El ingreso en la zona corta, con un flechazo en la garganta, la voz europea del capitán, dejándola suspendida en la carencia: “Tierra es ésta sin…” (26) Entenado, cercano a los colastiné en su condición de sin origen, único sobreviviente que tendrá luego la posibilidad y la necesidad de testimoniar, el narrador ingresa en esa tierra sin como expelido del vientre materno: “Entenado y todo, yo nacía sin saberlo y como el niño que sale, ensangrentado y atónito, de esa noche oscura que es el vientre de su madre, no podía hacer otra cosa que echarme a llorar.” (35) Lo único que lo rodea en el nuevo mundo es “el olor matricial de ese río desmesurado” (íd.), de cuyo vacío primigenio irá sacando, al regresar al mundo conocido, palabras balbuceantes que condensan la delicia narrativa, fluyendo “como un río arcaico que arrastrara los trastos de lo visible” (155).
El río arcaico y flamante, en renovación continua, atraviesa muchos “Argumentos” de La mayor, crispados por el exilio reciente del autor y conformando un momento de alta indagación de la atmósfera pluvial de la zona, con disquisiciones estéticas que sustentan los desarrollos inmediatos de El entenado y, no menos cargados de agua y experimentación, de El limonero real o Nadie nada nunca. La “Discusión sobre el término zona” (2001, 184-185), repetidamente citada para dar cuenta de la poética saeriana (acaso exagerando su esquematismo), muestra la tensión entre exactitud e imprecisión que atraviesa al lenguaje cuando quiere dar cuenta de lo percibido. La exactitud es convocada en el comienzo protocolar del texto, con los subtítulos que recortan lugar, época, temperatura, protagonistas y circunstancias, aunque los fragmentos que deberían definir esas nociones anteponen el tono narrativo de la incertidumbre sobre la pretensión ordenadora. Así, el lugar necesita varios renglones para ser nombrado, como si no alcanzara con “El dorado” que denomina el restaurant donde conversan los protagonistas, Lalo Lescano y Pichón Garay, quienes a su vez requieren una breve narración sobre sus diferencias materiales de nacimiento; incluso la temperatura, que podría abarcarse exitosamente con una cifra, requiere un agregado coloquial para dar cuenta más o menos exacta de ella (“Treinta y siete grados a la sombra”). Lo más importante de los datos aparece en la época y las circunstancias, que enmarcan el punto conflictivo del relato: febrero de 1967, pocos meses antes de que Pichón “salga para Europa”, donde, como creía Saer al salir él mismo para Europa, “se quedará a vivir unos años”. Muchos de los “Argumentos”, como “A medio borrar” y su puente cortado por la inundación, fechados en los primeros cinco años de Saer en Francia, regresan a los momentos inmediatamente previos al exilio, y consecuentemente están cargados de distancia y despedida, como en 2005 La grande estará cargada de la difícil alegría de la vuelta en el otoño de la vida. En la discusión entre Lescano y Garay, las circunstancias del exilio separan sus concepciones sobre la zona: el segundo se dispone a “extrañar” y, mirando el río, declara que “un hombre debe ser siempre fiel a una región, a una zona”, pero su exactitud nostálgica es contradicha por el otro en una larga parrafada sobre las dificultades para “precisar el límite de una región”; invitando al lector a participar de la incertidumbre, la discusión queda flotando en el “No comparto” de Garay, y seguirá resonando en la obra posterior.
Pronto sabemos que el viaje de Pichón, como el de Saer, no tiene una vuelta próxima ni definitiva: en “Me llamo Pichón Garay” hace cinco años que vive en París, y la visita de Tomatis, siempre anclado en Santa Fe, lo deja “inmerso en una atmósfera de recuerdos medios podridos, medios renacidos, medios muertos” (199). Como en la mañana primaveral de 1961 en Glosa (en un momento soleado previo a la serie nefasta de dictaduras, implicando que no todo el conflicto debe subsumirse al exilio, a la coyuntura política o a los datos empíricos, o que en todo caso esos factores pesan porque alteran la subjetividad y la autonomía que enmarcan la literatura) la memoria personal es imprecisa, atravesada por recuerdos ajenos, por conflictos históricos que insertan lo público en lo privado dando a lo político un matiz antropológico (u ontológico, desde la lectura en los 60 de John Dos Passos). Al caminar con el Matemático por la avenida principal de Santa Fe, Leto colorea, con las obsesivas y fragmentarias imágenes de su infancia y su familia, los recuerdos ajenos, las versiones de versiones que son las partes del relato de lo sucedido en el cumpleaños de Washington Noriega (partes de partes que hacen Glosa), emitidas por Botón según el Matemático, por Tomatis según el Matemático y en persona al cruzarse en la calle, o por un olvidadizo Pichón en 1979, ya en el exilio; la inserción de lo público en lo privado se repetirá en el otro salto hacia el futuro, el de Leto arrasado por la muerte política, por “la pastilla” que en Saer remite a Montoneros con un polémico matiz acusatorio. El peso material de su pasado, su estado de inmersión (como Pichón en París) en una memoria íntima también arrasada por la muerte (del padre), le impiden a Leto estar estando en esa presente exterioridad peatonal, y los recuerdos se tornan derivados e inciertos como los afluentes de afluentes de los ríos de la zona.
El recuerdo en Saer, reformulado por el exilio, queda tensionado entre lo íntimo y lo público, entre el lugar natal y el universo; abordándolo como “materia compleja” que pone a la memoria como su “servidora”, afirma (“desde otro punto de vista”, matizando lo que seguimos leyendo como convicción) que “podemos considerar nuestros recuerdos como una de las regiones más remotas de lo que nos es exterior”; una “nueva narración, hecha a base de puros recuerdos” colocaría al narrador en la posición del niño en la calesita, que “trata de agarrar a cada vuelta” la sortija (“Recuerdos”, 200): tarea tantálica, la escritura continúa a pesar de la permanente comprobación de que lo esencial no se deja decir. La estrategia que está fraguando Saer para seguir narrando la zona desde el extranjero puede leerse en el relato de Tomatis en base a una carta de Pichón, que está hace ahora siete años “En el extranjero”; allí reitera la idea de que “los recuerdos nos son a menudo exteriores”, proponiendo mejor los “rastros” como “el signo que nos acompaña” a cualquier parte y que, como Gutiérrez en La grande, mantiene la extranjería por más que se vuelva: “y si se vuelve alguna vez, no va que viene con uno, inasible, el extranjero, y se instala en la casa natal.” (205-206) Lo extranjero colorea la percepción de lo propio, trastoca la identidad desde el nacimiento, expulsión al exterior que nos convierte en nombres propios. Desde la melancolía ontológica y la incertidumbre identitaria se elaboran estas ficcionales declaraciones estéticas de un escritor que vuelve a la zona para poder seguir narrando delicias y horrores argentinos, desde el extranjero instalado en la casa natal.
Suele reiterarse, no sin remitir a la sorpresa de los viajeros europeos del XIX, que en los días hiperfocalizados en que consisten muchas narraciones del ciclo haya significativos cambios climáticos, como el acercamiento de la tormenta que pauta los cuatro días de Nadie nada nunca, la lluvia final durante el asado de La grande, o la inestabilidad insólita que en el comienzo de El río sin orillas hace pasar en pocos minutos del sol sofocante a la oscuridad acuática: tras la citada afirmación de que a las dos de la tarde, sudando en una terraza de Caballito, el autor no veía una sola nube en el cielo de diciembre, “en esos veinte minutos, el día fue transformándose de tal manera que, cuando recorríamos las cuadras finales de la avenida Belgrano, ya estábamos en plena tormenta”: “Ni exagero ni, por deformación profesional, me valgo de metáforas (…): a nuestro alrededor todo había desaparecido y no quedaban más que el viento, el agua y la noche.” (37) Fascinación y horror traman la sorpresa ante el argentino tiempo loco, cargado de determinismo meteorológico desde Sarmiento; su explicación fundacional de una supuesta inclinación del habitante rioplatense hacia la fantasía y la poesía, en el segundo capítulo de Facundo, da forma a una prosa inopinadamente poética, donde el tono ensayístico-argumentativo pierde pie en favor de la exaltación y la digresión egotista (como sucede en todo el texto, tensionando la invectiva con la fascinación ante Quiroga y los gauchos malos). En largas frases parentéticas, Sarmiento destaca la irritación cargada de electricidad, de muerte, Dios y nada, la melancolía del gaucho “triste, pensativo, serio”, encerrado en “un mundo de idealizaciones morales y religiosas”, nubes torvas y negras que mueven al habitante del litoral, como a los personajes saerianos, a la reflexión y la práctica literaria:
el pueblo argentino es poeta por carácter, por naturaleza. ¿Ni cómo ha de dejar de serlo, cuando en medio de una tarde serena y apacible, una nube torva y negra se levanta sin saber de dónde, (…), y, de repente, el estampido del trueno anuncia la tormenta que deja frío al viajero (…)? La oscuridad se sucede después a la luz: la muerte está por todas partes; un poder terrible, incontrastable, le ha hecho, en un momento, reconcentrarse en sí mismo, y sentir su nada en medio de aquella naturaleza irritada; sentir a Dios, por decirlo de una vez, en la aterrante magnificencia de sus obras. (1962, 41-42)
Esos habitantes del litoral que son los personajes saerianos responden a su modo a una de las presuntas conclusiones de Sarmiento, determinista pero no exento de pericia comparativa: “muchas disposiciones debe tener para los trabajos de la imaginación el pueblo que habita bajo una atmósfera recargada de electricidad hasta el punto que la ropa frotada chisporrotea como el pelo contrariado del gato.” (Ib.) Como el movimiento de las nubes que acompasa la narración homónima para provocar la apoteótica lluvia pampeana, del sol a la tormenta se pasa del principio al fin de “En la costra reseca” (Saer, 2001, 207-210), relato de la mínima aventura fluvial-comunicativa que, dispuestos a los trabajos de la imaginación (y, ya en el siglo XX, de la meta-imaginación), Tomatis comparte con Barco tras su egreso del secundario, en una de las primeras performances tomatianas, a sus dieciocho años. Los amigos reman alejándose del espacio urbano, metiéndose “por entre islas y riachos, bordeando orillas que por momentos se estrechaban”, eligen “el lugar”, excavan “la tierra profunda” y entierran el mensaje “MENSAJE” en un papel dentro de una botella: puro significante, ironía juvenil contra la significación, contra la identidad entre las palabras y las cosas, puede leerse como gesto provocativo que ampara las búsquedas cada vez más fundamentadas del proyecto literario de Saer.
El pasaje climático se incrusta en la forma del relato eludiendo la linealidad cronológica al ensanchar el presente, momento en el cual se gesta la narración; en la aventura isleña de Tomatis y Barco ese presente inasible tiene forma verbal de pasado, pero lo sentimos actual al abrirse lo que sería su futuro, el momento en que, como en El entenado o en “Recepción en Baker Street” (apelando aquí al condicional, narración probabilística de Tomatis que alarga el presente de La pesquisa), se narra lo pasado, en este caso bajo la forma del pluscuamperfecto: “Y llovió. Tomatis oía la lluvia golpear contra el techo, en la oscuridad, acostado en su cuarto de la terraza. Después habían dejado otra vez la pala en la canoa” (íb.), y en esa forma verbal sigue la narración de sus acciones hasta que llegaron de nuevo a la ciudad y, mientras Tomatis dormía, comenzó a llover. En ese momento en que “la lluvia hacía chisporrotear los techos caldeados”, Tomatis se despertó (el inicio de una nueva jornada, como en El limonero real, implica el fin del relato) y, anticipando las tensiones entre un sujeto a medio borrar y la salida al mundo en que se debatirá el mismo personaje veinte años más viejo en Lo imborrable, “pensó en la botella enterrada en la oscuridad de la tierra, como él mismo estaba enterrado en la oscuridad del mundo”. La lluvia del presente contiene al sol del pasado cercano, ese sol “blanco, árido” cuyos rayos, al llegar a la isla del mensaje, “perforaban la fronda de por sí porosa y abierta de los sauces llorones y proyectaban manchas de luz sobre el agua”; al despertarse por el olor de la lluvia, Tomatis reflexiona sobre la imposibilidad de referir lo real por más formas verbales que se practiquen, ya que el objeto al que se dedica la narración, el puro presente (“ese mismo momento”), como la sortija tantálica de “Recuerdos”, es fugaz e inasible:
Tomatis consideró que aun cuando hombres capaces de comprenderlo encontraran el mensaje, ellos, Barco y Tomatis, no estarían en él, así como no estaban tampoco las orillas que cabrilleaban, (…), y el olor de la lluvia fría que entraba por la ventana, de a ráfagas, en ese mismo momento. (Ib.)
El río desde arriba
El presente es lo que se intenta decir sabiendo que por su fugacidad no se deja decir. La convicción de que la literatura trabaja ante todo con la forma, con significantes cuyos significados se diluyen, es el núcleo conflictivo que da aliento, por los mismos años de los “Argumentos”, a la narración del último día del año en que, como desde la muerte del hijo ocurrida seis años atrás, la mujer de Wenceslao se niega a salir. El limonero real se inscribe en la materialidad campesina de la zona, cruzada por ríos y arroyos que sirven para ir y venir por las islas pero no para salir ni comunicarse efectivamente, y que, a través de la imagen violenta de la zambullida reiterada en pretérito imperfecto como un recuerdo obstinado, condensan eso que no se logra explicitar y sobre lo cual merodea la narración obsesiva. El lacónico diálogo entre Wenceslao y su mujer en la mañana de ese 31 de diciembre permanece abierto con la pregunta sin respuesta: “Hace seis años que murió. ¿Hasta cuándo te vas a quedar aquí encerrada?”, tras lo cual, como si la respuesta estuviera incrustada en su luto sin poder exteriorizarse, irrumpe la zambullida:
Pasaba corriendo a través del patio viniendo desde el rancho, cada mañana, en dirección al río, con el pantaloncito descolorido y la piel quemada y vuelta a quemar por el sol de enero; (…) hasta que desde el patio se oía por fin el golpe seco de la zambullida y después el chapoteo de las brazadas. (1992, 19)
Al repetirse el recuerdo del hijo crispado por diminutivos, el presente de la madre sola nos estampa su locura en forma de futuro, corroborando que no hay para ella posibilidad de salida: “Ahora estará conversando con él (…) llenándolo de rencor porque ha sido él y no Wenceslao el que ha penetrado y llenado con su cuerpo –una cuña afilada- un hueco en la tierra en el que no hay lugar más que para uno solo.” (74-75)
La muerte ha quedado clavada en la memoria y por lo tanto en el presente, conduciendo el sentido hacia la nada, hacia la necesidad de recomenzar para repetir y agregar, cíclica e indefinidamente como los frutos y las flores blancas del limonero del patio, cuya frescura en el verano enloquecedor forma parte de las delicias, junto con el cordero, el vino y el baile a los que asiste Wenceslao, aunque su mujer permanezca enclaustrada en su isla de muerte. Como en El entenado o en Nadie nada nunca, el “pasaje por las aguas adquiere una proyección casi mítica, que, sobre la base de un intenso trabajo polisémico, encabalga el espacio donde se ´nada`, con la ´nada` como espacio simbólico de la génesis textual” (Stern, 1992, VIII). Esa “nada” polisémica, advertida a su modo por Sarmiento, tensiona la mudez y el luto de la madre, el sentido de la vida vuelto difuso por la muerte incrustada en la memoria (como le ocurrirá a Leto en Glosa, provocando otros efectos textuales). Contra esa nada combate el impulso narrativo, queriendo producir alguna delicia literaria a partir de la muerte que persiste; así sucede en el interior de Wenceslao recostado bajo la “techumbre intrincada de ramas verdes” e ingresando en el sopor de la siesta, espacio íntimo atravesado por el horror recurrente:
rostros y expresiones que pierden significado y se vuelven confusos y lejanos, sonidos que se deforman apagadamente, escamoteando palabras o sustituyéndolas por otras que no tienen sentido, hasta que el hueco brillante y transparente se enciende otra vez y lo muestra corriendo, atravesando el patio delantero en dirección al río, con el pantaloncito azul descolorido y la piel tostada (104-105)
El fantasma del hijo se entromete en el presente narrado imposible de narrar, tornando las voces regresivas y por momentos literariamente infantiles. Pero sin fantasma no habría voces: en la pérdida y la melancolía se inscribe el nacimiento autorreferencial del relato, en este caso relato de relatos, cuyo sentido se disemina a partir de buena parte de los mitos que fundan el imaginario occidental (La Odisea, Edipo, el Génesis, el sacrificio de Abraham). De allí la hipótesis central de Julio Premat, quien recientemente ha renovado, retomando lecturas como la de Stern, las perspectivas críticas sobre Saer:
en la recurrente autorreferencialidad saeriana debe inscribirse la utilización de dos relatos regresivos que conciernen la infancia: la relación con la madre (paso de lo fusional a una individualidad dotada de lenguaje), peripecias edípicas (deseo incestuoso, competencia con el padre, fantasías de asesinato, interiorización de la Ley). (2002, 213)
La ambigua y deliciosa dicha de Saturno surge de la derrota, por medio de la afirmación literaria, de la omnipresente melancolía; las angustias de la muerte funcionan como motivación de un nuevo nacimiento, el de la obra, “mucho más trascendente que el nacimiento biológico del hombre” (íd., 215). Tras los horrores históricos, en la segunda mitad del siglo XX la posibilidad del arte debe buscarse en la muerte incrustada en la vida: “Y paradójicamente, esa regresión pesimista permite la expresión, renueva la forma, logra la proeza de instalar y superar los obstáculos que frenan la creatividad de la literatura contemporánea.” (Ib.)
Decíamos que la zona saeriana es una frontera que no puede delimitarse con precisión, aunque esa incertidumbre se sustenta en la obstinación por querer asir lo exterior en una forma narrativa que va reformulando, entre otras, las categorías de lo real y de zona. Fronterizo, El río sin orillas comienza en el avión, en una de las vueltas de Saer a la Argentina, presentando desde arriba, en otro “momento mágico” que ofrece “una impresión de unidad, de intemporalidad y de persistencia” (14), el objeto preciado que da título al libro y forma reconocible a la obra: “en los tres idiomas habituales” del mundo globalizado, el piloto invita a observar los ríos que hacen el río, “el punto en que confluyen el río Paraná y el río Uruguay para formar el Río de la Plata” (íb.). Pocas páginas después, ya en tierra, Saer elige “un buen punto de observación” frente a Aeroparque, desde una “saliente reducida, una especie de balcón que se interna un poco en el agua”; en ese sitio anodino el autor reúne, con una subordinada que resume la concepción principal del libro, la carga histórica (actualizada en el presente de posmodernidad técnica) y la simbólica: “ese lugar conecta el tiempo histórico en Argentina, ya que el río, que fue el escenario, el objeto de disputas, el símbolo y el epicentro o el origen de su pasado, ve su desenvolvimiento prolongarse en la era técnica con los aviones que despegan y aterrizan” (28). También allí fundamenta la sorpresa que, a partir del sin que marcaba las primeras y obturadas palabras europeas en la zona, da título al libro y rara especificidad a la obra: “falta también aquello que, en la configuración de todos los ríos, descansa la mirada y tranquiliza, completando la idea, el arquetipo de la noción misma de ´río`: la orilla opuesta.” (29). Remitiendo a la nada constitutiva del arte y a los fantasmas que traman la narración del presente, Saer establece “un reglamentario regressus ad uterum” como comienzo del libro, aceptando como punto de partida que “se me imponía la necesidad de una nada original” (31).
Recurriendo a la escritura al modo del melancólico entenado que narra la zona desde Europa, Saer resume la tensión que impulsa su deseo: “La experiencia directa no había funcionado: tenía que resignarme a la erudición” (32). Como si no alcanzara con la visión directa desde el aire, el mapa brinda la posibilidad de percibir del río “su forma verdadera, [que] como tantas otras cosas en este mundo, difiere de su apariencia empírica” (29). Esa forma verdadera, percepción elaborada en el cruce de lo verdadero y lo aparente, reúne los dos elementos que, imbricados, constituyen el arte narrativo saeriano. Por un lado, la forma de los ríos “se avecina mucho a la del escorpión, con la bahía de Samborombón (…) y la bahía de Montevideo que forman las pinzas, y el último tramo del río Uruguay formando la cola” (29-30); en su veneno se interna Juan Díaz de Solís para no poder decir de la nueva región más que es tierra sin, poniéndose “a la merced de tan decididas tenazas.” (30) Por otro lado e invirtiendo el dibujo, Saer agrega al río del mapa la opción de la fecundidad: “aparece con claridad la silueta de un pene, con las dos bahías serviciales ya mencionadas figurando sin error posible los testículos, penetrando hacia el interior de la tierra, de la que la provincia de Entre Ríos contendría el útero, el vértice del delta el clítoris, y sus islas y la costa uruguaya respectivamente los labios grande y pequeño”, alcanzando el máximo de vida al extenderse al corazón y los pulmones “exhaustos de América del Sur –el Mato Grosso” (íb.). El río sígnico que se atraviesa con delicia al leer a Saer está armado con esas dos imágenes que “únicamente en apariencia son contradictorias” ya que se reúnen tensas en la violencia argentina exasperada en la segunda mitad del siglo XX, muerte colectiva y desgarro que implican otros nacimientos, junto con la representación de dos conflictos centrales de la identidad nacional: el exilio de “muchos que, en años terribles, fueron repelidos por el vientre del monstruo” y con la fuga al exterior “nacieron por segunda vez”, y la voracidad histórica de Buenos Aires, devorando “todo lo que pasa a su alcance” según “una posición y una mitología precisas” que la zona “ha tenido y tiene, en la historia política, económica y social de la región” (30-31). El veneno del enorme alacrán persiste en las injusticias públicas, pero en el mismo mapa puede trazarse el vientre materno recibiendo la fecundación; el horror del pasado inserto en el presente convive con su aparente opuesto, la delicia del deseo que genera nacimientos. En esa zona líquida se mueven las ficciones de Saer, cargadas de violencia argentina y al amparo de una reflexión melancólica que impulsa la testaruda afirmación del arte y de la vida a pesar del gran desorden.
Sosteniendo la autonomía y negatividad estéticas contra las presiones del exterior posmoderno, con las imágenes líquidas del envenenamiento y la fecundación superpuestas en el mismo río desde arriba, Saer nos permite aceptar la imposibilidad de una identidad colectiva definible, proponiendo construir una memoria argentina inevitablemente conflictiva que reconozca su indecisión, su constante vaivén entre las alturas de la altanería y las bajezas y atrocidades históricas. Reponiendo un conflicto fundador de la cultura argentina desde su independencia (criollos o europeos, lo propio o lo importado) y que en la transición democrática de los 80 retorna con renovadas tensiones (adentro o afuera, quedarse o irse), la zona se configura en el cruce entre vida y muerte que provoca melancolía, desde una mirada que, superadora del estrabismo que preocupó desde Echeverría hasta David Viñas y otros, se eleva con la delicia narrativa hacia nuevos lugares de percepción. El canónico arte de narrar se construye en la tensión entre lo interior y lo exterior, entre el Río de la Plata y la cultura europea, entre una estética anacrónicamente autónoma y las presiones externas que provocan dificultades para nombrar lo percibido. Desde esa zona ancha y ambigua, bañada por ríos que traen sangre y vida, la escritura de Saer merodea la indefinición de la identidad colectiva, ubicando la mirada no acá ni allá sino arriba, en el beneficio de la altura que ofrece el vuelo inacabable por los ríos de la zona.
Juan Pablo Luppi
Textos comentados
- Premat, Julio. 2002. La dicha de Saturno. Escritura y melancolía en la obra de Juan José Saer. Rosario: Beatriz Viterbo
- Saer, Juan José. 2001. Cuentos completos (1957-2000). Buenos Aires: Seix Barral
- ------------------. 1992. El limonero real (1974). Buenos Aires: CEAL
- ------------------. 2004. Nadie nada nunca (1980). Buenos Aires: Seix Barral
- ------------------. 1983. El entenado. Buenos Aires: Folios Ediciones
- ------------------. 2003. El río sin orillas (1991).Buenos Aires: Seix Barral
- ------------------. 1997. El concepto de ficción. Buenos Aires: Ariel
- ------------------. 1999. La narración-objeto. Buenos Aires: Seix Barral
- ------------------. 2000. El arte de narrar. Buenos Aires: Seix Barral
- Sarmiento, Domingo Faustino. 1962. Facundo o civilización y barbarie. Buenos Aires: Sopena
- --------------------. 1993. Viajes por Europa, Africa y América 1845-1847 y Diario de gastos. Buenos Aires: Colección Archivos – Fondo de Cultura Económica de Argentina
- Stern, Mirta. 1992. “Prólogo” en Saer. El limonero real (ob.cit.)
NOTAS
(1) La reflexión continúa citando al teórico quizás más influyente en la teoría estética saeriana: “En primer lugar, porque la misma persona que había formulado la pregunta, Theodor W. Adorno, ya la había contestado por la afirmativa en Minima moralia: ´Todo lo que aún bajo el espanto prospera en belleza, es escarnio y detestable por sí mismo. Sin embargo, su efímera forma coadyuva en la tarea de evitar el espanto. Algo de esta paradoja está en el fundamento de todo arte, y hoy sale a la luz en el hecho de que el arte en general existe todavía. Una bien asegurada idea de lo bello exige que la felicidad sea rechazada y al mismo tiempo sostenida`.” (207-208)