AFLUENTES

 
Compilado por el consejo editor de el interpretador
 
 

 

Afluentes

 

Ofrecemos a continuación una selección de fragmentos, ordenados cronológicamente, en los que el río escrito fluye en la literatura argentina. La selección es tan arbitraria como innumerables son las posibilidades de hacer hablar al río, de introducirlo en la escritura. Haber elegido fragmentos responde a la lógica del picoteo; la búsqueda tuvo en cuenta tanto el recuerdo de lecturas como las intervenciones particulares y múltiples que, sin distinción de géneros, el río demuestra tener por/ la fuerza de sus aguas en la literatura. La selección fue realizada por el equipo editor de El interpretador.

 

 

Literatura Argentina - Fragmentos

 

Ulrico Schmidl, Viaje al Río de la Plata 1534-1554. Editado en 1903.

 

Desde allí zarpamos al Río de la Plata y después de navegar quinientas leguas, llegamos a un río dul­ce que se llama Paraná Guazú y tiene una anchura de cuarenta y dos leguas en su desembocadura al mar. Allí dimos en un puerto que se llama San Ga­briel, donde anclaron nuestros catorce buques y de inmediato nuestro capitán general don Pedro Men­doza ordenó y dispuso que los marineros conduje­sen la gente a la orilla en los botes, pues los buques grandes solamente podían llegar a una distancia de un tiro de arcabuz de la tierra; para eso se tienen los barquitos que se llaman bateles o botes.

 

Desembarcamos en el Río de la Plata el día de los Santos Reyes Magos en 1535. Allí encontramos un pueblo de indios llamados Charrúas, que eran como dos mil hombres adultos; no tenían para co­mer sino carne y pescado. Estos abandonaron el lu­gar y huyeron con sus mujeres e hijos, de modo que no pudimos hallarlos. Estos indios andan en cueros, pero las mujeres se tapan las vergüenzas con un pe­queño trapo de algodón, que les cubre del ombligo a las rodillas. Entonces don Pedro Mendoza ordenó a sus capitanes que reembarcaran a la gente en los buques y se la pusiera al otro lado del río Paraná, que en ese lugar no tiene más de ocho leguas de ancho.

 

Allí levantamos una ciudad que se llamó Buenos Aires: esto quiere decir buen viento. También traíamos de España, sobre nuestros buques, setenta y dos caballos y yeguas, que así llegaron a dicha ciudad de Buenos Aires. Allí, sobre esa tierra, hemos encontrado unos indios que se llaman Querandís, unos tres mil hombres con sus mujeres e hijos; y nos trajeron pescados y carne para que comiéramos. También esta mujeres llevan un pequeño paño de algodón cubriendo sus vergüenzas. Estos Querandís no tienen paradero propio en el país sino que vagan por la comarca, al igual que hacen los gitanos en nuestro país. Cuando estos indios Querandís van tierra adentro, durante el verano, sucede que muchas veces encuentran seco el país en treinta leguas a la redonda y no encuentran agua alguna para beber; y cuando cogen a flechazos un venado u otro animal salvaje, juntan la sangre y se la beben. También en algunos casos buscan una raíz que llama cardo, y entonces la comen por la sed. Cuando los dichos Querandís están por morirse de sed y no encuentran agua en el lugar, sólo entonces beben esa sangre. Si acaso alguien piensa que la beben diariamente, se equivoca: esto no lo hacen y así lo dejo dicho en for­ma clara.

 

Esteban Echeverría, El Matadero, 1838

–Reventó de rabia el salvaje unitario –dijo uno.
–Tenía un río de sangre en las venas –articuló otro.

 

José Mármol, Amalia, 1851

Tercera parte. En Montevideo

El lector tendrá que acompañarnos esta vez a un paseo de pocas horas a la parte septentrional del Plata, siguiendo con nosotros a uno de los actores principales de nuestra historia; y después volveremos a tomar el hilo de los acontecimientos históricos.

Era una noche de los últimos días del mes de julio.

El cielo del Plata estaba argentado con toda su magnífica pedrería; y la luna, como una perla entre un círculo de diamantes, alumbraba con su luz de plata las olas alborotadas del gran río, sacudido pocas horas antes por las alas poderosas del pampero.

Doscientos bajeles se balanceaban dentro del ancho puerto de Montevideo, imitando a un vasto y espeso bosque de palmeras, sacudidas en una noche del otoño por vientos que las azotan y despojan.

El Cerro, ese cíclope que vigila a la más joven de las hijas de América, parecía esa noche, a la claridad de la luna, levantar más alta que nunca su cabeza, jugando con los eclipses de su inmensa farola.

Como saliendo del pie de esa inmensa montaña, desde las siete de la noche se divisaba allá en el horizonte una cosa parecida a esas palomas del Mar del Sur que, arrebatadas por el viento de las costas de la Patagonia, vuelan sobre las ondas de esos mares, las mayores del mundo, rozando las aguas con sus alas, inclinándose ora sobre una, ora sobre otra, mostrándose y perdiéndose a la vez entre las montañas flotantes, hasta encontrar el mástil de algún buque, o las escarpadas rocas de Malvinas.

Como una blanca pluma del ala del pampero, el pequeño bajel que tenía la audacia de surcar las ondas de ese río que desafía al mar en los días que da curso libre a sus enojos, se deslizaba rápidamente sobre ellas, y por instantes se aproximaba al puerto. Los buques de guerra distinguieron pronto que era una ballenera de Buenos Aires; embarcaciones que hacían diariamente el contrabando durante el bloqueo francés sobre aquel puerto

Esta pequeña embarcación descubierta, sólo traía cuatro hombres. Dos de ellos, sentados en el medio, prontos a cazar la gran vela tiriana que la hacía volar sobre las ondas; de los otros dos, el uno estaba al timón, cubierto con un capote de barragán y un gran sombrero de hule; el otro reclinado sobre la pequeña borda, envuelto en una capa de goma, teniendo en su cabeza una gorra de paño con visera. El primero sólo movía sus ojos de la vela a la onda, y de la onda a la vela; el segundo no los separaba de un solo punto: hacía media hora que estaba contemplando la ciudad, plateada con los clarísimos rayos de la luna, y que se presentaba a sus ojos en forma de anfiteatro, descendiendo sus edificios de una leve colina, como se ven las piedras cristalizadas del hielo desde las orillas del mar Pacífico, sobre la Cordillera de los Andes.

Pero no era simplemente la bella perspectiva de la ciudad lo que absorbía la atención de ese hombre, sino los recuerdos que en 1840 despertaba en todo corazón argentino la presencia de la ciudad de Montevideo: contraste vivo y palpitante de la ciudad de Buenos Aires, en su libertad y en su progreso; y más que esto todavía, Montevideo despertaba en todo corazón argentino que llegaba a sus playas el recuerdo de una emigración refugiada en él por el espacio de once años, y la perspectiva de todas las esperanzas sobre la libertad argentina, que de allí surgían, fomentadas por la acción incansable de los emigrados, y por los acontecimientos que fermentaban continuamente en ese laboratorio vasto y prolijo de oposición a Rosas, en ese Montevideo en donde sólo con dejar hacer, la población se había triplicado en pocos años, desenvuéltose un espíritu de comercio y de empresa sorprendente, y amontonádose cuanto elemento parecía suficiente para dar en tierra con la vecina dictadura.

Quinta Parte. La ballenera

La noche estaba nebulosa pero suave; el río tranquilo; una brisa fresca, pero dulce, picaba ligerísimamente las aguas que, en alta marca, cubrían las peñas de las costas y se derramaban sin rumor en las pequeñas ensenadas de sus orillas. Apenas de vez en cuando se dejaba ver una que otra estrella en el firmamento al través de los pardos celajes, como aparece una que otra esperanza en el cristal empañado de un alma desgraciada.

A las nueve de esa noche, una embarcación habíase desprendido del costado de una de las corbetas bloqueadoras con un joven oficial francés, el patrón y ocho marineros.

En la primera hora la ballenera corrió al largo con su proa al oeste cuarta al norte, con su vela englobada, ligera y graciosa como una creación de la noche posada en el ala de la brisa, mientras que el joven oficial, envuelto en su capa, y tendido sobre el banco de popa, con esa indolencia característica del marino, sólo bajaba su vista de rato en rato, a ver una pequeña carta abierta a sus pies; y alumbrado por una linterna a cuya luz echaba una mirada de vez en cuando a una rosa náutica que sujetaba el pequeño plano, mostraba luego con la mano, y sin hablar una palabra, la dirección que debía dar a la ballenera el patrón que dirigía el timón. Y a la luz también de esa linterna colocada en el fondo de la ballenera, se distinguían los fusiles de los marineros, colocados de babor a estribor.

[...]En pocos minutos llegaron a la orilla del río donde la ballenera estaba atracada y aquietada por dos robustos marineros que habían saltado a tierra con ese objeto.

La embarcación había dado por casualidad con una pequeña abra del río.

Al acercarse las señoras, el oficial francés saltó a tierra con toda la galantería de su nación, para ayudarlas a embarcarse.

Había un no sé qué de solemnidad religiosa en ese momento, en medio de las sombras de la noche, y en esas costas desiertas y solitarias.

Madama Dupasquier se despidió con estas solas palabras:

-Hasta muy pronto, Amalia.

Un unitario jamás se atrevía a decir, ni aun a creer, que Rosas se conservase ocho días más. Pero Florencia, organización en que pocas veces había el consuelo de las lágrimas, sintió rotas al fin las fuentes de su corazón, y bañó con ellas los hombros y el semblante de su amiga.

Amalia lloraba dentro su alma mientras que las imágenes más tristes y fatídicas cruzaban por su rica y desgraciada imaginación.

-Vamos -dijo al fin Daniel, y tomando a su Florencia de la mano, la separó de Luisa que lloraba también, y alzándola por su cintura de sílfide, la puso de un salto en la ballenera, donde ya estaba madama Dupasquier al lado del oficial.

Todavía un ¡adiós! se cambió Florencia, Amalia y Eduardo; y a una voz del oficial la ballenera se desprendió de tierra, viró luego hacia el sur, y enfiló la costa con su vela tiriana desplegada, y sin las precauciones con que se había acercado un cuarto de hora antes. Seguía la costa con la intención de tomar más abajo un cuarto más de viento en su bordada al este.

Amalia, Eduardo y Luisa la siguieron con sus ojos hasta que se perdió entre las sombras.

Entonces posó Amalia su brazo en el hombro del bien querido de su alma, y alzó sus lindos y tranquilos ojos a contemplar los fragmentos de nubes que volaban entre las alas de la brisa, y que de vez en cuando dejaban aparecer los astros, mientras que Eduardo la contemplaba embelesado, rodeando con su brazo derecho su cintura.

Ocho minutos habrían pasado apenas, cuando una súbita claridad y la detonación de una descarga de mosquetería, en la costa, y hacia el lado en que navegaba la ballenera, vino a herir de súbito, y como un golpe eléctrico, el corazón de Amalia, de Eduardo y de la tierna Luisa.

 

Juan Bautista Alberdi, 1855  

"Para subir el Mississippi y ver lo que será el Paraná dentro de cincuenta años". 

 

Lucio V. Mansilla, Una excursión a los indios ranqueles, 1870 

Es el caso que mi estrella militar me ha deparado el mando de las fronteras de Córdoba, que eran la más asoladas por los ranqueles.

Ya sabes que los ranqueles son esas tribus de indios araucanos, que habiendo emigrado en distintas épocas de la falda occidental de la cordillera de los Andes a la oriental, y pasado los ríos Negro y Colorado, han venido a establecerse entre el Río Quinto y el Río Colorado, al naciente del río Chalileo.

Últimamente celebré un tratado de paz con ellos, que el Presidente aprobó, con cargo de someterlo al Congreso.

Yo creía que siendo un acto administrativo no era necesario.

¿Qué sabe un pobre coronel de trotes constitucionales?

Aprobado el tratado en esa forma, surgieron ciertas dificultades relativas a su ejecución inmediata.

Esta circunstancia por un lado, por otro cierta inclinación a las correrías azarosas y lejanas; el deseo de ver con mis propios ojos ese mundo que llaman Tierra Adentro, para estudiar sus usos y costumbres, sus necesidades, sus ideas, su religión, su lengua, e inspeccionar yo mismo el terreno por donde alguna vez quizá tendrán que marchar las fuerzas que están bajo mis órdenes -he ahí lo que me decidió no ha mucho y contra el torrente de algunos hombres que se decían conocedores de los indios, a penetrar hasta sus tolderías y a comer primero que tú en Nagüel Mapo una tortilla de huevo de avestruz.

[...]Al general Arredondo, mi jefe inmediato entonces, le debo, querido Santiago, el placer inmenso de haber comido una tortilla de huevos de avestruz en Nagüel Mapo, de haber tocado los extremos una vez más. Si él me niega la licencia, me quedo con las ganas, y no te gano la delantera.

Siempre le agradeceré que haya tenido conmigo esa deferencia, y que me manifestara que creía muy arriesgada mi empresa, probándome así que mi suerte no le era indiferente. Sólo los que no son amigos pueden conformarse con que otro muera estérilmente... y en la oscuridad.

La nueva línea de fronteras de la provincia de Córdoba no está ya donde tú la dejaste cuando pasaste para San Luis, en donde tuviste la fortuna de conocer aquel tipo que te decía un día en el Morro: -¡Yo no deseo, señor don Santiago, visitar la Europa por conocer el Cristal Palais ni el Buckingham Palace, ni las Tullerías, ni el London Tunnel, sino por ver ese Septentrión, ¡ese Septentrión!

Está la nueva línea sobre el Río Quinto, es decir, que ha avanzado veinticinco leguas, y que al fin se puede cruzar del Río Cuarto a Achiras sin hacer testamento y confesarse.

Muchos miles de leguas cuadradas se han conquistado.

¡Qué hermosos campos para cría de ganados son los que se hallan encerrados entre el Río Cuarto y Río Quinto!

La cebadilla, el potrillo, el trébol, la gramilla, crecen frescos y frondosos entre el pasto fuerte; grandes cañadas como la del Gato, arroyos caudalosos y de largo curso como Santa Catalina y Sampacho, lagunas inagotables y profundas como Chemeco, Tarapendá y Santo Tomé constituyen una fuente de riqueza de inestimable valor.

Tengo en borrador el croquis topográfico , levantado por mí, de ese territorio inmenso, desierto, que convida a la labor y no tardaré en publicarlo, ofreciéndoselo con una memoria a la industria rural.

 

Ricardo Güiraldes, Pampa, 1920

El río

Debe venir de muy lejos según están de cansadas sus aguas.
Sus barrancas de tierra clara y pelada llevan encima un plano horizontal de pasto como la frente del indio bravío.
Su lecho es de tosca barrosa y su color loguno se satura de arcilla. El cauce corre secretamente en una depresión y da inexplicables vueltas como para escapar de toda obsesión geométrica.
Yo se una parte en que surge a flor de tierra para poder elegir su camino y mirar los macachines, los prados y los montes ostentosos de las estancias y es esta aparición como un salto de pez plateado de escamas.
Los sauces, Narcisos agachados sobre la hondura, dejan caer, para tocar su reflejo, largas ramas que inútilmente quisieran perpetuar una ínfima herida en el agua.
En las toscas ribereñas  alguien ha clavado un hoyo cilíndrico en busca del manantial y toda su concavidad se ha llenado de un agua pura en cuyo fondo camina sin apuros, vista su longevidad, un diminuto y como traslúcido cangrejillo.
Pero el agua en perpetua búsqueda de nivel y cuyo curso sólo interrumpe el irrespetuoso pisoteo de las tropas en algún paso, no sabe de éstos pequeños detalles y va siempre progresiva arrastrándose como un reptil, indiferente al sol estival que le hace sudar el lomo y a las madrugadas de invierno que escarchan sus orillas como quien pone un vidrio a la ventana para guarecerse del viento.
Entre las toscas el agua cuchichea risueña y sus rizos son tan metálicos que los saltos de las mojarritas no parecen ser reflejos que quisieran irse hechos luz.
Cosas torpes son las honduras en cuyo fondo limoso el bagre y la vieja guarecen su pereza en eterna siesta.
Pero el río tiene su orgullo en el dorado cuyo salto potente y luminoso prueba al incauto bicho de la tierra que el río lleva en el celoso escondite de su opacidad ovales tesoros de sol vivo.

 

Horacio Quiroga, Los desterrados, 1926 

El regreso de Anaconda

-¡Bajemos! ¡El triunfo es nuestro! ¡Lancémonos en seguida!

Y ya era tiempo, podría decirse, porque el Paranahyba desbordaba hasta allí mismo, fuera del cauce. Desde el río hasta la gran laguna, los bañados eran ahora un tranquilo mar, que se balanceaba de tiernos camalotes. Al norte, bajo la presión del desbordamiento, el mar verde cedía dulcemente, trazaba una gran curva lamiendo el bosque, y derivaba lentamente hacia el sur, succionado por la veloz corriente.

Había llegado la hora. Ante los ojos de Anaconda, la zona al asalto desfiló. Victorias nacidas ayer y viejos cocodrilos rojizos; hormigas y tigres; camalotes y víboras; espumas, tortugas y liebres, y el mismo clima diluviano que descargaba otra vez, la selva pasó, aclamando a la boa, hacia el abismo de las grandes crecidas.

Y cuando Anaconda lo hubo visto así, dejóse a su vez arrastrar flotando hasta el Paranahyba, donde arrollada sobre un cedro arrancado de cuajo, que descendía girando sobre sí mismo en las corrientes encontradas, suspiró por fin con una sonrisa, cerrando lentamente a la luz crepuscular sus ojos de vidrio.

Estaba satisfecha.

Comenzó entonces el viaje milagroso hacia lo desconocido, pues de lo que pudiera haber detrás de los grandes cantiles de asperón rosa que mucho más allá del Guayra entrecierran el río, ella lo ignoraba todo. Por el Tacuarí había llegado una vez más hasta la cuenca del Paraguay, según lo hemos visto. Del Paraná medio e inferior, nada conocía. Serena, sin embargo, a la vista de la zona que bajaba triunfal y danzando sobre las aguas encajonadas, refrescada de mente y de lluvia, la gran serpiente se dejó llevar hamacada bajo el diluvio blanco que la adormecía.

Descendió en este estado el Paranahyba natal, entrevió el aplacamiento de los remolinos al salvar el río Muerto, y apenas tuvo conciencia de sí cuando la selva entera flotante, y el cedro, y ella misma, fueron precipitados a través de la bruma en la pendiente del Guayra, cuyos saltos en escalera se hundían por fin en un plano inclinado abismal. Por largo tiempo el río estrangulado revolvió profundamente sus aguas rojas. Pero dos jornadas más adelante los altos ribazos separábanse otra vez, y las aguas, en estiramiento de aceite, sin un remolino ni un rumor, filaban por la canal a nueve millas por hora.

A nuevo país, nuevo clima. Cielo despejado ahora y sol radiante, que apenas alcanzaba a velar un momento los vapores matinales. Como una serpiente muy joven, Anaconda abrió curiosamente los ojos al día de Misiones, en un confuso y casi desvanecido recuerdo de su primera juventud.

Tornó a ver la playa, al primer rayo de sol, elevarse y flotar y sobre una lechosa niebla que poco a poco se disipaba, para persistir en las ensenadas umbrías, en largos chales prendidos a la popa mojada de las piraguas. Volvió aquí a sentir, al abordar los grandes remansos de las restingas, el vértigo del agua a flor de ojo, girando en curvas lisas y mareantes, que al hervir de nuevo al tropiezo de la corriente, borbotaban enrojecidas por la sangre de las palometas. Vio tarde a tarde el sol recomenzar su tarea de fundidor incendiando los crepúsculos en abanico, con el centro vibrando al rojo albeante, mientras allá arriba, en el alto cielo, blancos cúmulos bogaban solitarios, mordidos en todo el contorno por chispas de fuego.

Todo le era conocido, pero como en la niebla de un ensueño. Sintiendo, particularmente de noche, el pulso caliente de la inundación que descendía con él, la boa dejábase llevar a la deriva, cuando súbitamente se arrolló con una sacudida de inquietud.

El cedro acababa de tropezar con algo inesperado, o por lo menos, poco habitual en el río. 

 

Ezequiel Martínez Estrada, Argentina, 1927

 

Río Paraná

 

Labardén hizo un canto al Paraná, a su modo.

Hay allí una botánica retórico-poética

y una ornitología pictórico-fonética.

Y así es el Paraná, después de todo.

 

Río de la Plata

 

Este mar de linaza y caramelo,

turbio en el día y en la noche claro,

por un error catóptrico bien raro

refleja su interior en vez del cielo.

 

Ni logra despertarlo la bocina

del vapor, ni la draga lo importuna;

duerme y le importa poco que la luna

eche sobre él su gota de estearina.

 

Bajo sus aguas se presiente el yermo

y, agazapado entre los muelles, tiene

cierto andar triste, cierto ademán lene

del hombre arruinado y de animal enfermo.

 

Cae sobre el agua el mástil y se quiebra,

la amarra ondula como una serpiente

y el casco del vapor en la corriente

toma el aspecto de una piel de cebra.

 

A lo lejos –un punto– el transatlántico

su rabo de humo en el azul congela;

y algún yate en la lona de la vela

simplifica un crepúsculo romántico.

 

 

 J. L. Borges,  Cuaderno San Martín, 1929

 

Fundación mítica de Buenos Aires 

 

¿Y fue por este río de sueñera y de barro

que las proas vinieron a fundarme la patria?

Irían a los tumbos los barquitos pintados

entre los camalotes de la corriente zaina. 

 

Pensando bien la cosa, supondremos que el río

era azulejo entonces como oriundo del cielo

con su estrellita roja para marcar el sitio

en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron. 

 

Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron

por un mar que tenía cinco lunas de anchura

y aún estaba poblado de sirenas y endriagos

y de piedras imanes que enloquecen la brújula. 

 

Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,

durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,

pero son embelecos fraguados en la Boca.

Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo. 

 

Una manzana entera pero en mitá del campo

expuesta a las auroras y lluvias y suestadas.

La manzana pareja que persiste en mi barrio:

Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga. 

 

Un almacén rosado como revés de naipe

brilló y en la trastienda conversaron un truco;

el almacén rosado floreció en un compadre,

ya patrón de la esquina ya resentido y duro.

 

El primer organito salvaba el horizonte

con su achacoso porte, su habanera y su gringo.

El corralón seguro ya opinaba Yrigoyen,

algún piano mandaba tangos de Saborido. 

 

Una cigarrería sahumó como una rosa

el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,

los hombres compartieron un pasado ilusorio.

Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente. 

 

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:

la juzgo tan eterna como el agua y el aire. 

 

Raúl González Tuñon, Calle del agujero en la media, 1930

Riachuelo de la Villete

Cualquier tarde.
Yo anduve por sus muelles
sombríos, largos, de fluviales nombres
-Marne, Loir, Oise, Seine-

Las aguas sucias de petróleo y aceite.

Hablo del riachuelo proletario, abandonado,
a los pies de París,
arrastrándose
igual que esos pontones de maderas cansadas
que cargan vino, cemento y cereales
y por la noche cuidan los perros guardianes.

Esos perros lanudos, atorrantes, tan humanos,
de sordos ladridos y turbias miradas
que a veces cuelgan en los viejos puentes
una tristeza dolorosa y extraña.

Boliches para obreros y ladrones
que al mediodía comen carne de buey y hablan
de cosas importantes.

Mostradores maduros de puñetazos y de canciones
moscas aplastadas contra los vidrios por los mocosos sin calzones.

Riachuelo escurridizo, estrecho, verdoso, gris, nublado siempre
su cielo de taller, de aserradero, de molino harinero
su horizonte de fábricas en donde
sueñan las chimeneas.
Calles tortuosas y húmedas que mueren en sus bordes,
calles angostas de sonoros nombres,
de alzados nombres populares
queridos al oído de sus habitantes.
Calles que vienen de los mataderos
y traen todo el rumor y todo el polvo de ese arrabal
de las insurrecciones, de las resignaciones, de los asesinatos
de los entierros pobres,
de las ferias trashumantes y los circos sin nombre.
Faroles rezagados y ventanas de visillos ahumados.

Bassin de la Villete tan humilde, tan trágico,
hermanito menor del Sena, desheredado.
Una tarde, a la hora en que los niños pobres vuelven de sus escuelas
y orinan graciosamente en sus orillas

 

Jorge Luis Borges, Historia universal de la infamia, 1935

La causa remota

En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas. A esa curiosa variación de un filántropo debemos infinitos hechos: los blues de Handy, el éxito logrado en París por el pintor doctor oriental D. Pedro Figari, la buena prosa cimarrona del también oriental D. Vicente Rossi, el tamaño mitológico de Abraham Lincoln, los quinientos mil muertos de la Guerra de Secesión, los tres mil trescientos millones gastados en pensiones militares, la estatua del imaginario Falucho, la admisión del verbo linchar en la decimotercera edición del Diccionario de la Academia, el impetuoso film Aleluya, la fornida carga a la bayoneta llevada por Soler al frente de sus Pardos y Morenos en el Cerrito, la gracia de la señorita de Tal, el moreno que asesinó Martín Fierro, la deplorable rumba El Manisero, el napoleonismo arrestado y encalabozado de Toussaint Louverture, la cruz y la serpiente en Haití, la sangre de las cabras degolladas por el machete del papaloi, la habanera madre del tango, el candombe.
Además: la culpable y magnífica existencia del atroz redentor Lazarus Morell.

El lugar

El Padre de las Aguas, el Mississippi, el río más extenso del mundo, fue el digno teatro de ese incomparable canalla. (Álvarez de Pineda lo descubrió y su primer explorador fue el capitán Hernando de Soto, antiguo conquistador del Perú, que distrajo los meses de prisión del Inca Atahualpa enseñándole el juego del ajedrez. Murió y le dieron por sepultura sus aguas.)
El Mississippi es río de pecho ancho; es un infinito y oscuro hermano del Paraná, del Uruguay, del Amazonas y del Orinoco. Es un río de aguas mulatas; más de cuatrocientos millones de toneladas de fango insultan anualmente el Golfo de Méjico, descargadas por él. Tanta basura venerable y antigua ha construido un delta, donde los gigantescos cipreses de los pantanos crecen de los despojos de un continente en perpetua disolución y donde los laberintos de barro, de pescados muertos y de juncos, dilatan las fronteras y la paz de su fétido imperio. Más arriba, a la altura del Arkansas y del Ohio, se alargan tierras bajas también. Las habita una estirpe amarillenta de hombres escuálidos, propensos a la fiebre, que miran con avidez las piedras y el hierro, porque entre ellos no hay otra cosa que arena y leña y agua turbia.

Los hombres

A principios del siglo XIX (la fecha que nos interesa) las vastas plantaciones de algodón que había en las orillas eran trabajadas por negros, de sol a sol. Dormían en cabañas de madera, sobre el piso de tierra. Fuera de la relación madre-hijo, los parentescos eran convencionales y turbios. Nombres tenían, pero podían prescindir de apellidos. No sabían leer. Su enternecida voz de falsete canturreaba un inglés de lentas vocales. Trabajaban en filas, encorvados bajo el rebenque del capataz. Huían, y hombres de barba entera saltaban sobre hermosos caballos y los rastreaban fuertes perros de presa.
A un sedimento de esperanzas bestiales y miedos africanos habían agregado las palabras de la Escritura: su fe por consiguiente era la de Cristo. Cantaban hondos y en montón: Go down Moses. El Mississippi les servía de magnífica imagen del sórdido Jordán.
Los propietarios de esa tierra trabajadora y de esas negradas eran ociosos y ávidos caballeros de melena, que habitaban en largos caserones que miraban al río —siempre con un pórtico pseudo griego de pino blanco. Un buen esclavo les costaba mil dólares y no duraba mucho. Algunos cometían la ingratitud de enfermarse y morir. Había que sacar de esos inseguros el mayor rendimiento. Por eso los tenían en los campos desde el primer sol hasta el último; por eso requerían de las fincas una cosecha anual de algodón o tabaco o azúcar. La tierra, fatigada y manoseada por esa cultura impaciente, quedaba en pocos años exhausta: el desierto confuso y embarrado se metía en las plantaciones. En las chacras abandonadas, en los suburbios, en los cañaverales apretados y en los lodazales abyectos, vivían los poor whites, la canalla blanca. Eran pescadores, vagos cazadores, cuatreros. De los negros solían mendigar pedazos de comida robada y mantenían en su postración un orgullo: el de la sangre sin un tizne, sin mezcla. Lazarus Morell fue uno de ellos.

[…] El método

Los caballos robados en un Estado y vendidos en otro fueron apenas una digresión en la carrera delincuente de Morell, pero prefiguraron el método que ahora le aseguraba su buen lugar en una Historia Universal de la Infamia. Este método es único, no solamente por las circunstancias sui generis que lo determinaron, sino por la abyección que requiere, por su fatal manejo de la esperanza y por el desarrollo gradual, semejante a la atroz evolución de una pesadilla. Al Capone y Bugs Moran operan con ilustres capitales y con ametralladoras serviles en una gran ciudad, pero su negocio es vulgar. Se disputan un monopolio, eso es todo... En cuanto a cifras de hombres, Morell llegó a comandar unos mil, todos juramentados. Doscientos integraban el Consejo Alto, y éste promulgaba las órdenes que los restantes ochocientos cumplían. El riesgo recaía en los subalternos. En caso de rebelión, eran entregados a la justicia o arrojados al río correntoso de aguas pesadas, con una segura piedra a los pies. Eran con frecuencia mulatos. Su facinerosa misión era la siguiente:
Recorrían —con algún momentáneo lujo de anillos, para inspirar respeto— las vastas plantaciones del Sur. Elegían un negro desdichado y le proponían la libertad. Le decían que huyera de su patrón, para ser vendido por ellos una segunda vez, en alguna finca distante. Le darían entonces un porcentaje del precio de su venta y lo ayudarían a otra evasión. Lo conducirían después a un Estado libre. Dinero y libertad, dólares resonantes de plata con libertad, ¿qué mejor tentación iban a ofrecerle? El esclavo se atrevía a su primera fuga.
El natural camino era el río. Una canoa, la cala de un vapor, un lanchón, una gran balsa como el cielo con una casilla en la punta o con elevadas carpas de lona; el lugar no importaba, sino el saberse en movimiento, y seguro sobre el infatigable río... Lo vendían en otra plantación. Huía otra vez a los cañaverales o a las barrancas. Entonces los terribles bienhechores (de quienes empezaba ya a desconfiar) aducían gastos oscuros y declaraban que tenían que venderlo una última vez. A su regreso le darían el porcentaje de las dos ventas y la libertad. El hombre se dejaba vender, trabajaba un tiempo y desafiaba en la última fuga el riesgo de los perros de presa y de los azotes. Regresaba con sangre, con sudor, con desesperación y con sueño.

 

Eduardo Mallea, La ciudad junto al río inmóvil, 1936

Sumersión

Avesquín, llegado al puente, se detuvo. El puerto abría su boca monstruosa, la noche viajaba, las bellas aguas nocturnas oscilaban brillando. Una queja de animal poderoso vibraba; trepidantes, usinas y sirenas rompían la garganta del estuario, conmovían los mástiles, los castillos esqueléticos, todo lo que vela, por la noche, el sueño de las naves. Avesquín contempló absorto ese abismo. Apretó las manos en el parapeto mientras lo invadía una alucinación angustiosa. Un lejano reflector resbalaba de pronto, escrutaba, descubría en la cubierta de los barcos, en medio del gran foco de maderas podridas, tripulantes dormidos; por un instante ponía en aquellas caras amarillas o negras el mismo relieve luminoso; después desaparecía, dejaba que la noche les diera una muerte lívida y transitoria. Los inmensos muelles rectangulares oprimían.

 

Juan L. Ortiz, El ángel inclinado, 1937

Fui al río...


Fui al río, y lo sentía 
cerca de mí, enfrente de mí. 
Las ramas tenían voces 
que no llegaban hasta mí. 
La corriente decía 
cosas que no entendía. 
Me angustiaba casi. 
Quería comprenderlo, 
sentir qué decía el cielo vago y pálido en él 
con sus primeras sílabas alargadas, 
pero no podía. 

Regresaba 
—¿Era yo el que regresaba?— 
en la angustia vaga 
de sentirme solo entre las cosas últimas y secretas. 
De pronto sentí el río en mí, 
corría en mí 
con sus orillas trémulas de señas, 
con sus hondos reflejos apenas estrellados. 
Corría el río en mí con sus ramajes. 
Era yo un río en el anochecer, 
y suspiraban en mí los árboles, 
y el sendero y las hierbas se apagaban en mí. 
Me atravesaba un río, me atravesaba un río!

Al Paraná

                  Yo no sé nada de ti...
Yo no sé nada de los dioses o del dios de que naciste
         ni de los anhelos que repitieras
antes, aún de los Añax y los Tupac hasta la misma
                                         azucena de la armonía
                           nevándote, otoñalmente, la despedida
                                                            a la arenilla... 
                        No sé nada.. .
ni siquiera del punto en que, por otro lado, caerías
                                           del vértigo de la piedra
                                             bajo los rayos... 
                                 No sé nada...
                                            O sé, apenas, que el guaraní te
                                                    asimiló
                                    al mar de su maravilla...
y que ese puma de tu piel que te devuelve, intermitentemente,
   el día
                         lo tomas en un rodeo, no?,
                                        de tu destino. . . 
                                 No sé nada.. .
                           Aunque me he oscurecido, en ocasiones, al
                                  sentirte, arriba, 
                           entre un miedo de basalto,
                           buscándote,
                                       buscándote
                                       sin el ángel del sabiá,
                                                    aún. . . 
         Y me he recobrado, luego, contigo, en la Anaconda que
            decían.. .
                         y hasta cuando denunciabas
                   sobre ti
                         a los máuseres de las Compañías... 
                       No sé nada. ..
      Aunque te conocí, ha mucho, allá, donde mi río
                                      es de tu eternidad
                                            de Palmas...
               y por el salmón o por el rosa de Ibicuy
                                            y por las lunas de Zárate
y por la línea de tu agonía en el estuario, finalmente,
                                                     del alba...
Mas éste sería
                       tu sentimiento,
         y éste, acaso, el misterio que pareces bajar desde los
                 mismos
                              torbellinos del círculo? 
          No sé nada de ti. . . nada de ti. . .
Es, acaso, decirte enteramente, decir tus avenidas, sólo,
                                      al fin,
                             de silencios sin orillas,
que podrían ser, es verdad, derivaciones de gracia corriendo a
    redimir
                                     oh Canales,
                           la palidez del Norte? 
                 Es, por ventura, presente, siquiera,
el acceder únicamente a las escamas de tus minutos,
                                             bajo lo invisible, aún,
                                                      que pasa…
           o a las miradas de tus láminas
                             o de tus abismos,
         en los vacíos o en las profundidades de la luz,
                                           de tu luz?
                       Y se podría hablar de ti,
         intimando, aún por años, con las figuraciones que reviste,
               diríase,
                  aquí y allá, la corriente
                                                      de tu ser? 
Oh no...
no se podría, me parece,
tocarte todavía
         así… 
 
                         Cómo,
                        entonces, cómo,
                  asumir tu duración sin probabilidad de disminuir
                          tu tiempo, tal vez, de dios? 
        Y en el tiempo de un dios, qué de los que vinieron a
                apagar
                            las hogueras que te amanecían...?
y qué de los monosílabos que presumiblemente respondían a
     las gamas
                                   de tus espesuras de flautas
                                    y que se desconocían entre sí,
                          al llegar a interponerles; tú, las seis o siete
                              leguas
                                que entonces te abrían...? 
         Y qué de los dueños que arriaban, de arriba, todo un
                río de mugidos
                                   hacia los potreros que fluían, aquí,
   y que sólo detenía tu hermano con esa vena del naciente o ese
        azul
                        del surtidor de las avecillas...? 
         Y qué de aquél de la “Rinconada” enfrentándolos, el
                único,
                           más “adelante” que el siglo
                         y junto a la aorta del “país”? 
                  Y qué del otro que te cruzara por tres veces
                                                para salvar a Mayo
         de los cuernos de la derecha y de los cuernos del sur…? 
                          Qué, pues, todo ello y lo demás,
         si tú no sabes y no podrías saber, por otra parte, de las
              milicias de la ceniza,
                            ni de una sociedad de sílabas
                                                ni de una codicia de millas...
                      ni menos de los intercesores de los últimos,
         como tampoco de la caballería que se atreviera a rescatar
                                    el sol... de las neblinas,
                        para el “interior” al “exterior” no?, por ahí:
                              del azar o del olvido:
                                               qué…? 
         “Maya”, entonces, asimismo,
                                               para ti...
                  “Maya” las llamas y el vocabulario que se
                         entendía…
                                             “Maya” la cuaresma
                    sobre las lenguas de tus orillas...
                   “Maya” el despojo y la lujuria de praderías…
y la vista en alto, y la orden de las cañas, triplemente
    vadeándote,
                                        por los derechos del día...?
“Maya”, con más motivo, esos celestes de tus pupilas,
                              o de concentración,
en que, místicamente, desaparecerías, o poco menos, con tu
     tarde, sí
                          en la palidez del uno,
                                               allá,
           a no ser unas pestañas empequeñeciéndose en un cielo
                               o en un infinito de islas...? 
                                    Y “Maya”, así,
esa, si se quiere, sensibilización de la ausencia, ésa en que tú
      libras
                                     o recreas,
                        con unos signos que huyen,
                              el rostro mismo, diríase,
                                               del éter...? 
         Pero no sé nada de ti.
                  Nada. Nada.
Y hace, sin embargo, diecinueve setiembres que te miro y te
    miro.
                  Mas, es cierto, te miro
                         con los ojos de aquél a cuyo borde abrí los
                                  míos…
                              No podría hacerlo sino así.
         He de llevarlo, bien íntimamente, y a la izquierda, claro,
                  del latido,
                              y es él, sin duda, el que me haría preferir
                                       tu enajenamiento en el cielo
         a esa piel que hubiste, muy significativamente, de investir
                     por ahí...
         y que asorda los momentos en que debes de sentirte
                                      más leoninamente contigo...
Pero por veces, es verdad, sin una pluma que lo explique
                 desde el secreto, aún, del aire,
         flotas por el atardecer no se sabe qué alma
                   que suspendiese como el fluido
                                       de una inmanencia de cisne... 
                  Mas ve, ve:
                  sigo mirándote, mirándote, con las niñas del
                       origen…
                                Y todavía de aquí,
                                                 de aquí,
                         en que por ceñir, o poco menos, a la ciudad
                                 a la que hubiste,
                                sacramentalmente, de “alzar”
una “debilidad” más que de padrino, no podrías, no
     naturalmente, reprimir...
                                      Y es así
         que aun en la tempestad que te estira hasta el confín,
              diríase,
                              en una unidad de siena
                          que quemase el caos... el caos...
         pareces desplegarte lo mismo que una “cinta” para ella
                                detrás de los vidrios
                         y sobre la barranca que le cincelaran
                                todavía… 
                             Pero perdóname que insista
                                               e insista:
    no sé nada de ti. Nada, en realidad, de ti. Y no podré
          decirte jamás...
                         No es una “madera”
sino un “metal”, o los metales, mejor, o más de acuerdo, aún,
                               las ráfagas de unas tuberías,
                   o las ondas de unos hechiceros,
                                lo que requeriría eso que recelas
                    bajo lo femenino que te prestan las veleidades de
                           las horas
                     en complicidad con las estaciones
                                     y con tu infidelidad misma
                                       al que nombras
       y con la visión de un mediterráneo que vela
                           el idilio, ay,
                   de unos sauces en ojiva
sobre el sueño de unas muselinas que espectralmente despabila
                                        el después, sólo,
                                                 del cachilito,
                     plegándolas en seguida, y envejeciéndolas al
                     punto, en un final
                                                        de escalofríos
      que marchita hasta las cejas, hasta las cejas, ahí,
               del anochecer...
                            No sé nada de ti... 
               Y no podré decirte nunca, probablemente. ..
                                   nunca… 
     Pero deja que, al menos, te despida unos pétalos
                      de ese ángelus de mis gramillas
                      que desciende casi hasta el agua
                                 cuando ésta
                      pierde sus ojeras
y da en hilar, fúnebremente, con la primicia que deslíe
                          el duelo de arriba,
                                  la raíz
                          de la lágrima... 
        No sé nada de ti…

Nada… 

 

Alfonsina Storni, Mascarilla y trébol, 1938

Río de la Plata en arena pálido

¿De qué desierto antiguo eres memoria
que tienes sed y en agua te consumes
y alzas el cuerpo muerto hacia el espacio
como si tu agua fuera la del cielo?

Porque quieres volar y más se agitan
las olas de las nubes que tu suave
yacer tejiendo vagos cuerpos de humo
que se repiten hasta hacerse azules.

Por llanuras de arena viene a veces
sin hacer ruido un carro trasmarino
y te abre el pecho que se entrega blando.

Jamás lo escupes de tu dócil boca:
llamas al cielo y su lunada lluvia
cubre de paz la huella ya cerrada.

Río de la Plata en lluvia

Ya casi el cielo te apretaba, ciego
y sumergida una ciudad tenías
en tu cuerpo de grises heliotropos
neblivelado en su copón de llanto.

Unas lejanas cúpulas triznaba,
tu naufragio sobre el horizonte
que la muerta ciudad bajo las ondas
se alzaba a ver el desabrido cielo.

Caía a plomo una llovizna tierna
sobre las pardas cruces desafiantes
en el pluvioso mar desperfiladas.

Y las aves, los árboles, los hombres
dormir querían tu afelpado sueño
liláceo y triste de llanura fría.


Leopoldo Marechal, Adan Buenosayres, 1948

En la ciudad de la Trinidad y puerto de Santa María de los Buenos Aires existe una región fronteriza donde la urbe y el desierto se juntan en un abrazo combativo, tal dos gigantes empeñados en singular batalla. Saavedra es el nombre que los cartógrafos asignan a esa región misteriosa, tal vez para eludir su nombre verdadero, que no debe ser proferido: “El mundo se conserva por el secreto”, afirma el Zohar. Y no a todos es útil conocer el verdadero nombre de las cosas.
[…] El jueves 28 de abril de 192., a las diez horas de la noche, siete aventureros detenían su marcha frente a la región temible que acabamos de nombrar. El que los capitaneaba, guía juicioso pero decidido, avanzó unos pasos todavía y pareció buscar alguna huella en el cerco de las tunas que limitaba la calle y el páramo […] Cierta nerviosidad incontenible reinaba ya en el grupo ante la inminencia de la partida: unos escudriñaban la negrura, que les oponía delante su hermetismo de esfinge; otros volvían sus ojos a la metrópoli que desertaban y cuyas luces parecían guiñarles desde lejos. Y ciertamente aquellos varones, porteños de origen o de vocación, se habían despedido largamente de la ciudad maravillosa […] Todos ellos habían cruzado la cerca y se internaban ya en el mismo campo de la aventura
[…] A partir de aquel instante una embriaguez telúrica enardeció a los expedicionarios: fue un loco desasirse de todas las ligaduras terrestres y una evasión del alma en lo maravilloso.
El primero en dar muestras de aquel poético delirio fue Adán Buenosayres, el cual, deteniéndose bruscamente y reclamando silencio:
–¡Oigan!– exclamó de pronto–. ¡Escuchen!
–¿Qué hay? –preguntaron algunas voces en son de alarma.
–¡Oigan! ¡Es el canto del Río!
–¿Qué río? –gruñó el de la voz humorística.
–¡El Plata!–declamó Adán exaltado–. ¡El río epónimo, como diría Ricardo Rojas! ¡Ha erguido su torso venerable sobre las aguas: lleva la frente ceñida de camalotes, y entona una canción de barro!
Se oyó una risotada en la tiniebla […] Pero Adán insistía:
–El que no ha escuchado la voz del Río no comprenderá nunca la tristeza de Buenos Aires. ¡Es la tristeza del barro que pide un alma! ¡Es el idioma del Río!
No pudo continuar, porque se le atragantó una ola de llanto […]
–El problema no está en el río –empezó a decir entonces el héroe de la talla diminuta–. Si evitamos las tentaciones más o menos líricas y abrimos los ojos…
Pero una mano fofa de molusco le tocó la espalda: era el hombre fortachón y bamboleante como un jabalí ciego.
–¡Alto ahí! –le dijo. Entiendo que Buenosayres nos ofrecía una versión poético-alcohólico-sentimental del Río.
–Vuelvo a sostener que el problema no está en el río –insistió el de talla diminuta con una insolencia muy superior a la que su escaso volumen dejaba esperar.
–¡Y yo sostengo que mientes por la mitad de la barba!– le grito el hombre fortachón, sin advertir que su oponente no la tenía.
–¿Que miento?– gruñó–. ¡Ahora voy a decirles cómo planteo yo el problema de Buenos Aires!
No consiguió hacerlo, porque el hombre de la voz humorística intervino aquí sonoramente.
–¡Atájenlo! –imploró en la tiniebla– ¡Por el divino Saturno, por la sagrada noche, atájenme a este petizo! ¿No ven que ya está oliendo a Espíritu de la Tierra? ¡El muy zorro va a encajarnos otra vez su condenada teoría!

 

Manuel Mujica Láinez, Misteriosa Buenos Aires, 1950

El pastor del río

Hoy, miércoles 30 de mayo, Buenos Aires se asombró desde el amanecer porque allí donde el río extendía siempre su espejo limoso, el río ya no está. El barro se ensancha hasta perderse de vista. Sólo en los bajíos ha quedado el reflejo del agua prisionera. Lo demás es un enorme lodazal en el que emergen los bancos. A la distancia serpentea el canal del Paraná, donde se halló el antiguo amarradero de las naves de España, y luego la planicie pantanosa se prolonga hasta el canal del Uruguay y desde allí hacia Montevideo. Nadie recuerda fenómeno semejante. Los muchachos aprovechan para ir a pie hasta el próximo banco de arena. Unas pocas mujeres llegaron a él, a pesar del viento, y anduvieron paseando con unos grandes velos que las ráfagas les trenzaban sobre las cabezas, de modo que parecían unos títeres suspendidos del aire. Se dice que algunos fueron a caballo a la Colonia, vadeando los canales. En el fango surgieron unas anclas viejísimas, herrumbrosas, como huesos de cetáceos, y el casco de un navío francés que se quemó el otro siglo. Hay doquier lanchas tumbadas, como es justo, ni un pez, ni un solo pez. Los pescadores, furiosos, discuten con las lavanderas, en las toscas resbaladizas. Hoy no se pescará ni se lavará. Y además ¡hace tanto frío!... tanto frío que todo el mundo tiene la nariz amoratada, hasta el señor Virrey don Nicolás de Arredondo, que contempla el espectáculo desde el Fuerte, con su catalejo.
La mañana transcurre entre aspavientos y zozobras. ¿Qué es esto? ¿Puede el río irse así? Y, ¿cuándo regresará? ¿Y si no regresara? San Martín, San Martín, ¿cuándo volverá el Río de la Plata? 

 

Antonio de Benedetto, Zama, 1956

Año 1790

    Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría.
    Llegué hasta el muelle viejo, esa construcción inexplicable, puesto que la ciudad y su puerto siempre estuvieron donde están, un cuarto de legua arriba.
    Entreverada entre sus palos, se manea la porción de agua del río que entre ellos recae.
    Con su pequeña ola y sus remolinos sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompuesto. El agua, ante el bosque, fue siempre una invitación al viaje, que él no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono. El agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos.
    Ahí estábamos, por irnos y no.
    Con ser tan mansa, cuidábame de la naturaleza de esta tierra, porque es infantil y capaz de arrobarme y en la lasitud semidespierta me ponía repentinos pensamientos traicioneros, de esos que no dan conformidad ni, por tiempos, sosiego. Hacía que me diese conmigo en cosas exteriores, en las que, si a ello me resignaba, podía reconocerme.
    Esos temas quedaban sólo para mí, excluidos de la conversación con el gobernador y con todos, por mi escasa o nula facilidad para hacer amigos íntimos con quienes explayarme. Debía llevar la espera ­y el desabrimiento­ en soliloquio, sin comunicarlo. Como me lo decía ese a veces insolente Ventura Prieto, que se me arrimó aquella tarde, por cierto que no buscándome, sino yendo al azar. Consideraba que, en esta tierra llana, yo parecía estar en un pozo. Me lo dijo una vez, y más de una, lo dijo a otros, descuidándose de lo que todos sabían: que fui gallo de riña o al menos dueño de reñidero.
    Apareció precisamente cuando me entretenía el mono y se lo enseñé, para distraerlo y atajar que me preguntara qué esperaba ahí. Y él, Ventura Prieto, que era inferior a mí, caviló un momento, como si buscara el medio de apabullarme en materia de curiosidades o descubrimientos. Luego me refirió una de esas que él llamaba investigaciones y yo ignoro si lo eran pero que, por sospechosas de insinuar comparación, me desconcertaban, dejándome repercusiones que podían superar lo sufrible.
    Dijo que hay un pez, en ese mismo río, que las aguas no quieren y él, el pez, debe pasar la vida, toda la vida, como el mono, en vaivén dentro de ellas; aún de un modo más penoso, porque está vivo y tiene que luchar constantemente con el flujo líquido que quiere arrojarlo a tierra. Dijo Ventura Prieto que estos sufridos peces, tan apegados al elemento que los repele, quizás apegados a pesar de sí mismos, tienen que emplear casi íntegramente sus energías en la conquista de la permanencia y aunque siempre están en peligro de ser arrojados del seno del río, tanto que nunca se les encuentra en la parte central del cauce, sino en los bordes, alcanzan larga vida, mayor que la normal entre los otros peces. Sólo sucumben, dijo también, cuando su empeño les exige demasiado y no pueden procurarse alimento.

 

Ezequiel Martínez Estrada, El hermano Quiroga, 1957

Evité tenazmente, hasta que tuve que ceder, acompañar a Quiroga en sus acrobacias náuticas. La vectación vespertina por la Avenida Alvear tampoco era cuestión de aceptar sin augures. Invitaba con voz que podía significar –“-¿Qué le parece si nos estrelláramos esta tarde? ¿No le resultaría magnífico que nos ahogáramos en el Tigre?”.
Ni él ni yo sabíamos nadar, ineptitud a la que no daba ninguna importancia. Lo que en realidad quería de sus acompañantes, es que juzgaran de la alta calidad de sus construcciones; según opinión de los técnicos, verdaderas obras de arte de la arquitectura naval. Esta era su gran maestría y recóndita vanidad.
La experiencia de cómo guiaba el auto me precavía de sus condiciones de piloto. Pero había siempre una romántica persuasión en su “Invitation au Voyage”. Le apasionaba cuanto representara un peligro mortal, porque en el fondo de su corazón deseaba morir. Como un jugador se entrega al azar con los ojos cerrados, se abandonaba él al albur de la tragedia. Tal es un rasgo peculiar de su psicología, pues evidentemente de ordinario conducía sus relaciones con el semejante dejándose llevar  o arrastrar por el “diablejo de lo perverso” hasta los bordes del precipicio de lo irremediable. Vivía tentando irrespetuosamente a las Parcas.
Sin duda un paseo tal era una prueba de nervios y nada parecido a navegar plácidamente por los canales contemplando los paisajes que constituyen el encanto peculiar del Tigre; paisajes de paz para disfrutar en paz. Pero Quiroga navegaba en el Tigre como Jack London en los archipiélagos del Pacífico. No podía esperarse otro gozo que el de la emoción violenta, el peligro como fin y finalidad de la excursión. Precisamente lo que a nadie se le ocurría ir a buscar al Tigre. No se tenía tiempo ni ganas de observar nada. Ignoro si el navegante vocacional puede unir los sobresaltos de lo imprevisto con la tranquilidad de la contemplación, pero para mí, las pocas veces que acompañé a Quiroga en sus malones al Carapachay, fueron una tortura. Me pareció cierto que tampoco él buscaba en esas correrías placer ninguno, sino, al contrario, la auto-flagelación psíquica, por las metamorfosis del peligro inminente, siempre igual y siempre inesperado. No tengo ninguna versación en temas de deportes violentos ni de seudomórfosis del masoquismo, y carezco de competencia para afirmar que Quiroga amaba lo que podía destruirlo. ¿Destruirlo? No le parecía cierto que pudiera morir. A mí tampoco, pues aunque lo veía tan frágil lo notaba seguro de sí mismo, como sus canoas, livianas e insumergibles.

“Yo tengo –y debo habérselo dicho- gran fe en mi estrella. Por ella esperé confiado en la recomposición”.

Por fin, una tarde Quiroga me persuadió, o quebró en mí el instinto de conservación, y probamos la excelencia de su último navío. Aquella tarde era una lámina luminosa de infinita calma y soledad. Partimos hacia la isla de Ogigia o las Bermudas. Después de sortear las sirtes del Gran Capitán se internó en el Río de la Plata. No sé si las aguas o el timonel imprimían a la embarcación un cabeceo hípico, convulsiones de potro marino. Medio bote sobresalía de la superficie, de modo que no se podía decir si navegaba o volaba. Iba yo asido al borde de la canoa, alerta de un viraje sin preparación que me arrojara por la borda, al mismo tiempo que admiraba la dignidad con que Quiroga empuñaba el timón, con toda la arrogancia de un almirante holandés, acurrucado en la popa. Era un jinete y no un piloto, que alardeaba de no tener ni idea de lo que estaba haciendo.
A pesar de todo, regresamos embarcados al muelle.
(Puedo dar fe de que los botes construidos por Quiroga eran insumergibles y, además, que él los gobernaba como a tritones que esperaban su voz de mando para echarse a volar).
La Era de la Canoa fue la última; la precedieron la de la Moto y la de la Voiturette.

 

Paco Urondo, Dos poemas, 1958

Arijón

A Juan L. Ortiz
A Hugo Gola

ha raspado mi hombro
desvío arijón ha sido
un espinillo que se aparta al pasar
dolorosos recuerdos
o peligrosas intenciones

 

era cuando crecía
como cualquiera
es simplemente el camino que se recorre
y desanda sin temor
fueron miradas
que vieron cada vez más y llegaron
—costeando el paraná por supuesto—
hasta estallar al norte
por san javier

 

y tuvieron que pensar
esos pobres ojos partidos
saber que nada era fácil como ir
ni tan penoso como buscar
desenterrar la validez
en nuestra intimidad más difícil

 […]

*

fue allí siempre
junto al río coronda
donde las aguas fuertes
agredían la tierra
o descubrían cangrejales absortos
o convertían la orilla en barro divino
la canoa era la aventura
el ceibo no era todavía símbolo nacional
sino una flor
—una mujer encendida—
y la arcilla blanda
la prueba de nuestro alcance
la resistencia

 

y fueron los primeros aromas
los ademanes primeros del amor
—como una olita—
abatidos como un junco
penetrando
—como el calor del barro en el pie sumergido—
comunicando la primera ternura creadora

 

—descalza cimbreante tibia
las que acompañó
las primeras andanzas
jugosa como el ceibo
junto al coronda
roja como el sol y su sangre—

 

no se sabe si allí fue
junto a los pajonales
donde fueron revelados
o donde se ocultaron algunos secretos
no recuerdo si entonces fue
por el llamado seco de la cascabel
o por las magnolias
o por el sol

*
caminando se llega
a las islas altas y cambiantes
del coronda
se ignora qué riesgos significan
si es allí el temblor dulce y perecedero
o la traición
si es el sábado lucido
o la ausencia del hombre de la isla
uno no sabe si es el laberinto verde y rosa
donde la avidez se transforma y se multiplica en el crepúsculo
o es que todo no existe
o es que al menos aparece por nuestra imaginación

 

en las islas altas y cambiantes
era posible olvidar mirando
eludir mirando
tratando de sorprender la gracia y la maldad
era fácil quedarse y esperar
pero en las islas altas uno fue
estuvo merodeando y con la adolescencia voló
y es ahora penoso no volver a jugarse el destino
a torcer el itinerario de las aguas calientes

[…]

*

algunos pescadores navegan el nervioso leyes
algún aire conmovido sacude las hojas

 

el porvenir está en el próximo recodo
el pasado mira por el hoyo de los remolinos
el presente silba como una víbora

 

canta en las cuerdas del río
y huye detrás de la aparente tranquilidad

[…]

*
y se mantiene esa pequeña vibración
se desconoce si ella es nuestra
o un latido de las aguas
es un temblor que se teje
de un lado a otro de la trama
y que llega hasta san javier incluso
donde los bañados se mezclan con los algarrobales
donde el arroz aún elimina
a “mucho ignorante” donde la tragedia vibra
en el contorno de un carancho
lugar donde aún permanece el dulce casero
el aparecido
la superstición la diamela de los patios
la enredadera fresca y propicia para conversar
para el amor entre los hombres “de mano en mano”

 

allí y antes también
en cacique ariacaiquín
los últimos indios caen
sin quejarse
y el hachero también allí calla y anuda sus huesos
hilando la trama que va
de una punta a la otra del paisaje
de un vínculo a otro de la juventud
ellos también resisten la crueldad
y esperan
la hora de la palabra y la soltura
*
todo nacía en los salitrales de sauce viejo
junto a la esperanza arcillosa del coronda
en arijón
que nos araña como una mujer ávida
como el filo de las cortezas
como el calor del pecho
y la ternura rápida de una mano

 

y hasta tan lejos para perderse
en las maderas del chaco
de ese lado y hasta tan lejos
siguen la yarará el sueño la tensión el amor

 


Haroldo Conti, Sudeste, 1962

Entre el Pajarito y el río abierto, curvándose bruscamente hacia el norte, primero más y más angosto, casi hasta la mitad, luego abriéndose y contorneándose suavemente hasta la desembocadura, serpea, oculto en las primeras islas, el arroyo Anguilas. Después de la última curva, el río abierto aparece de pronto, rizado por el viento. A pesar de su inmensidad, allí las aguas son muy poco profundas. Desde la desembocadura del San Antonio hasta la desembocadura del Luján es todo un banco. El Anguilas vuelca en la mitad de este banco, entre una llanura de juncos. Según se mire, el paraje resulta desolado, y en un día gris, de mucho viento, sobrecoge a cualquiera. 

 

Julio Cortazar, Rayuela, 1963

Capítulo XV

-En Montevideo no había tiempo, entonces -dijo la Maga-. Vivíamos muy cerca del río, en una casa grandísima con un patio. Yo tenía siempre trece años, me acuerdo tan bien. Un cielo azul, trece años, la maestra de quinto grado era bizca. Un día me enamoré de un chico rubio que vendía diarios en la plaza. Tenía una manera de decir "dário" que me hacía sentir como un hueco aquí... Usaba pantalones largos pero no tenía más de doce años. Mi papá no trabajaba, se pasaba las tardes tomando mate en el patio. Yo perdí a mi mamá cuando tenía cinco años, me criaron unas tías que después se fueron al campo. A los trece años estábamos solamente mi papá y yo en la casa. Era un conventillo y no una casa. Había un italiano, dos viejas, y un negro y su mujer que se peleaban por la noche pero después tocaban la guitarra y cantaban. El negro tenía unos ojos colorados, como una boca mojada. Yo les tenía un poco de asco, prefería jugar en la calle. Si mi padre me encontraba jugando en la calle me hacía entrar y me pegaba. Un día, mientras me estaba pegando, vi que el negro espiaba por la puerta entreabierta. Al principio no me di bien cuenta, parecía que se estaba rascando la pierna, hacía algo con la mano... Papá estaba demasiado ocupado pegándome con un cinturón. Es raro cómo se puede perder la inocencia de golpe, sin saber siquiera que se ha entrado en otra vida. Esa noche, en la cocina, la negra y el negro cantaron hasta tarde, yo estaba en mi pieza y había llorado tanto que tenía una sed horrible, pero no quería salir. Mi papá tomaba mate en la puerta. Hacía un calor que usted no puede entender, todos ustedes son de países fríos. Es la humedad, sobre todo, cerca del río, parece que en Buenos Aires es peor, Horacio dice que es mucho peor, yo no sé. Esa noche yo tenía la ropa pegada, todos tomaban y tomaban mate, dos o tres veces salí y fui a beber de una canilla que había en el patio entre los malvones. Me parecía que el agua de esa canilla era más fresca. No había ni una estrella, los malvones olían áspero, son unas plantas groseras, hermosísimas, usted tendría que acariciar una hoja de malvón. Las otras piezas ya habían apagado la luz, papá se había ido al boliche del tuerto Ramos, yo entré el banquito, el mate y la pava vacía que él siempre dejaba en la puerta y que nos iban a robar los vagos del baldío de al lado. Me acuerdo que cuando crucé el patio salió un poco la luna y me paré a mirar, la luna siempre me daba como frío, puse la cara para que desde las estrellas pudieran verme, yo creía en esas cosas, tenía nada más que trece años. Después bebí otro poco de la canilla y me volví a mi pieza que estaba arriba, subiendo una escalera de fierro donde una vez a los nueve años me disloqué un tobillo. Cuando iba a encender la vela de la mesa de luz una mano caliente me agarró por el hombro, sentí que cerraban la puerta, otra mano me tapó la boca, y empecé a oler a catinga, el negro me sobaba por todos lados y me decía cosas en la oreja, me babeaba la cara, me arrancaba la ropa y yo no podía hacer nada, ni gritar siquiera porque sabía que me iba a matar si gritaba y no quería que me mataran, cualquier cosa era mejor que eso, morir era la peor ofensa, la estupidez más completa. ¿Por qué me mirás con esa cara, Horacio? Le estoy contando cómo me violó el negro del conventillo, Gregorovius tiene tantas ganas de saber cómo vivía yo en el Uruguay.
-Contáselo con todos los detalles -dijo Oliveira.
-Oh, una idea general es bastante -dijo Gregorovius.
-No hay ideas generales -dijo Oliveira. 

Capítulo XXI

[...] ¿Qué le voy a hacer? En mitad del gran desorden me sigo creyendo veleta, al final de tanta vuelta hay que señalar un norte, un sur. Decir de alguien que es un veleta prueba poca imaginación: se ven las vueltas pero no la intención, la punta de la flecha que busca hincarse y permanecer en el río del viento. 
Hay ríos metafísicos. Sí, querida, claro. Y vos estarás cuidando a tu hijo, llorando de a ratos, y aquí ya es otro día y un solo amarillo que no calienta. J`habite à Saint-Germain-des-Prés, et chaque soir j’ai rendez-vous avec Verlaine. / Ce gros pierrot n`a pas changé, et pour ocurrir le guilledou... Por veinte francos en la ranura Leo Ferré te canta sus amores, o Gilbert Bécaud, o Guy Béart. Allá en mi tierra: Si quiere ver la vida color de rosa / Eche veinte centavos en la ranura... A lo mejor encendiste la radio (el alquiler vence el lunes que viene, tendré que avisarte) y escuchás música de cámara, probablemente Mozart, o has puesto un disco muy bajo para no despertar a Rocamadour. Y me parece que no te das demasiado cuenta de que Rocamadour está muy enfermo, terriblemente débil y enfermo, y que lo cuidarían mejor en el hospital. Pero ya no te puedo hablar de esas cosas, digamos que todo se acabó y que yo ando por ahí vagando, dando vueltas, buscando el norte, el sur, si es que lo busco. Si es que lo busco. Pero si no lo buscara, ¿qué es esto? Oh mi amor, te extraño, me dolés en la piel, en la garganta, cada vez que respiro es como si el vacío me entrara en el pecho donde ya no estás. 
-Toi –dice Crevel- toujours prèt à grimper les cinq étages des pythonisses faubouriennes, qui ouvrent grandes les portes du futur... 
Y por que no, por qué no había de buscar a la Maga, tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, el arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y oliva que flota sobre el río que dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, nos íbamos por ahí a la caza de sombras, a comer papas fritas al Faubourg St. Denis, a besarnos junto a las barcazas del canal Saint-Martin. Con ella yo sentía crecer un aire nuevo, los signos fabulosos del atardecer o esa manera como las cosas se dibujaban cuento estábamos juntos y en las rejas de la Cour de Rohan los vagabundos se alzaban al reino medroso y alunado de los testigos y los jueces... Por qué no había de amar a la Maga y poseerla bajo decenas de cielos rasos a seiscientos francos, en camas con cobertores deshilachados y rancios, si en esa vertiginosa rayuela, en esa carrera de embolsados yo me reconocía y me nombraba, por fin y hasta cuándo salido del tiempo y sus jaulas con monos y etiquetas, de sus vitrinas Omega Electron Girard Perregaud Vacheron & Constantain marcando las horas y los minutos de las sacrosantas obligaciones castradoras, en un aire donde las últimas ataduras iban cayendo y el placer era espejo de reconciliación, espejo para alondras pero espejo, algo como un sacramento de ser a ser, danza en torno al arca, avance del sueño boca contra boca, a veces sin desligarnos, los sexos unidos y tibios, los brazos como guías vegetales, las manos acariciando aplicadamente un muslo, un cuello... 
-Tu t`accorches à des histories –dice Crevel-. Tu ètreins des mots...
-No, viejo, eso se hace más bien del otro lado del mar, que no conocés. Hace rato que no me acuesto con las palabras. Las sigo usando, como vos y como todos pero las cepillo muchísimo antes de ponérmelas.

 

Ernesto Che Guevara, Diario de Bolivia, 1967 

Marzo 6

Día de caminata intermitente hasta las 5 de la tarde. Miguel, Urbano y Tuma son los macheteros. Se avanzó algo y se ven a lo lejos unos firmes que parecen ser los de Ñacahuasú. Sólo se cazó un lorito entregado a la retaguardia. Hoy comemos palmito con carne. Nos quedan tres comidas muy escasas.
h – 600 ms. 

Marzo 7

4 meses. La gente está cada vez más desanimada, viendo llegar el fin de las provisiones, pero no del camino. Hoy avanzamos entre 4 y 5 kilómetros por la orilla del río y dimos al final con un trillo prometedor. La comida: 3 pajaritos y ½ el resto del palmito; a partir de mañana, lata pelada, a un tercio por cabeza, durante dos días; luego la leche, que es la despedida. Para Ñacahuasú deben faltar dos a 3 jornadas. 
[...] 

Marzo 9

Temprano iniciamos la tarea del cruce, pero fue necesario hacer una balsa, lo que demoró bastante. La posta anunció que se veían gentes semidesnudas del otro lado; eran las 8.30 y se suspendió el cruce. Se ha hecho un caminito que sale al otro lado pero a un claro desde donde nos ven, por lo que hay que salir de mañanita aprovechando la niebla del río. Cerca de las 16, tras un desesperante observatorio que para mí duró desde las 10.30, se tiraron al río los proveedores (Inti y Chinchu), saliendo muy abajo. Trajeron un puerto, pan, arroz, azúcar, café, algunas latas, maíz sarazo, etc. [...] Los ingenieros de yacimientos no saben bien cuánto hay al Ñacahuasú, pero suponen 5 días de camino; los víveres nos alcanzan si fuera así. La bomba pertenece a una planta de bombeo que se está construyendo. 

Marzo 10

Salimos a las 6.30 caminando 45 minutos hasta alcanzar a los macheteros. A las 8 comenzó a llover siguiendo hasta las 11. Caminamos, efectivos, unas 3 horas acampando a las 5. Se ven unas lomas que podría ser el Ñacahuasú. Braulio salió a explorar y regresó con la noticia de que hay una senda y el río sigue recto al oeste.
h – 600.

Marzo 11

El día comenzó bajo buenos auspicios. Caminamos más de 1 hora por un camino perfecto, pero éste se perdió sin transición. Braulio tomó el machete y siguió trabajosamente hasta encontrar una playa. Los dejamos tiempo a él y Urbano para que abrieran camino y cuando íbamos a seguir, la creciente nos cortó el camino, fue cosa fulminante y el río creció cerca de un par de metros.
Quedamos aislados de los macheteros y constreñidos a hacer camino en el monte. A las 13.30 horas paramos y mandé a Miguel y Tuma con el encargo de conectar con los vanguardistas y dar orden de regresar si no se lograba llegar al Ñacahuasú o a un lugar bueno.
A las 18 volvieron; habían caminado unos 3 kilómetros llegando a un farallón cortado a pico. Parece que estamos cerca pero las últimas jornadas serán muy duras si no baja el río, lo que luce muy improbable. Caminamos 4-5 K.
Se suscitó un incidente desagradable porque a la retaguardia le falta azúcar y oscila la sospecha entre menos cantidad en el reparto o ciertas licencias de Braulio. Hay que hablar con éste.
h – 610
[...] 

Marzo 15

Cruzamos el río, pero sólo el centro, y el Rubio y el Médico para ayudarnos. Pensábamos llegar a la desembocadura del Ñacahuasú pero llevábamos 3 hombres que no saben nadar y un gran peso. La corriente nos arrastró cerca de un kilómetro y ya la blasa no se podía cruzar, como era nuestra intención. Quedamos los 11 de este lado y mañana volverán a cruzar el Médico y el Rubio. Cazamos 4 gavilanes que fue nuestra comida, no tan mala como podía preverse. Todas las cosas se mojaron y el tiempo sigue cargado de agua. La moral de la gente es baja; Miguel tiene los pies hinchados y hay varios más en esas condiciones.
h – 580 

Marzo 16

Decidimos comernos el caballo, pues ya era alarmante la hinchazón. Miguel, Inti, Urbano y Alejandro, presentaban diversos síntomas; yo una debilidad extrema. Tuvimos un error de cálculo, pues creíamos que Joaquín pasaría pero no fue así. El Médico y Rubio trataron de cruzar para ayudarlos y fueron expulsados río abajo, perdiéndose de vista; Joaquín solicitó autorización para cruzar y se la di; también se perdieron río abajo.

 

Manuel J. Castilla, Andenes al ocaso, 1967

Orillas del Pilcomayo 

Vuelvo a mirar de nuevo el Pilcomayo
y el paso solitario de una garza blanquísima
derrumba entre mis ojos
una nevisca rosa en el crepúsculo. 
Sobre esta tierra lisa,
en este chaco,
entre picadas blancas de arena que nos pierden
donde el silencio es una nube tendida y alargada,
sobre esta arena, digo,
dejo mis huellas para siempre
como quien se desviste de sombra y se entristece. 
Aquí nace el polvoso tatuaje de los chacos.
Uno se hunde en ellos como en su propia greda
y desde allí, ya medio ahogado,
canta con una voz de lámpara arcillosa. 
Siente que dentro de ella
un chorote tristísimo
ahuma con resinas de algarrobo nuestro origen,
lo pone en unos leves hilos de chaguar
lo tinta en las raíces calientes de las tuscas
y nos lo da como a su primer beso,
tímido y luminoso. 
Déjenme que recuerde
esta guirnalda pobre;
este poco de vino por el viaje
que Nisapé emprendía siempre desde su sueño.
“-Nusapé –me contaba- quiere decir el indio que siempre se va lejos”. 
El Pilcomayo,
su arena yendo ahogada en suaves tumbos
tragaba y devolvía
el más hermoso esplendor de los días
y al pie del cielo caído
acezaba el más leve latido de la tierra. 
¡Oh, riberas, oh, río,
oh, garzas lentas!
¿Cómo podré olvidaros?
¿A cuál de ustedes cuento este recuerdo?
Era un quirquincho niño el que mamaba.
Prendido de las ubres de la madre redonda
eran los dos, un trozo tierno de la luna,
piedras llenas de leche
rodando en el arroyo de la vía láctea,
roca goteando vida miedolenta. 
Pilcomayo.
Gajo vivo del chaco.
Sombra de mi memoria apaciguada.
Mármol brotando blando del desierto,
herida abierta
por el insomne canto de los pájaros. 
Ando tu hollejo bayo.
Toda mi barba es rama de tu harina polvorosa.
Canto bagualas, lejos, con tus gauchos
mientras caigo en tu luna, enorme y amarilla
como el más antiguo corazón de las frutas. 

 

Juan José Saer, La mayor, 1976

Discusión sobre el término zona 

Lugar: Un restaurant de nombre “El dorado”, del otro lado del puente colgante, sobre el camino de la costa; en rigor, un cubículo desparejo de lata, dividido en dos por un tabique de madera, con una galería de madera que da sobre el camino y un patio trasero lleno de árboles, separado del río por una baranda de troncos. Después de la baranda viene un declive abrupto, la barranca, y en seguida el río. En la otra orilla, casas elevadas sobre pilares de madera dan sus fachadas frágiles al agua. 
Época: Un día de febrero de 1967, a las dos de la tarde. 
Temperatura: Treinta y siete grados a la sombra. 
Protagonista: Lalo Lescano, y Pichón Garay. Han nacido el mismo día del mismo año, 1940, pero mientras que miembros de la familia Garay sostienen descender del fundador de la ciudad, Juan de Garay, el día en que Lalo Lescano nació unas vecinas tuvieron que hacer una colecta para mandar a la madre de Lalo al hospital ya que su padre, que era mozo en un restaurant, se demoró muchas horas antes de volver a su casa, se supone que en las carreras de caballos.  
Circunstancias: Comida de despedida, porque Garay saldrá dentro de unos meses para Europa, donde se quedará a vivir unos años.
La discusión comienza cuando Garay dice que va a extrañar y que un hombre debe ser siempre fiel a una región, a una zona. Garay habla mirando hacia el agua […] mientras amasa con el índice un pedazo de papel de diario que ha servido de envoltorio para los pescados a la parrilla […] Cuando el pedacito de papel está bien amasado, Garay lo tira en dirección al río sin cuidarse de ver donde cae. Lescano sigue la trayectoria de la bolita gris con la mirada, y dice entonces que no hay regiones, o que es más bien difícil precisar el límite de una región. Y explica: ¿Dónde empieza la costa? En ninguna parte. No hay un punto preciso en el que se pueda decir que empiece la costa. […] La proximidad del río no es un buen argumento, porque hay partes de la costa que no están en la proximidad del río, y se las llama sin embargo costa. […] Y la ciudad, ¿dónde termina? No en la caminera, porque la gente que vive más allá de la caminera dice, cuando le preguntan dónde vive, que vive en la ciudad. Por lo tanto, no hay zonas. No entiendo, termina Lescano, cómo se puede ser fiel a una región si no hay regiones.
No comparto, dice Garay.

 

Aníbal Ford, La Arena, 1977 

¿Tienen lugares los pueblos?

Sebastián mira el camino que se pierde en la travesía. Sin alambrados, puro polvo, tierra comida por la arena y el salitre. Mira y se pregunta: ¿tienen lugares los pueblos? Camina razonando así por entre las pocas cosas que se mantienen en pie, cruza al lado del cementerio tapado por el monte y los alpacatales. También otea el cielo sin bandadas.
[…] Antes el río ordenaba el tiempo. Dos veces por año venía fuerte, rompía el cauce, deshacía los caminos y los puentes, volteaba alambrados, dejaba todo agua.
Ahí salía Sebastián, con el cuñadito, que era el que lo había criado a él, chapaleando, montando en el bayo para levantar los alambrados de la estancia grande. El río a veces los aislaba, había que hacer un rodeo de más de cuarenta leguas para llegar a las colonias, pero cuando se iba dejaba todo verde, llenaba de bandadas el cielo, ahogaba el polvo y el desierto.
Después el río comenzó a venir menos, menos, hasta que no vino más. Sebastián lo esperó cada año. Este río tiene que venir, razonaba, y fue uno de los más duros en este razonamiento. Otros, cuando la tierra se peló y se murieron los animales buscando agua y los pastos se amarillaron, montaron las cosas en los carros y se hundieron en la travesía buscando otras aguadas. Sebastián los veía venir, encarar gachos el viento, el polvo y los cardos rusos que cruzaban el camino formando pelotas de silencio.
-¿Dónde mierda? –se preguntaba.
Sabía que cada uno se llevaba figuras, señales del pueblo en la bronca y la mirada. Y buscaba entonces distraerse con algún razonamiento. Por ejemplo: lo que decía el telegrafista antes de irse, cuando cerraron la comisaría, al explicar los años malos. No fue sólo el río, decía Fernández. Antes, cuando la guerra del 14, no venía carbón a la Argentina, y tuvieron que talar los caldenes para alimentar las máquinas del ferrocarril. Montes enteros de caldenes fueron desapareciendo para alimentar las máquinas y eso, según Fernández, hizo que se acabara la lluvia y creciera el desierto. Después vinieron las secas y después lo del río, cuando comenzaron a taponarlo para regadío de los gringos de allá, de las colonias. Puede ser, se decía Sebastián, mientras venía razonando por la calle de tierra. Pero no llegaba a interpretar bien las explicaciones de Fernández.
Era más claro lo de Simona. Y Simona se fue, no había duda, cuando el río no vino más. Se enojó con tanta tristeza y lamento. Con tanta esperanza inútil.
-¡Dejate de joder con ese río, Sebastián! –le decía.
Sebastián, que se para ahora frente a la tapera que fue de Amodio, la ve ahí, detrás del cementerio, en el río, en el fondo del boliche, en la barra, abierto el vestido, ofreciendo esa carne sabia, peleadora. Aprovechando cada momentito de distracción del pueblo. Y la ve también, como a los otros, encarar la travesía y el viento de la seca. Atrás, en el carro, sus cosas.
-Se te va a llenar de polvo el colchón, pero vos sabés sacudirlo como nadie –le dijo antes de volverse para no verla más mientras ella se iba con la mirada segura, clavada en un punto.
¿Tienen lugares los pueblos?

 

Sara Gallardo, El país del humo, 1977

Un camalote

Leyendo a Walter Scott se me ocurrió edificar un castillo frente al Paraná. Me hizo feliz con sus almenas, torres, puente levadizo. Un camalote trajo por el río a un tigre de la región del norte.
Mató a mi mujer y a mis tres hijos.
Leyendo a Walter Scott: olvidé dónde estaba.
Ya no lo olvidaré.

 

David Viñas, Literatura Argentina y Política. De Lugones a Walsh, 1977

Rodolfo Walsh, el ajedrez y la muerte

* Llegué a presentir en aquellos días que el humor cambiante de Walsh coincidía con las alzas y bajas de las mareas: descendía el río y Walsh se iba extendiendo en su hamaca y en sus opiniones sobre Hemingway. Y su desaliento marcaba silencios intercalados apenas por uno de sus ademanes más repetidos: apuntaba con el dedo a una torcaza que revoloteaba entre los sauces; cerraba un ojo; iba recogiendo el índice: "En la ciudad yo llego a perder el sentido" decía; "el problema es encontrar un conjuro". La torcaza se había depositado en la rama más alta de un álamo. 
[...] 
* Piri Lugones nos dejó solos en esa casa del Delta. Ella se había trepado a la popa de una lancha y no dejó de saludarnos mientras se alejaba, alzando el brazo y dejando que el chal le revoloteara igual a otro río diminuto, muy rojo. Walsh elogió, entonces, algunos cuentos de Setenta veces siete; insinuó ciertos reparos sobre "el crujido de los finales" y después se encarnizó con las subas y bajas de la Bolsa literaria. Recuerdo que dijo "Más veloces y más injustas que las mareas del río". Y como ese atardecer le tocó el turno al ascetismo,que WaIsh defendió con un fervor jansenista a medida que se entusiasmaba con la palabra "despojado" y el paladeo de algún verso de Shelley que se escandía sobre el antebrazo desnudo, yo fui proponiendo "Gallegos", "Pico Truncado" y "Cañadón de la Yegua Quemada". Él prefirió el "Gran Valle". Pero ahí nos reencontramos: entre 1os matorrales y los caballos que galopaban sin levantar polvareda. Él se inclinaba por los zainos; yo por los alazanes. De ahí pasamos a nuestros colegios de curas: él se enterneció con el Padre Dollans que hamacaba sus caderas de matrona al tocar el armonio a pedales cuando se señalaba la punta de los zapatos hablando del infierno. Yome demoré demasiado con el Padre Adij y su breviario forrado de hule. 
Al anochecer, mientras yo me trepaba a una silla para enroscar la bombita floja, WaIsh se fue hacia el borde del río: allí se sentó en a la punta del muelle de madera. Se puso a pescar. Doblaba el cuerpo sobre el agua. Parecía muy atento a su caña y a la marea que iba subiendo. 
[...] 
* El vuelo de pájaro es una constante en la manera de mirar en la literatura argentina: se da en El matadero, se reitera en el Sarmiento que contempla el cruce del Paraná por el Ejército Grande, se repite también con Alberdi en su sobrevuelo del Aconquija. Quizá La Bolsa y Lugones reproduzcan esa óptica que proyecta la perspectiva del narrador omnisciente. 
Walsh, mediante sus planos explicativos, inesperadamente incurre en ese ademán. Incluso cuando describe una partida de ajedrez "vista desde arriba". Parecería que allí sobrevive una dimensión teológica. 
* En aquella semana del Tigre en compañía de Walsh, una noche nos entusiasmamos elogiando a Eva Perón. Desproporcionadamente, por ahí, pero era la única manera que teníamos de disminuirlo a Perón y de conjurar su peso histórico que entonces nos abrumaba.
Algo parecido nos pasó con el Che: lo elogiamos con fervor y sin matices; pero a Walsh y a mí, de pronto, también nos pareció que nuestro entusiasmo era excesivo. Pero no contábamos en aquella época con otra forma de ser reticentes con Fidel Castro. "¿Es un juego?" Walsh me dijo que sí y se rió con acidez; y se largó a imaginar una pareja de Eva y el Che. Aunque al final —ya iba amaneciendo y alguien nos llamaba desde el río— sugirió que ese presunto casal hubiera resultado un asunto incestuoso.

 

Ricardo Zelarayán, La piel de caballo, 1986

Un remolcador cachuzo arrastra su panza chota por la mugre líquida del Riachuelo. ¡Riacho puto, angurriento de aceite fabriquero y portuario! ¡Riacho sediento de aceite tachón! Un remolcadorcito fullero y piratón anda ese riacho guacho. Andando nomás, sin remolcar un carajo por el momento. Andando como lancha nomás por el Riachuelo inmundo rumbo a la Gran Charca donde se pudren los cadáveres irreconocibles de los dos grandes ríos suicidas. ¡Hay cada renuncio en esta vida! ¡Rumbo a esa charca cenagosa, viscosienta, algodonosa donde los barcuchos y los grandes paquebotes de los gringos tropiezan –si no me los llevan de la soguita– con esos turros hormigueros sin hormigas que son los bancos de arena o esa blandas montañas de soretes, esa enorme masa fecal que expele incontinente el ano paquidérmico de la Reina del Plata! ¡Puta que hace calor! Don Venancio Dalmiro Roca, alias Cascote, el patrón del remolcador, lleva puestas a la fuerza dos gruesas camisetas de sudor mefítico, pestoso, y apoya sus ciento diez kilos en sus patas mugrientas y chatas sobre las arcillas del piso podrido. De tanto en tanto, las grandes manchas aceitosas con reflejos azulados lo incitan a escupir. Don Venancio lanza entonces un gargajo denso, verdoso oscuro, bien de hombre, que flota durante largo rato como una florcita blanca sobre el agua negra. ¡Oh bellas flores blancas del Riachuelo! Pero, ¡guarda! ¡guarda! Ahí viene justo, de contramano, “La Flor del Riachuelo”, una vieja chata untosa llena ’e sandías coloradas. Don Venancio, con buen olfato, se hace a un costao, mientras espanta las pesadas moscas que se pegan a sus párpados sudados. Lenta y agradecida, “La Flor del Riachuelo” le obsequia una sandía gorda, ¡caliente como la gran puta! Bueno, piensa el patrón: A sandía regalada… Ahora los reflejos del sol bochornoso en el agua le jaspean el torso desnudo con pitucas y movedizas manchas de luz. ¡Altro que efectos de luz negra! Pero el gordo Venancio no está por eso. Está en el paco de plata fresca del paquebote, del transatalántico que lo está esperando. Su remolcador cachuzo y cachiento no afloja. Claro que a veces cincha tanto que al final hay que remolcarlo. Pero el gordo todavía se rasca sus buenos mangos con las piratongas changas changarinas que dse hace con su remolcadorcito. –Aura enderezará derechito hacia la boya 714– dice con voz cansina, ya en la Charca, a su grumetito-tripulante-maquinista Jeta’e Bagre, un chaqueñito oscuro y vivaracho de veintitrés años a quien paga jornalitos de hambre, pero que se las arregla… no con el patrón carnudo sino con un suplemento que consigue por el otro costado, el costado dulce, la dulce Alcira, una chirucita divina y de cabeza fresca p’ administrar los mangos de su marido. Mangos rotosos o nuevitos pero mangos contantes y sonantes, mangos bien remolcados.

 

Silvina Ocampo, Cornelia frente al espejo, 1988

Leyenda del aguaribay

El aguaribay caminaba:
Irineo nos mostró
el tutor que había puesto
el día en que lo plantó
a un metro y medio del remanso;
midió con una ramita
lo que había avanzado.
¿Sería cierto?
“Quería beber agua” explicó Irineo,
“por eso se acercó al río”.
El aguaribay caminaba de noche.
En los días de viento
se oían sus pasos.
¿Se quejaba?
Alguien pegó la oreja al tronco y exclamó:
“Se queja, por eso, algunos lo llaman sauce llorón”.
A la hora de la comida
la familia hablaba mucho
para no oír los pasos del árbol y el quejido.
Los pasos daban miedo.
Pasaron los años y el árbol llegó
al borde del remanso,
pero no le pareció
que estaba bastante cerca;
se inclinó para beber agua.
Irineo dijo que sorbía
como caballo a veces,
otras como perro.
Una noche de tormenta
en que el rancho crujía
y volaba la paja del techo
se oyeron con claridad
los pasos del árbol.
Era pleno verano y Daniel
el hijo menor de Irineo
había salido con sus amigos
a pescar mojarritas en el río.
Era tarde. No volvía.
El vieno comenzó a soplar.
Irineo salió en busca de su hijo.
Al salir advirtió que el aguaribay
castigado por el viento
se había desprendido de la tierra.
Al ver el árbol caído en el agua
Irineo se inclinó para mirar
la cabellera de hojas verdes:
entre dos de las ramas que formaban una horqueta
vio a su hijo sano y salvo.
El aguaribay había salvado a su hijo.
Pero siguieron llorando para siempre
todos los sauces de su estirpe
en memoria de aquel que caminó como una persona
para cumplir con su destino. 

 

Juan José Saer, El río sin orillas, 1991

Nacido al lado de Gualeguay, provincia de Entre Ríos en 1896 y muerto en Paraná en 1978, Juan Laurentino Ortiz, a quien todo el mundo llamaba Juan L., pasó prácticamente su vida entera auscultando ese laberinto de agua. La ciudad de su infancia puede ser considerada, por su posición geográfica, como la matriz o el ombligo de la región fluvial, ya que se encuentra justo en la mitad de la base del triángulo invertido que trazan en Paraná y el Uruguay cuando, reuniéndose en el vértice del delta, forman en estuario. Equidistante a vuelo de pájaro de los dos afluentes, un poco más alejado de la desembocadura, su pueblo natal, Puerto Ruiz, domina el triángulo isósceles que forman los lados de agua. La multiplicación de ríos, riachos, arroyos, esteros, lagunas, pantanos, que ya desde el sur del Brasil y desde el Paraguay empieza a converger hacia el sur, en las proximidades del estuario se vuelve vertiginosa. Como su nombre lo indica, todo el perímetro de la provincia de Entre Ríos es acuático, y su territorio entero está surcado de ríos y de arroyos que, más que en otras provincias del Litoral, han preservado la toponimia indígena: Nogoyá, Gualeguay, Villaguay, Ñancay, Gualeguaychú, Mocoretá, Guaiquiraró. Para formar el delta, el Paraná, “el cual es muy caudalosísimo y entra en este de Solís por veintidós bocas”, se desgaja en brazos innumerables, el Paraná Pavón, el Paraná Ibicuy, el Guazú, el Miní, el Paraná de las Palmas. Las colinas entrerrianas, la proliferación acuática, y la llanura a partir de la orilla oeste del Paraná, las islas aluvionales y chatas del delta, el estuario ilimitado: de eso está compuesto el lugar, que él transformó en paisaje y en entrecruzamiento cósmico, en el que nació y vivió Juan L. Ortiz.    

 

Oscar Taborda, 40 Watts, 1993

Después, durante 50 metros,
entre unos árboles rectos y apretados
cuyas ramas susurraban en lo alto,
desentendidas de la baba que enlazaba
la humedad del suelo a los troncos y raíces,
bajamos hasta dar con la barranca
y salir de nuevo a la claridad del día.
Nos llegaba el arrullo de torcazas
sobre unos espinos que parecían grises;
pensábamos ir a robar huevos de sus nidos
pero antes de hacerlo, en la luz de seda,
vimos los restos de una pequeña usina
y un par de chanchos que flotaban muertos.
La corriente del río era desviada
por una pared caída de costado,
y había ramas de sauce, envases plásticos,
atorados y ayudando en la defensa
de aquello que tenía la serenidad de un lago
indolentes, como mandarines en su jardín
estaban ahí, girando en el remanso,
mientras saqueaba un ejército de moscas en sus tripas y donde hubieron ojos.
Era mediodía, el sol tapado por las nubes,
y no quedaba, creímos, nada por hacer
más que mirar a esos monjes penitentes
y esperar que algo nos fuera revelado.
Se erizaban las aguas en la orilla opuesta
y se mecían juncos y altas espadañas
con el presagio de una próxima tormenta.
Todavía no sabía que alguien nos mirara
ni que el fraude, en vez de terminar,
comenzara a crecer como una plaga.
Así que sentados en la orilla desvalida
y ante el reflejo invertido de las matas
dejé mi mente en blanco y con un palo
suelto, sacado del piso, hubo que desenterrarlo,
me puse a golpear sobre esos vientres
haciendo saltar el limo a los costados.

 

Fernanda García Curten, La noche desde afuera, 1996 

Una trenza con hebilla de nácar

La canoa dio una sacudida. Se detuvo.
-¿Qué pasa?
-Nada- dijo Gabriel-, aquí nos quedamos. Estábamos varados en medio del río.  
Alcancé a ver la arena del fondo claramente. Gabriel se arremangó los pantalones y saltó de la canoa; el agua apenas le sobrepasaba los tobillos. Gabriel tironeando de la soga y yo con los remos, intentamos desencajarla de la arena. La escena era  tan absurda que de golpe nos pusimos a reír, pero tuve la impresión de que nos habíamos alejado mucho de la vida. 
- Vas a tener que bajar- oí, y fue como si el desamparo hubiera hecho estragos en todo mi cuerpo. En menos de un instante debí volverme insípida. Como si una horda de mujeres decrépitas me hubiera saqueado y llevado mi juventud muy lejos. Me saqué los zapatos, recogí el vestido hasta las rodillas y aferré mi mano a la que Gabriel me tendía para ayudarme a bajar. Mis pies se hundieron en el agua y tocaron la arena del fondo. 
-¿Sabés nadar? –preguntó. Se reía. Yo, en alguna celda lejana de mi cuerpo, tuve intención de devolverle la sonrisa; pero sentí que todas estaban consumiéndose muy adentro. 
Gabriel comenzó a arrastrar la canoa en busca de un sitio profundo. Yo caminaba detrás con el vestido apretado entre los dedos, al ras del agua. Miré el río infinito y sentí vértigo. Delante de nosotros, pero todavía lejos, una rama seca había quedado al descubierto por la bajante. Cuando avanzamos más, vi que la rama no salía del agua, sino que estaba aislada en una pequeña elevación de arena. Gabriel desvió la canoa; dijo que por allí no íbamos a poder pasar. Yo estuve a punto de seguirlo, a ciegas, pero me quedé quieta. Mis ojos acababan de ver algo brillante sobre la rama, y lo volvían a ver cada vez que el viento la hacía girar y la golpeaba el sol. Caminé, sin vacilar, hacia aquel brillo, como si fuera un hallazgo preparado especialmente para mí. Cuando estuve cerca, me incliné y la descubrí con los dedos: era una gran hebilla de nácar, antigua. Tenía un broche diferente de los que se usaban entonces. Quise desprenderla de la rama pero estaba algo enredada entre las largas hojas ya secas. Tiré de ella con cuidado de no romperla, y unido a la hebilla vi aparecer un largo cordón formado por innumerables y delgadísimas hebras que bajo la luz del sol se volvían doradas. 
En ese momento oí a Gabriel que se acercaba corriendo por el agua. Cuando reconoció lo que tenía entre mis manos se apartó.
-Pero eso es una trenza de mujer. 
Yo no dije nada. El sol iluminaba algunas regiones del río elevándolas, otras parecían bajar condenadas a grandes salpicaduras de sombra. Apreté la trenza con suavidad; estaba completamente seca. Con una calma que nunca creí conseguir en aquel sitio empecé a caminar hacia la canoa.  

 

Carlos Gamerro, Las islas, 1998

Las había visto innumerables veces antes, como todos los habitantes de la ciudad, pero siempre era como la primera, y necesitaba varios minutos para aceptar que realmente estaban ahí: menos irreales en el recuerdo que frente a frente, como si sólo la imaginación pudiera concebir que la extensión de aguas barrosas del Río de la Plata hubiera cristalizado en estos dos palacios de hielo sin mancha, se habían convertido para todos los porteños en un nuevo símbolo de su ciudad, rivalizando incluso con el obelisco, insípido y primitivo en comparación. Para una ciudad que en más de cuatrocientos años no ha conseguido sobreponerse a la opresiva horizontalidad de pampa y río cualquier elevación considerable adquiere un carácter un poco sagrado, un punto de apoyo contra la gravedad aplastante de las dos llanuras interminables y el cielo enorme que pesa sobre ellas: y ahora yo estaba por convertirme en uno de los contados mortales que en sus vidas disfrutarían del privilegio de conocerlas por dentro. 
Me bajé a la entrada de Puerto Madero y a pie comencé a recorrer la larga explanada que llevaba hasta ellas: De lejos la profusión de soles invernales reflejada en sus innumerables ventanas espejadas las confundía en un bloque único, una estructura monolítica que por momentos parecía, más que un edificio levantado por hombres, una montaña acabada de nacer, inmaculada de erosión, empujada a través de la piel verde y tierna de la pampa por los retortijones subterráneos de algún colosal. Pero a medida que me acercaba, con las manos en visera bajo las ramas desnudas de los jacarandáes, la uniforme cumbre de hielo se separaba en las dos agujas idénticas que la componían: dos navajas alineadas filo contra filo dejando entre ellas un espacio intolerablemente delgado y perfecto a través del cual el rebote del sol sobre la plancha incandescente del río irrumpía con una violencia cegadora, casi sobrenatural. Salvo por el color oro de una y plata de la otra eran tan perfectamente iguales que resultaba fácil imaginar que se trataba de una sola, apoyada contra un espejo gigante; un espejo de oro donde se reflejaba dorada la torre de plata, un espejo de plata para crear la hermana plateada de la torre de oro. 
Esta última era la que me tocaba, pero estaba tan mareado por los reflejos que por las dudas miré una vez más la tarjeta antes de entrar. Era peor de lo que me esperaba. Había espejos en las paredes, espejos en el techo, espejos en el piso, espejos en los espejos. En rigor decir enresulta inexacto: no había ni paredes ni techo ni suelo fuera de los espejos, no había sino espejos, y yo flotaba embebido en ellos como si la ley de la gravedad y los puntos cardinales hubieran sido de pronto anulados.

 

Mario Ortiz, Cuadernos de Lengua y Literatura 2, 2001

Últimas noticias posibles sobre un pueblo a punto de hundirse

Todavía me acuerdo cuando ese 15 de noviembre de 1985 a la
mañana una señora nos llamó desesperada gritando "¿Epecuén se
está hundiendo!"
y fuimos allá con un equipo periodístico y lo que vimos era increíble:
sólo asomaba la torre de la iglesia
y otro pueblo
se formaba de las algas

para Epecuén el tiempo
era el tiempo durante el diluvio
y nosotros sobre él
en nuestro bote de cáscara
como antiguos patriarcas bíblicos

asomate Raúl y hacete pantalla con la mano
por si ves algo abajo

como en el sueño de Valéry
de un cementerio acuático.
Y nuevos animales reclaman su espacio

¿ves algo, Raúl? ¿ves algo?
sí, está el almacén con su tiempo detenido
pero oscila en sus bordes móviles

y está le cartel que dice TOME CRUSH
pero oscila como si fuera un pez nervioso
o la insignia de un país desconocido
que habitase criaturas con cara de naranja,
nariz de payaso, y en la mano un vaso de Crush
y ese movimiento coincide
con el movimiento de la superficie

y si ahora golpease el agua con la mano
desaparecerían el almacén y las criaturas de naranja
con su tiempo y sus banderas estallando en burbujas

hasta que la turbación se aquieta,
cada ola en su lomo
adherido    un fragmento del almacén

y las criaturas de naranja
vuelven a la felicidad originaria
de tomar gaseosa.

 

Arturo Carrera, Potlatch, 2004

 

RÍO DE LA PLATA


En Tres Barquitos Pintados,
vienen aún a los tumbos –dice–. La Argentina
vuelve en la superficie ondulante
de un género impreciso: ¡el plata!


el plata no es un eco:
El dinero no es un eco.



el río desde mí
y esas palabras que de vos también se llevan
la mirada y los ojos ambiciosos


el río.


Los chicos que a su orilla se besan
parecen decir “...quiero sostenerme
en tu sueño, padre frágil;
quiero sostenerme en
la desmesura de tu risa detenida... pero
viajera”.


Nuestro metal fiduciario no es el eco del destino,
ni de la plata que en tus entrañas imaginaron
los usureros que a tu orilla venían...


Ahora está lleno de cuerpos de hermosos jóvenes
que pagaron con su vida inocente el precio
de otro macabro potlatch.


Oh, único Eco: ¿Me oís? Te estoy llamando.
Ya no hay plata ni sueñera ni barro: es
sangre que en su coagulación eterna imita
el prestigio de otro río: el Nilo, el limo
donde viven como ideas, cuerpos intactos
en animación suspendida...


Y vivirán para mí, para mis hijos,
para mis deseadas descendencias como
figuras intocables del contrasentido en que fluimos,



¿es aún el equilibrio o la paz
nuestra
Antigua Moneda?



Aunque esta moneda es un lugar de memoria,
una Argentina, un Plata, un Amor,
una Presencia que todavía encalla. La de ellos,
tan inolvidables como la monedita inolvidable.



¿Acaso
no dijo Borges: “...pensé en una moneda
de 20 centavos que,
a diferencia de sus millares de hermanas,
fuera inolvidable,



que un hombre no pudiera olvidarla,
hasta el punto de no poder pensar
en otra cosa”?



...la mención del dolor argentino es ahora esta plata,
esta monedita que brilla en el fondo en cada puño,
en cada boca
parece

 


la augusta cárcel
del amor intangible y difícil...



El límite del horror y su repetición en
su vestigio,



más que los ruidos en el bolsillo,
su  desfondado vacío,


y sólo en la memoria otra vez cada vez,
aquellos 20 centavos únicos,
de cara brillante y pegada a la vida,
a la salvación.

 

Iosi Havilio, Opendoor, 2007

Oscurecía. Después de la aventura en el playón, volví a buscar a Aída a la puerta del bar, entré, me fijé en el baño, di vueltas alrededor de las mesas pero nada, ninguna pista de dónde podría haberse metido. Crucé la calle y me senté en un banco de la costanera. Prendí un nuevo cigarrillo y con el humo adentro se reactivaron los efectos del porro. Me sentía bien.
Nueve menos cinco me fijé en el reloj y me puse a caminar bordeando el río. Allá adelante, al pie del puente viejo, no del todo nítido, entreveo un pequeño tumulto de gente y una serie de luces intermitentes que los aclara y los oculta sucesivamente. Me acerco para averiguar qué pasa.
La policía armó un cordón para contener a los quince o veinte curiosos prendidos a la baranda de la costanera. Los más debían estar ahí porque otros se habían detenido antes. En la calle, junto a un patrullero, hay una camioneta de bomberos, y una ambulancia con las puertas abiertas de par en par con media camilla desplegada sobre el asfalto. Todas las luces giran: las del patrullero, muy rápidas y azules, las de los bomberos, rojas e indolentes, las de la ambulancia no giran, son intermitentes, verdes y blancas. Y juntas, fusionándose, rebotan en el agua opaca, colorean el esqueleto de hierro, le sacan chispas al óxido. Las sirenas, en silencio.
También yo, como los otros, codo a codo, en el desfiladero vacío, me apoyo contra la baranda. Y miro, como los otros, hacia arriba. No a cualquier parte, a lo alto de un puente. No veo nada. Qué hay, pregunto. Supongo qué es lo que hay, prefiero que me cuenten. La señora que tengo al lado señala con un dedo y dice: Allá arriba, en el medio. Sigo sin distinguir nada allá arriba, la noche se va cerrando, espesa, sin estrellas. Qué hay, pregunto. Y la vieja, ahora puedo verle la cara tapada de surcos y un pañuelo rojo con arabescos anudado al cuello: Ahí, está caminando por la cornisa, ¿no ves? Tiene la voz quebrada, rasposa. Ahí, mirá cómo se mueve, de este lado. Sí, veo, empiezo a ver. Nada más que un bulto, fino, con un punto un poco menos negro encima del resto. Debe ser la cabeza, tengo que suponer el tronco, los brazos, las piernas, y de ahora en más, veo lo que quiero. Porque la verdad es la misma de antes, un bulto que se mueve lerdo, torpe, como una máquina vieja con el motor estropeado.
[...]
Justo ahí, cuando estoy por irme, la vieja del pañuelo me agarra del brazo apuntando con el hocico para arriba. Mirá, ahí atrás, el que está al lado del de la linterna, ¿ves?, me dice la vieja en voz baja, como si el otro fuera a escucharla. Sí, veo, uno de los que permanecía agazapado unos metros detrás del suicida, subido a una viga más alta, porque tomó él solo la decisión o porque recibió una señal del jefe del operativo, se mueve, primero apenas, después de golpe, e intenta atrapar el bulto que fuma de un manotazo que no llega, y todo lo que sigue es demasiado rápido, demasiado inconcebible. Por última vez, el tipo o la chica dudan. Deja de verse la braza del cigarrillo, se desprende de un brazo, pasa una pierna del otro lado de la baranda, y justo a tiempo, antes de que le sujeten el otro brazo, suelta la baranda y cae: cae.
Nena, me ordena la vieja que se tapa los cojos con el pañuelo y me tira un poco del hombro: No mires, nena, no te vas a olvidar nunca más. Y yo miro, no puedo dejar de mirar. Y acompaño la caída con la cabeza, las piernas que se flexionan solas, y el resto del cuerpo que se encoge sin soltar la baranda. Y en cuatro segundos, ni tan rápido, ni tan brusco, da un único giro en el aire, se pone boca abajo, extiende los  brazos y las piernas, y se estampa contra la placa de agua podrida que, por el estallido parece más metálica que líquida. Igual a una grúa desplomándose, o a un campanario rajado que redobla, y redobla, cada vez más lejos.
Entre la espiral de agua negra y mi vista se cruza mi brazo izquierdo que quisiera cubrirme los ojos pero sólo alcanza a mostrarme el reloj: nueve y cuarenta y cinco. Diez menos cuarto, ni un minuto más, ni un minuto menos.
Estoy casi sentada en el piso, no entiendo cómo llegué tan bajo. Me enderezo. El otro no sale a la superficie. Emergen en cambio, en torno al hoyo por donde desapareció, un conjunto de burbujas, porque todavía respira, o es el río que lo digiere y ya eructa.
La mirada se dispara otra vez a lo alto, los tres bomberos siguen en el mismo lugar, como hace un minuto. Uno apunta con la linterna para abajo. Y por un instante los anillos de luz parecen enloquecer, van para cualquier parte, y terminan perdiéndose en el cielo cerrado tan oscuro como el río.
Aquí abajo, con menos rumbo que antes, los tripulantes de la embarcación ya no reciben el aliento de su superior, y ensayan un derrotero imposible, laberíntico, sin salida. Uno de ellos, sostiene un salvavidas color naranja casi fosforescente acordonado al bote por una soga blanca y hace el gesto de arrojarlo al agua. No sabe a dónde, ni a quién.
De la otra orilla, un balsero que siguió la acción desde la isla medio borrada por la noche, se lanza también a su bote para colaborar en el rescate. Sin suerte, porque los prefectos, muy celosos de sus funciones y atributos, lo expulsan con un grito seco que el balsero responde insultándolos en la retirada.
La vieja se volvió a acomodar el pañuelo que había usado para taparse los ojos, también un zapato que se le salió en la caída y otra vez me aprieta el brazo. Vas a ver, querida, yo te avisé, nunca más te vas a poder sacar esa imagen de la cabeza. Me suelta, y se va, enojada.
El balsero, siempre en la balsa, pero cerca de su orilla, empieza a gesticular hacia este lado con desesperación. Y grita, no se le entiende. Demasiado tarde, el bombero sin casco, que ya se había colgado de la cintura el walkie talkie, le presta atención y advierte una proa chata y enorme que avanza, inevitable, hacia nosotros. Y pese a los alaridos del hombre de prefectura, no hay forma de detener el arenero con su cabina circular que, de tan concentrados que estábamos todos en la caída, incapaces de ver nada, nadie había notado, y ya camina hacia el interior del Riachuelo, pasa por debajo del puente, hace tambolear la embarcación ridícula, con sus tripulantes incrédulos e impotentes, y borra, con su quilla filosa, las huellas que dejó el que acaba de tragarse el río. El capitán del arenero, desinformado sin culpa, hace sonar la sirena tres veces. Por las dudas.
Y cuando termina de escucharse el eco de la última sirena, como si lo anterior no hubiese bastado, el cielo tapado de nubes cruje. Tiemblo. Los camalotes se agitan, van en busca del río abierto, como los islotes de basura, las botellas de plástico, los neumáticos, y todo lo que pueda arrastrar esta agua enlodada y carnívora. En pocos minutos, la calma de antes se convierte en un tumulto furioso, sin voces, frío, aglutinante, que nos revuelve por dentro y por fuera. El viento sacude la tierra y sus sedimentos, las basuras más pequeñas buscan los ojos y ya no se puede ver, ni para arriba, ni a los costados, nada más que el recuerdo confuso más o menos horrible, del pasado reciente.
Di un salto a la calle y me subí al primer colectivo que pasó que, por azar, era el que me llevaba a casa. El chofer venía solo, sin pasajeros, con la radio prendida a todo volumen. Me senté adelante.
Intrigado por lo que se reflejaba en el espejo retrovisor, ese enredo de luces y formas que se encogían mientras avanzábamos, el tipo me preguntó: ¿Pasó algo?
Alguien, digo, que se quería tirar del puente.

 

 

elinterpretador

 

 

 
 
 
 
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