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El viaje empez� mal. El hombre estaba encaprichado con poner su valija en el asiento de adelante y no quer�a por nada del mundo que fuera al ba�l. Era enorme, no me dejaba llegar a la palanca de cambios, cuenta Mabel. Quiero tenerla a la vista, insist�a �l y Mabel d�le explicarle que no hab�a peligro, que la valija no se iba a escapar a ning�n lado. Finalmente, el hombre subi� al taxi y se acomod� en el asiento de atr�s con su equipaje. A Ezeiza, dijo, y Mabel arranc�.�
El tipo era raro, ten�a sobretodo negro y un sombrero. �Qui�n usa sombrero?, dice Mabel. Cuenta que lo primero que le llam� la atenci�n, en realidad, fue el sobretodo en pleno diciembre. Y hac�a un calor ese d�a, agrega, pens� que el tipo estaba enfermo.
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La segunda discusi�n fue porque �l le hizo apagar la radio. Y eso que yo apenas pod�a escucharla, aclara Mabel. La apag� por no seguir pele�ndose y pens�: total en veinte minutos me lo saco de encima. Bastante mal humor ten�a antes de que el tipo subiera, dice, estuve dando vueltas desde las siete pero ni al loro encontr�, parece que la fiesta los hab�a planchado a todos. Comenta que pas� la Nochebuena en lo de sus vecinos y que, aburrida, decidi� acostarse temprano para salir a trabajar. Desde hac�a varios d�as ven�a flojo el laburo, explica, y esa ma�ana andaba sola por la calle: yo y los perros, hasta que lo vi a ese loco.
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Despu�s de apagar la radio enfil� por 9 de julio para agarrar la autopista y, ya en la subida, el hombre le dijo: por la autopista no, tome Garay, despu�s Chiclana y vamos por la Riccheri. Ni me gast� en contestar, cuenta Mabel, �quer�a ahorrarse el peaje? Y bueno, que se pusiera con todo para pagarme.
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El viaje sigui� sin novedades hasta que llegaron a un desv�o, una calle de tierra que se abr�a a la derecha. Por ah�, le indic� el pasajero. Ahora me afana, pens� Mabel, y sin embargo le hizo caso. Es verdad que el tipo me estaba llevando para el lado de los tomates, dice, pero no ten�a miedo, en eso me dejo guiar por mi instinto.
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Pare ac�, le dijo el del sombrero cuando llegaron a unas casas de madera con techo de chapa. Cortinas de tela, en vez de vidrio, cubr�an las ventanas y afuera varios chicos jugaban con un perro. Le tiraban piedras, el perrito trataba de escaparse pero iba rengo y, cuanto m�s se encog�a, m�s piedras ligaba. Cuando el taxi estacion� los pibes se fueron corriendo. El hombre baj� y levant� al perrito, le agarr� la pata enferma: est� jodido, dijo, �ste no llega a fin de a�o. �D�nde estamos?, pregunt� Mabel mirando las puertas torcidas. En el barrio Primavera, respondi� el pasajero. Lo incre�ble, cuenta Mabel, es que enseguida empez� a acercarse gente y todos lo saludaban como si fuera un primo, un amigo, alguien que conoc�an de hace tiempo. �l se meti� en una de las casas con su valija, pero antes pregunt�: �quiere bajar o esperar en el auto? Espero, dijo Mabel, y dej� el motor encendido por si acaso. Mabel cuenta que el reloj del taxi pas� treinta fichas hasta que el hombre volvi�. En el medio, dice, se acerc� un �ato en pantal�n corto y yo trab� todas las puertas, ten�a un mate en la mano. Me pegu� un susto, comenta, porque una vez me asaltaron as�, me abrieron la puerta y apuntaron, pens� que no la contaba. Me mandan a servirle unos mates, ofreci� el desconocido, porque dicen que hace rato est� usted esperando. No gracias, interrumpi� ella desde adentro del taxi. Bueno, respondi� el �ato y se meti� otra vez en la casilla. En la puerta de esa casa, una mujer colgaba de una soga remeritas de todos los tama�os, la m�s chica con los colores de Boca.
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Cuando volvi� el pasajero, orden�: ahora s�, al aeropuerto. Mire el contador, le avis� Mabel, no vaya a ser que se me asombre al final del viaje. El otro: no se preocupe. Sac� un billete de cien d�lares y se lo dio. Era diez veces m�s de lo que llevaba gastado, cuenta Mabel, le dije guarde eso y me paga el precio justo cuando lleguemos. Es cierto que el tipo estaba loco pero no era para andar abusando.
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Siguieron por una calle poceada y Mabel pregunt�: �salgo a la ruta? Vaya por donde quiera, contest� �l, ya resolv� mis asuntos. Ahora me lo saco de encima, pens� Mabel pero al dejar el camino vieron un carro enganchado a un caballo con una chica haciendo se�as. Pare, dijo el hombre, y abri� la puerta del auto. Lo �nico que falta, pens� Mabel, ahora lo apu�alan y a m� me agarran de reh�n para afanar por toda la ciudad. Alcanz� a preguntarle: �seguro que quiere bajar? No solamente baj�, cuenta Mabel, sino que se trajo a la piba al taxi. La pobre no se ten�a en pie y largaba un olor. Abr� todas las ventanas, �l corri� la valija, hizo lugar para la chica y entonces dijo: vamos al dispensario, ac� cerca. Dobl� por la avenida, pero el hombre mand�: tomemos las paralelas. Como si hubiera paralelas, se ri� Mabel, aunque �l se conoc�a todas las callecitas del barrio y terminaron en una casucha bien arreglada con un escudo del Partido de Esteban Echeverr�a. Hasta ac� llega la civilizaci�n, pens� Mabel. Y �l, como si la escuchara, dijo: no se imagina todo lo que hay debajo de la autopista.
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Empezaba a cansarme, reventando de calor en el auto y llev�ndolo a los lugares m�s mugrientos. �l, para colmo, pretend�a darme clase. Escuche, dijo Mabel, si quiere lo alcanzo al aeropuerto, si no, lo dejo ac�, pero basta de dar vueltas. La mir� de frente como ret�ndola aunque ten�a algo dulce en la mirada. Respondi�: no la voy a obligar, v�yase si quiere, y entr� al dispensario con la piba y la valija a cuestas. Estaba por largarlo ah�, cuenta Mabel, pero pens� en el billete de cien d�lares, ya hab�a perdido media ma�ana y no iba a ser tan est�pida de rajar sin cobrar el viaje.
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Cuando el hombre volvi�, Mabel le pregunt� a qu� hora sal�a el avi�n tratando de mostrarse bien dispuesta. Estaba claro que �l iba a hacer lo que quisiera, explica Mabel, y que yo no pod�a sac�rmelo de encima as� nom�s. El hombre respondi�: no s�, tengo que comprar el pasaje. �Al menos sabe a d�nde viaja?, coment� Mabel como cach�ndolo porque crey� que el tipo bromeaba. Pero �l, ni una sonrisa: voy a saberlo cuando llegue al aeropuerto. Ah� me di cuenta de que algo raro pasaba. Qu� carajo hac�a no s�, en tantos a�os de calle nunca hab�a visto a uno tan rayado.
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�Qu� ten�a la chica?, Mabel cambi� de tema. De todo, contest� �l, no la van a curar, se muere en doce d�as. �Y para qu� la dej� ah�?, pregunt� inquieta. Nada que hacer, dijo el hombre, en doce d�as le toca. D�game, Mabel perd�a la paciencia, �usted tiene la bola de cristal?, �c�mo sabe que la piba va a espichar? El hombre la mir� serio pero no dijo nada.
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Al costado de la ruta hab�a gente en sillas de tela comiendo bajo los �rboles. Mabel, mientras tanto, sent�a el sol de lleno en el techo del auto. Le sorprend�a que el hombre ni por casualidad transpiraba, y eso que iba con el sobretodo y el sombrero. Si tiene tiempo, dijo �l, le hago un regalo. No gracias, respondi� ella por las dudas. No quer�a m�s sorpresas, cuenta Mabel, el �nico regalo era que el chiflado �se me pagara y se bajara del taxi. Ten�a que volver a mi casa, dice, aunque fuera a estar sola mirando la tele, no me daba el cuero para seguir trabajando y eso que necesitaba la guita. El hombre no insisti� y anduvieron unos minutos en silencio. Mabel ve�a el humito que sal�a de las parrillas, con familias reunidas y chicos jugando alrededor. Suspir�, por un rato se olvid� del pasajero. Pare ac�, dijo �l. �Ac�, d�nde? pregunt� Mabel impaciente. Ac�, repiti� el hombre, donde est�n �sos. Pens� que iba a ser cosa de minutos, otros sobrinos para saludar en los bosques de Ezeiza, como los de la villa. Pero no, explica Mabel, el tipo me pidi�: baje del auto. Yo estaba tan cansada que sal�, me sent� en el pasto y pens� que sea lo que sea, una hora m�s, dos, no importa. Pero ah�, a la sombra de los eucaliptos, empec� a sentirme mejor.
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El hombre sac� la valija del coche, la abri� y Mabel pudo ver por fin lo que ten�a adentro. Una carnicer�a llevaba el tipo, asado, vac�o, chinchulines, no s� c�mo entraba tanto ah�, dice Mabel. Para completarla, sac� tambi�n carb�n y empez� a encender el fuego. �Qu� hace?, pregunt�, y el hombre: el regalo para usted, un asado. Ella no sab�a c�mo reaccionar. Y �l, adivin�ndole otra vez el pensamiento: era lo que quer�a, �no?
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Mabel no puede precisar si el asado se hizo enseguida o demor� un rato porque perdi� la noci�n del tiempo. Ten�a la sensaci�n de ser de nuevo una nena, dice, todo estaba brillante y fresco. El tipo era un asador experto, sin sacarse el sobretodo ni el sombrero, prendi� el fuego e hizo un asado riqu�simo: las mollejitas crocantes, el vac�o a punto, yo no daba m�s de comer. No quer�a tomar vino para poder manejar hasta el aeropuerto, pero el tipo insisti�. Mabel asegura que la botella estaba tambi�n en la valija. T�mese una copita, dijo el hombre, no le va a pasar nada. As� que hasta vino tom�, cuenta Mabel, y despu�s me tir� un ratito en el pasto, dorm�, creo, mientras pensaba que el tipo me iba a afanar el auto. Pero cuando se despert�, el taxi estaba ah� y tambi�n el hombre mirando los �rboles, muy r�gido, con la valija a un costado.
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Ahora s� tengo que irme, dijo. Ella estaba liviana y despejada, el auto detenido, el reloj apagado. No se preocupe por el precio, observ� �l, le pago todo el d�a de trabajo. Y ella, que se sent�a buena: no, deje, p�gueme como un viaje normal al aeropuerto. Y por fin, cuenta Mabel, agarramos la autopista. Baj� al tipo en la zona de embarque, le busqu� un carrito para la valija, pero �l ni quiso usarlo, dec�a que no le pesaba el equipaje.
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Al salir del aeropuerto, la par� la polic�a. Mabel se asust� por el vaso de vino que hab�a tomado. Documentos, registro, papeles del auto, todo tuvo que mostrarles. Me desplumaron, cuenta Mabel. �De d�nde sac� estos cien d�lares?, le dijeron. Y ella: me los dio el pasajero que acabo de traer. Primero le confiscaron el billete y despu�s la llevaron a la seccional. Toda la noche me tuvieron, cuenta, meta preguntarme cosas, si el tipo vio a alguien, si hizo contactos, si tra�a armas, qui�n era el �ato de la villa que me convidaba mate. Yo les cont� todo, hasta del asado les habl�, aunque ya no estaba muy segura de si hab�a sido verdad o lo hab�a so�ado. Primero me agarraron a los golpes, despu�s se pusieron m�s suaves, �sta no sabe nada, estamos perdiendo el tiempo. Al final me largaron y, cuando sal�a, uno con cara de jefe me comenta: te salvaste por un pelo, era peligroso �se que dejaste en Ezeiza. �Peligroso?, pregunt� ella. Ya a esa altura quedaba claro que no ten�a nada que ver con el fulano. Los canas, cuenta Mabel, se miraban entre ellos sin soltar palabra. And�, volv� a tu casa, sonrieron, todav�a alcanz�s a brindar para a�o nuevo.
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�C�mo peligroso?, se subi� al taxi con la pregunta en la cabeza mientras daba vueltas por las calles repletas de autos. Con lo bien que me trat�, pensaba. La ciudad parec�a m�s confusa que el d�a anterior aunque todo me daba lo mismo, dice Mabel, ni pasajeros quer�a levantar. Cada vez que lo cuento, me explican que andaba mareada por la impresi�n, no es para menos, despu�s del interrogatorio con la polic�a. Pero no creo, concluye Mabel, peores cosas he pasado. Explica que quer�a quedarse en la calle, encontrar al del sombrero y avisarle que lo buscaban. Era al pedo, agrega, porque �l se las hab�a tomado, aunque tard� un buen rato en darme cuenta. Estaba reventada, dice, andando como bola sin manija y hubiera dado cualquier cosa por comer otro asadito bajo los �rboles.
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Mabel est� segura de que el hombre va a volver. La villa esa donde fue el tipo, cuenta, la limpiaron. Hubo tiros y todo: parece que no qued� ni uno. Volaron las casillas y aprovecharon para poner un centro comercial. Cada tanto voy por ah� a buscar pasajeros. A veces me parece verlo a �l, dice, m�s que nada en invierno, por el sobretodo oscuro.
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Claudia Feld
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