el interpretador ensayos/artículos

 

Nuevas cuestiones lingüísticas*

por Pier Paolo Pasolini

Traducción de Esteban Nicotra

 

 

 

Para ir concretamente a algunos corolarios lingüísticos que tengo en mente, elegiré un punto de vista particular: la relación entre los escritores y la koiné italiana.

 

Pero, antes que nada, ¿qué es esta koiné?. No faltan las descripciones puramente lingüísticas: la última “a la Bally” (1), se debe a Cesare Serge (2), y a ella me remito. Mientras tanto, de todos modos, se podría decir que, ante los ojos del escritor, el italiano medio se presenta como una entidad dual, una “santísima dualidad”: el italiano instrumental y el italiano literario.

 

Esto implica un hecho que por otra parte es bien conocido: en Italia no existe una verdadera lengua italiana nacional. De modo tal que si queremos buscar alguna unidad entre las dos figuras de la dualidad (lengua hablada, lengua literaria), debemos buscarla fuera de la lengua, en el interior de aquel individuo histórico que es contemporáneamente usuario de estas dos lenguas: es uno, y es históricamente descriptible en una totalidad unitaria de experiencias. Ese individuo, en cuanto sede espiritual o cohabitación de su dualidad, es el burgués o pequeño-burgués italiano, con su experiencia histórica y cultural, que es inútil definir aquí: creo que simplemente basta aludirlo como a un conocimiento común.

 

Es el mismo burgués que usa, cuando habla, la koiné, y, cuando escribe, la lengua literaria. Por lo tanto, presenta en estas dos lenguas el mismo espíritu.

 

La ósmosis con el latín, las diversas estratificaciones producidas por las diacronías históricas, la tendencia sintética, el predominio de la expresividad por sobre la comunicación, la coexistencia de muchas formas en competencia, etc.; definen, al mismo tiempo, al italiano hablado y al italiano literario medio, que, por consiguiente, se caracterizan por un intercambio de hábitos: su dualidad no es fundamentalmente antitética. Son dos posibles opciones donde se manifiesta fundamentalmente la misma experiencia existencial e histórica.

 

De modo tal que si yo tuviera que describir al italiano de modo sintético y rápido, diría que se trata de una lengua no (o imperfectamente) nacional, que abarca un cuerpo histórico-social fragmentario, tanto en un sentido vertical (las diacronías históricas, su formación en estratos), como en un sentido extensivo (los diversos sucesos históricos regionales, que han producido variadas pequeñas lenguas virtuales en competencia, los dialectos, y las sucesivas diferentes dialectizaciones de la koiné). Sobre tal cobertura lingüística de una realidad fragmentaria, y por consiguiente no nacional, se proyecta la normatividad de la lengua escrita -usada en la escuela y en las relaciones culturales- nacida como lengua literaria, y por lo tanto, artificial y pseudo-nacional.

 

La lengua hablada está dominada por la práctica, la lengua literaria por la tradición. Tanto la práctica como la tradición son dos elementos inauténticos, aplicados a la realidad, no expresados por la realidad. O mejor, expresan una realidad que no es una realidad nacional: expresan la realidad histórica de la burguesía italiana, que en las primeras décadas de la unidad (3), hasta ayer, no han sabido identificarse con la totalidad de la sociedad italiana.

 

La lengua italiana es, por lo tanto, la lengua de la burguesía italiana que, por determinadas razones históricas, no ha sabido identificarse con la nación, sino que ha permanecido como clase social: y su lengua es la lengua de sus costumbres, de sus privilegios, de sus mistificaciones, en suma, de su lucha de clases.

 

Si debiera delinear una historia de la literatura italiana del siglo XX como una historia de las relaciones de los escritores con esa lengua, antes que nada debo distinguir lo siguiente: si esta historia literaria es una historia común, típica, entonces las relaciones de los escritores con el italiano -como lengua de la burguesía- es la relación sin conflicto de quien permanece en el ámbito lingüístico propio y utiliza un instrumento que es congenial (la vocación literaria media no se presenta nunca como palingenésica con respecto a la lengua). Si, en cambio, esa historia literaria es una historia de los valores, entonces debo decir que el italiano como lengua de la burguesía se presenta como lengua imposible, infrecuentable: está caracterizada por una violenta fuerza centrífuga.

 

Si imaginamos, para simplificar, al italiano medio como una línea, veremos allí colocarse una serie de obras absolutamente insignificantes en cuanto a valores: mientras que las obras que cuentan como valores literarios, rechazadas por esa fuerza centrífuga, se colocan todas sobre o por debajo de aquella línea media. Entonces, la literatura del siglo XX, entendida como la historia de las relaciones de los escritores con la koiné, está geográficamente compuesta por tres líneas: la línea media, sobre la cual sólo tiene curso la literatura puramente escolar-académica, etc. (es decir, la que conserva la fundamental irrealidad del italiano como lengua media burguesa); la alta, que porduce una literatura, según ulteriores gradaciones, de tipo diversamente sublime, o hiperlingüística; y la baja, que genera las literaturas naturalistas-veristas-dialectales.

 

Pero observemos un poco más esta tranquilizadora figura geométrica.

 

Sobre la línea media veremos colocarse: a) las obras de compilación anónima, pseudo-literarias, tradicionalistas sobre el flanco literario (por ejemplo, toda la retórica fascista y clerical); b) las obras de entretenimiento y de evasión, o bien tímidamente literarias (algo más elevadas que el periodismo) sobre el flanco hablado (la prosa de la novela coetánea de la prosa de arte, desde Panzini, incluido en parte, hasta, cito al azar, Cuccoli, Cicognani (4), etc.). 

 

Sobre la línea baja: a) los dialectales (desde aquellos de primer orden, Di Giacomo, Giotti, Tessa, Noventa (5), etc., hasta los ínfimos); b) los naturalistas o versistas de proveniencia verguiana (todos de segundo o tercer orden y, por lo tanto, irrelevantes a no ser como fenómenos).

 

Sobre la línea alta, rechazados, por razones ideológicas desiguales y, a menudo, antitéticas, por la fuerza centrífuga del italiano medio, se colocan casi todos los escritores del siglo XX italiano, pero en niveles muy diversos.

 

Al nivel más alto, incluso sublime, encontramos el sector de los herméticos: el italiano medio los ha centrifugado allí arriba por razones endógenas de la lengua, no críticas con respecto a la sociedad. Es la zona de las torres de marfil, si queremos aún divertirnos diseñando una geografía de símbolos sobre el pizarrón. El italiano usado dentro de estas torres es una lengua para la poesía. El rechazo o el no colaboracionismo con el fascismo, digamos, esconde una vocación reaccionaria de diversa índole: la introversión burguesa que identifica el mundo con la interioridad, y la interioridad como sede de un típico misticismo estético elaborado por el decadentismo sobre todo francés y alemán, etc. Todo esto implica la figura de un barroco clasicista, de un expresionismo clasista, de un anticlasicismo clasicista: tales contactos derivan del hecho de que en estos poetas del estilo sublime hay una íntima contradicción ideológica. Es decir, ellos no se dan cuenta de que su rechazo de la realidad, aparentemente revolucionario, es en sustancia reaccionario y, por lo tanto, readopta todos los esquemas lingüísticos restauradores, realiza una operación clasicista, en una palabra. En el caso de que algunos de estos escritores se den cuenta del error e intenten una modificación de su posición ideológica, en el sentido de un mayor interés o amor por el mundo (en este caso, los hablantes), contaminan su clasicismo con elementos crepusculares de la lengua hablada (así vemos definido lingüísticamente el hermetismo de Luzi (6), por ejemplo).

 

En un nivel más bajo cohabitan una serie de obras “hiper-escritas”, cuya ideología no es el mito de la poesía, sino el del estilo, y por lo tanto su contenido no es la literatura misma, sino la vida histórica con sus problemas, llevada a un clima de tensión literaria tan violenta que se presenta como una suerte de manierismo en la aceptación longhiana (7) de la palabra, aquí se pueden mencionar los nombres más diversos, desde el de Vittorini (8) al de Banti (9), o bien el de Roversi, con la completa poetización de la realidad operada en su última novela, o aún el de Leonetti (10), de los libros de poesía.

 

En el nivel todavía más cercano a la línea media, encontramos la zona de los sombreros de dos picos (11): es decir el hermetismo “casero”, el dannunzianismo ironizado: la aceptación del pasado como preciosidad literaria (el habla identificada de nuevo con el toscano), y se pueden nombrar al azar Cardarelli, Cecchi, Baldini, (12) etc., etc.

En un nivel más próximo aún a la línea media encontramos los escritores que podremos llamar de la nostalgia (nostalgia lingüística, se entiende): Cassola, Bassani (13), son los más típicos. Ellos mezclan al estilo sublimis, fundamental para su inspiración elegíaca y civil, una lengua hablada como lengua de los padres (naturalmente burgueses) que, vistos a la luz de la memoria, se ennoblecen, se convierten en objetos de recherche: y con ellos se ennoblece su lengua hablada, aquél italiano medio, que después de haberlos rechazado -por una violenta protesta histórica e ideológica, por ejemplo el antifascismo- los reclama con la fascinación de un lugar prometido y perdido, una normalidad poética en cuanto sobrecogedoramente ontológica.

 

Más cercanos todavía a este italiano considerado como normal, no criticado en profundidad, están los escritores menos experimentales y menos estilísticamente sublimes. La relación de Soldati (14) con ese italiano medio, por ejemplo, es de una aceptación fundamental del mismo en cuanto lengua del siglo XIX (una posición similar a la de Cassola y de Bassani, pero menos elegíaca, menos poética, y más ideológicamente encarnizada en creer en la ilusión de la existencia de una buena burguesía que no ha existido nunca). También la relación de Delfini (15) con ese italiano medio es similar a la de Soldati, Bassani y Cassola: hay un fondo de nostalgia de aquello que la burguesía podía ser y no ha sido, el desplazamiento del punto focal sobre el lado bueno, poético, de la vida burguesa del norte, hacia cierto carácter épico, que en el seno de ciertas familias y ciertos ambientes ha podido ser considerado poético. En Delfini está también presente la desilusión, y por lo tanto, la inestabilidad de la ironía. En cambio, totalmente perdida en aquel sentido innombrable que puede dar una vida familiar burguesa cuando se identifica con toda la existencia, está la lengua de Bertolucci (16). Moravia (17) tiene, con respecto al italiano medio, en le fondo, la relación más curiosa. Ésta se basa en un equívoco que Moravia acepta arrogantemente: el desprecio por la condición burguesa -y la consiguiente, despiadada crítica que es la tesis  de cada una de sus obras- junto con la aceptación de la lengua de la burguesía como una lengua normal, como un instrumento neutro, casi como si no fuera producido y elaborado históricamente justamente por aquella burguesía, sino como si fuese “hallado” paradigmáticamente en la historia. Por lo tanto, Moravia, por una parte, desprecia la lengua burguesa (individualizando expresivamente sólo algunos datos, como separados del sistema lingüístico, y conformándose con ponerlos en ridículo solamente a los mismos) mientras que, por otra parte, tiene una especie de respeto infantil y escolar por la lengua como por un mecanismo que funciona normalmente. Inconscientemente, Moravia ha hecho del italiano una especie de lengua europea neutral y, inconscientemente, le aporta características no italianas: la gramática está simplificada, las formas en competencia son raras, las secuencias tienden a ser regresivas, el espíritu analítico, la excesiva disponibilidad de los sintagmas es limitada, etc., etc. El italiano de Moravia es una “ficción” del italiano medio.

 

La relación de Calvino (18) con el italiano medio se encuentra ubicada entre la de Soldati, la de Delfini y la de Moravia: no es polémico. Hay una aceptación de la normativa y una asunción de la misma sobre un encuadre de tipo europeo, especialmente francés; y todo esto es posible por el distanciamiento irónico.

 

Muy particular es la relación con el italiano medio de Elsa Morante (19). Se podría decir que ella ocupa todos los niveles que están sobre la línea media: desde el nivel que roza la lengua media, hasta aquel otro excelso, ocupado por los escritores de estilo sublimis. En efecto, Morante acepta el italiano en cuanto cuerpo gramatical y sintáctico místico, prescindiendo de la literatura. Ella pone en contacto directo a la gramática con el espíritu. No tiene intereses estilísticos. Finge que el italiano no existe, y que es la lengua que el espíritu le ha propuesto para expresarse en este mundo. Ignora todos los elementos históricos, ya sea en cuanto a la lengua hablada como a la lengua literaria, y toma sólo su carácter absoluto. Por lo tanto, también su italiano es una pura ficción.

 

Casi todos los autores que he nombrado -como así también los que no he nombrado pero que se colocan sobre la línea del italiano medio- tienen con sus personajes y con su ambiente, una relación natural de paridad: cultural, sentimental y lingüística. En suma, sus personajes son burgueses, como ellos, y sus ambientes son burgueses, como ellos. De modo que pueden penetrar, casi insensiblemente, en el ánimo de sus personajes y “viven” sus pensamientos: es decir, crean la condición estilística de un discurso indirecto libre. Usan, por lo tanto, su lengua, y es un intercambio de lenguas que sucede a un nivel de paridad, como decía. De tal modo que la lengua de su personaje se convierte en una lengua escrita y, en suma, literaria, mientras que la lengua del escritor -que se identifica con su personaje- se vuelve no mucho más que vivaz o expresiva.

 

En el caso también en que el personaje sea un personaje popular, su lengua, experimentada por el escritor, no es más que la lengua del escritor rebajada sólo un grado, no una mimesis verdadera y propia, sino una especie de larga “cita” atenuada. Es el caso, por ejemplo, de La campesina (20) de Moravia, de los leves piamontesismos de los personajes de Soldati, de las acentuaciones emilianas del habla burguesa de Bassani, etc.

 

Existe, sin embargo, un fenómeno relevante que cambia radicalmente los términos de esta perspectiva. Es decir, se da el caso que a veces el autor burgués “revive” completamente el discurso hablado de su personaje, y este personaje pertenece a la clase obrera o campesina: de cualquier modo sublingüística y dialectal. ¿Cúal es la relación de Gadda (21) con el italiano medio?. Él, naturalmente, como todo escritor de valor, lo encuentra absolutamente inutilizable y está, en consecuencia, centrifugado. Pero entonces, en el caso de Gadda, deberemos agregar sobre la pizarra de nuestro esquema geométrico, una nueva línea: una línea que, partiendo desde lo alto, descienda, intersectando la línea media, hacia lo alto, y de nuevo hacia abajo, etc.

 

En síntesis, el discurso indirecto libre en una página escrita implica una incursión en las lenguas bajas, la koiné fuertemente dialectizada y los dialectos, cargando materiales sublingüísticos. Pero tales materiales -y este es el punto- no son llevados a nivel de la lengua media, para ser allí elaborados y objetivados como contribución al italiano medio: no, a través de la línea en forma de serpentina, son llevados a la zona alta, o altísima, y elaborados en función expresiva o expresionista.

 

Pero existe también otro tipo de línea serpenteada, no sólo en función expresionista, sino objetiva o realista. Sin embargo, antes de describir el esquema de esta operación lingüística, es necesario realizar un preámbulo. El lector ya ha comprendido bien que todo este borrador mío de historia literaria, como historia de las relaciones del escritor con la lengua media, se sitúa completamente dentro de los límites de los años cincuenta. Para completar este borrador, será necesario que yo agregue otro elemento típico de la literatura de aquellos años. Estos años han estado caracterizados por una indagación ideológica con aspiraciones fuertemente racionalistas (se ha querido, en definitiva, realizar una revisión de toda la literatura precedente, desde el hermetismo de preguerra al realismo de la posguerra). Contemporáneamente y, en parte, contradictoriamente, frente a tal revisión racionalista, ha surgido una suerte de experimentalismo que contenía en sí mismo aquellos elementos expresionistas del decadentismo y aquellos elementos sentimentales del neorrealismo que se pretendían superar ideológicamente.

 

El experimentalismo literario tenía como base la experiencia del discurso indirecto libre gaddiano, la “línea serpenteada” que intesectaba desde lo alto a lo bajo al italiano medio (cada vez más traumático como expresión del mundo burgués). Pese a todo, en esa maniobra era infinitamente mayor la ambición de objetividad que en el caso de Gadda: en el fondo, permanecía expresionista, porque el material recuperado reviviendo el monólogo interior de un personaje dialectal, era elaborado por contaminación en las altas esferas de la lengua literaria refinada, en efecto, un poco como en Gadda.

 

Pero, con respecto a Gadda, la operación se había simplificado bastante: por lo pronto, en la zona alta, faltaban los plurilingüismos tecnológicos, y la altura literaria se configuraba como una lengua única. Además, en la zona baja, los hablantes eran elegidos con una función específica de estudio sociológico y de denuncia social: también aquí, nada de pluridialectalismos, sino un dialecto único en una situación circunstanciada. El discurso indirecto libre era sólo un medio, primero de conocimiento y segundo, de hacer conocer un mundo psicológico y social desconocido para la nación.

 

El ensanchamiento de contenidos era un efecto de la poética del realismo, y por lo tanto, del compromiso social; el ensanchamiento lingüístico era una contribución a una posible lengua nacional a través de la operación literaria.

 

Hoy, aquel tipo de compromiso parece retórico e inadecuado, y al mismo tiempo, parece ilusoria la ambición de crear a través de la literatura (como por otra parte durante tantos siglos se ha creído) los presupuestos de una lengua nacional.

 

Se trata, en suma, del reconocimiento de una crisis -y de una crisis muy grave- en el sentido de que: a) el mundo literario, objeto de la revisión polémica de los años cincuenta, no existe más,  o bien se representa bajo un aspecto -la neovanguardia- que parece reproducir viejas instancias literarias novecentistas, mientras en realidad se trata de un fenómeno totalmente nuevo y diverso; b) la operación lingüística que tiene como base el discurso indirecto libre y la contaminación, se revela de pronto como superada por una imprevista extinción de los dialectos como problema lingüístico y, por lo tanto, como problema social.

 

Esta crisis lingüística -y no sólo estilística- es el síntoma de que está sucediendo en nuestra sociedad algo profundamente nuevo. Anticipando todas las otras observaciones que se podrían hacer -por ejemplo, las indicaciones dadas en este sentido por las vanguardias- no dudaré en radicalizar esta crisis a través de lo que Fortini llama, citando a Majakovskij: “el fin del mandato del escritor”, es decir, el fin no sólo del compromiso, sino de todos aquellos conceptos, por otra parte absolutamente impopulares, que se han presentado como sustitutos o aspectos evolucionados del compromiso. En la sede socio-moralista, en la que Fortini desarrolla sus indagaciones, no son bastante claras las razones históricas de tal “fin del mandato”: quizás en una sede neutral y de algún modo más científica, como lo es la investigación lingüística, se pueda observar mejor, a mayor distancia, la serie de las causalidades.

 

Ya a fines de los años cincuenta tenemos los primeros síntomas de una crisis que entonces parecía de restauración. Como información rara, poco conocida salvo para los especialistas, ubicaría el inicio de esa crisis en la “reacción purista” (reacción a aquellos intentos plurilingüísticos, dialectales, experimentales, que habían sido la forma literaria concreta de la literatura comprometida) debida a la iniciativa de un grupito de escritores napolitanos reunidos en torno a una revista (22). Sin embargo, protagonistas, en parte involuntarios, de tal reacción, consideramos también a Cassola y Bassani, por su desesperada y poética nostalgia burguesa. Sus estilos (lo he mencionado) no son más que una serie continua, y cubierta de “citas”, del lenguaje burgués y pequeño burgués, usado por padres y por abuelos profesionales y por sus círculos provincianos. En estos dos escritores la búsqueda es auténtica y, especialmente en Bassani, ha dado a través de esa mimesis del stylus medius (invento ahora una categoría desconocida tanto para el historiador cuanto para la stylcritik) verdaderas obras poéticas.

 

Pero la repercusión de esa operación en la sociedad literaria -despojada de necesidad y convertida en paradigma- se identificaba con el neopurismo pequeño-burgués elaborado por los mencionados escritores napolitanos y se insertaba en el conjunto de aquella maniobra reaccionaria (revival clasicista y neodecadentista, redescubrimiento por parte de la crítica periodística y por cierta parte del público, de valores que parecían superados para siempre) que ha preparado la presente situación de disgregación y de confusión. Es verdad, hoy desde una lectura neutral, sucede, por ejemplo, que en el contexto gaddiano asuma una fuerte significación toda la carga culta y tecnológica, mientras tiende a resonar apagada la carga alocutoria popular-dialectal. Es verdad, también, que el discurso revivido en función de denuncia de un mundo miserable, delictivo, hambriento, disponible porque es prehistórico, parece de improviso un fenómeno estilístico superado, y los Riccetto y los Tommaso (23) se mueven remotos como en una urna griega. También es cierto que una operación de estas características llevada, de un modo más actual, al corazón de una fábrica como Olivetti, a revivir los delirantes discursos interiores de los Albino Saluggia (24), parece igualmente ingenua y perteneciente a un mundo de bondad y de solidaridad superados por la vertiginosa evolución de la fábrica misma. Sin embargo, también la reacción a todo esto -la burguesía ennoblecida y “reencontrada” como un tiempo perdido, de Bassani, Cassola, Soldati o Prisco y, en general, de todo purista selecto re-hacedor de la lengua burguesa- parece situarse más allá de un límite histórico y no encontrar más acá de ese límite ningún destinatario, en cuanto cómplice de semejante nostalgia.

 

Junto a esa desvitalización de las más recientes experiencias literarias se debe colocar la vitalidad, la menos aparente, de las neovanguardias, que son, además, para un lingüista, el síntoma más clamoroso de la crisis cultural, privada hasta este momento de explicación salvo genérica. Las líneas superiores e inferiores al italiano medio, sobre el que se ha desarrollado la historia literaria reciente como historia de las relaciones de los escritores con su lengua de clase son, de todos modos, líneas de lengua literaria, de literatura. En estos primeros años de los sesenta se ha visto, en cambio, un tipo de relación nueva, al menos teóricamente: una relación que no se coloca en el ámbito de la literatura, sino que, más bien, parte de una base de operaciones declaradamente no literaria. Yo creo que las neovanguardias no son lo que siempre se ha dicho, con banalidad inaceptable, o sea, repeticiones de las vanguardias del siglo XX. Por las dos siguientes razones: 1) Las vanguardias clásicas ponían en relación sus instancias anárquicas y subversivas con la situación de su presente; tenían una idea estable y estática de la sociedad. Las vanguardias de los años sesenta presentan, en cambio, sus instancias desacralizadoras contra una situación, por llamarla de alguna forma, prefutura: son mesiánicas, demandan al futuro -remendándolo- la situación desacralizada y trastocada por definición (es por esto que también se pueden “integrar” en el presente, y no presentarse cono dinamiteros). 2) Las vanguardias clásicas continuaban haciendo literatura y conducían su acción anti-lingüística con instrumentos literarios: el suyo no era más que un innovacionismo con fin en sí mismo y llevado a la extremas -y por esto escandalosas- consecuencias. En cambio las vanguardias de hoy conducen su acción anti-lingüística desde una base ya no literaria, sino lingüística: no usan los instrumentos subversivos de la literatura para conmocionar y desmitificar la lengua, sino que se colocan en un punto lingüístico cero para reducir a cero la lengua y, por lo tanto, los valores.

 

Su protesta no es contra la tradición sino contra el significado: los lugares a destruir no son los estilemas, sino los semantemas.

 

Esa posición de las neovanguardias se ha demostrado hasta ahora inatacable y los que han intentado atacarla han caído en la banalidad, han resultado misteriosamente vencidos. Probablemente porque mientras el lugar cero de las neovanguardias corresponde a un real momento cero de la cultura y de la historia, los supuestos desde donde la literatura se defiende no tienen ninguna correspondencia con una realidad que se está modificando. Sin embargo, digo inmediatamente, que el punto de vista más justo para observar y comprender esta modificación del paisaje histórico real es el que se encuentra sobre las cimas de las propias experiencias históricas, incluso si ya están superadas, o revividas en sentido inverso como desilusión.

 

Nos encontramos, entonces, en un momento de la cultura imponderable, en un vacío cultural, poblado por escritores cada uno de los cuales no hace más que seguir una propia historia particular, como una isla lingüística o un área a conservar. No se trata de una crisis común, sino de un hecho totalmente nuevo, que evidentemente repercute desde las estructuras de la sociedad.

 

Por lo tanto, será necesario salir por un momento de la literatura, y poner en estrecho contacto dos ciencias que con la literatura confinan: la sociología y la lingüística.

 

Demos entonces una mirada sociolingüística al panorama italiano de estos años.

 

Podemos comenzar, creo, de un modo más lícito, desde el lugar más cercano: éste, éste que tengo frente a la nariz, mi prosa enunciativa. Prosa que no siendo un producto de un especialista, no puede dejar de impactar inmediatamente por su gran cantidad de tecnicismos. Si después nos remontamos al origen de esos tecnicismos, la cosa se vuelve más significativa: en efecto, provienen no tanto de la ciencia lingüística como de la sociología, en su mayoría, el resto de otros lenguajes técnicos, de lo más disparatados. En suma, soy socorrido, al explicar una situación literaria, por el objeto mismo de mi investigación extra-literaria. La ósmosis del lenguaje crítico, desde hace algunos años en Italia, no se produce más con el latín, según la tradición incluso filológica, sino con el lenguaje de la ciencia. Por otra parte, toda la terminología descriptiva de la situación de caos en el que se encuentra la literatura -terminología usada tanto por las neovanguardias como por la superviviente diáspora literaria- es la de la industria cultural y la de la sociología (además de aquélla ya clásica de la medicina, del psicoanálisis, de las ciencias económicas y sobre todo del marxismo).

 

Se podría señalar, además, de qué modo las contribuciones técnicas debidas a la misma lingüística son de un carácter especial: tienden a instrumentalizar explícitamente el lenguaje, a través de la idea agudizada y dominante de su instrumentalidad.

 

Esta idea de la lengua como instrumento -justamente en el sentido positivo indicado por la semiótica- es el signo dominante de todo el panorama lingüístico que nos circunda.

 

Observemos inmediatamente, más allá de este primer fenómeno que tenemos frente a la nariz, un sector colindante. Por ejemplo, el lenguaje del periodismo. En estos últimos tiempos, a través de una inicial y cuantitativamente irrelevante reglamentación esnobista calcada sobre el francés o el inglés (debida a la prensa burguesa radical-iluminista) no hay lugar a dudas de que el lenguaje periodístico italiano ha adquirido verdaderos caracteres especializados. Lo regula y lo fija un tipo especial de comunicatividad, que presupone una sociedad completamente representada por su opinión pública, a cierto nivel pseudo-racionalista. De manera tal que un periodista puede innovar sólo dentro de un sistema muy restringido, y cada iniciativa suya no debe ser tampoco escandalizadora: debe ser examinada y prefigurada de algún modo según una estadística -aún diletante y pseudo-científica- por los requerimientos de la masa. Pero, de cualquier manera, determinada por ésta. Un artículo periodístico caracterizado por la expresividad es descartado porque el lector medio se encargaría por sí mismo de ignorarlo. El lenguaje periodístico está,  por lo tanto, totalmente instrumentalizado, según una noción nueva de la sociedad como sociedad de un cierto elevado tenor racionalista y, en consecuencia, anti-expresivo. Además, éste selecciona de la gramática italiana sólo aquellos elementos que sirven a la comunicación y, consigue así, por eliminación, una gramática en cierto modo revolucionaria con respecto al carácter expresivo de la gramática tradicional.

 

Muchas veces, en efecto, una lengua especializada puede estar caracterizada por la pura y simple selección: como por ejemplo la lengua de la televisión. Si la televisión, ocupándose en sus transmisiones de todo lo cognosible -no teniendo por lo tanto competencias particulares- debe poder hablar de todo; haciendo coexistir en sus compartimentos estancos, bajo diversos carteles indicadores, diversas lenguas especiales, todas, sin embargo, caracterizadas por algunos fenómenos similares, selectivos, justamente, el eufemismo, la reticencia, el cursus pseudo-hablado, la desdramatización irónica, etc. Si en la lengua de la televisión, en la práctica, es posible adoptar todas las palabras, en realidad un alto porcentaje de las palabras de la lengua están excluidas: de manera que el carácter particular de la sublengua televisiva consiste en su sectaria selectividad.

 

Por lo que nos atañe, además, el lenguaje televisivo parece haber excluido su función didascálica en dirección de un buen italiano, gramaticalmente puro hasta un fundamental purismo: ahora la función didascálica de la televisión parece orientarse hacia una normatividad de gramática y de léxico ya no purista sino instrumental: la comunicación prevalece sobre toda posible expresividad y, esa pizca que queda de tonta y pequeño-burguesa expresividad, está en función de una instrumentación brutal.

 

Otra observación que sería útil hacer sobre el lenguaje televisivo es más marginal pero no menos interesante: la monotonía de los diagramas de las proposiciones de esa muestra televisiva típica que es la transmisión del noticiero. No parece ni siquiera idioma italiano. El encuadre de la frase repite módulos, en la medida de lo posible, idénticos evitando toda expresividad diagramática, incluso con el tono de la voz. Parece que se escuchara un anunciador francés o checoslovaco. Esa monotonía ya comienza a ser tomada como módulo de discurso hablado serio. Las personas de ínfima cultura creen que el italiano debe hablarse así, a través de una serie de proposiciones de diagrama en la medida de lo posible unificado, también en su pronunciación.

 

Por otra parte, ese tipo de discurso es ya el que oficialmente sustituye al viejo tipo de discurso enfático. Observemos el lenguaje de los políticos y tomemos como muestra al azar un fragmento de un reciente mensaje inaugural: “La productividad de las inversiones en el área de las autopistas depende por lo tanto de su coordinación en una programación de las infraestructuras de transporte que tienda a resolver los desequilibrios, para eliminar las paralizaciones, para reducir los derroches de la competencia entre los diversos medios de transporte, para dar vida, en suma, a un sistema integrado a escala nacional”.

 

Es una frase tomada de un discurso de Moro (25). En el significativo momento de la inauguración de la “Autopista del Sol” (significativo en cuanto tal “infraestructura” es por cierto una instancia típica y nueva de la unificación lingüística): pero no se trata de un discurso para técnicos, como la cantidad de terminología técnica, enorme, podría hacer pensar; se trata de un discurso para un público normal, transmitido por televisión a una diversidad de italianos de todas las condiciones, culturas, niveles, regiones. Además no se trata de un discurso de circunstancia (una vieja inauguración) sino de un discurso al que Moro ha investido de una importante funcionalidad social y política. Sus frases tan crudamente técnicas tienen, además, una función de captatio benevolentiae: sustituyen aquellos pasajes que en otro tiempo habrían sido de peroración y énfasis. En efecto, Moro instrumentaliza la inauguración de la autopista para hacer un llamado político a los italianos, recomendándoles un hecho políticamente muy delicado: el de cooperar en la superación de la coyuntura, cooperar ideal y prácticamente, es decir, estar dispuestos a afrontar sacrificios personales. Una recomendación de este tipo, en el italiano que estamos habituados a considerar nacional, habría requerido un tour de force del ars dictandi: colon simétricos, cursus latinizantes, léxico humanista y claúsulas enfáticas. Algo fundamental ha sucedido, por lo tanto, en las raíces del lenguaje político oficial.

 

El lenguaje político, junto al lenguaje literario, ha estado caracterizado siempre por ese fenómeno anacrónico, en cuanto típicamente renacentista, que es la ósmosis con el latín. Ahora ese fenómeno, ha sido sustituido, en la base, por otro fenómeno, que es la ósmosis con el lenguaje tecnológico de la civilización profundamente industrializada.

 

La característica fundamental de tal sustitución es que mientras la ósmosis con el latín, de tipo selecto, tendía a diferenciar el lenguaje político de los otros lenguajes, la tecnología tiende al fenómeno contrario: es decir, a homologar el lenguaje del político a los otros lenguajes.

 

Se podría decir, en suma, que los centros creadores, elaborados y unificadores de lenguaje, ya no son las universidades, sino las empresas.

 

Por ejemplo, obsérvese en el “lenguaje de la publicidad”, el poder enorme de sugestión lingüística que tienen los slogans: lenguaje verdadero y propio, en cuanto sistema con sus normas internas y sus principios reguladores que tienden a la fijación. Parte de sus normas y de sus principios lingüísticos comienzan a pasar ahora a la lengua hablada, pero lo que es más relevante es el arquetipo lingüístico ofrecido por el slogan: un máximo incluso metafísico de fijación diagramática.

 

También en el lenguaje de la publicidad, naturalmente, el principio homologador y, diría, creador es la tecnología y, por lo tanto, la prioridad absoluta de la comunicación: de modo que el slogan es el ejemplo de un tipo hasta ahora desconocido de “expresividad”. En efecto, su fondo es expresivo, pero a través de la repetición su expresividad pierde todo carácter propio, se fosiliza, y se convierte en totalmente comunicativa, comunicativa hasta el más brutal finalismo. Tanto es así, que también el modo de pronunciarla posee un nuevo tipo de alusividad, que se podría definir, con una definición monstrum: expresividad de masa.

 

Finalmente, el lenguaje común o franco -esa koiné dialectalizada, en la base, latinizada en lo alto- que ha sido hasta ahora la santísima dualidad italiana y, en cuanto tal, lengua no nacional. Ahora bien, esta koiné presenta signos de profunda modificación en el sentido de la tendencia a la unidad. Debería traer como ejemplos de esta koiné modificada conversaciones grabadas. No soy un especialista y no las tengo. Me fío en la experiencia del lector. Este convendrá conmigo que gran parte del habla del norte se ha tecnificado profundamente. Suele oírse a cada rato esas tecnificaciones, tenues, al nivel de las necesidades elementales y cotidianas, fuertes, hasta constituir un verdadero lenguaje especial-jergal, al nivel del oficio, de la profesión, del intercambio comercial, de la vida de los negocios. En una página marcadamente caricatural, pero sustancial, registrada por Ottiero Ottieri (26), leemos:

“¿Pero no lo habíamos mandado sobre Pavía?”.

Farina: “Doctor, ¡ha quedado dos meses!. Hemos probado sobre Monza”.

Carlo echa una ojeada al teléfono, fulminante: “Y, ¿qué ha hecho sobre Monza?”.

Cavalli: “Descendía. Lo he desplazado sobre Codogno”.

Carlo: “Me deben volver a calcular la incidencia de las transferencias en el costo de la distribución. Debemos tener firme una política empresarial de choque, pero no podemos ni siquiera superar al 32%!”.

“Sin duda, sin duda doctor”.

“Más allá del 32% es necesario un redimensionamiento”.

Intercambios lingüísticos de este tipo son ya muy comunes en la Italia industrial y europeizada. Ellos aportan caracteres nuevos con respecto a aquella pseudo-unificación que habían dado al italiano los lenguajes burocráticos y comerciales: caracteres nuevos debidos a la novedad espiritual del fenómeno. Ni la burocracia ni el comercio eran hechos espiritualmente nuevos para el hombre y la lengua italiana: la técnica sí.

 

Además, caracteres nuevos se han presentado varias veces en la larga historia de nuestra nación, pero la lengua ha siempre reaccionado adoptando esas novedades como nuevas estratificaciones lingüísticas a ser agregadas a las otras: se trataba de una lengua sólo literaria y no nacional, por lo tanto no podía ni fagocitar ni superar las viejas estratificaciones con las nuevas, y se limitaba a acumularlas, aumentando continuamente y absurdamente su propio patrimonio gramatical y lexical.

 

Hoy, por consiguiente, es por un hecho histórico de una importancia de alguna manera superior a la de la unidad italiana de 1870 y de la subsiguiente unificación estatal-burocrática, que nos encontramos en una diacronía lingüística en acto, absolutamente sin precedentes: la nueva estratificación lingüística, la lengua técnico-científica, no se incorpora, según la tradición, a todas las estratificaciones precedentes, sino que se presenta como homologadora de las otras estratificaciones lingüísticas e, incluso, como modificadora en el interior de los lenguajes.

 

Ahora bien, “el principio de la homologación” reside, evidentemente, en una nueva forma social de la lengua -en una cultura técnica en vez de humanista- y el “principio de la modificación” consiste en la escatología lingüística, o sea, en la tendencia a la instrumentalización y a la comunicación. Y esto por exigencias cada vez más profundas que aquellas lingüísticas, es decir, político-económicas.

 

En suma, se puede decir que nada en el pasado de los hechos lingüísticos fundamentales nunca tuvo tal poder de homologación y de modificación en un plano nacional y con tanta simultaneidad; ni el arquetipo latino del renacimiento, ni la lengua burocrática del siglo XIX, ni la lengua del nacionalismo. El fenómeno tecnológico infunde como una nueva espiritualidad, desde las raíces, a la lengua en todas sus extensiones, en todos sus momentos y en todos sus particularismos.

 

¿Cuál es entonces la base estructural, económico-política, desde la cual emana este principio único, regulador y homologante de todos los lenguajes nacionales, bajo el signo del tecnicismo y de la comunicación?. No es difícil en este punto proponer la hipótesis de que se trata del momento ideal en el cual la burguesía paleo-industrial se convierte en neocapitalista, al menos in nuce, y el lenguaje patronal es sustituido por el lenguaje tecnocrático.

 

La completa industrialización de la Italia del norte, a nivel ya claramente europeo, y el tipo de relaciones de tal industrialización con el sur, ha creado una clase social realmente hegemónica y, como tal, realmente unificadora de nuestra sociedad.

 

Quiero decir que mientras la grande y pequeña burguesía de tipo paleo-industrial y comercial no ha logrado nunca identificarse con toda la sociedad italiana, y ha hecho simplemente del italiano literario su propia lengua de clase, imponiéndolo desde arriba, la naciente tecnocracia del norte se identifica hegemónicamente con toda la nación y elabora, por lo tanto, un nuevo tipo de cultura y de lengua efectivamente nacional.

 

Dado que no soy un político o un sociólogo, no osaré circunstanciar estas afirmaciones, salvo para aportarles alguna litotes. Para afirmar, en suma, como no estamos más que en el primer estadio de este fenómeno y que, involuciones, retornos, resistencias, supervivencias del antiguo mundo italiano, serán realidades retrasadas pero siempre relevantes de nuestra historia, etc.; que la herida fascista continuará sangrando, etc.; pero que, sin embargo, la realidad ya convertida en conciencia y por lo tanto irreversible, consiste en la instauración de un poder como evolución de la clase capitalista (¡no ha ocurrido ninguna invasión de los bárbaros!) hacia una posición realmente hegemónica y, por lo tanto, unitaria.

 

Por consiguiente, de algún modo, con cierta vacilación, y no sin emoción, me siento autorizado a anunciar, que ha nacido el italiano como lengua nacional.

 

Qué es, o mejor, será este italiano, no es fácil definirlo: no será fácil creerlo. En este punto, ante esta definición, debería ceder mi contribución de hacedor de libros y no de lingüista. Pero no querría ceder el lugar sin antes haber entregado algún dato circunstancial y haber anticipado algunos motivos de previsión.

 

En el campo lingüístico-literario había existido en estas dos últimas décadas un aparente predominio del eje Roma-Florencia (con cierto acento en Roma, o quizás en Nápoles): tan es así que se había hablado desde la glotología con respecto a Roma como de un centro finalmente irradiador de lengua, capital de un Estado finalmente unitario, sede de la burocracia, etc., etc. En suma, la circulación profundamente vertical y ampliamente horizontal de la lengua, parece haber encontrado en Roma su centro. La cultura neorrealista había tenido como lengua el italiano-romanesco y, sobre esta base, absolutamente previsible y tranquilizante, quisiera decir tradicional, se pensaba que se habría encaminado la nacionalización del italiano.

 

Las cosas, en cambio, como se ha visto, han cambiado súbitamente: la cultura romanesco-napolitana se ha revelado de pronto y definitivamente diacrónica y - después de la rémora de purismo a la que he aludido- las ciudades del norte, el eje Turín-Milán, presentan ahora, de modo prepotente, su candidatura como centros irradiadores de cultura y de lengua nacional.

 

Ahora bien, el norte no puede por cierto proponer como alternativa sus propios dialectos -que él mismo ha contribuido a convertir en arcaicos, ni más ni menos que aquellos del sur- ni su propia pronunciación, ni sus particularismos lingüísticos: en suma, su dialectalización de la koiné. Pero es el norte industrial el que posee ese patrimonio lingüístico que tiende a sustituir los dialectos, es decir, esos lenguajes técnicos que hemos visto homologar e instrumentalizar al italiano como si fueran un nuevo espíritu unitario y nacional. El norte posee ese lenguaje tecnológico en cuanto medio lingüístico principal de un nuevo modo de vida típico. Este sublenguaje técnico es el que el norte industrial propone como rival al predominio nacional, contra la koiné dialectal romanesco-napolitana: y que, en efecto, es ya victorioso a través de esa misma influencia hegemónica unificadora que han tenido, por ejemplo, las monarquías aristocráticas en la formación de las grandes lenguas europeas.

 

En suma, es la revancha de los periféricos. Es la victoria de la Italia real sobre aquella retórica: una primera oleada periférica romanesco-napolitana correspondiente al primer momento real de la Italia antifascista, pero todavía subdesarrollada y paleo-burguesa; y ahora, una segunda definitiva oleada septentrional, correspondiente a la definitiva realidad italiana, la que se puede atribuir a la Italia del inminente futuro.

 

¿Cuáles serán las características más importantes de ese italiano nacional?. Al ser los lenguajes tecnológicos, por su origen, internacionales y, por tendencia, estrictamente funcionales, aportarán presumiblemente al italiano algunos usos típicos de las lenguas romances más desarrolladas, con una fuerte acentuación del espíritu comunicativo, más o menos, según estas tres tendencias:

 

1) Una cierta tendencia a la secuencia pregresiva, lo que implicará una mayor fijeza en los diagramas de las frases italianas, la caída de muchas alocuciones que, por casualidad o por razones de uso, sea más apreciada por los usuarios más autorizados de lenguajes técnicos, es decir, con predominio de los turineses y por los milaneses (es sabido, por ejemplo, que los turineses han tomado siempre al italiano como una lengua extranjera y tienen ya una tendencia al aprendizaje normativo, que se acentuará con el espíritu funcional de la técnica, hasta la nivelación de todo el italiano a la precisión inexpresiva de la comunicación técnica). En suma, se tratará de un empobrecimiento de aquel idioma italiano que era hasta ahora tan pródigo en su propia riqueza en cuanto disponibilidad de formas, de modo que hacía de la mente de cada uno de nosotros un mercado de formas lingüísticas en competencia.

 

2) El cese de la ósmosis con el latín, que en todos los saltos diacrónicos en la evolución tan particular del italiano, se ha conservado siempre -como característica de lengua literaria de élite- haciéndose más densa y fértil justamente en los momentos principalmente revolucionarios (por ejemplo, el humanismo, o el neo-clasicismo, etc.).

 

.3) El predominio de la finalidad comunicativa por sobre la finalidad expresiva, como en toda lengua de alta civilización, y de pocos niveles culturales, en suma, homogeneizada en torno a un centro cultural irradiador, unidad de poder y de lengua. La conservación de diferentes estratos diacrónicos a lo largo de la historia, repito, o sea, la riqueza de formas del italiano, se debía simplemente al hecho de que el italiano era una lengua literaria y, por lo tanto, por una parte conservadora, por otra parte expresiva. Ahora no será más la literatura la guía de la lengua, sino la técnica. Y, por consiguiente, la finalidad de la lengua quedará bajo el ciclo producción-consumo, dando al italiano aquel impulso revolucionario que será, en efecto, el predominio de la finalidad comunicativa por sobre la expresiva.

 

Antes de despedirme, quiero dar una última mirada a aquél cuadro literario cuya condición de disgregación y de caos ha sido el pretexto de estas observaciones. Ahora está claro que ese caos corresponde a un momento ideal de vacío de la historia: ha acabado un tipo de sociedad italiana y ha comenzado otro. En esta dilación, la confusión de la literatura, la sustancial rebeldía institucional de las neovanguardias, cuya acción subversiva del lenguaje es, sin embargo, conducida contra una lengua que no existe más, y cuya idea de una lengua futura consiste en una mitificación tecnológica que no tiene nada que ver con el real aporte de la tecnología a la lengua. Está claro que después de la toma de conciencia de la real revolución lingüística del italiano, la función de las neovanguardias ha terminado. Y sólo a través de una profundización de esa conciencia un escritor podrá encontrar su función, postular una “renovación del mandato”. Antes que nada podrá impostar en sus justos términos la predicción, apocalíptica, de que en el futuro ya no habrá más un requerimiento de poesía, si, presumiblemente, en el futuro existirá sólo una radicalización de la lucha, típica, por otra parte, de toda lengua, entre comunicabilidad y expresividad. En ese sentido, el escritor italiano está favorecido por el urgir de problemas lingüísticos que son para él una revolución -mientras que en Francia, en Inglaterra, etc., no son más que una evolución, siendo el francés y el inglés ya desde hace siglos lenguas nacionales en el sentido total del término-. Y una evolución lingüística, en lo que respecta a la reacción de los escritores, es mucho más insidiosa que una revolución. Para un literato francés o inglés o alemán o ruso, la cuestión se presenta como una competencia de la tecnología y de la ciencia (y de la industria cultural) como una mecanización fatal de las reacciones de los destinatarios, de sus productos, etc. En cambio, para un escritor italiano, la cuestión se presenta de modo más radical: aprender el abc de una lengua, con todo lo que esto implica: antes que nada el hecho de no temer la competencia del lenguaje tecnológico, sino aprenderlo, apropiárselo, convertirse en “científico” (por ejemplo, no trabajar más según los términos del viejo mandato, sobre “perspectivas” -o sea sobre el pasado colocado en el futuro- sino sobre “hipótesis”, que no presuponen más que otras hipótesis, sin ilusorios fines palingenésicos del hombre, etc.).

 

En medio de esta nueva realidad lingüística, la finalidad de la lucha del escritor será la expresividad lingüística, que viene a coincidir radicalmente con la libertad del hombre frente a su mecanización. Y no será su lucha árida e inútil si asume como problema propio la lengua del nuevo tipo de civilización. ¿Cómo apropiarse de esta lengua?. Para un literato burgués, de ideología burguesa, la perspectiva es la de ser, antes o después,  suprimido por la lengua parida por ese mismo poder al que él no se opone y contra el que no combate: por lo tanto, tiene razón de levantar su querelle sobre su propia condena a la incomprensión, es decir, a su muerte precedida por una larga agonía formalista. Para un literato no ideológicamente burgués, se trata de recordar una vez más, con Gramsci (27), que si la nueva realidad italiana produce una nueva lengua, el italiano nacional, el único modo para poseerlo y hacerlo propio, es conocer con absoluta claridad y coraje cuál es y qué es esa realidad nacional que lo produce. Nunca antes como hoy el problema de la poesía es un problema cultural, y nunca como ahora la literatura ha requerido un modo de conocimiento científico y racional, es decir, político.

 

(1964)

 

Apéndice

 

Diario lingüístico**

 

En mis páginas sobre las “Nuevas cuestiones lingüísticas”, la investigación lingüística aseguraba una cierta objetividad de diagnóstico, que a muchos les ha parecido imparcialidad carente de perspectivas: mientras que era evidente, me parece -sobre todo por las conclusiones un poco enfáticas-, que no era más que  un prefacio a las posibles hipótesis sobre el trabajo del futuro (desde la “altura de nuestras experiencias histórico-culturales -decía- aunque quizás revividas como desilusión”, o de todos modos, agrego, reelaboradas en la nueva empresa o compromiso de “renovación del marxismo”).

 

Vuelvo explícito o mantenido implícito, aceptando o reprimiendo, el fondo político de aquellas páginas mías ha actuado profundamente sobre las intervenciones, volviéndolas, quizás involuntariamente, pretextos. Cada uno defendía sus posiciones con la presunción de que fueran atacadas. Los burgueses no querían aceptar el hecho de que la evolución del mundo capitalista llevase a la monstruosidad de una “comunicación” de alienados en el plano lingüístico; además, perteneciendo a las élites diversamente usuarias de lenguajes tradicionales, se sentían agredidos por la “fealdad” impoética de la estratificación tecnológica. Por eso ni siquiera se han preguntado si mis tesis eran o no plausibles.

 

Pero también los comunistas han sentido amenazada su posición de “fuerza tendencialmente hegemónica” (hegemónica, por lo tanto, también culturalmente y lingüísticamente): sin tener en cuenta que es justamente en nombre de las posibilidades reales futuras de esa fuerza hegemónica que yo hablaba. Pero, naturalmente, fuera de todo interés directo, de todo dirigismo posible, de toda táctica, de todo honor de partido.

 

La cuestión lingüística pone al PCI (28) frente a la necesidad de verificar la potencialidad real y los objetivos reales de su lucha por la hegemonía. Este es el verdadero tema que el PCI debe afrontar: y para afrontarlo realmente debe conceder -sin temor de ofender su propio honor o de admitir también alguna insuficiencia suya en el pasado o en el presente- que existe la posibilidad, o el peligro, de que “la nueva estratificación tecnológica” pertenezca, en efecto, a la clase hegemónica (en potencia) de la nueva burguesía. El hecho de que cada uno de nosotros, o sea toda la nación, pueda ser “usuario” de ese lenguaje tecnológico -entendido, insisto, como nueva espiritualidad o cultura- no excluye que la real posesión de tal lenguaje sea de aquellos que a través del mismo expresan su existencia real.

 

Para nosotros -y entendido genéricamente, casi de modo antropomórfico, por el PCI- el lenguaje tecnológico es uno de tantos elementos expresivos, cualquiera sea su tendencia, mientras que para la burguesía tecnocrática-neocapitalista es un todo. En sentido casi metafíscio o universalista, el lenguaje tecnológico puede ser entendido como lenguaje de la eternidad industrial (según una definición de Moravia). En efecto, hipotéticamente, sería del todo concebible un mundo enteramente ocupado al centro por el ciclo producción-consumo, que tuviese como lengua únicamente la lengua tecnológica: todas las otras lenguas podrían ser tranquilamente concebidas como “superfluas” (o como supervivencias folclóricas en lenta extinción). ¿Por qué, en un mundo como esquemáticamente podemos imaginarlo, en los límites del desarrollo tecnocrático, deberían existir otras lenguas, o aspectos lingüísticos diversos, más allá de la producción y del consumo?. Sí, repito, son concebibles: pero como “lenguas del tiempo libre”, como “hobbies familiares”. Anteriormente, pero siempre al límite, concebimos aquel tiempo libre como ocupado por el hombre que conocemos; y presuponemos la presencia de una familia que hemos conocido. Mientras que, en la visión última y apocalíptica de la eternidad industrial como reproducción del determinismo de la naturaleza, el hombre será otra cosa: y su “comunicación” lingüística tendrá una función ya no tradicionalmente humana...

 

Bromeo, naturalmente. Pero admitiendo que haya una parte de verdad en esta simplificación, de ello deriva que: el lenguaje tecnológico, como lenguaje típico y necesario del capitalismo tecnocrático, contiene en sí mismo un futuro no humanista, inexpresivo. En cambio, el lenguaje tecnológico, como “parte” especializada y elíptica del marxismo, contiene en sí, evidentemente, un futuro humanista y expresivo.

 

Comprender y distinguir por qué el fenómeno acaece, en qué términos acaece, etc., es uno de los actos fundamentales de la “renovación del marxismo”. Si tal renovación, sobre todo para el PCI -que se lo considera y está a la vanguardia de tal operación- se debe a la aparición de nuevos estratos de realidad, al desarrollo imprevisto de ciertas situaciones sociales, más allá del límite de las previsiones de Marx y de Lenin; esto ya lo saben todos. Y la renovación, sin embargo, no debe producirse a través de un redescubrimiento de Marx, un retorno a las fuentes (como tienden a hacer los “puros” del PSIUP (29) o ciertos movimientos desinteresados, por ejemplo el grupo del Quaderni Piacentini (30)): en esa caso una renovación del marxismo se presentaría como uno de los tantos retornos al evangelio en la historia de la iglesia, y se sabe que todos esos retornos han sido “integrados”, para gloria de la iglesia. Es necesario releer a Marx y Lenin, sin duda, pero no como se relee el evangelio. El “nuevo espíritu tecnológico” es un hecho sin precedentes y sin equivalentes en el pasado: y no era previsible, porque no eran previsibles las concretas creaciones científicas y, por lo tanto, la cualidad de su cantidad, cada vez más inmensa.

Por cierto -como han señalado muchos de los que intervinieron en el debate- el “espíritu científico” es ya una tradición para el hombre y su lengua (véase las siempre espléndidas citas de Gadda prodigadas en el primer fascículo dedicado por Rinascita, contemporáneo a la cuestión): pero lo que es nuevo es el “espíritu tecnológico”, es decir, el espíritu de la ciencia aplicada, que  tiende a sustituir los datos de la naturaleza por los propios y, por lo tanto, a una transformación radical de las costumbres humanas.

 

En suma, en el plano lingüístico, se reproduce, de modo menos dramático y más fácil de observar, lo que sucede en el plano socio-político: como la total industrialización es típica tanto del neocapitalismo como del marxismo, así también, la “lengua de la total industrialización” es típica de estas dos formas organizativas e ideológicas del hombre. ¿En qué consiste la distinción?.

 

Todavía una cosa antes de pasar al análisis particular de las diversas intervenciones: Citati en Il Giorno observaba que, con todos los dientes fuera, un “compañero de viaje” (a partir de los largos períodos latinizantes-burocráticos conmocionados por un nuevo espíritu contradictorio: la búsqueda de la rapidez y de la precisión comunicativa) tendía a sustituir el viejo, querido, insustituible “sí” (“el Bello País donde suena el sí”) por un horrendo “exacto”. Este “exacto” no es directamente tecnológico, pero es producto del “principio” tecnológico de la claridad, de la exactitud comunicativa, del cientificismo mecánico, de la eficiencia, que se convierte en monstruoso en su fase inicial de contacto con el sustrato tradicional humanista y expresivo. La influencia tecnológica es indirecta: su principio de algún modo trascendente es lo que cuenta. La televisión es uno de los modos de concreción y de irradiación de ese principio. La palabra “exacto” era el grito de triunfo oficial con el que Mike Bongiorno acompañaba la respuesta acertada del participante en el programa de preguntas y respuestas. Evidentemente esta es la vía del prestigio de la palabra “exacto”: el modelo lingüístico profundo está en el nuevo espíritu tecnológico de la Italia del norte industrializada hasta el posible inicio de la era tecnocrática, pero el modelo inmediato pasa a través de una mediación infraestructural que lo deforma y lo deformará, a lo largo de una infinidad de fases lingüísticas.

 

Es concebible, paradójicamente, la hipótesis de que, poco a poco, el “exacto” sustituya al “sí”. Y que, por lo tanto, Italia se convierta poco a poco en el “Bello País donde el exacto suena”. ¿Qué tendría que ver el PCI con ese fruto tecnológico?. ¿Y qué resoluciones piensa tomar para que el uso de la terminología tecnológica no implique tener la responsabilidad de tales resultados?.

 

Defenderse de las novedades incómodas, haciéndolas pasar por viejas, defenderse de los problemas considerándolos ya resueltos in natura, es una operación típica del sentido común. No es necesario que me refiera a Kant, a propósito del sentido común, como a todo lo que es contrario a la razón, es decir a los encubrimientos de las aseveraciones dogmáticas. El sentido común (“pero en el fondo la lengua italiana existe, está allí, un napolitano se entiende con un milanés, etc.”) enmascara entonces los dogmas decaídos por la normal consumación, convertidos en ontologías sociales. No por nada Dallamano se retrotrae a Stalin, para dar unas palmadas en el hombro del lector, guiñándole el ojo, y decirle: “¡Yo y tú, como viejos usuarios de la koiné, nos entendemos; vamos a tomarnos un vaso de vino (“ombra” en veneto, “fojetta” en romanesco, etc.) y no pensemos más!”. De este modo el italiano es reducido en el bar al nivel histórico-cultural del swaili (una lengua franca manipulada y difundida por los misioneros en África Oriental, partiendo de uno de los dialectos, y ahora comprensiblemente en Kenia, Tanganika, Somalia, por los Kikuya, Ghiriama, Masai, etc.), o peor: el italiano reducido a una lengua mimética, por la cual un napolitano, apretando las yemas de los pulgares en su gesto típico, pero dirigiéndolos varias veces hacia la boca semiabierta, con gesto afligido e interrogativo, hace comprender a un tártaro que tiene hambre.

 

No hablo de Arbasino (31), que es el “Corriere della Sera del sentido común”, sino, a causa de su carácter y del vasto halo ideológico que implica, también de Calvino, en la segunda parte de su intervención (ya que la primera es muy buena, donde dice que el italiano debe ser observado y diagnosticado con espíritu internacionalista y comparativo: y, por otra parte, yo mismo he partido de Bally, es decir, de un exámen comparativo franco-alemán, y no he cesado nunca de confrontar, hasta donde ha sido posible para mis conocimientos y para la sede de mi discurso, las situaciones italianas con las de las otras lenguas) él alza los hombros y asume un aire quedo de quién no quiere saber nada: ya que son cosas viejas. Pero, mientras tanto, también donde habla de los códigos (en Italia usamos códigos y jergas críticas que en el extranjero no son comprendidas, etc.; y viceversa, en Italia existe la confusión de los códigos, etc.) no tiene en cuenta el hecho extremadamente típico y nuevo del mundo en cuyo umbral nos encontramos los dos: es decir, la rapidez de los consumos. En los tiempos “clásicos” (¡ahora podemos llamarlos así de un modo global!) un “código” podía bastar para toda la vida, porque la consumación de las ideas era lenta (como los vestidos que usaban entonces, a menudo, dejados en herencia por el padre al hijo). Ahora, la producción de ideas inmensamente incrementada (la cantidad de personas que producen ideas ha crecido millones de veces) y la rapidez de la circulación las gastan velozmente: y con ellas gastan sus códigos. Hace veinte años le bastaba al crítico italiano un código crociano o un código positivista, hace dos años bastaba un código de crítica estilística, ahora es necesario al menos un código estructuralista. Pero no son por cierto las normativas moralistas las que pueden facilitar las eliminaciones oportunas y sistemáticas de los códigos supervivientes: un momento de contemporaneidad de los códigos no podrá nunca ser eliminado. No veo por qué se debería olvidar a Zpitzer inmediatamente por Barthes; y por qué no se debería, en cambio, intentar usarlos contemporáneamente, al menos hasta la natural extinción de la plenitud del viejo. En suma, nuestra cabeza debe adaptarse a ser un mercado, además de formas gramaticales, también de códigos en competencia. Ahora bien, la expresividad de Calvino está en su loca búsqueda de comunicación, en la invención de un italiano finalmente claro, límpido, irónico, instantáneo, plano: ¡pero que no presente esto como una regla literaria!. La lucha, ahora, es por la expresividad, cueste lo que cueste. Y no creo, Clavino, y con él toda el ala afrancesada-racionalista (ampliamente superada por la monstruosa presencia internacional, justamente, del “franglais”, o sea del francés y del inglés tecnológicos, ya parcialmente más allá de la razón del hombre) que se puedan dejar de lado, por ejemplo, los dialectos. Los dialectos han menguado como problema de relación dialecto-lengua, porque ha decaído -superado por la realidad- el período cultural en el cual se creía que la italianización de Italia se producía bajo el signo del equilibrio y de los aportes paritarios de los diversos sublenguajes populares (compromiso y neorrealismo): no han decaído, sin embargo, en otro sentido, o sea como “subtrato” de la lengua unificada por el principio tecnológico de la comunicación. Ellos estarán presentes realmente en diversos momentos, o fases, o situaciones lingüísticas, a través de las cuales el italiano se apresta a pasar, desde el momento en que se presenta como lengua nacional. La salud, que irónicamente Calvino dice que se debe presuponer en los dialectos, es de todos modos, una moneda que nunca ha tenido curso, salvo en las academias vernáculas ligadas a las diversas autonomías regionales (ni en el expresionismo de Gadda, ni en mi naturalismo expresionista, los dialectos nunca han sido concebidos con semejante y ridícula aureola higiénica).

 

El desacuerdo que Calvino declara con respecto a mi juicio sobre el lenguaje periodístico, me ofrece el pretexto para una aclaración de carácter general. Yo hablaba de un pseudo racionalismo del lenguaje periodístico, de su normatividad jergal basada en la inferencia pseudo-estadística de la demanda del público. Juicio, me parece, absolutamente negativo. Calvino, no sé por cuál razón, lo encuentra positivo: de aquí su desacuerdo conmigo. ¿He sido oscuro?. Quizás. ¿Calvino ha leído distraídamente?. Tal vez. De todos modos, éste es un hecho. He arribado a la afirmación apodíctica e imparcial que “ha nacido el italiano como lengua nacional”, del mismo modo en que un diagnóstico es imparcial al anunciar la presencia de un mal. Y esto me parece claro justamente por el hecho que yo he arribado a esa afirmación después de una serie de análisis todos negativos, e incluso despiadadamente negativos (del mismo modo que un diagnóstico advierte el mal por una serie de aberraciones). La presencia del “principio tecnológico” como principio homologador y modificador y, por lo tanto, nacionalizador del italiano, se me ha revelado a través de su acción -inicial, pero ya aberrante y patológica- sobre los diversos tipos de lenguajes que, en efecto, se me han presentado todos como “negativos”: el lenguaje del periodismo, de la televisión, de la publicidad, de la política, del habla común del norte, etc. La enunciación final es, por lo tanto, sólo aparentemente imparcial y objetiva: el camino que he recorrido para llegar allí demuestra claramente, a quien no lea distraídamente o con “académico resentimiento”, que mi elección y mi gusto son los de un médico que ama la salud, y que considera salud la que gozaba el paciente en su vida normal, antes del mal, o de los síntomas del mal.

 

En Il Giorno del 3-1-65, Calvino vuelve sobre el problema y, además de no darme la razón (testarudo como un tenientito azul que ocupa una posición y no quiere entregarla al enemigo). Primero dice que no es verdad que el italiano nacional esté naciendo, sino que cuanto más está muriendo; que la actual es una “antilengua” (así llamada por él porque, para sus oídos de tenientito azul, es estéticamente fea; quería decir, en suma, que es fea la lengua real de hoy, la que los boletines lingüísticos no señalan, pero que ha señalado Citati, por ejemplo, aguzando los oídos en un tren; y que ha advertido muy bien el mismo Calvino, entrando en una comisaría durante la confección de un sumario). Pero después él también llega a la misma conclusión, que le ha sugerido la interregionalidad efectiva del léxico automovilista (los repuestos) que: “será cada vez más esta lengua operativa (es decir, como él dice, inter-lengua científico-técnico-industrial) la que decidirá la suerte general de la lengua”.

 

¡Es exactamente lo que decía yo!. Pero para admitirlo, Calvino ha querido formular la cuestión a su modo. Ahora no le queda más que hacer un esfuerzo de lingüista, o socio-lingüista, en vez de literato susceptible como un caballo de raza, y preguntarse de dónde ha caído esta “hiper-lengua” técnico-comunicativa (el adjetivo exacto sería “señalizadora”) y con qué medios y con qué fuerza puede convertirse en la lengua guía del italiano.

 

Incluso Calvino, en suma, no acepta el sustancial carácter político del discurso. ¡Incluso Calvino!.

 

El hecho es que cada uno de nosotros, literatos, nos consideramos, si no un padre, al menos un tío, un cuñado, un hermano mayor, un primo cura, una madre, una nurse, un compadre, una comadre de la lengua italiana: bajo el ejemplo de Dante, arquetípoco, que es el “padre”. Pero que quede bien claro que Dante, si lo que queremos es continuar a ofenderlo, ha sido “el padre de la lengua literaria”, no de la “lengua”: y que entre los usuarios de signos vocales y los usuarios de los signos gráficos hay un abismo. Así cada uno de nosotros tiende a volver encarnecidamente a la literatura: como si la literatura fuese el principio y el fin de toda lengua. ¡Y como si las divisiones que la literatura realiza entre palabras bellas y feas, fuesen de algún modo normativas!. ¡Ingenuo Calvino!. ¡Nunca ninguno de nosotros, literatos, tendrá el poder directo de quitar de la cabeza de un brigadier de los carabineros su particular selectividad lingüística, ni la ingenua idea de “selección” que la preside!. No, él no elige la muerte en lugar de la vida cuando dice “he efectuado” en vez de “he hecho”, como su mamá le ha ensañado: realiza un acto de selección lingüística. Lo mismo que realiza Bassani cuando dice: “me trasladé” en vez de “fui”, o “aguardé” en vez de “esperé” (o mejor “he ido” o “he esperado”). Sólo que el modelo que tiene en la cabeza el señor brigadier es uno y doble: el primero,  arquetípico, es el del latinorum, el segundo, más cercano, amenazante (de la pared de su oficina desnuda), es el Estado, en su especie específicamente estatal: la burocracia. A estos dos modelos, se está agregando un tercero, que los desbarata por ahora, pero que tiene la posibilidad de modificarlos profundamente: es el modelo de la hiper-lengua de la mecánica, esa que tiene sus sedes en las empresas del norte, en Milán, en Turín. Y es siempre su idílica y arisca idea predominante de sí mismo como literato lo que hace caer a Calvino en el más insospechado error (en el momento en el que chistosamente “intenta” hacerse el profeta): el error de ver al italiano futuro polarizado en dos lenguas, una lengua exquisitamente técnica, y una lengua exquisitamente expresiva. Este elegante maniqueísmo es, como perspectiva, una pura locura: ¡es una división racista de las funciones del hombre!. En cambio, la lengua interregional e internacional, “señalizadora” del futuro será la lengua de un mundo unificado por la industria y por la tecnocracia (si el marxismo, se entiende, habrá perdido los caminos de la revolución...) y los literatos, siendo hombres como los otros, sufrirán la mutación que sufrirán todos. Si, en cambio, en alguna área marginal (Don Milani (32) ha escrito una espléndida carta a los misioneros que sobrevivirán en China después del fin de la iglesia de Occidente) algunos escritores, así como los concebimos hoy, en nuestro idilio humanista, continuarán existiendo, su “italiano expresivo” estará totalmente privado de destinatarios (más o menos como hoy el latín erradicado de las iglesias).

 

Por otra parte, es irrefrenable la costumbre de identificar el signo vocal con el signo gráfico del literato italiano: la costumbre de no concebir más lengua que en la literatura. Es un caso clínico de aferrarse al propio rol y, de algún modo, un conmovedor síntoma de timidez profesional. También Sereni (33) no puede concebir la posibilidad de un discurso lingüístico fuera de su propia experiencia literaria, casi como si -implícitamente- la literatura fuese realmente la lengua guía de una nación. Este equívoco está estrechamente ligado a otro: el desinterés por el problema lingüístico incluso en su faz literaria. Desinterés sutilmente jactancioso. Es decir, que implica -como toda provocación- una ideología ontológica, basada en la sustancial presuposición de inanidad de ese problema. Agnosticismo religioso y, también sutilmente, extorsivo (véase también Bassani y la Morante): por el cual es considerado culpable o impuro concebir la lengua por lo que es, es decir, un “instrumento”; y, si en su aspecto de langue es de este modo aceptado como un “don” mítico o místico, en su aspecto de parole es completamente identificada con el yo creador, a un nivel espiritualista que tiene, se me permita decirlo, algo de demasiado inocente.

 

No comprendo cómo Sereni no encuentra los nexos entre el hecho que él no sabe proponerse objetivamente el “problema de la lengua” y el hecho que le resulte difícil, si no imposible, escribir en prosa: no son más que dos aspectos de una ideología no realista y no crítica, o sea, un producto superviviente de la inhibición hermética. En el momento en el cual traspasará el límite que desde hace tantos años está a punto de traspasar, para fortuna-infortunio de su poesía, y se liberará, hasta donde es posible liberarse -es decir en la conciencia- de su juventud irracionalmente elegíaca (y él lo sabe), se liberarán en su interior las posibilidades concomitantes de objetivar el problema lingüístico y de escribir en prosa. Sin embargo no lo exhorto a esto. No soy para nada un moralista. Más aún dado que la “lengua de la poesía” tiene un curso propio por definición diacrónico (y es sólo en esta diacronía que se puede hablar de su meta-historicidad aparente).

 

También Vittorini, en su intervención (como veremos más adelante), me pondrá de frente a la presencia de una lengua italiana como la lengua de la protesta obrera, en su especie literaria. Es decir, no logra ver más que la metaforización literaria de esa lengua de lucha (que de por sí, se presentaría como una mutilación, patéticamente oratoria, de la típica oratoria italiana “expresiva”). En esa “mimesis metafórica” del discurso del obrero en cuanto juez -en el momento idealmente victorioso de su lucha- el italiano, según Vittorini, pretendería el lugar del dialecto (que razonablemente debería continuar presentándose como el único instrumento lingüístico del obrero). Y sería un italiano, en efecto, de alguna manera metafóricamente, nacional, o al menos nacional-popular. Yo niego que esa operación sea: a) la única posible, b) nacional. No es la única posible porque el mismo discurso de “condena” o de “victoria”, del trabajador-juez, podría ser redactado por medio de una operación antitética, es decir, a través de una mimesis dialectal: en ese caso, la estructura interna de su discurso -no humilis, no cotidiano, no naturalista- daría al dialecto la dignidad de la lengua. No es nacional porque niego que una obra literaria tenga la posibilidad de contener una lengua que objetivamente no existe: cuanto más, repito, se puede encontrar en ella una tendencia “nacional-popular”, es decir, es nacional en el plano estético, no en el lingüístico.

 

Y también, desplazando la objeción de Vittorini de su sede específicamente literaria hacia aquella más vasta de la lucha política, sí, por cierto, se puede hablar de una fuerte contribución que la lengua -nacida de la interpretación política de la exigencia obrera y de su intervención desde abajo en la vida nacional- ha dado a la italianización de Italia. Pero es una contribución a la construcción de una posible base unitaria, a los fundamentos de la unidad: no a la unidad.

 

Esto es lo que quiero decir: después de 1870 la burguesía italiana que había ascendido al poder (remolcada, como observa Gramsci, por las grandes burguesías europeas), asumiendo como lengua propia el italiano literario, o sea, el italiano de las cortes, rechaza algunos de sus elementos típicos, y los pone fuera de juego. Hace decaer el prestigio, y expurga del uso palabras como “speme” (esperanza) o “vorria” (querría) (como observaba el Prof. Ignacio Baldelli, en una intervención oral suya en el debate). La burguesía italiana rechaza y pone fuera de juego al “clasicismo agrario”. Pero para sustituirlo, sin embargo, por un “clasicismo pequeño-burgués” (D´Annunzio y toda la selección lingüística fascista). Se trata, efectivamente, de un impulso desde abajo, que se corresponde a la expansión democrática, al derecho de voto para todos, etc.: inmediatamente desdecido. El aburguesamiento del modelo latino a través de la espiritualidad burocrática, y el culto del Estado burgués se mantuvieron paternalistamente hasta que la burguesía tuvo sólidamente en un puño a la nación: con la primera oleada de la industrialización, se volvieron más autoritarios, y los Travet descubrieron el mundo clásico.

 

Ahora bien, con la Resistencia, se produjo un nuevo “impulso desde abajo”, esta vez realmente democrático, y popular. Y, desde el punto de vista lingüístico, ¿cuál ha sido su primera acción?. La de oponerse y poner fuera de juego al “clasicismo pequeño-burgués” del fascismo. Después de “speme” y “vorria”, cayeron palabras como “auspicare” (auspiciar) o “radioso”. Este impulso desde abajo, hecho de puro contenido, ha tenido dos tipos de interpretaciones lingüísticas: una literaria y una política. La interpretación literaria ha consistido en un descubrimiento de la Italia real y periférica, popular y dialectal. En esto se ha basado concretamente el compromiso de la posguerra, como he repetido varias veces: éste, desde el punto de vista lingüístico, ha consistido prácticamente, en una serie de insertos de “discursos directos” en las obras literarias (todo el neorrealismo, con sus “registros”), y en una serie de “discursos indirectos libres” (todo el naturalismo expresionista). Por lo cual, el autor siempre terminaba por hablar, completamente, o en parte, a través de la lengua de su protagonista popular y dialectal. Era la única vía posible y concreta -bajo el signo de la épica, que la objetividad implícita de la ideología marxista garantizaba- de aplicar a la literatura la noción gramsciana de nacional-popular: la concomitancia de dos puntos de vista al mirar el mundo, el del intelectual marxista y la del hombre común, unidos en una contaminatio de “estilo sublime” y de “estilo humilde”.

 

También el político, en sus discursos, en sus mitines, en sus artículos, realizaba la misma operación: entraba en el ánimo del obrero o del campesino, captaba los contenidos de protesta, de oposición y de revolución, y los expresaba traduciéndolos en una lengua que si bien no era físicamente popular no era tampoco clasicista. Era científica. Porque la ideología marxista garantiza un fundamental espíritu científico de la lengua (en ese sentido no hay razón para que exista en Italia, donde la cultura que cuenta es fundamentalmente marxista, la “división” típica de las culturas de los países occidentales, individualizada y divulgada por Snow (34)).

 

Es por esto que, hablando de la lengua de los políticos -que el nuevo espíritu tecnológico empuja hacia la comunicación, arrancándola de la falsa expresividad del italiano latinizante- he citado a Moro, y no a Togliatti o Pajetta (35). Estos dos últimos habían realizado anteriormente el salto de cualidad que están realizando hoy los demócratas cristianos avanzados. Es verdad que la tradición socialista es burguesa, y que los diversos estratos del lenguaje burocrático ablandan la prosa de los oradores y de los articulistas comunistas, y es verdad que muchas reviviscencias escolares-latinizantes explotan en los momentos de conmoción y de peroración: sin embargo, el conjunto del discurso de un comunista, en cuanto expresión de un profundo y vasto impulso desde abajo, en cuanto está marcado por un espíritu fundamentalmente científico, tiende a una síntesis del italiano, y se presenta como fundamentalmente comunicativo.

 

El conjunto de los fenómenos lingüísticos, o socio-lingüísticos, que ha caracterizado a la Italia de la posguerra (el impulso de los contenidos desde abajo, y su interpretación nacional-popular o comprometida, en la literatura, científica, en la política) ha contribuido a crear una vasta base unitaria, pronta a acoger la italianización completa de Italia a través de la extensión democrática garantizada por la presencia de los grandes partidos obreros. Este era el camino que a todos nos parecía el mejor y el único: y sobre él brillaba la estrella del sueño hegemónico comunista. Los hechos nos han conducido brutalmente a la realidad. Aquella vía democrática y popular de la italianización ha sufrido un violento desvío: un fenómeno nuevo, la naciente tecnocracia, aún sin la conciencia y quizás sin la voluntad de la hegemonía, está dirigiéndola de hecho. Ella no rebate más los diversos posibles clasicismos, los hace brutalmente caer sin ideologizar la caída. Los sustituye por su eficiencia comunicativa y basta. En realidad lo que la tecnocracia tiende a rebatir, y a poner fuera de juego, es todo el pasado clásico y clasicista del hombre: es decir, el humanismo.

 

Hay algo de fundamental en su presencia. Por lo tanto, prácticamente, si nosotros marxistas reivindicamos nuestra contribución a la unificación de base de Italia a través de la liberación expresiva y po