el interpretador narrativa

El hedor

Gustavo Ferreyra

����������� Carlos, sentado frente al escritorio -el que ocupaba un �ngulo en su dormitorio-, escrib�a tan r�pidamente que se hubiera podido pensar que estaba urgido por algo, pese a su soledad, pese a que era la tarde de un domingo. Con el cuerpo inclinado hacia adelante, la cabeza ligeramente apoyada en los dedos de una mano, parec�a casi un febril taqu�grafo en lo m�s arduo de su trabajo. Su cuerpo apenas si vibraba por el andar vertiginoso del brazo; daba toda la impresi�n de ser un escriba consumado. No lo era sin embargo, y su apuro se fundaba m�s que en otra cosa, en el deseo de no perder un �pice de una parrafada que guardaba en la cabeza y que -ten�a al respecto una firme presunci�n- no podr�a escribir de otra manera, no podr�a escribir sino sin meditarlo. Supon�a, en verdad sin pensarlo concretamente, que de detenerse, dudar�a, atemperar�a sus razones, perder�a vigor su escrito, se arrepentir�a de la mayor�a de las cosas que arg��a, se dejar�a invadir por pruritos que no le conven�an.

����������� Escrib�a una carta para su hermana, quien desde hac�a a�os resid�a en el extranjero. Despu�s de m�s de una semana de hesitaciones, se hab�a decidido a escribirla por completo esa misma tarde y a mandarla a primera hora del d�a siguiente. Camino a su trabajo, a dos cuadras del edificio de oficinas en donde se desempe�aba, se hallaba una sucursal del correo, y all� la despachar�a. �l pensaba que habr�a de realizar el sencillo tr�mite con la misma seguridad con la que escrib�a; no se permit�a imaginar que su decisi�n flaquease. Y escrib�a con la espalda muy derecha y las piernas cruzadas por debajo de la silla, a la altura de los talones. Hab�a prendido una peque�a l�mpara que se encontraba en la parte superior del escritorio, en raz�n de que la tarde era oscura; la luz, amarillenta, dando una imprecisa sensaci�n de decrepitud, de ancianidad, iluminaba suavemente las hojas. La tinta, de una azul profundo, se ve�a casi negra; las letras se estiraban hacia adelante como si un abismo las atrajera en el margen derecho de la hoja. Carlos escrib�a con una lapicera a fuente, a la que ten�a por elegante; la hab�a buscado especialmente para escribir aquella carta, ya que habitualmente utilizaba un simple bol�grafo.

����������� Cuando terminaba la carta y, algo menos tenso tras haber atravesado el Rubic�n, enfrentaba la dificultad de los artificios del final -al que, pese a todo, no deseaba que la faltara unas pinceladas de optimismo y de cari�o-, empez� a percibir, d�bil a�n, un olor desagradable. Se detuvo por un instante y olisque� un poco en un par de direcciones, pero con esto m�s bien dej� de sentir aquel olorcillo, y volvi� a la escritura hasta terminar, en unas cuantas oraciones que fueron de su agrado, una idea que abrigaba. En seguida, no obstante, advirti� de nuevo el hedor, y aun m�s penetrante que antes. Oli� nuevamente, esta vez en direcci�n de la cocina, y, creyendo percibir que se confirmaba su sospecha, se levant� y dio unos pasos hacia la puerta del dormitorio, sin embargo no quiso pasar de all�, apremiado por el final de la carta; se asom� un poco, olfateando en direcci�n de la cocina, mas como no sinti� nada en particular regres� a su silla frente al escritorio. No le faltaban -calculaba- m�s que dos frases; vale decir, una y el �ltimo saludo, el que empezaba a cobrar forma en su mente al sugerirse -a�n no le pensaba con todas sus facultades- uno o dos de los que usualmente se utilizan. Se inclin� hacia adelante con la espalda bien derecha, en una posici�n que -lo hab�a descubierto en este d�a- favorec�a la resoluci�n en el hacer y lo alejaba de las disquisiciones in�tiles. A poco de hacerlo el mal olor retorn�. Intent� no darle ninguna importancia, enfrentado a esa ante�ltima frase que se le dificultaba armar, empero el enojo y la curiosidad por un tufo tan molesto terminaron por ganarlo e, imposibilitado de seguir adelante, march� hacia la cocina con paso en�rgico. Revis� dos ollas que estaban sobre el artefacto de cocina, la alacena, incluso abri� la heladera. Fue hasta el ba�o y levant� la tapa del inodoro, tambi�n con resultado negativo. A punto estuvo de volver sin m�s al dormitorio, pero tuvo una idea; atraves� la cocina y lleg� al lavaderito, cuya ventana, entreabierta, daba al hueco que separaba los dos departamentos del piso. Abri� m�s la ventana y sac� la cabeza, con lo que confirm�, aunque en realidad no percibi� nada, que el olor proven�a de la casa de su vecino de piso. Por unos segundos discurri� en torno a qu� pod�a estar haciendo el vecino -al que no le ten�a ninguna simpat�a- para producir ese aroma f�tido. Pens� que quiz� alguna comida, se acord� de Landr�; no se le ocurri� otra cosa. Malhumorado, regres� a su pieza; sin embargo no se sent� en la silla sino que, parado, reley� las �ltimas l�neas de la carta. Le pareci� que la transici�n entre la dureza de sus argumentos y las �ltimas y afectuosas frases, era demasiado abrupto. Esto aument� su fastidio. �Para hacer una transici�n m�s extensa y pausada, deb�a tachar las l�neas finales de tal manera que no se leyeran y continuar, o desechar esa hoja y pasarla hasta donde le pareciera conveniente?, incluso �no era mejor dejar todo como estaba? La idea de tachar o de pasar la hoja le enojaba, borrar le parec�a a�n peor, tal vez porque dejar�a huellas visibles del arrepentimiento y adem�s, frente a la franqueza de las tachaduras, aparecer�a ante los ojos de su hermana como algo solapado, como si hubiera querido hacer invisible la reescritura. Por otra lado, dejarla como estaba no le agradaba en lo m�s m�nimo, ya que no aceptaba dejar mal hechas las cosas que pod�a remediar. Arranc� la hoja del cuadernillo y a punto estuvo de hacerla un bollo para tirarla a la basura, cuando record� que ten�a que pasarla; es m�s, enfrentado a la creencia -que lo asalt� de repente y que era casi una seguridad- de que esa carilla, al pasarla, perder�a en su nueva y m�s atildada letra parte de su autenticidad y fuerza, dud�, y volvi� a dejarla prolijamente sobre el tapete del escritorio. Quer�a pensar tranquilamente un problema que le parec�a nimio y que resolver�a en breve lapso -en el fondo de s� se establec�a esta suposici�n- a poco que se dejase llevar por su inclinaci�n m�s profunda, a la que no le faltar�an razones, pero el nauseabundo olor retorn� a hacerse sentir marcadamente en sus narices, o por lo menos, volvi� a ser consciente de �l. Comprob� que cada vez era m�s fuerte. Una sorda ira le trep� por el cuerpo; se dirigi� a paso vivo al lavadero y asom� la cabeza. Estuvo inclinado por unos instantes a gritarle algo al vecino, pero el temor a que el otro lo increpase brutalmente sin ning�n miramiento, teniendo a los otros vecinos por testigos, lo contuvo. Todav�a indignado consider� que lo mejor era ir a tocarle el timbre.

����������� Su vecino no era de f�sico grande, hasta era probable que fuera un poco m�s bajo que �l, pero daba la impresi�n de ser fornido, y mucho m�s importante a�n, ten�a unas facciones duras, angulosas, resaltadas por un bigote negro bien tupido, que se complementaban sin contradicci�n alguna con una voz grave y un hablar abrupto, de una seguridad inapelable. Hablaba como si nunca dudase, como si siempre supiera qu� hacer, como si jam�s se equivocase. Carlos lo aborrec�a; adivinaba en �l -aunque no se hab�a detenido mucho a pensarlo- al hombre de no demasiadas luces pero que con su estilo prepotente era capaz de humillarlo, de ponerlo en un brete may�sculo, aun de hacerlo llorar de rabia y de impotencia.

����������� Apret� el bot�n del timbre apenas un brev�simo instante y lo solt�. No ten�a en la cabeza ni siquiera una frase con la que empezar, y este desamparo, que cuando al puerta se abriese se har�a vertiginoso, lo arredraba. Se le ocurri�, a fuerza de que su mente se consagr� a salvarlo sin que �l casi la instase a ello, que podr�a decirle que sent�a un mal olor, sin mencionar que cre�a firmemente que �l era el culpable, sino que por el contrario sugerir�a que le toc� el timbre para saber qu� vecino, otro cualquiera, pod�a estar produciendo un hedor semejante. Parado frente a la puerta, intentando una digna postura de su cuerpo, esper� cerca de un minuto. Luego toc� de nuevo el timbre; esta vez lo mantuvo oprimido una pizca m�s de tiempo. No pod�a creer que su vecino no estuviese. Sospech� que el otro no habr�a justamente porque estaba produciendo ese maldito olor que ahora, otra vez, empezaba a llegar n�tidamente a sus narices. Imprevistamente tuvo miedo... Mir� la puerta y se fue alejando, sigiloso, sin dejar casi de observarla. Surgi� en su �nimo empero la idea de que el otro lo estaba mirando a trav�s de la mirilla y se sinti� avergonzado; recompuso el andar y entr� en su departamento. En parte, hubiera querido volver sobre sus pasos e insistir, pero no se anim� porque si el otro lo estaba observando habr�a quedado como un irresoluto, como un timorato que iba y ven�a seg�n los arrebatos m�s contradictorios; por otra parte, encontraba alivio alej�ndose de esa puerta y del vecino, y esto sin haber renunciado a tocarle el timbre, incluso con alguna insistencia, por lo que, ya a salvo en la sala, no dej� de sentirse ligeramente satisfecho consigo mismo.

����������� Caminaba rumbo al dormitorio cuando discurri� que verdaderamente era posible que no fuera del departamento de su vecino de piso de donde proven�a el olor; tal vez se esparciera por el hueco del edificio y por las escaleras desde cualquier otro. Por unas fracciones de segundo imagin� a su vecino insult�ndole, se�al�ndole con un gesto despreciativo el resto del edificio. Se detuvo apenas entr� en su pieza. El olor era muy fuerte, asqueroso; tuvo una peque�a arcada, mas la contuvo a tiempo. Se dirigi� al escritorio invadido por una profunda sensaci�n de desagrado; intent� concentrarse en el dilema que le deparaba la carta, y se la qued� mirando, apenas vi�ndola. Ten�a la impresi�n de que el hedor era cada vez m�s intenso; ya no sab�a si no ten�a que salir a tocar cualquier timbre o a gritar en las escaleras. Con dificultad ley� un parrafito que no le dijo nada, que ni siquiera lleg� a relacionar con el problema que se le hab�a planteado hac�a minutos, el cual se hab�a hundido en ese olvido d�bil, a�n vacilante, que nos deja lo que queremos rescatar de sus manos a las puertas, en el umbral de nuestra posibilidad, por lo que nuestra impotencia es m�s pat�tica y la frustraci�n menos vulnerable, menos susceptible de horadarse con nuestras razones o con nuestra resignaci�n. Recordaba que enfrentaba una disyuntiva con la carta, pero no pod�a establecer claramente cu�l, en buena medida porque no pod�a hacer el esfuerzo de traerla a luz, ya que en este caso se atosigar�a con las decisiones a tomar: �qu� hacer frente al olor?, �qu� hacer frente a la carta?; y ambos asuntos eran demasiado para �l, quien con uno solo probablemente se desbarrancar�a casi en la exasperaci�n. �l quer�a recordar, con una voluntad harto d�bil, lo que le era mejor olvidar, y contra su deseo olvidaba.

����������� El olor le resultaba ya intolerable. Se apart� bruscamente del escritorio y a paso viv�simo fue hasta el lavadero; abri� violentamente la ventana y asom� de nuevo la cabeza, dispuesto a gritar. �Hijos de puta!; �sta era la expresi�n que se repet�a para s� y quiz�, si se animaba, la que espetar�a en el hueco. Mir� para abajo y para arriba; no vio nada que lo guiase en lo m�s m�nimo, aunque tampoco esperaba ver nada en especial. �Puta madre! -se repiti� en varias oportunidades, y mir� por un rato las ventanas de los lavaderos que se suced�an piso tras piso. De repente cay� en la cuenta de que no se sent�a all� el terrible olor que lo angustiaba. Aspir� cuatro o cinco veces con �nfasis y nada percibi�. Dudoso de a qu� atribuir este hecho, si a que se acostumbraba al olor o a que antes se hab�a equivocado, se apart� de la ventana. Fue hasta las escaleras, nervioso y preocupado. El hedor apenas si se not� cuando se qued� parado unos momentos, oliendo. Regres� a su departamento. ��Qu� pod�a hacer?! No pod�a entender ese olor. Se puso a caminar de uno a otro lado de la sala con vehemencia, la que s�lo hubiera sido apropiada en la calle, ante la tardanza que sufriera a una cita importante, pero que entre los muebles resultaba inusitada. M�s bien no pensaba nada, sino que su mente se ocupaba en atestiguar c�mo crec�a en �l la desesperaci�n. Casi no quer�a respirar. Tampoco quer�a detenerse. La familiaridad del ambiente, de los muebles, que lo hab�an cobijado por a�os, no lo consolaba en absoluto, por el contrario, la situaci�n, ah� en donde la cotidianeidad de su vida hallaba refugio, se le hac�a m�s exasperante. Se aferraba, poco menos sin que �l mismo lo supiese, a una �ltima esperanza, que no llegaba a precisarse pero que lat�a en su �nimo: volver a la carta, solucionar lo que ten�a pendiente en ella, y a trav�s de esto olvidar el olor. Sin embargo, segu�a caminando ida y vuelta, esquivando las puntas y las patas de los muebles, sin que se planteara nada en concreto. Hab�a dejado de respirar por la nariz, y, cada tanto, cuando el vac�o en los pulmones lo apuraba, aspiraba por la boca. De cualquier manera las n�useas le ganaban.

����������� Retorn� al dormitorio y se tir� en la cama. Encogido, permaneci� sobre la colcha totalmente inm�vil. Intentaba tranquilizarse dici�ndose que muy probablemente el olor hab�a desaparecido, en virtud de que, desde que dio a respirar por la boca, ya no lo percib�a m�s, y s�lo lo intu�a en la pastosidad de la boca abierta, en el asco que le bajaba hasta el est�mago; pero estos indicios -de esto trataba de convencerse- bien pod�an basarse exclusivamente en su creencia de que el hedor persist�a y �ste haber desaparecido. No obstante, no se animaba a respirar por la nariz. Por un momento pens� que pod�a, siempre que se mantuviera respirando por la boca, volver a la carta que escrib�a para su hermana y terminarla de una buena vez; y se levant�, empero le sobrevino una arcada, con lo que no le qued� m�s remedio que sentarse en el borde de la cama; los ojos -m�s por el esfuerzo de contener la arcada que por la emoci�n que le produc�a su desgracia- se le llenaron de l�grimas. �l sab�a que as�, quieto, encorvado, y con la cabeza inclinada hacia el torso, el olor deb�a ser horripilante. Se resist�a a comprobarlo pese a que respirar por la boca se le hac�a insoportable. Una idea en alguna medida satisfactoria fue sin embargo gest�ndose en su mente: a la larga se iba a acostumbrar al mal olor y habr�a de dejar de advertirlo. Es m�s, el alivio que le trajo la idea fue acompa�ando de extra�eza y de cierta ofuscaci�n por no haberse acostumbrado antes al olor, cuando lo respir� por un rato. Ahora deb�a empezar de cero y todo se le har�a m�s dificultoso.

����������� Volvi� a respirar por la nariz, de modo tan precipitado que aspir� profundamente y el olor, f�tido, lo penetr�, asqu�andolo al punto que la arcada que tuvo -as� lo percibi� �l- le subi� bruscamente el est�mago, como si quisiera sal�rsele por la boca, y si no vomit� fue porque hac�a muchas horas que no com�a nada. Sigui� respirando, tr�mulo, mientras de sus ojos, impulsadas por la violencia de su asco, ca�an l�grimas. El olor a putrefacto era �cido, penetrante. Carlos pretend�a respirarlo poco a poco, intercalando algunas aspiraciones con la boca, no obstante, tal si el aire, cargado de esa hediondez, fuera pobre en ox�geno, de vez en cuando se ve�a obligado a inspirar con mayor vigor, y entonces la repulsi�n lo embargaba con una crudeza angustiosa. Unas pizcas de saliva le asomaban a las comisuras de los labios. Se negaba, sin saber por qu�, a levantarse, a caminar, y con ello disipar, al menos parte, el aire rancio que sub�a a su nariz. Se empecinaba en estarse sentado en la cama, volcado hacia adelante, con las piernas abiertas y los codos apoyados en las rodillas. Carlos, ahora que las arcadas eran cada vez m�s espaciadas y m�s d�biles, quer�a vomitar, o por lo menos, en el vac�o de pensamientos en que lo sum�a su estado, esto cre�a querer, bien que, de seguro, si un v�mito hubiera asomado realmente a su garganta habr�a hecho todo lo posible para retenerlo.

����������� Carlos permaneci� a�n un buen rato poco menos que inm�vil, s�lo respirando, y pese a que las arcadas casi hab�an desaparecido, no se acostumbraba al hedor y continuaba percibi�ndolo n�tida, abrumadoramente. �Por qu� no me acostumbro al olor?� se preguntaba cada tanto, harto de oler, y oler, y oler, esa porquer�a. ���Nunca me voy a acostumbrar?!�, se revelaba , con una violencia callada y reconcentrada. ��Todos se acostumbran a todo!�, se dec�a a punto de caer en un �ntimo furor, incluso dudando de su normalidad. El respirar por la boca era una tentaci�n que de cuando en cuando lo abordaba, pero se resist�a a entregarse, argument�ndose que deb�a ser paciente, que si alguna obligaci�n ten�a era para con la constancia. Y por momentos consideraba que era imposible que finalmente no se acostumbrara al hedor, con lo que su tenacidad tendr�a su premio, como por momentos se convenc�a de que jam�s dejar�a de olerlo, de que estaba condenado a percibirlo.

Gustavo Ferreyra

el interpretador acerca del autor

Gustavo Ferreyra

Naci� en Buenos Aires en 1963. Es soci�logo, docente secundario y universitario. Ha publicado las siguientes novelas: El amparo (Sudamericana, 1994), El desamparo (Sudamericana, 1999), Gineceo (Sudamericana, 2001), V�rtice (Sudamericana, 2004) y El director (Losada, 2006) que result� finalista del Premio Clar�n de novela 2003. Tambi�n a publicado un libro de cuentos: El�perd�n (Simurg, 1997).

Direcci�n y dise�o: Juan Diego Incardona
Consejo editorial: In�s de Mendon�a, Camila Flynn, Marina Kogan, Juan Pablo Lafosse, Juan Leotta, Juan Pablo Liefeld
Control de calidad: Sebasti�n Hernaiz

Im�genes de ilustraci�n:

Margen inferior: Jacek Malczewski, Death (detalle).