el interpretador no temáis

 

La figura literaria del reventado como teoría picaresca de la política*

por Horacio González

 

 

 

I

Puede ser que el menemismo haya sucumbido, comisionista y fautor de los mismos engendros que lo han condenado. Agitó la leyenda nacional del perseguido que se ponía al frente de un codicioso impulso que tenía la grandilocuencia taimada del catecúmeno modernizador. Sólo que el perseguido no exhibía los presuntos títulos de justiciero acosado, sino los del astuto taumaturgo que había percibido la honda raíz teatral (y por lo tanto literaria) de cualquier historia política. Como si efectivamente su razonamiento político hubiese salido de las complejidades del Facundo de Sarmiento, cultivó juegos de disimulos y apariencias cuyas claves solía enseñarle a los suyos entre guiños y sobreentendidos de complicidad. No puede desconsiderarse ahora el hecho de que durante años, Menem hubiese cincelado para sí una imagen que remitía a una evocación de Facundo Quiroga. Que tampoco era un perseguido, pero sí un hombre que a su perspicaz visión de los negocios y a su aureola de intemperancia, unía una seductora lengua de redentor libertario.

Sarmiento le critica a Quiroga, como rasgo de barbarie, ciertos enriedos de su prosa. Tal, el que nota en una proclama militar del año 1829 citada en el Facundo donde Quiroga se lanza contra los “opresores y conquistadores de la libertad” y llama a “enristrar la lanza contra los opresores y oprimidos” (1). Se solaza Sarmiento con lo que juzga como una oscuridad en las ideas, pero no se le ocurre que estas incongruencias textuales que dan como resultado una superposición del libertarismo con un despotismo (más en el segundo enunciado que en el primero), están retratando a un aventurero que habla con el lenguaje del salvador y piensa con la gramática del ambicioso comerciante. Y aún más, si es que está correctamente transcripta la proclama, hay un parrafito que merece atención, donde a continuación de la frase de la que se burla Sarmiento, hay esto: “Los enemigos ya saben lo que leéis y os tiemblan”. ¿Aquí no veríamos de buen grado una extraña pragmática literaria por la cual se imagina el poder que posee la letra para infundir pavor?

En efecto, de ser verídico este escrito y atinada nuestra interpretación, Quiroga pone en situación por primera y última vez en la historia argentina el panfleto que inspira miedo en el acto de ser leído por otros. Esto es, el miedo proviene de la literatura, el escrito contiene en sí mismo la teoría del espanto que produce, pero siempre que los enemigos sepan que ahora lo están leyendo quienes van a luchar contra ellos. Por un lado, el sistema de terror Quiroga, que con razón preocupa a Sarmiento, tendría el matiz de una literatura disuasoria. Y por otro, las incongruencias del texto se justificarían en el mismo miedo literario que causan en los dos bandos—“opresores y oprimidos”—, especularmente unidos en esta proclama que intenta producir resultados militares a través del acto de su lectura.

Menem fue un peculiar lector de textos, del modo que suele caracterizar a los políticos prácticos, a los jefezuelos afortunados y a los sagaces cabecillas de nuestros terruños. Leen libros vivientes y proclaman que son lectores de libros que como tales no han sido escritos. De ahí la famosa gaffe de Menem respecto a los “libros de Sócrates”, en la que la opinión que se ve a sí misma como cultivada, creyó encontrar la muestra más evidente de una tosquedad tan alejada como se quiera del mundo del espíritu y de la información cultural pertinente. Pero no se reparó que la idea de libro de Menem no era libresca sino teatral y propia de una mascarada. Menem “leía” lineamientos taimados de un poder en toda configuración cultural, y no sólo no la desdeñaba sino que él mismo producía una conversión ornamental en su rostro para darle el aspecto probable que mantenía la iconografía conocida de Facundo Quiroga.

Gesto vulgar y a la vez bribón, significaba sin embargo un acto desmedido que trascendía a la lectura de un libro—práctica cuya omisión y atribuciones erróneas se le criticaba— y se convertía en otro proyecto de índole legendaria sobre la naturaleza de los libros. Un proyecto que le permitía a él mismo emanar de un libro, ser él mismo la encarnación de un libro, con su figura, su cosmética, sus anillos corporativos y su melosa construcción del semblante “hundido en medio de un bosque de pelo”, mirando “por entre las cejas como el Alí-Bajá de Monvoisin” (2). El hecho de que se haya considerado el Facundo un “libro sobre beduinos” debido al recurso persistente al alegorismo romántico fundado en figuras orientalistas, lo tornaba un terreno adecuado para el tipo de desafío que se proponía un político interiorano, ambicioso y trapacero. No podemos equivocarnos demasiado si pensamos que el lugar que en la imaginería menemista tiene Facundo—no sólo su figura histórica moldeada en un cuño del revisionismo nacionalista, sino en el del propio libro de Sarmiento—es el de un acontecimiento inmediatamente vinculado a la forma-libro carnavalescamente encarnada.

¿Ha escrito Borges novelas? He aquí una pregunta que sólo puede responderse negativamente (Borges, se sabe, las consideraba “un género amorfo”). Sin embargo, ¿qué tipo de reprobación debe ponerse en juego cuando se está frente a una “autoridad social” que enuncia el desatino cultural de creer que Borges era autor del mismo tipo de obras que las que esbribían un Balzac o un Flaubert? No es una cuestión irrelevante, pues pasando por alto el dilema respecto a qué tipo de sapiencias le reclamamos a tales autoridades y de cuáles divisas culturales exigimos que sean portadoras una vez que nos ponemos de acuerdo sobre lo que éstas signifiquen, nuevamente el autor de esa frase equivocada producía algunos efectos inesperados. Esto, si decidiéramos superar el primer nivel de condena a la figura del “presumido patán cultural”, vituperación que practicó exhaustivamente el progresismo banal, que había detectado en el menemismo una combinatoria de vulgaridad y lujuria de arribistas: “pizza con champán”. De superarlo se trata, en efecto. Porque si el problema esencial de Borges es el de la escritura de una novela, y el drama de su ausencia explica toda su literatura, he aquí cómo un ordinario error de desconocimiento se convierte en una forma de encontrar el núcleo veritativo de un problema que yacía ignorado en el secreto de una obra. Porque si podemos evitar sorprendernos, imaginemos que aquellos dos equívocos circunscriben con nitidez un fuerte dilema cultural. Basta con dislocar levemente hacia una zona metafórica la idea de libro, para que se acepte de buen grado que Sócrates escribió en buena parte el libro de la cultura occidental. Y basta invertir el concepto de novela en Borges, para percibir que él recortaba esa ausencia problemática sobre el fondo de la ostensible presencia de la novela que había escrito su padre, Jorge Borges, titulada EL caudillo. Los fáciles y comprensibles chascarrillos respecto a la “desculturización” menemista no estaban entonces en condiciones de entender cuál era la idea de libro que agitaba absurdamente ese movimiento, efectivamente aprovechador y desenfadado en su golosa rapacería. Pero la idea menemista del libro  tenía una gran vivacidad práctica, pues el personaje llamado Menem la “vestía” del mismo modo según el cual, en el libro Facundo—más que leído, sospechado—, se le otorgaba relevancia a las vestimentas, colores y perifollos para designar el valor identificatorio de ciertos momentos cruciales de la política.

II

El concepto de libro como vestido supera con creces la idea precaria de política como pizza con champán, si el propósito es detectar el símbolo infamante o furtivo, yaciente en un flujo político como el que denominamos menemismo. ¿Cuál sería la importancia de decirlo ahora? ¿No están ya saldadas las cuentas, no podemos ya hablar más claro sobre aquel momento de la política nacional en que fuimos ofuscados por mercachifles y advenedizos que se apoderaron del aparato estatal al servicio de negocios y dolos, ya sean clandestinos, ya sean declarados? Es que al comprenderse mal la idea de libro, se termina comprendiendo mal la articulación de los simbolismos culturales menemistas con la tarea de eufórico desmonte del esquema histórico de la empresa pública, de la trama de garantismos sociales y de la idea del Estado como vértice hipotético de la legalidad de los intercambios de cualquier tipo que fueren.

¿Cómo así? Pues, sencillamente, porque el núcleo camaleónico del menemismo tenía una argamasa literaria fundada en la mutación constante que de alguna manera aseguraba el vínculo con la imaginería peronista. Si bien la máscara facúndica fue retrabajada en el pasaje de la periferia al centro del Estado, a fin de moderar la referencia inflamada al Tigre de los Llanos, permanecía como razón  política esencial del menemismo la idea del perseguido. Era fácil, sin duda, mostrar que no había tal persecución. ¿Pueden o puede o ser un perseguido aquel o aquellos que gozan de bienes explícitos, poderes evidentes, dominios exhibidos con euforia y sobre todo—sobre todo—, cuando en el ejercicio de un poder comisionado por la vía electoral han montado escenas prebendarias y estructuras de procedimiento que parten de la esfera institucional hacia zonas secretas de la economía? Helos allí fundando una plusvalía solapada, de funcionamiento oculto y porciones gigantes de apropiación privada como modelo de acumulación capitalista. Esta vieja expresión hay que comprenderla en la actualidad como una economía que mantiene una dialéctica de ilegalidad atravesando por dentro y por fuera, simultáneamente, los andamiajes de la desvencijada institucionalidad pública. El saber menemiano provenía de esta napa recóndita de hechos.

Ahora bien: la ideología del perseguido cincelada o recortada sobre el texto mayor de la leyenda política nacional se mantendría en el menemismo a partir de la fácil apelación  al “libro peronista”, acervo documental al que se recurría para extraer comparaciones forzadas y arbitrarias, pero para las que solían encontrar similitudes involuntarias en el mundo cultural antimenemista. Éste recurría insistentemente a un reflejo menudo que insistía en ver al menemismo despojado de referencias culturales correctas y educadas. Por su parte, los que se presentaban como víctimas habían destrozado la empresa pública, los ámbitos de resguardo laboral y la vida ciudadana concebida como responsabilidad emanada del debate social explícito. Pero bastaba con que captaran en el aire el funcionamiento del quimérico resorte cultural que la historia argentina había preparado—referido a otras escenas y otros contenidos—, para presentar como sello de expresión “gorila” a toda resistencia a tal devastación de los patrimonios sociales y públicos. Con tanto que la crítica fuera presidida por los doctrinarios de la pizza y el champán y los gozosos ironistas “bien informados” que sabían que Sócrates no escribía libros ni Borges novelas, ya tenía respuesta asegurada en un Menem que veía por doquier “nuevas Uniones Democráticas” e “intentos de proscripción al Pueblo”.

Había entonces un grave dilema cultural, desdeñado por quienes pensaban que eran totalmente solidarios los elementos del plan neoliberal privatizador con el despojamiento menemiano de todo tino en materia de citas desconectadas de los “respetables blasones culturales” ya establecidos. Desde luego, el menemismo quiso aliarse al modernismo económico de la hora, atando a una sociedad y a una nación  al mandato abstracto de la universalización hegemónica, mientras insistía en un folclor peronista desenraizado de sus fuentes sociales, ritualizado hasta un punto de vaciedad aborrecible. Era aparentemente fácil poner en el mismo paquete ambas situaciones, ignorando que aún el uso de las antiguas retóricas peronistas para resguardar las posiciones de un grupo incrustado procazmente en el poder salía de un cedazo cultural de mayor espesura que el imaginado por sus escandalizados jueces.

Tales jueces de catequesis, con carta de ciudadanía en el “malestar en la cultura”, cometían el error de pasar por alto precisamente el problema que había que desentrañar. Menem usaba partes disponibles del sistema lingüístico del peronismo, pero esencialmente pertenecía a otro libro de la cultura política argentina. Y éste no era tampoco un libro trivial o irrelevante, sino que hasta pertenecía al territorio al que se llegaba cruzando sus propias trincheras. Ya hablamos del Facundo: Menem se había metido en él no como lector sino como personaje, concurriendo como adversario, según el canon del “revisionismo histórico” que decía observar, pero también como citador “converso”, atraído quizás por las escenas sobre las largas caravanas de camellos sobre el desierto, pero también por la propia vacilación y hasta fascinación sarmientina sobre la catadura del personaje que estaba biografiando.

Como lector Menem era un converso, pues su visión pringosa del poder—hecha de alianzas vicarias con los dueños del mundo pero revestida de empalagosas afabilidades—incluía la prestidigitación de la cita alterada, el impulso disimulador de la maniobra que estuviera en curso y el humor botarate del chistoso de copetín. El converso expresaba así lo que le es propio, la elaboración de su identidad a través de varios textos superpuestos y contradictorios, que salían a la luz en circunstancias cambiantes pero siempre con meliflua displicencia respecto a su real incongruencia. Al contrario, el converso hace estallar su yo público en medio de astillas textuales incompatibles que conviven en el jolgorio de una conversión siempre en acto. La tradición nacionalista rosista de la que proviene Menem era sin embargo más literal en sus enunciados, y no toleró este ejercicio de transmutaciones, simulaciones y equívocos.

De ahí la ruptura con uno de sus maestros, el historiador rosista José María Rosa, que no aceptó el alborozo menemista para presentar incluso dicharacheramente sus herejías. Descartado aquel autor de esa Historia argentina voluminosamente escrita sub especie revisionista, en el lenguaje oral de los chascarrillos de Menem perduraba y siempre había una frase de Ignacio Braulio Anzoátegui, que en los corrillos nacionalistas había dejado el recuerdo de su vitriólica flema: Anzoátegui, escritor notable, había conseguido asociar la mordacidad literaria con el clásico programa antiliberal. Era “el fascista que ríe”, pues con su agudeza estilística y su pensamiento heráldico, entrelazó temas de la ultraderecha con una escritura de corrosiva comicidad. Menem estaba más cerca de la literatura de este fascismo cómico que del “fascista irreductible” Charles Lesca, del que después, como veremos, trataría Jorge Asís en una de sus últimas novelas.

El libro menemista no sólo mostraba, en efecto, un manoseo de citas incultas. Lo hacía como modo de generar su verdadero libro, con una trastocada expresión cultural de naturaleza cómico-herética. La oposición trató con displicencia cultural este último aspecto para poder concentrarse en lo que supuestamente interesaba: el arte menemista de ennegrecer las instituciones y demoler el patrimonio económico y social del país. Pero el resultado fue que no acabó entendiendo la profunda maniobra cultural implicada en el menemismo, y tampoco presentó verdadera batalla contra la demolición y corrosión del horizonte de expectativas públicas y sociales argentinas. El “capitalismo serio” que postulaba y hasta hoy postula alcanza tan sólo para cuestionar moralmente al menemismo—lo que sin duda es necesario—pero no encuentra la forma de desentrañar la alianza entre “capitalismo salvaje” y cierto control de la vida popular a través del dominio de partes de una imaginería de rara persistencia y efectividad.

III

Una y otra vez este problema nos devuelve al antiguo ámbito de las relaciones de la política con la literatura, del que sería difícil decir algo más que escape de una respetable trivialidad. Pero si la cuestión del perseguido está en el centro del debate, es oportuno ahora retornar el foco de atención al argumento que pueda desarmar la complicada triquiñuela por la cual aquel que no es una víctima puede presentarse como acosado y quienes son en verdad los desfavorecidos de una historia pueden presentarse con vivaz  alegría viviendo en el interior de un lazo de sumisión. Esta tragedia de las existencias sociales no ha sido pensada por el progresismo, porque no tiene vocación de examen respecto a sus propias sumisiones y suele creer que la claudicación de los otros se realiza apenas por ignorancia y por ausencia de literatura.

Pero ya lo decía Nietzsche (3): no se peca debido a la ignorancia. Y cuando además hay literaturas implicadas en la elaboración de la escena de las vidas tomadas por su conversión “en otro” (el marginal en dandy, el réprobo en salvador, el plebeyo en aristócrata, el postrado en simulador, el insignificante en poderoso) se puede entender que finalmente no hay movimiento político que no termine construyendo la fábula del perseguido. ¿Lo habría sido realmente? No importa: el perseguido es una configuración esencial de una de las antesalas indeclaradas del yo, metáfora primordial del vivir. De algún modo, siempre se puede contar con la seguridad lírica de serlo.

De modo que cuando esa forma existencial fundadora pasa a la política, no alcanza con refutarla con el sentido común—lo que en el caso del menemismo es muy fácil—sino que es necesario explorar las raíces morales e intelectuales de esa figura. Y esto es algo que puede llevarnos a realizar una pregunta fundamental sobre la literatura de Jorge Asís, prolífica, estigmatizada y anunciadora, a la que puede vérsela en el interior del denuedo mismo de ciertos acontecimientos del menemismo. ¿Es momento de tratar esta cuestión? ¿Darle las palabras que sean convenientes choca con el silencio despreciativo con el que se la ha rodeado? ¿Habrá que perforar la trama tenaz que ya tiene opinión  formada sobre el “baldón Asís”? ¿Y en nombre de qué?

Una respuesta la encontraríamos si la calidad de esta literatura se impusiese con autonomía respecto a las opiniones políticas de quien la sostiene. Otra posibilidad, que preferimos, es la de explorar la extrañeza de una literatura que como ninguna sigue el pulso dramático de la vida pública argentina estableciéndose en la clásica filiación de las “provocaciones culturales” que fue rechazada porque a su vez provoca rechazo (clausurándose su lectura), cuando se supo que trabajaba oponiendo a la conciencia social íntegra, los leños calcinados de esa conciencia “asocial”, la conciencia “reventada”.

Por otro lado: Asís se ha manifestado como uno de los argumentadores más convencidos a favor del ex presidente  cuando fue éste arrestado por hechos que, gruesamente, habrán ocurrido tal como los presentan los jueces. Respecto a ese engendro desmesurado compuesto por tráficos ilegales y desvíos hacia fines particulares de los recursos estatales, toda defensa que exceda las proporciones abogadiles—terreno siempre fértil para insondables chicanas—corre el riesgo de ser abominada no sólo por irresponsable y desatinada, sino también por inútil. ¿Es el caso de Asís? No hay nada más sugestivo (esto es: nada que llame más a decir lo que no sabemos y a inquietarnos con lo que sospechamos no conocer) que lo que solemos calificar como inútil. Gesto de dispendio sin contrapartida o bien un acto sostenido en su propio desperdicio, lo inútil aparece ante nosotros como el espanto de lo no acontecido.

Ligarnos a lo inútil sólo podría ser un aspaviento estético o un ejercicio suicida de secreta admonición a nuestros contemporáneos. Mientras todos creían que debían empeñarse en acciones con retribución y contrapartida, he aquí el representante del trance gratuito que muestra que se consumiría a sí mismo en lo que hace. Pura gratuidad y actitud baldía, la literatura cuenta con eximios ejemplos de esa actividad: la del hombre que se sacrifica sin pensamientos ulteriores, sin paga reparadora y sin intereses futuros que compensarán el sacrificio presente. Pero sí, no es éste (no es éste exactamente) el caso de Asís. Sostenemos que en la figura de Asís (y ya sabemos: en su literatura) hay una gran complejidad cultural con la que se elige no debatir, por la cual la técnica del perseguido se expresa desde una densa antropología picaresca. El perseguido en esencia no lo es, pero hay una narración cuyos resortes flotan en una imaginación social desvaída, que puede solicitarse como anaquel que inspire los “discursos del asediado”.

El tema propone una filogenia política y una averiguación literaria. En realidad es la literatura—si podemos hablar en general—la que está muy anudada a la búsqueda de un sacrificio en donde el inmolado demuestre que en última instancia no procuraba otra cosa que el propio vacío de su ofrenda. Casos así suelen ser insoportables. Porque no es nueva la sospecha de que no hay, no puede haber, ningún impulso que no deba provocar en algún tiempo su réplica adecuada. Es la propia continuidad de la vida lo que lo exige. Más allá  de que en algunos casos la conciencia de los individuos haga sus cálculos despojada de toda ulterioridad (la ulterioridad que compense en tiempo próximo cualquier desembolso moral realizado en tiempo actual), toda teoría moral de la acción sabrá indicar que nada se hace por nada. Y “nada” aquí siempre es “algo”. El héroe sacrificial que toda comunidad alienta para representar el momento de despojo total de intenciones, salvo la de recordar lo que a todos les falta en materia de martirio  o padecimiento, puede ser el caso ostensible de quien encuentra en el acatamiento comunitario a su heroísmo la recompensa por su “nada buscar, nada procurar, nada desear para sí”. Así se completa la leyenda del perseguido o del censurado, que el menemismo ha utilizado con sapiencia espontánea y vivaz, poniendo su infortunio merecido en el cauce de un relato de martirologio.

In extremis, completa este cuadro con la idea de un héroe que sería una figura moral que se yergue justo ahí, no tanto donde la abnegación es desinteresada, sino donde el interés de futuras retribuciones comunitarias no sería personalmente él quien iría a apreciarlo. Hay intereses, pero el héroe lo es porque ha sabido postergarlos hacia un usufructo de su propio heroísmo en la memoria futura, que él no experimentará. Ha canjeado porciones de tiempo, mostrando que reprimía en sí mismo cualquier interés actual en nombre de un trueque impalpable en monedas de tiempo, ávidas de encadenar con suave y tal vez  anhelado yugo la memoria de los sobrevivientes destinados al culto. De ahí que la literatura haya señalado abundantemente el peligro que surge de tales héroes. No piden nada para serlo todo... en el vacío de las palabras restantes. Una sutil coerción se levanta impalpable desde cada hecho donde el que se sacrifica no reclama nada. Pero en la nulidad del reclamo, aun en la generosa acción de quien dona en silencio y reprime cualquier mención a su dádiva, la ausencia que se genera es insoportable. Es el vacío del don.

Se dirá que estamos llevando la cuestión demasiado lejos, si de lo que se trata es de mentar los hechos triviales que tienen por causa lo que aquí y en todos lados se ha llamado menemismo. Pero justamente los que han debatido con este peculiar fenómeno, salido enteramente de las entrañas de la política argentina y que arrastró incluso a muchos de sus críticos (al menos, en muchas de las modalidades que elegían para la crítica), creían que era demasiado simple o demasiado fácil la tarea de discutirlo. Eligieron entonces verlo como un mundo cultural despojado de atributos y surgido de un espacio ajeno al de la demasiado conocida historia pública argentina. Y en jornadas de menosprecio insulso o de desaire irreflexivo, se pensaba  que el monto de lo que una gestión gubernativa había vulnerado del patrimonio social y colectivo del país alcanzaba para eximirnos de consideraciones sobre el estambre literario del menemismo. Sin embargo, éstas no suponían un ocio floral o un pasatiempo de gramáticos, sino la indagación necesaria en el corazón mismo de una sorprendente estilística de lo político. No es al margen de ella o estableciendo relaciones contingentes con ella que se tomaron precisamente las decisiones que afectaron tan gravemente la vida nacional.

Por eso, es necesario seguir la ruta del don y su reverso—la ruda avidez—para encontrar el magnídico legado picaresco. La literatura picaresca, contracara específica de la literatura épica, reposa en una reflexión sobre el honor. Sólo que lo somete previamente a una investigación escéptica sobre su propio origen oscuro, depredador e incluso cruento. Explorando las deficiencias de la fuerza literal del lenguaje, la picaresca se convierte en la dialéctica interior de la vida heroica, hablando desde la “perspectiva de las ranas” (4). Es consecuencia de la batracomaquia  que fascinó a los escritores de la Antigüedad y que propone seguir la ruta de la formación de una honra para saber más profundamente sobre la condición humana.

Si por un lado la literatura del héroe lo encuentra a éste en plena posesión de su acto sacrificial (“gratuito” frente a la comunidad que ha abandonado su autoconciencia), la literatura picaresca desdobla el enunciado virtuoso en un acto de simulación y de crítica. Sólo que de él sólo usufructúa un individuo que reabriendo la causa del doble lenguaje del honor (reconociendo el submundo de fingimientos del que procede) está en condiciones de saltar hacia la sociedad cortesana o hacia la ética burguesa.

Sabemos que hay una literatura del honor. Es la que busca en la memoria un cobijo para ver, angustiosamente, si entre los residuos de una improbable evocación de los muertos se encuentra el núcleo regenerador del sentido heroico de la vida. Esta procura de la “ciudad común de los vivos y los muertos”—la expresión es de Michelet—suele tener que luchar con las propiedades el estilo memorístico de la investigación, del cual apenas se obtienen figuras inciertas y desesperantes. Finalmente, sólo queda entre manos una melancolía insondable, que elige el punto de partida de los cuerpos en presente—el “peso” actual de la historia, el amor real y fugitivo, la inmediatez de la experiencia, las “prácticas concretas”, la “causerie”—para establecerse en formas escepticas de la rememoración que de todas maneras señalan hacia el corazón más fuerte de la historia: el añorado coraje y la borrosa búsqueda filial de la imagen del pater. Entre nosotros, Viñas ejerce con irreverente sutileza esta literatura (5).

Pero también sabemos, una vez más lo afirmamos, que hay una literatura picaresca que postula que toda búsqueda del honor es una empresa simulada que enmascara un deseo de poder inconfeso, sublimado. Y hay una tercera posibilidad—por lo menos en cuanto a la consideración del drama de honor—que es la de la literatura que hace recaer el peso de la honra en criaturas bajas, que inesperadamente demuestran que pueden cubrir el vacío que los hombres señoriales o burgueses han desguarnecido. En este caso está en juego la genealogía del reventado. Porque si en Asís el reventado es una figura despojada de alegorismo y metafísica—y de ahí su rápido enlace con la crónica interna de un período histórico nacional—, en Fogwill son tanto las insinuaciones alegóricas como el profundo roce con la metafísica—esto es: preguntarse por los ancestrales actos de dominio implicados en el mero hablar—lo que hace que su tendencia hacia la picaresca (6) se resuelva en otra instancia, una suerte de filosofía lírica del juego asolador de las vidas. Filosofía a-social (otra vez: metafísica) más allá que en su tránsito revise hondamente los mundos lingüísticos de los sujetos imbuidos en sus lenguas profesionales: la del hombre suburbano o la del practicante de los idiomas educativos vinculados a las "ciencias humanas” (7).

En todos estos casos estamos ante una reinterpretación del don: frente a quienes creen que el don pone al hombre frente a su libertad irrecusable y al enigma de su actos gratuitos, he aquí que tenía en su reverso existencial la figura acechante del pícaro, el contra-don que no reniega de refundar la historia, pero exige para ello el reconocimiento de la plebeyez ambiciosa de lo humano, la búsqueda de soluciones para resolver la carencia no con luchas sociales sino con la divina astucia.

Piezas bien recordables de los escritos antropológicos del siglo pasado mentan al don con entusiasmo. El don es lo que le entrega la cualidad de insustituible y extraña a la cosa. La hace opaca a su inmersión en una trama de intercambios y la valora como única, irreproducible y venerable. En él se detiene la reciprocidad social, excepto para todo lo que no sea la atracción insondable que ejerce esa “falta de reciprocidad” como hueco que promete una reciprocidad futura, tensamente dirigida a lo que se espera de la historia. Esa expectativa es la que origina el héroe sacrificado que ha creado un futuro donde su sacrificio, sin otra expectativa que la verdad de su tormento espléndido, terminó dejando la descendencia de una obligación de misal.

Este mecanismo de creación de gestas y valores nobiliarios no deja de entrañar cierta falsedad. La inutilidad  de este heroísmo parecería tener la astuta consecuencia de ser enteramente útil, sobre la base, desde luego, de un riesgo gratuito, “existencialista”, que coloca lo humano sobre la cuerda de la célebre pero olvidada “pasión inútil”. La fórmula tiene lo suyo, porque sitúa a la inmanencia de la vida sobre una cota de responsabilidades que van trascendiendo enteramente hacia el reino de las libertades.

Justamente, fue Ricardo Piglia el que se propuso situar la potencia del don en su última novela. Plata quemada lo menciona con uno de sus nombres, potlash (forma máxima del desprecio a la riqueza, tal como la nombran los indios Pueblo, los estudiantes de antropología y los periodistas culturales), indicando que el acto gratuito se sustentaba en vidas marginales o golpeadas, en vidas oscuras que acudían al disfraz para sobrevivir (8). Cerrando el camino al intérprete espontáneo, Piglia coloca en su novela a un periodista que habla de potlash para interpretar la conducta de los delincuentes que incineran el dinero, con lo que crea una sucesión de capas de cebolla que van clausurando las posibles interpretaciones del crítico, que yace dentro de la misma novela en función de espejo.

Los reventados de Piglia son los más cercanos al don, a la gestualidad ritual inútil, porque en verdad son la expresión invertida del novelista—o mejor dicho, ellos expresan simbólicamente el lugar de la novela—que se pregunta si un acto tiene contrapartida, si su valor en el mundo exige siempre un precio, un equivalente en valores traducidos a dinero o si solo puede equivalerse a otros valores medidos en la moneda simbólica  de la república de las letras.  Hay una imposibilidad de responder a este interrogante, y esta renuncia es la materia misma de la novela (la de Piglia, y quizás la de cualquier otra).

Lo “inútil” novelístico extrae su prestigio en las filosofías humanistas y de las pedagogías que consideran el conocimiento como una participación, la más encumbrada posible, en la atmósfera atemporal de todo lo creado por el hombre. Se escucha, aquí y allá, la defensa de un saber no instrumental, por lo tanto ofertado desde la trama del don, y en consonancia con ello, la defensa de los actos gratuitos como una suerte de interrupción de los tomas y dacas que alientan las lógicas de mercado. El mercado (lo que llamamos habitualmente así), sin duda funciona sobre impulsos conplementarios de símbolos de transacción, donde cada “pasión inútil” de la mercancía (pues ella se presenta así, como la gratuita magia que el destino nos tiene reservada) persiste en presentarse como “don” sólo para poder prosperar en su camino de utilidades.

Y así como hay razones de lo útil que desean encubrirse como afanes desinteresados que sólo responden a su propio carisma (para poder pasar como objetos deseables), también hay formas de lo útil que se proponen para proteger la intimidad de sujetos que no desean delatar la fragilidad de su sincero lirismo. Es que sospechan que van a vivir su vida como una búsqueda  del valor, imposible de ser canjeado por nada, excepto por la recóndita fratría o la secreta fidelidad. Pero en la conciencia de estas figuras, existe la certeza de que el mundo puede ser cruel si no disfrazan su “pasión inútil” con un idioma calcado de la avidez circundante. Este último es el papel de ciertas literaturas.

Nos referimos a las que exploran una doble capa de significaciones en los valores que mueven los actos de sus criaturas, que se presentan primero con un afán de utilidades y retribuciones inmediatas para luego pasar a soltar signos contrarios a esa torpe ramplonería. Pero luego, en un momento final que suele ser el logro más convincente de estas literaturas, suele revelarse que lo que parecía “panem lucrandum” no escondía otra cosa que un temperamento sentimental que quería procurar sólo el pan de la amistad y la fraternidad en medio de una realidad hostil. Este efecto es más perdurable cuando se trata de personajes bajos o despojados de una conciencia lúcida mayor, pues así  se revela que esa pócima superior de humanidad ocurre en momentos inesperados y en existencias degradadas por el más oscuro barro de la vida. De ahí la fuerza de esta revelación de gratuidad, núcleo vivo de la phylia ofrendado en el seno de lo más grotesco del vivir.

Estas literaturas de vidas duras que repentinamente descorren su desconocida cepa sensitiva nos ponen en  la espesa senda del gesto inútil: pero en él, vemos la dialéctica de lo venal que se tornasola en una virtuosa y oculta camaradería. Este movimiento, con todo, es una tensión moral que no cumple enteramente su ciclo en las literaturas picarescas que imaginan emplear a fondo toda la fuerza de sus personajes calculadores, intrigantes y bribones. Por eso los arrojan sin la vuelta ulterior de la conciencia sobre su propia emancipación, sobre el desfalco espiritual que la mantenía en su mala fe. Pero, digámoslo: en la literatura de Jorge Asís parece no haber ese momento “inútil” en que los complotados en virtud de su propia rapacería descubren  de pronto que son seres destinados a producir una gran revelación en el mundo. Que los lleve a decir, por ejemplo, que hacían tales o cuales cosas esperando que apareciera el momento absoluto de despedirse de los intereses mundanales y todo lo que no fuera amistad..., en verdad, una quimérica amistad, que si fuéramos tan exigentes en su búsqueda al punto de preferir quedar clausurados en nuestra desilusionada soledad en vez de obtenerla apenas menguadamente, deberíamos dedicarle a todo lo demás “un largo adiós”.

Los héroes del “largo adiós” (9) son los que descubren que había sido cargada sobre sus espaldas la responsabilidad de demostrar que la historia continuaba de la mano de los hombres puros, sacrificados e inocentes. Sólo que para llegar a ese momento, debían atravesar una conciencia anterior equivocada, en la que ellos mismos creían de sí que buscaban satisfacciones venales o las estipulaciones mínimas que una vida mediocre precisa para sobrellevar la atención de sus necesidades. El ascenso desde ese mundo craso hasta la cuota divina de participación en el orbe incondicionado de la amistad era el itinerario romántico, el potlash  de los hombres del largo adiós. En la saga de los detectives norteamericanos, este long far-away rescataba a los reventados.

Hay una versión argentina de este rescate, pero lo lleva hasta las últimas consecuencias de fusión entre el reviente y la historia. Pero para ello eran precisas ciertas mañas complejísimas de la escritura y la teoría. Nos referimos al hoy bien estudiado El fiord, de Osvaldo Lamborghini. En este magnífico texto “lo reventado” es la lengua misma que se vuelve sobre sí misma para realizar el acto sacrificial de engullirse. Fábula sobre los nombres de la historia, El fiord crispa su superficie  sobre actos de suplicio que buscan la frontera misma de lo indecible. El suplicio de la carne busca el lugar de la lengua donde se consagre la imposibilidad de decirlo. Al mismo tiempo, como búsqueda de una compulsión política, el texto encuentra la razón de los hechos en un entrelazamiento que brota del “ángel caído” de la historia, un caldero heteróclito y virulento donde expían las ideologías y las vidas: “cuando un suboficial dado de baja por la libertadora pacientemente nos enseñaba el marxismo”.

Cuando aparece el fiord como una relación entre los vacíos y el “punto nodal de todas las fuerzas contrarias en tensión”, se puede sentir que estamos ante una definición del mundo que acaba de reventar en sus nexos aceptables y lógicos. Por eso, esta literatura encarna como ninguna  el valor de una profecía, pues al producirse el vacío en el mismo lugar donde las fuerzas opuestas expresan en conjunto sus potencias, queda agotado todo pensar excepto el de la prefiguración del futuro trémulo. “Me pregunto si yo figuro en el gran libro de los verdugos y ella en el de las víctimas” (10). El banquete freudiano y a la vez althusseriano de O. Lamborghini consigue tensar la cuerda lingüística—su materia excelsa—con una técnica de reviente que pasa en la dicción de un plano exquisito a otro rudo, de un nomenclador realista y extremo a otro interno, hecho de objetos místicos y animistas.

En Nanina de Germán L. García, y acaso en su obra posterior, y no solamente en sus novelas, transcurre asimismo cierta atmósfera de “reviente”, pero matizada y templada por el signo de las necesarias experiencias de iniciación. Pero también por una reflexión, que en este autor con el tiempo se aguzaría, sobre las figuras de la cultura nacional bajo el signo de divertidas mascaradas de reapropiación, como la que ocurre con el Fausto relatado por un gaucho en la obra del mismo nombre de Estanislao del Campo (11). En cuanto al Fiord, algo transcurre entre la carne y las “representaciones dolosas” como en el pasaje que puede leerse en esta nota a pie de página (12). Ahora bien, en la última frase de El fiord leemos: “Yo la ayudé a incrustarle el mástil en el escuálido hombro: para él era un honor, después de todo. Así salimos en manifestación” (13). Concluye esta página con la fecha de escritura de El fiord: Octubre 1966—Marzo 1967.

Y ya en la manifestación, no exactamente en aquella manifestación, encontramos a los próximos personajes de Asís. Estamos ahora en 1971, y lo escuchamos contando por Asís mismo bajo el alias de Zalim: “Hacía un año y medio que Zalim, joven escritor comprometido, vivía una situación conflictiva con el viejo e intolerable PC. Para ser exactos, desde la edición de La movilización, en el epílogo caliente  de 1971 y publicado por Boris Spivacow, un polaco fundamental, artífice de la cultura barata de edición de bolsillo, que fue, al menos para los escritores de la generación de Zalim, infinitamente más trascendente que Victoria Ocampo. Por semejante libro polvoriento, los dirigentes del secretariado del comité central del PC habían comprendido, tardía pero acertadamente, que Zalim nada tenía que ver con aquella congregación política. Ni por el lenguaje utilizado ni por las ideas expresadas, habían dictaminado, desde un editorial, en el órgano oficial de la agrupación. Sin embargo, Zalim era un tonto que no quería abandonar el partido. Tenía sus abismales diferencias políticas con las líneas de acción que se bajaban. Pero ocurría que allí dentro tenía sus mejores amigos”. El relato continúa con la mención de las movilizaciones festivas del movimiento retornante, saludando a Zalim e invitándolo a “treparse al camión heterogéneo del peronismo” (14).

No es, sin duda, la misma manifestación que la de Osvaldo Lamborghini. Porque Jorge Asís veía en la manifestación no un gran libro de víctimas y verdugos, según el estremecedor vaticinio lamborghiano, sino una escena de carácter doble. Si por un lado, al pasar, la manifestación le reclamaba al militante del Partido Comunista que se fundiera con los cuerpos de los que iban gritando en el camión su credo nacional-popular, por otra lado, ante la manifestación gigantesca de los que concurrían a Ezeiza en 1973, Asís le hace decir a Rocamora: “Siempre al costado, Vitaca, uno tiene que subirse al carro y chau”. De ambas formas, se subía al camión de la historia, pero en un caso como sujeto de conciencia y en el otro como “reventado”. Esta dialéctica Asís no la resuelve pero es de alguna manera la que mantiene en fuerte estado de testimonialismo y legibilidad su obra.

Se percibe esta ambigüedad fundante en el distinto uso de la misma expresión “reventados”. Al abrirse la novela Los reventados, en una suerte de prólogo-epílogo, se lee “El 25 de septiembre de 1973, algunas horas después que reventaran al Secretario  de la Confederación General  del Trabajo, José Rucci...”. Y de inmediato, en el capítulo primero: “Reventados (sin un solo peso en las faltriqueras, sin siquiera poder salir a la calle, eternamente en la oficina fumando los cigarrillos que la noviecita de Willy les había obsequiado la noche anterior, deletreando (...) algunas ideas que los rescataran del precipicio, esbozando alguna posibilidad de salvación) Willy y Cristóbal pasaban las horas”. Como puede verse, hay dos ideas distintas sobre lo reventado, la primera de ellas correspondiendo más bien al dramático ejercicio de la historia  sobre los cuerpos, y la segunda, al contundente intento de que de la condición existencial de los reventados surgiera un nuevo nexo con la historia sin entregarse realmente a ella, sino con la subjetividad estallada, “reventada”, para construir las vidas individuales, las “posibilidades de salvación”. No se puede decir que estos horizontes valorativos estén tan lejos del drama político que puede leerse en el libro que acaso citaron, sin leer, los gobernantes menemistas.

IV

¿Una entrevista a Jorge Asís? Tiempo después de la conversación que hemos sostenido con él, lo hemos visto atareado defendiendo en los medios y en banquetes al encarcelado ex-presidente. Su argumento apela a la razón de Estado, a enconos ancestrales mal resueltos por los detractores y a un juridicismo al que dice ver afanosamente persecutorio antes que fundado en cuerpo de ley. Apela pues al “libro”. A nosotros debe interesarnos menos esta defensa (en la que se percibe el dilema entre los cambiantes arcanos de la letra de la ley y los guardados secretos de una descomposición política) que el sorprendente vínculo de este ciclo político argentino con los géneros literarios que el propio Asís ha practicado. Guardémonos de entrada de la invitación directa a considerar su literatura como la prefigura de lo que de una manera u otra sería el menemismo (15).

No parece ser el caso de recalar acá en una percepción inmediata entre literatura y política (la esquiva conjunción siempre anhelada y buscada) cuando lo que tenemos en manos, por una parte, es una figura como la del menemismo. ¿No es ocioso definirla una vez más? Este nombre se funda en una estilística de la desubicación, en una práctica persistente para desarmar etiquetas preconcebidas. ¿Sería el caso de un marginal que desarregla convencionalismos para que fluya una verdad soterrada? Muy por el contrario, lo que el menemismo llamó “transgresión” era una clara intuición destinada a poner al servicio de un severo orden preexistente el talento plebeyo de un outsider para reforzar “desde afuera” los poderes económicos centrales.

El menemismo, entonces: a lo largo de una década configuró una maquinaria desdichada que justamente por presentarse plena de realizaciones (y los cambios, en efecto, fueron notorios y dramáticos) dejó una huella de mudanzas brutales que alteraron el cuadro de la vida civil y política al punto de desmantelar un núcleo remanente de certidumbres que aún definían la vida laboral, estatal y nacional. No se ausentaba el lenguaje “revolucionario”, y esa es sin duda una característica del menemismo, que comenzó por postular una revolución productiva, enunciación plena de señuelos y artimañas. Nada de esto se hacía sin remisión a ciertos libros interiormente “reventados” de la literatura social y política existente. Lo “reventado” alude aquí a una forma de conciencia desencontrada que rechaza la responsabilidad del sujeto en el ámbito de sus acciones.

El destrozo interior acaece por un daño propio que se resuelve en relaciones de aprovechamiento y simulación social. Los lineamientos generales de la picaresca caben casi enteramente aquí, pues cada criatura desprotegida elaboraba ciertos mimetismos que al mismo tiempo que falsificaban los vínculos sociales, mostraban cómo éstos podían pervivir aun cuando el pícaro fingiese un falso respeto.

Los reventados, novela de Jorge Asís escrita en 1974, gozó del amplio favor de los lectores, antes de que él mismo se tornara un personaje deliberadamente irritante. Como sabemos, sus intensas apariciones públicas en la última década como embajador cultural del gobierno de Menem (16) se realizaban en nombre de una esgrima irónica que ponía a los valores “progresistas” en el banquillo de los acusados. El proceso al progresismo se componía de sarcasmos de dandy plebeyo, de apologías cínicas de los intrusos que asaltaban ávidamente la política y de una jocosa comparación entre los valores timoratos de una pobre democracia frente a los divinos aventureros que hacían del Estado un teatro vulgar que derrochaba irreverentes pantomimas. Pero también: en nombre del “capitalismo serio”, en este caso operado por una literatura que fincaba su fuerza en la exploración de las almas reventadas, que en su crujir interno sacaban conclusiones sobre la necesidad del “vivir converso”.

Pero Los reventados, cuando Asís se hallaba completando su tránsito desde la izquierda hacia un realismo político egocéntrico y de ponzoñosa jocosidad, había intentado capturar la lengua coloquial de la Buenos Aire del 70 presentando una antropología burlona que fijaba su atención en personajes marginales que luchaban por sobrevivir a través de toda clase de artilugios. Eran los tiempos en que regresaba el general Perón y las gigantescas movilizaciones políticas nucleaban a miles de jóvenes esperanzados y animosos. Asís enfrentaba entonces el mundo épico de la militancia política con una fauna picaresca que justo en ese momento estaba dispuesta a vivir de la simulación y del fraude. Eran simpáticos timadores que al costado de la carretera donde pasaban multitudes entusiastas y vociferantes proclamando sus credos, intentaban realizar sus negocios de sobrevivencia. Ese batallón de perillanes pretendía vivir de la venta de cotillón político en un momento de efusión social. Como mercachifles improvisados, sólo mostraban el afán individualista de medrar con la historia colectiva, mientras a la distancia se escuchaban las voces épicas, fundidas en un mismo ritmo con su misión histórica.

La presentación de estos marginales y tunantes en un momento de fuerte crispación histórica dio lugar a que la cuentística de Asís  fuese cotejada favorablemente con la gran herencia de Roberto Arlt. El “reventado” era alguien que Asís  trataba con extrema simpatía, pues eran los personajes del “18 Brumario” argentino que con su discurso estropeado y su conciencia utilitaria, representaban el detritus que podía poner en jaque a la política pero al mismo tiempo advertía que la historia estaba acechada por los fantasmas mal resueltos de una equívoca exuberancia popular. Pero cuando un reventado dice: “—¡Qué me decís! ¿Te lo imaginás a Rosqueta ahora? El loco fumando importados, un buen whiscacho, en el Sheraton, para él es muy fácil ser bacán”, podemos comprobar que el  mundo confesional de los deseos mantiene una identidad de bon vivant, mientras que en Arlt la ensoñación de un futuro beatífico lleva a un contraste lacerado en el que resalta la erosión insuturable entre la caída y la redención.

Porque mientras en Arlt se encontraba una angustiada demonología, la literatura de Asís marchaba hacia un intento de captar trozos vivos de un idioma realmente escuchado en las barriadas de la época: la astucia depredadora se presentaba como una acuarela taumatúrgica del popolo minuto sin angustia, despojada del embrollo de la imaginativa, torturada y farsesca antropología criminal de los locos arltianos. Cada línea de Arlt pertenecía a una suerte de alto horno dialectal, incandescente de corazones turbios y desmesurados en los que subyacía mucho más que una candorosa ausencia de la moral burguesa, seguida por un astillamiento (un “reviente”) de la conciencia en nombre del juego particular de ventajas. Hallábamos en ella el secreto mismo de lo humano baldado por el juego de crear un despotismo de dioses falsos que festejan la muerte de la libertad como un acto estético, espeluznante y desatinado.

Pero la teatralidad de los personajes de Asís está despojada de trascendencia y caricatura. Hay en ellos un resentimiento práctico, de fines encubiertos pero realizables, y el disfraz no pertenece a una metafísica de la caricatura sino al ramillete necesario de tácticas para realizar el acto astucioso de la lucha por la vida. El  punto de vista de los revetados de Asís—esos hombres destruidos por dentro que venían a representar alegóricamente las fallas del orden establecido—implicaba también rebajar la intención arltiana de arrastrar escorias de perdidas religiones y de despóticos utopismos. Pero por otro lado enseñaba que había que bucear en un bajo fondo de anómalos bribones para trazar un fuerte juicio sobre la actualidad.

El reventado exhibe su caos anímico de diversas maneras: mientras en Arlt se trata de discursos delirantes asociados a la reinvención alquímica del mundo—por lo que su lenguaje surge también de una fábrica de enunciaciones profetistas y extasiadas—, en Asís estamos ante criaturas que solo disponen de un saber simulador, advenedizo y aprovechador. Solo podemos reconciliarnos con ellas no porque expongan la metafísica onírica de los grandes conspiradores y asesinos rituales, sino porque son desamparados sociales entrenados en el timo y la impostura de sobrevivencia.

¿Es posible identificar otros eslabones de la genealogía del “reventado” literario? Sin duda, debemos mencionar la exploración sobre el habla de suburbios realizada y llevada hasta las últimas consecuencias por Rodolfo Enrique Fogwill en Los pichy-cyegos, novela de 1983, simultánea a la guerra de las Malvinas. En  esta fundamental novela, una de las más importantes del ciclo que se inicia en los ochenta, unos soldados argentinos en una caverna helada desertan de sus filas y organizan su sobrevivencia mediante el ambiguo  artificio de una colaboración con los ingleses. En esa “traición” reside la fuerza de la crítica a la guerra en nombre de lo que para Fogwill sería una guerra superior, la de construir un lenguaje-verdad que lleve la literatura a un nuevo naturalismo pero mirado del revés: la lengua debe ser descubierta en su pureza pragmática, lo que sería  coincidente con la pureza de su impulso ideológico, clasista.

Enorme proyecto que también implica postular hombres “reventados”, pero ahora son figuras fogwillianas que se mueven en una sociedad heterogénea, partidos por la cuestión del conocimiento. En Vivir afuera, novela de mediados de los noventa, Fogwill elabora cápsulas existenciarias alucinadas para el hombre o la mujer de extramuros, infundidos de conocimientos subalternos que asombran por su vivacidad, superiores al del hombre de la metrópolis profesionalizada, autocomplaciente y banal. Fogwill llega así hasta donde no había llegado Asís: las tensiones acarreadas por lo dicho brotan del subsuelo más infernal, despótico y ruin de la lengua, descubierta así como ámbito de servidumbre y necedad.

Los pichy-cyegos es una novela de sensaciones. Lo que en esa novela se vive no es necesario interpretarlo. Está allí, físicamente actual. La presencia absoluta de la guerra son secuelas borrosas y distantes, pero presenciadas en vivo, en el ocurrir de los trastos de la lengua, que actúan siempre con una actualidad radical. Esos soldados candorosos, provincianos, extraídos del submundo “reventado” de la sociedad, ven la guerra en el lenguaje. A través de ellos percibimos donde está la guerra rehaciendo la sensibilidad y la percepción: lo helado, lo frío, lo candoroso, el bombardeo, las vibraciones del suelo, el polvo químico, las fronteras congeladas del idioma inglés. Son escenas primitivas que ocurren en el idioma, materia lingüística dominada y “reventada” por la guerra.

Al margen del flujo histórico, esos marginales que desertan de la burocracia del idioma para reinventar una lengua nacional salvadora—tal parece el propósito de Fogwill—parecen señalar la reposición del punto de vista del reventado para investigar la desafortunada historia nacional. Esta vez, es con asociaciones automáticas de ideas—el reconocible expediente de las poéticas surrealistas, del psicoanálisis y del márketing—, que Fogwill muestra con una maestría provocadora que irrita (sin desmerecer un palmo) la sabiduría apenada y maniática de su escritura.

En Plata quemada, novela publicada por Ricardo Piglia en la segunda mitad de los años noventa, ya vimos que vuelven los iluminados marginales a cuestionar las escenas de la razón literaria y del estilo “progresista”. En esta novela el rumbo natural del relato se va quebrando diestramente hasta aparecer una cuota de algo siniestro, amenazante. Este quiebre de la falsa neutralidad de lo que aparenta ser un informe, nos lleva a una ordalía de horror. Con palabras levemente dislocadas del diccionarios de actualidad, Piglia va componiendo la escena de un lenguaje pavoroso que parece transcurrir por un sendero espontáneo amparado en el oído “naturalista” del escritor. Pero ese lunfardo de los años 60 o aún anterior, se torna oscilante e inaprehensible. Esa “máquina de narrar” de Piglia—contra la “caverna” malvinera de Fogwill—nos conduce a una oralidad oscura que trabaja con el recuerdo de otros momentos de la lengua.

El equívoco o la tolerada confusión entre los sombríos anacoretas de Arlt y los “reventados” de Asís suponía un momento de la literatura que siempre se hace presente bajo la forma de un vivaz reclamo: se trataba de requerir un ámbito oscuro de las orillas de la historia, donde la gracia de unos intuitivos sabandijas relativizara los saberes profesionales y edificantes del buen burgués. Puede decirse, ahora, que es menos Asís que Osvaldo Lamborghini o Fogwill los que exploraron a fondo el destino de los arlequines “reventados” de Arlt. A esos complotados tragicómicos de gran jerarquía tramoyesca, los últimos autores mencionados quisieron captarlos—sin que el relato se diluyese—en el momento en que se escuchaba reventar a las conciencias, arrastrando consigo los pilares ingenuamente pactados del idioma nacional. Asís se propuso en cambio un sentimiento no auditivo u onomatopéyico, sino la elaboración de un libro sobre la historia nacional en el que se recorrieran las tensiones irresueltas entre entrar al ómnibus de la historia como sujeto pleno o como simpático truhán que pronunciara las voces de la historia llevando in pectore el sentimiento de ventaja personal, “agarrados como garrapatas”.

V

“Con nuestro resentimiento, Vitaca, podemos hacer una ciudad”, dice Rocamora en Los reventados. Y acaso se nos hace posible recrear una sonoridad arltiana en esa frase. Así como en esta otra: “tenemos que estar siempre colgados de la liana, agarrados como garrapatas, tenemos que estar siempre al costado, Vitaca, prendidos. Y si alguna vez en este país manda el Partido Comunista, nos compramos una hoz y un martillo y chau, seremos revolucionarios, es todo curro”. Quizás sean frases arltianas partidas, remotos rumores de Erdosain o del Astrólogo, que no llegan a consumar su esplendor porque Asís las detiene en un cinismo unilateral que no tiene la contrapartida de la dolorida autodestrucción. Por eso, es Asís mismo quien mucho tiempo después hablará irónicamente del conjunto de opiniones de mediados de los años setenta, que insistían en atribuirle la responsabilidad de ser una suerte de continuador de Roberto Arlt. Lo cierto que la cuestión del Partido Comunista tiene su peso en el itinerario de Jorge Asís, y él mismo le dedicará una reflexión no exenta de agudeza en El sentido de la vida en el socialismo (17).

¿Cómo es el sentido autobiográfico que cultiva Asís? No deja de causarnos extrañeza. En primer lugar, la filogenia del reventado suaviza sus aristas. Entonces anuncia un balance cultural, en el que contrapone Boris Spivacow a Victoria Ocampo. No le opone a la fundadora de Sur algún emblema nacional-popular o una figura escénica o literaria del peronismo, sino una imagen unánimemente festejada de la cultura universal, el recordable editor argentino llegado de la remota Ucrania, que vuelca en el país de los años sesenta (y en adelante) el poder de una alianza entre la lectura cultivada y el público de masas. Luego, se han refinado las claves autobiográficas, en las que ingresan cinismos engalanados con algún ánimo melancólico, cierto balance secretamente herido por un itinerario que acaso no lo conforma: el viaje en el camión que lo había convocado ha dejado muchas cosas valiosas atrás. “No debo anticiparme al infeliz epílogo de mi actuación de decadente intelectual mundano pero divertido. Cínico y pueril pero bien alimentado”, dice Asís de su personaje de Nobles a la carta (18).

En este último relato breve, de muy buena resolución y sutil humorismo, Asís pone a prueba su concepción picaresca de la historia: el plebeyo de Villa Dominico crea una escenografía falsa con nobles decadentes que ofrecen sus servicios nobiliarios en una noche de ilusión y comedia. La verdadera falsedad se halla alojada en esa casta nobiliaria deteriorada, y el intelectual argentino que los convoca tiene oportunidad de reflejar en ellos su propio escepticismo y desencanto a través de una causerie bellaca. Se trata de un Jorge Asís escudado en máscaras que actúan al ras de las identidades verdaderas, presentando ahora a “reventados” de alto copete, en la figura de estos descendientes degradados de los salones proustianos. El sesgo autofiográfico detrás de un embozo apenas distanciado, o la presentación de personajes con nombres que en su retintín sonoro conducen a los nombres reales, es quizás uno de los recursos más antiguos del roman à la clef, del que Asís se revela como un cultor rápido y entusiasta. ¿Abusa de este método? Sin duda, pero ahora, a diferencia de Diario de la Argentina, donde el sistema de remisiones cuenta con una matemáticas de desciframiento de traducción casi inmediata, Asís emplea esta práctica para mirar con cierta melancolía su propio pasado político, su anterior renombre literario y un perdido mundo amoroso sustituido por simulacros mundanos y desconfianzas mutuas.

Entonces: esto también produce efectos sobre uno de los temas característicos de Asís, la conquista amorosa en términos de victorias carnales relatadas con rústico lenguaje de batalla. Esta seducción contada con una poética que hace hincapié en “lucros sexuales”  inmediatos, deja lugar ahora a una reflexión más atenuada, revelando el trasfondo persistente de situaciones como éstas, la lírica desolación que acontece después que ocurren esos encuentros “ganadores”. En La noche del mouton el galán chasqueado medita de este modo sobre la situación que lo llevó a caer en una inesperada tela de araña del destino: “En todo caso, podía buscar el ´Mabillon` de Saint German, donde se juntaban los insomnes y los desesperados por encontrar fragmentos de tibieza hasta que invadiera el día”.

Pero es en El sentido de la vida en el socialismo donde estos elementos de compensación nostálgica (“desesperación y tibieza”) aparecen con más fuerza en la plusvalía del pícaro. Se trata de una crónica bien lograda en su ironía y mordacidad sobre las reuniones de especialistas mundiales, en París y en Moscú, con el trasfondo de la crisis del socialismo real y la caída de la Unión Soviética. Los apuntes de Asís son chispeantes y certeros, retratando con el antiguo desenfado de Oberdam Rocamora y la risa interna de un embajador de pacotilla, el movimiento de personajes académicos y políticos que son fantasmales desdoblamientos de la sempiterna figura del granuja, ahora bajo el hueco prestigio de las máscaras de un ministro francés de cultura, de un infatuado presidente checo o del mismísimo Alain Touraine, bocetado con certera y burlona pincelada. Sobre esta descripción no pesan reclamos de pesquisa y el ansia informativa que podría encontrarse en un agente de los servicios de inteligencia, como el que se desempeña en Partes de inteligencia, un relato de Asís datado en la época alfonsinista, donde juega en el extremo de la confianza que podría dispensarle el lector en el sentido de que su personaje mantendría las adecuadas proporciones del distanciamiento literario respecto a la efectiva (o sospechosa) materia histórica que está tratando.

Pero al igual que aquella novela de fines de los ochenta, en El sentido de la vida en el socialismo—dedicado a Simón Lázara y Fernando Nadra (19)—estamos ante un retrato del mundo profesional donde actúan las ideas, los intelectuales y los expertos en lenguajes culturales. Repleto de nombres propiciadores, este escrito trata de un modo que luce simple pero eficaz el grave problema del resquebrajamiento de los mundos históricos y el lenguaje con el cual una camada de intelectuales se refiere a él. Está en juego la palabra socialismo, y el logro del título del escrito es quizás lo que mantiene la fuerza de este balance autobiográfico donde el astuto vagabundo que pensó en ser una “garrapata” en la historia busca ahora el propio sentido de su vida política. Percibe quizás que lo único que le queda es la nostalgia, y al fin, que ese podría ser “el sentido de la vida”. En el socialismo y en cualquier otro sistema político de ideas.

Hay que llegar sin embargo a Lesca, el fascista irreductible (20), para percibir el intento de Asís de reunir a la vez dos propósitos vinculados al “sentido de la vida”. El primero, un proyecto novelístico que ingresara al drama de las ideas del siglo veinte con un personaje argentino en París. Se trata del fascista Carlos Lesca—personaje que Asís extrajo de una realidad histórica verdaderamente acontecida—en el cual esboza una vívida acuarela del mundo intelectual rioplatense que actúa en los cenáculos culturales y políticos parisinos, en paralelismo con la presencia allá de Victoria Ocampo. Pierre Drieu La Rochelle, el mohíno literato y crítico fascista dueño de una escritura acaudalada, elegante y perspicaz, quien también supo ser partiquino amoroso de Victoria Ocampo, será el vértice que vincule ambas experiencias, pues también entra en tensiones con Lesca a propósito del control de la revista fascista Je suis partout.

El segundo, un guiño limítrofe a los lectores por el cual se invita a juzgar un relato que juega con fuego, pues es lo necesariamente arriesgado como para mostrarse en contacto con muy precisos conocimientos sobre el mundo intelectual del fascismo y del colaboracionismo francés, y lo necesariamente impersonal para que se extraiga una conclusión tajante: el desafío provocador de recordar a un fascista argentino disputando con el nervioso intelectual Robert Brasillach la dirección de una revista cultural de combate en París, tiene el propósito oblicuo de revisar el mundo intelectual de las derechas nacionalistas argentinas de las que el plebeyo Asís desea decir que se siente—y aspiraría seguramente a que se reconozca esto—enteramente ajeno. Y lo debe mostrar con el tono, el sentido y los cálculos narrativos contenidos en Lesca, el fascista irreductible.

Estamos ahora ante una novela de porte clásico, donde el movimiento de los personajes se realiza invocando fuertes hojas ideológicas que son la estopa de la que están hechos los sueños de estos calamitosos mortales. Muy lejos de los reventados, por fin aquí no hay criaturas que se subieron como arácnidos estafadores al carro de la historia, sino que están en ella con plenas convicciones. Pero no son criaturas de izquierda, sino trágicos personajes de la derecha europea en dónde actúa un argentino que quiere demostrar desatinadamente que la literatura de Céline es inferior a la de Hugo Wast. Es quizás por esas disonancias entre el tema y el alejado tono de voz que escoge para relatarlo, que percibimos que Asís ofrece un material limítrofe, que a sus numerosos detractores les confirmaría lo que le prepararía el destino—el encuentro con las derechas fuertes del siglo—pero lo que en verdad ocurre—decimos aquí nuestro parecer—es que Asís se prepara con comedimiento para descartar con elegancia una de las formas de su insinuado destino.

Y para decir quizás que sigue recorriendo la cornisa de una literatura estigmatizada y que justamente a través de un tema fronterizo—Lesca, el fascista que enlaza al nacionalismo argentino con los herederos de Maurras—quiere mostrar una escritura madura, un trato diestro con personajes ideológicos del siglo y conocimiento de una materia novelística nueva. Esas tragedias de las militancias maurrasianas son paralelas y especulares a las que muestra “el sentido de la vida en el socialismo”. Pero son también numerosos y evidentes los guiños de Asís en relación a las discusiones que entabla Lesca con sus colegas fascistas de París. Ocurre que los maurrasianos puros no son hitleristas y se disponen a defender su versión vernácula del orden jerárquico en contra de los alemanes. Ahí, Lesca dice que hay que aceptar que “la única verdad es la realidad”, y que es necesario “estar contra Maurras para salvar a Maurras”. Pero estas humoradas (innecesarias) no consiguen entorpecer lo que es una reconstrucción bien planteada del clima intelectual de la discusión en las derechas francesas y argentinas en los años 40, lo que remite al posterior enfrentamiento y desprecio del peronismo que mantuvieron estas corrientes.

En Lesca, Asís intenta la cuerda trágica. Pero aquí y allá resurge el espíritu jaranero, quizás irreductible, pero ya lejos de la saga del reventado, del cínico, del “servis” que le sirve al escritor para jugar con su ataque voluptuoso al aparato intelecutal del progresismo. ¿Adónde lleva este juego? Nosotros estamos también interesados en una respuesta, en la medida que estamos manteniendo aquí otro ángulo, que se quiere muy distinto del de Asís, pero que también desea cuestionar el cuadro de valores que normalizó el progresismo en su versión más banal. A partir de esos valores se desdeñó sin reflexión lo que aquí llamamos la “cuestión del libro menemista”, textos sigilosos de la cultura argentina de los que también forman parte algunos de los de Jorge Asís.

Pero en éste caso, importa dilucidar la relación entre literatura y política de un modo más inquieto que el que simplemente lleva a apartar de un empellón despreciativo el ciclo Asís de la literatura argentina. Sin la consideración de este ciclo es difícil explorar de qué modo sigue siendo una cuestión del estilo—esto es, de retórica e ideologías de escritura—el vínculo entre los programas políticos, las éticas personales y los valores literarios que un escritor expresa. Pero esta consideración, con Asís de por medio, con su cuerpo presente, no la hacemos como “estudiosos”, “profesionales” o “especialistas”. Asís se equivoca si así lo cree. Ni lo hacemos como atolondrados profesores que quieren “épater” a sus amigos, ni como traviesos inquisidores que después van a apostillar por escrito a un entrevistado al que antes tratan correctamente en el transcurso de la entrevista, ni como equívocos personajes con oscuros pronósticos culturales en el corazón: tenemos graves diferencias con Asís y sabemos que su itinerario  implica un debate relevante, sin que eso signifique que sea un “caso de estudio” sino el autor de una nutrida obra con severos altibajos y con valores nada menguados, que es necesario tratar sobre el gran fresco de una tragedia argentina.

Por lo que concordar o no con Asís no se presenta como el principal problema, aunque obviamente no concordemos con él, ni desde luego con su blasón político. Porque ésta es la discusión que al cabo se abre: la de la articulación de la literatura con el orbe político, articulación amasada en las vidas robadas en jardines de historias que parecían más benignas y también en el enigma de los estilos. Estilos cuya existencia opaca es lo único que impide reducir el albedrío poético a los imperativos de lo político, y abre al mismo tiempo al juego del arte.

El ciclo de la obra de Asís sigue ahí. Pero su proyecto de crear una subjetividad novelística perdurable—el reventado como hilo interno de la historia argentina contemporánea, con su voz antiintelectual poniendo a prueba, cuestionando o ridiculizando las ideologías insomnes de cada hora—y una objetividad narrativa inspirada en arrasadoras chispas de coloquialidad—este flujo de palabras extraído de un habla que se quiebra ente los pliegues internos de sus tácticas astutas o maliciosas—se puede considerar ahora como vulnerado. Vulnerado y agrietado por la sombra proyectada por su propio periplo político, y ya que su “distrito político es la palabra”, no debía ser azaroso que un conglomerado nada desdeñable de lectores proyectara sobre la obra de Asís la sombra de las manifestaciones públicas del político Asís, del embajador Asís , del partisano presidencial Asís, quién había conocido a Menem en una filmación de Nicolás Sarquís, quién después se lanzaría a un Facundo Quiroga (el nombre espectral del libro de cabecera menemiano). Y en la doble fantasmagoría de un bloque de lectores situado en el andarivel progresista que lo reprueba y su encuentro con la figura del “Embajador”, él mismo presentándose como realización exquisita de la fábula del marginal que tropieza con la canallería y el divertido fingimiento de la aristocracia parisina decadente, su literatura debe cambiar hacia horizontes inesperados.

¿Una novela histórica? Prisionero de los mismo dilemas que justificaron el arranque de su “poética de la garrapata”, Asís probablemente ve llegado el fin del largo período que va del Partido Comunista a Embajador cultural de Menem y de la antropología literaria del reventado hasta los conspiradores fascistas  que retrata como un episodio más de la fascinación y del fracaso argentino en París. Con todo, estos fascistas con los que Asís coquetea para distanciarse sin dar el brazo a torcer (esto es: sin dejar de convocarse literariamente junto al “tema peligroso”), también son presentados a través de ese perseverante pespunte que late en sus desempeños: también son “canallas y atorrantes”, tienen algo de vividores de las ideologías, “siempre al costado del camino”, aunque en éste caso ese rasgo furtivo actúa desde un segundo plano que no afecta el hilo trágico que los mueve. Y si por momentos las luchas en el interior de la redacción de Je suis partout se asemejan a las que ocurren en el ámbito del Diario de la Argentina, los personajes no son pieles translúcidas que dejan avizorar una segunda capa existencial donde los nombres reales revelan el propósito novelístico del cronista irreverente e impúdico que se ve obligado a romper con perdidos lirismos (como lo muestra la apelación al paraíso perdido que tenía el logrado título Flores robadas en los jardines de Quilmes), sino que abren sus poros hacia un espacio trágico.

Pero Asís no puede ser cabalmente un escritor trágico. (O metafísico: sí lo es Fogwill, que resuelve en atmósferas morales enrarecidas y en un espectral “laboratorio de la existencia humana” lo que comienza en un mundo histórico-político inmediatista). La tragedia política argentina, o la narración en términos de algún género trágico  de la historia argentina, no es la vocación de Asís. Pero como suele ocurrir con el arte de la picaresca, que si se quiere es el remoto fundador de la novelística universal, bordeará lo trágico en su manera cómica. Esa será la manera en la que los hombres viven encerrados entre su deseo de escapar a la severidad de la vida con sus ardides y la risa  que de repente provoca el hecho de que tantas tácticas simuladoras los ponga siempre al borde de un abismo donde la condición humana revela su torpe precariedad. Estar ante ese borde convierte a la literatura de Asís en un motivo de interés, mientras que sus opciones infatuadas en relación a ciertos manierismos de deliberada “pompa advenediza” que invoca su escritura, son el ventiluz por donde se refleja el desesperado empeño de un estilo por mantener su autonomía.

Porque a la inflexión envanecida de Asís (el siempre probable reverso de una fragilidad) no es difícil otorgarle el valor de un oculto llamado a su propia autonomía literaria, internamente jaqueada por una razón de Estado por él mismo convocada y a la vez que necesita ver como cómica, y por el “libro menemista” al que le había ofrecido la inusitada prefiguración del reventado alegórico, que encarnaría la napa lóbrega de un largo tiempo nacional. Como toda literatura que se concibe a sí misma con una tarea frente a los hombres, la de Asís tiene la obstinación de presentar el drama de su autonomía como su propio tema. Cuestión inescapable, pues en Asís la autonomía de su literatura está siempre en peligro. Y él siempre en estado de desdén y mácula por parte de quienes conciben lo que hace entregado a la autocontemplación de un destino menor, traicionero y desdichado.

Pero este halo de villano es lo que debe ser pensado, pues aquél peligro que acecha a la literatura es lo que siempre la interroga hasta hacerla desaparecer. Es en este caso, y sin que Asís—hablaré en primera persona—sea mi escritor favorito, pues no lo es, no podría serlo, encarna con asombrosa nitidez el drama de la literatura, el trasfondo existencial de dónde ella surge, la amenaza histórica que la cerca, los valores que desea sostener o desafiar. Y, asombroso, por lo menos en este caso sin pensar en su propia culpa.

 

Horacio González

 

 

 

* Este ensayo fue publicado originalmente en la revista El Ojo Mocho, Nº16, verano de 2001/2002; y forma parte —junto a otros ensayos, de Christian Ferrer, Victor Pesce, Eduardo Grüner, Carlos Belvedere, Esteban Rodríguez, Fernando Alfón Scafati y Facundo Martínez— de un aparato crítico que acompaña en dicho número de El Ojo Mocho a una larga entrevista que el grupo editor le realizara a Jorge Asís.

 

NOTAS

(1)
La posibilidad de injuriar al enemigo mencionando la torpeza de su expresión—recurso que no desdeña Sarmiento para infamar a Quiroga—ha tenido y tendrá numerosas reutilizaciones y variaciones. En las últimas semanas, el menemismo ha señalado lo “macarrónico” y el “barroquismo” del escrito de condena elaborado por el juez Urso. Mario Wainfeld, en uno de sus editoriales semanales, ha señalado que el contenido de esa decisión es de gran contundencia y veracidad aunque admite un problema en las formas. Realiza entonces el siguiente comentario: “Es real que la larguísima decisión adolece de todos los ripios y defextos del lenguaje usual en tribunales, no apenas en Urso. Pululan metáforas pretenciosas e imperfectas, palabras de varias silabas, neologismos poco felices y propensión a las redundancias”. Esoterismos corporativos que doadyuvan a la automanifestación ufana de todo poder, juzga Wainfeld. (Página/12, domingo 8 de julio de 2001). De todas meneras, no deja de llamar la atención la rara persistencia en las luchas políticas de esta finta consistente en situar al enemigo fuera de un dominio expresivo cabal. Y en un paso mayor, llegar a decir “es mi enemigo porque no goza de una expresión cabal”.

(2)
D. F. Sarmiento, Facundo, Parte segunda, I.

(3)
La cultura argentina es una vasta trama de citas, cuyos efectos han sido muy bien estudiados. Los usos de la cita van desde la prudencia meticulosa del académico hasta la del literato que las usa como ambigua apoyatura para su propio mito cultural. Pero no hay que desconsiderar su uso leguleyo, como sentencia despojada de otro sentido que no sea el de la pompa de una autoridad vacía. Está por estudiarse la relación profunda que puede haber entre todos esos modos de la cita. En cuanto a la que hizo Menem de Nietzsche (“todo lo que no me mata me revive”) en un reciente discurso leído por tercera persona, además de seguir el rumbo de las atribuciones inciertas, intenta figurar la leyenda del perseguido. Adjuntada a otra cita de Joaquín V. González en el mismo sentido, tenemos el panorama de una cultura de citas cuya impresionante oquedad no perjudica que de todos modos pueda ser vista como un proyecto cultural descuajeringado y errático, aunque todo lo involuntariamente que se quiera, sutil. Si se lo estudiara con detenimiento, se encontrarían ángulos más apropiados para refutarlo, pues el que eligió la línea más espontánea y banalizadora del progresismo se imaginaba ella misma poseedora de un dominio cultural específico frente a quienes supuestamente no lo poseían, punto de vista notoriamente inexacto, irrelevante e insuficiente para encara un debate.

(4)
Así la llamaba Nietzsche. Bien se ve que también lo citamos nosotros. Agregamos la fuente: en el Nacimiento de la tragedia.

(5)
Ver David Viñas, “Aquel 1º de Mayo”, Revista Locas, número 3, julio 2001. Con la estructura monologal de voces de la causerie, Viñas hace un envío hacia la historia viva, dramáticamente modelada, lo que en Mansilla quedaba disuelto.

(6)
Ver Fogwill, La buena nueva del caminante.

(7)
Ver Fogwill, en primer lugar Los pichy-cyegos, luego Vivir afuera, y su reciente La experiencia sensible.

(8)
Ver Piglia, Plata quemada.

(9)
Por supuesto, obtenemos esta expresión de una muy recordable novela del mismo nombre.

(10)
Ver Osvaldo Lamborghini, El fiord.

(11)
Ver Germán L. García, en Oscar Masotta, los ecos de un nombre. Por otro lado, Germán García es citado por Jorge Asís en uno de sus relatos más recientes (De Flore a Montparnasse), a propósito del ambiente cultural del psicoanálisis argentino. Como es evidente, el modo de citación de nombres de Jorge Asís, ya sea bajo la forma de las claves más o menos ingeniosas o evocativas que permiten inferir el nombre en los “ecos del nombre” o bajo la forma de la mención directa del nombre, suponen inscripciones irónicas (y a veces melancólicas) pero de algún modo son también llamados que contienen distintos grados de desafío a figuras del mundo cultural contemporáneo, que en la mayoría de los casos han “dado de baja” a Asís de su programa de lecturas y consideraciones críticas.

(12)
“Y no todo era mentira, cosa prefabricada, representación dolosa en la estructura de Rodríguez, jaspeada por hermosas vetas de carne humana. Apunté a una de ellas; hice fuego con cierta tristeza; la sangre abanzó hacia mí como pidiéndome amparo. ¿Y se lo daba? El rojo chorro en espiral se me anudó al cuello igual que una bufanda. La dogmática, lúcida Alcira, me increpó: ´Rajate ya mismo de ese repugnante-pugñoso oropel!`. Desgarrándome, cabalgando sobre ciertas inquietudes del pasado—que al fin y al cabo existió—me rajé del oropel”. O. Lamborghini, op. cit.

(13)
También en La fiesta del monstruo, escrito por Borges y Bioy Casares, estamos frente a una manifestación. Pero aquí los manifestantes son potenciales asesinos o asesinos inocentes en su capadicad de Mal (Borges empleará frecuentemente la idea de “inocencia del Mal”), que proviene de Tolosa, pasan por Berazategui y desembocan en Plaza de Mayo. Se hallan dentro de ese flujo humano, están en la manifestación aunque no cejan en sus intereses personales. En todo momento desean quedar al margen, en su usufructo personal, pero siguen la marcha de los hechos. “Cada bufoso recibió uno de nosotros”, dice el relator en su candorosa criminalidad, pero aquí la protoforma del “reviente” admite una conciencia particularista y rastrera aunque partícipe de la corriente general. No hace falta decir que lo que los autores de ese tremendo cuento repudian, es precisamente esa corriente general.

(14)
Jorge Asís, en “El sentido de la vida en el socialismo”, en Del Flore al Montparnasse.

(15)
Por otro lado, este tema fue motivo de una tensión especial en la conversación que hemos mantenido con Asís. Puede consultarse la entrevista publicada en éste número de El Ojo Mocho, en el tramo de las cuestiones que formula Christian Ferrer, para percibir este intenso núcleo de significaciones. Personalmente, por más lejos que pueda sentirme de la experiencia política de Asís (y en una medida distinta, de su literatura, todo lo cual intento considerar en este artículo; y agrego: también de sus fórmulas existenciales), no dejo de asombrarme favorablemente del diálogo que hemos mantenido. Hemos desconocido una forma imaginaria que se había cristalizado sin autoexamen, y esto solo conseguiría justificarse por la naturaleza libre de la conversación, la voluntaria aceptación de un horizonte literario para el debate y la propisición compartida de que habiendo dramas existenciales en juego, tratarlos aún con la dificultad del caso no entorpecía—sino al contrario—la propia sensibilidad política. Ningún hombre sabe qué condiciones existenciarias excedentes reúne para que su vida sea algo más que el mundo de la inmediatez política en que se halla incorporado. Es evidente que algunas de esas condiciones respecto a Jorge Asís se abren hacia un severo interés referido a cuestiones político-litetarias y al modo en que la labor de los textos va dejando huellas inesperadas en las palabras políticas. Pero siempre somos un excedente propio frente a los otros que lo interrogan sin dar a conocer necesariamente su propio excedente. No parecía justo desconsiderar esta posibilidad en el caso de Jorge Asís, sin que ello perturbe nuestro juicio adverso a la experiencia  política en la que se incluye y sin que ello nos lleve a desconocer la hipotética gratuidad de éste diálogo. En efecto, podríamos no haberlo hecho, para ahorrarnos el dilema de opinión que seguramente habremos de crear en algunos amigos que con todo derecho tienen a esta materia en estado de concluída. Pero como experiencia de gratuidad—“podríamos haber preferido no hacerlo”: nada nos llevaba a ello, ni nuestras convicciones, ni nuestros itinerarios, ni siquiera nuestra vocación de opinadores sobre la actualidad y sus textos, lo que podríamos haber practicado sin que medie conversación con Asís—la realizamos con la intuición de que acaso este evento restituye en algo el sentido de un “don”, de un acto libre que solo espera respuesta de un futuro incierto, respuesta desconocida por nosotros y que deja al acto ya consumado desprotegido de cualquier justificación necesaria. Una sola, sin embargo, es posible considerar ahora: si hay una posibi9lidad de reconstituir un patrimonio social emancipado en el país, la apertura pulmonar (teórico, crítica, literaria, política) que esta situación reclama, exige simultáneamente la revisión de todas las dimensiones vitales del problema. Revisión, también, de nuestros propios juicios ya cristalizados. Esto se traduce en un diálogo sobre la línea de frontera (y el de aquí no es el único posible, pues las fronteras se reproducen hacia múltiples y contrapuestas direcciones) que a la vez conduce a preguntar cuál es la frontera y cómo el diálogo y la lucha política no vienen luego de que la frontera se ha estableciso, sino que se establece en el mismo momento en que el diálogo actúa y la lucha existe.

(16)
Sería interesante seguir el rastro de los nombramientos de Menem para el elenco de sus embajadores. Es particularmente notorio el caso de Jorge Abelardo Ramos, un antiguo trostzkysta que culminó su carrera como embajador menemista en México. Este país fue siempre fuente de inspiración de la vasta publicística de Ramos, tanto por el cardenismo que admiraba como por hallarse allí las cenizas de Trotzky. Jorge Abelardo Ramos parecía también un personaje tallado en literaturas picarescas, amante del intencionado pseudónimo y de la vitriólica ironía. Lo recordamos mentando un jocoso pasaje de la crónica del golpe de 1930 escrito por Perón—por cierto, una crónica de sutiles matices que insinúa más de un aspecto del posterior peronismo—en el que alguien sale de la casa de gobierno gritando “viva la patria” pero intentando robar una máquina de escribir envuelta en una bandera argentina. De alguna manera, Menem acentuaba un énfasis provocador en su “lectura de las biografías” y en nombre de esa intuición de las venturas personales, quienes arribaban al menemismo desde distintas experiencias políticas, podían llegar a encontrar, acaso como Ramos, el rostro cruel de su pasado político en el destino que se les asignaba.

(17)
En Jorge Asís, Del Flore al Montparmasse, 2000.

(18)
“Nobles a la carta”, en ibidem.

(19)
El primero de ellos, un socialista que pasó a integrar las filas del alfonsinismo; el segundo, un comunista que pasó a integrar las filas del menemismo. Ambos fallecidos, tuvieron trayectorias relevantes en sus respectivos partidos, escribieron libros y artículos, y nunca dejaron de exhibir una manifiesta vocación por el crudo realismo político, que incluía sin duda un trato con las ideologías del siglo pero ya a la manera de quienes son portadores de su propia historia en estado de escepticismo práctico.

(20)
En Jorge Asís, Lesca, el fascista irreductible, 2000.

 

 

 
el interpretador acerca del autor
 

 

               

Horacio González

Es sociólogo, docente, investigador, ensayista y disertante. Es Licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires (1970) y Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de San Pablo, Brasil (1992). Desde 1968 ejerce la docencia universitaria en diversas instituciones del país y del exterior. Es profesor titular en la carrera de Sociología de la Universidad de Buenos aires y en la de Ciencias Políticas de la Universidad de Rosario. Autor de numerosos ensayos y artículos de crítica política y cultural. Ha escrito asimismo La realidad satírica. 12 hipótesis sobre Página/12. Es responsable de la publicación de Los cuadernos de la Comuna, de la colección Puñaladas/ Ensayos de punta de la editorial Colihue y de la revista El ojo mocho. Sus últimos libros publicados: La Nación subrepticia, en conjunto con Eduardo Rinesi y Facundo Martínez (1998), La crisálida, dialéctica y metamorfosis (Colihue, 2001), Retórica y locura, para una teoría de la cultura argentina (Colihue, 2002), Filosofía de la conspiración (Colihue, 2004); Escritos en carbonilla. Figuraciones, destinos, retratos (Colihue, 2006).

En la actualidad es director de la Biblioteca Nacional.

Publicaciones en el interpretador:

Número 27: junio 2006 - La escritura feliz (ensayos/artículos)

   
   
   
   
   
 
 
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Margen inferior: Antonio Berni, Chacareros (detalle).