el interpretador ensayos/artículos
 

Barón B. Extra Brutt

 

Dar la cara. Rostridad y relato 
materno en "El desierto y su semilla" 
de Jorge Barón Biza(1)
por Nora Domínguez

izquierda: Raúl Barón Biza -el padre-; derecha: Jorge Barón Biza -el hijo.

 

 

Artículo publicado en Moraña, Mabel y María Rosa Olivera-Williams (eds). El salto de Minerva: Intelectuales, género y estado. Berlín, Iberoamericana-Vervuert,  2005.

 

Entre los variados y múltiples efectos que la dictadura 1976-1983 diseminó en la sociedad argentina en los planos de la cultura y la política o en el de las subjetividades y  los cuerpos, las bandas de papel o de tela con nombres y rostros de víctimas de la violencia estatal constituyeron en los años posteriores e, incluso hasta la actualidad, una presencia poderosa e inédita en el espacio público. Un registro de diferentes formatos que fue ocupando el paisaje urbano durante los actos y movilizaciones de los distintos organismos de derechos humanos. Registro que adopta un modo particular en las necrológicas publicadas  en el diario Página 12 donde el recuadro destacado como un aviso incluye una foto y un texto de la familia del desaparecido. Como dice Tununa Mercado se trata de un “tipo de textos que desde hace unos años se ha incorporado a nuestra vida como un objeto cotidiano y familiar.” (Mercado, 108). Por otra parte, las imágenes visuales de la cultura actual ya sean televisivas o cinematográficas, ficcionales o documentales insisten con el despliegue de un inventario amplio de rostros dañados, aplastados, corruptos o cuerpos mutilados o en descomposición que testifican las distintas modalidades de la catástrofe social. La exhibición pública de rostros cumple con la función social de testimoniar, la finalidad política del reclamo y el ejercicio de construcción de la memoria colectiva. Los rostros son una prueba, bajo la forma documental de la fotografía, de que alguien perteneciente a esa comunidad ya no está. La presencia en la vida pública de la foto es huella de una ausencia familiar que se vuelve socialmente significante. Esa presencia forma parte de un reconocimiento subjetivo, colectivo y político; es decir, de una experiencia ética (Levinas, 211-215).

Las prácticas artísticas, por su parte, interrogan estas mismas zonas de lo político-social a través del despliegue de un espectro  amplio de representaciones sobre cuerpos (2). En el marco de estas cuestiones, me propongo ver cómo el discurso literario, alejándose del valor documental o presencial del rostro, postula una articulación entre rostros, madres y política a partir de la cual participa y actúa sobre las interpretaciones del presente. La construcción literaria de rostros no sirve solamente a los efectos de responder preguntas sobre la interioridad singular de un yo sino para indagar los límites y las posibilidades de la representación literaria. En un artículo anterior sostuve que el rostro, imagen visible de un yo tanto como punto de focalización de la mirada del otro, no encuentra en la literatura un lugar de holgada convivencia (Domínguez, 56). La materia verbal le es ajena o, al revés, los rostros resisten este modo de representación y parecen extraños desertores del campo del lenguaje. La naturaleza visual del rostro parece habilitar de manera más pertinente que sean las artes visuales las que valoricen en principio el poder simbólico y artístico de la representación de rostros y, como producto de esta valoración, desarrollen convenciones, géneros y procedimientos artísticos que tomen a los rostros como centro y eje de esos recursos. Me refiero, por ejemplo,  al uso del retrato, del autorretrato, del primer plano o de la foto familiar. Como quintaesencia de lo visual ya que los ojos, instrumentos de la mirada, están sobre el rostro y, a la vez, éste funciona como fuente y blanco de las miradas ajenas, la representación de rostros encuentra, entonces, su lugar más adecuado en esos lenguajes y géneros. Un rostro establece un juego entre presencia y ausencia, entre similitudes y desvíos, entre imperfecciones y parecidos. Es decir, permite experimentar con los mecanismos de la representación. Al mirar un rostro reconocemos una identidad, en ella vemos cómo lo representado se hace representación (Aumont).

En 1998 se publica en la Argentina El desierto y su semilla, la primera novela  de Jorge Barón Biza (1942-2001), que tiene un éxito de crítica inmediato y es incluso considerada como una de las novelas más importantes de la década (3). En ella el relato de la tragedia familiar se problematiza frente a una materialidad  que es particularmente adversa a la literatura. El texto, dispuesto a contar la historia de la descomposición de un rostro particular, despliega otras escenas que sirven al núcleo central como superficies reflejantes o dialogantes. En el centro de la novela un conjunto de episodios aluden a los riesgos de la representación cuando ésta pone en contacto vida y literatura, sistema visual y sistema verbal.

Leer la familia, los rostros, el país

Sitio de interrogación, enigma interpretativo, mosaico de intervenciones médicas y de lecturas, el rostro de la madre en El desierto y su semilla es un espacio de desfiguración, de violencia, de abyección. En su representación se concentra el sentido de la lectura del hijo narrador y se exhiben los materiales (un tramo de la política argentina, una historia familiar, un modo de narración, una fusión de hablas y lenguajes, unos sujetos sometidos al cara a cara, unas mujeres de distinto rango y origen cuyos cuerpos son objeto de múltiples violencias, un debate sobre la representación artística) con los cuales esa lectura se convierte en escritura del/ sobre el rostro y al mismo tiempo en escritura del yo que se confronte con él. Así, palabra, representación y rostridad arman un engranaje a través del cual el relato del narrador se constituye, se coteja y disputa con el rostro de la madre. Un rostro cuyo primer plano llega con soporte propio, el relato de una vergüenza y un escándalo que hacen de su superficie un no rostro. De igual modo que Julia Kristeva se refiere al relato de Céline, en la novela de Barón Biza “toda la posición narrativa parece regulada por la necesidad de atravesar la abyección cuyo dolor es el aspecto íntimo, y el horror el rostro público.” (Kristeva, 185)

En 1964 un hecho conmueve a la opinión pública en la Argentina. Raúl Barón Biza, escritor de novelas escandalosas por las cuales sufre censura, cárcel y la excomulgación, protagonista él mismo de hechos similares, militante irigoyenista, promotor de levantamientos políticos, echa ácido sobre el rostro de su mujer, Clotilde Sabattini, la tarde que estaban por concertar el divorcio definitivo después de haber pasado por varias separaciones. Al día siguiente se suicida. En  1998, uno de los hijos del matrimonio, sale al mundo literario con una novela en la que narra la historia familiar. Jorge Barón Biza elige la ficción y no la autobiografía pero dispersa en el espacio narrativo los datos de la historia verdadera.

El desierto y su semilla se inicia cuando el ataque sobre el rostro, el hecho fundante de la monstruosidad,  recién ha ocurrido. El comienzo del relato y el relato de la disolución van juntos. El acto criminal ataca las formas, busca su anulación y, al dirigirse contra el rostro, embiste directamente contra el sujeto:

“La cara ingenuamente sensual de Eligia empezó a despedirse de sus formas y colores. Por debajo de los rasgos originarios se generaba una nueva sustancia: no una cara sin sexo, como hubiera querido Arón, sino una nueva realidad, apartada del mandato de parecerse a una cara. Otra génesis comenzó a operar, un sistema del cual desconocía el funcionamiento de sus leyes.” (destacado mío, 12)

El acontecimiento se revela pleno, contundente y, como consecuencia, materias, formas y colores de la carne se muestran al desnudo, ingresan en otro orden. Arón Gageac, el padre, el atacante,  ha creado una nueva realidad. La propia vida de Jorge Barón Biza y la de su madre estuvo marcada por la idea de dar con el rostro original y evitar o atenuar la violencia de su descomposición. Se trató, sin duda, de una vida dedicada a cuidar un rostro.

La frase define también la historia del personaje encargado de acompañar a su madre en el proceso de reconstrucción quirúrgica de su cara. El relato en sus imperfectos acercamientos a la representación del cuerpo y del dolor disuelve las analogías entre una subjetividad y el rostro que la refleja y así ubica a sus personajes (no solo a la que lo porta si no a quien lo mira) en la dimensión de lo abyecto; en este marco diseña el espacio de una pregunta insondable sobre la materialidad del cuerpo, sobre la capacidad de materias y formas para reconstituirse y significar.  La interioridad del rostro de Eligia que su hijo trata de describir y explicar no es el hueco oscuro de una subjetividad, ni el lugar donde se asienta la profundidad de un sentimiento, ni la morada de un enigma. Es, por el contrario, una materialidad absoluta de piel y huesos, de concavidades y musculaturas, de recorridos jamás vistos de venas y orificios. La descripción del rostro carcomido por el ácido y reconstruido en distintas etapas por la ciencia es la emergencia del horror, el relato de su inmediatez y de su abyección. La novela no evade sus vínculos autobiográficos ni su referencialidad siniestra. Se coloca en un punto donde el conocimiento de un hecho tan brutal pero también la narración del mismo opera como límite y obstáculo de la percepción literaria. El rostro, espejo por excelencia de lo humano, se vuelve vacío, abismo, páramo. El rostro de la madre se revela inhumano y en ese límite de la representación la novela postula al arte que alude a la degradación de la carne como el terreno donde se instala una posibilidad-imposibilidad para la palabra. En esta tensión, en el límite del cuerpo y del relato la literatura se presenta como el espacio contradictorio y violento de una salida, de una posible salvación. La novela tematiza su propia función: cómo narrar el horror y su después, sus efectos, sus derivaciones monstruosas. Al mismo tiempo dibuja su espejo: cómo leer lo que es decididamente revulsivo  e innombrable, qué saberes y conceptos se pueden poner en funcionamiento para su comprensión, qué operaciones de lectura se pueden ejecutar.

La historia familiar se entrelaza y confunde con tramos de la historia argentina. El padre y la madre de Jorge Barón Biza tuvieron diversas relaciones y participaciones con diferentes gobiernos y durante distintas coyunturas políticas, parte de las cuales son retomadas como material narrativo. Clotilde Sabattini era hija de un caudillo del Partido Radical de Córdoba y ella misma fue una militante antiperonista. Como educadora ocupó funciones públicas y participó del gobierno de Arturo Frondizi como Directora del Consejo Nacional de Educación. Sin embargo, es difícil encontrar registros de las actividades y cargos que desarrolló; su nombre aparece en cambio siempre vinculado al drama familiar. La oposición del matrimonio al primer gobierno peronista los llevó al exilio y cuando ella regresa con los hijos es detenida, según se dice y la novela lo reitera, por Eva Perón.  El texto reúne a ambas mujeres en una coincidencia espacial:

“La historia le jugó un enroque curioso. Se reveló en el 71 que el cadáver hermoso e       intacto de la mujer del general no había sido arrojado al río, como se anunció en 1965, sino que permaneció escondido en Milán, en un sepulcro anónimo, no muy lejos de la clínica. Ambas habían estado a miles de kilómetros de su patria: una, perfecta, eterna, enterrada a escondidas y bajo falso nombre; otra, destrozada, ansiosa de trabajar, tratando de regenerar su propio cuerpo bajo la mirada asombrada de todos.” (222-223)

La coexistencia duplica en el plano de la ficción un tratamiento con el cuerpo femenino, objeto en ambos casos de una acción criminal, violenta y delictiva. El relato de la Nación y el relato familiar se confabulan para poner de relieve sus posibilidades e inscripciones violentas. La figura y el cuerpo de Eva Perón, manipulado y escondido por quienes derrocan a Perón, los militares que participan de la llamada Revolución Libertadora de 1955, condensa los deseos y temores de distintas generaciones de argentinos y estimuló los imaginarios ficcionales, tanto literarios como cinematográficos, a través de la producción de un número importante de textos. Por su parte, el rostro de Eligia Presotto de Gageac, desde un lugar menos protagónico porque su figura no trasciende los límites el país, pero no en tono menor ni marginal ya que su matrimonio con Barón Biza la sometió a una lista sucesiva de escándalos, resume también un entramado de biografía personal, historia y política. La degradación y descomposición ejercida por el ácido que le arroja su esposo circunscribe en los límites de la superficie facial otra tragedia que se enlaza con la historia del país.

Dar con la cara de otro
 
El desierto y su semilla se hunde en el horror de este relato; para ello utiliza una técnica que avanza en dos sentidos. Por un lado, ejecuta una cantidad de procedimientos de ficcionalización (cambio de nombres, ruptura deun eje líneal narrativo, uso de diferentes hablas, injertos e intercalación de diferentes textos, apéndice que da cuenta de las fuentes de las citas) que revelan su carácter de construcción literaria. Por otro, no rehúye la aproximación y rodeo del material de origen, pulsando el  testimonio y la voluntad de testimoniar. El narrador es decididamente un sobreviviente, un testigo. No solo sobrevive como hijo al drama conyugal sino que lo hace como el único testigo que asiste a la transformación del rostro: el único que ve el proceso de descomposición y recomposición quirúrgica y, por lo tanto, puede contarlo. En el trayecto paralelo y a la vez simultáneo que describen, estos dos impulsos narrativos tematizan y exploran la posibilidad y la índole de la distancia. ¿Cómo mirar el rostro materno? ¿desde qué perspectiva? ¿cómo sobreponerse a esa instancia de la mirada y a la experiencia del horror? ¿cómo narrarlo? La distancia, cuando se convierte en separación, se nutre del relato de otras situaciones y escenas que  arrancan al narrador del espacio de la clínica. Son los momentos iniciáticos de tono irónico y corrosivo cuando Mario Gageac va hacia la búsqueda de alcohol y de experiencias sexuales que resulten una contrapartida  del espanto que produce la cercanía con el cuerpo materno. Sin embargo, los episodios funcionan como planos de inmersión en otras formas de la degradación y la violencia. A pesar de la proximidad filial de madre e hijo: Mario le da de comer, ejecuta con impericia y torpeza algunos de los cuidados que precisa  la cara; la distancia parece ser una forma del vínculo que se arrastra desde la infancia. La representación de la figura materna, firmemente ligada a la política y al saber, resulta lejana, ausente, escasa, casi mezquina de palabras:

“Su rostro había sido el lugar en el que con más evidencia se manifestaron su historia, la sangre de los Presotto –pobres inmigantes italianos- y su fe empecinada en la razón y la voluntad de saber. Pero los ‘siempres’ de su cara se estaban esfumando.
Los dos éramos lacónicos. Durante mi niñez la institutriz polaca se interponía en nuestra vida cotidiana. Eligia actuaba aparte, con sus estudios y su política. Pero en mi adolescencia comprendí que no todos los vacíos podían atribuirse a la gobernanta ...” (14)

La lejanía del vínculo se duplica en el uso del nombre propio, Eligia, y en la negativa a referirse a ella como la madre. Hacia el final el texto vuelve sobre sus pasos y lo que era recurso distanciador se muestra como reflexión, seguido ahora por una comprensión  también inenarrable: la fusión pre-natal entre la madre y el niño:

“Por más injertos, quelonios y colgajos que hubiese sufrido, Eligia (tendría que empezar a llamarla ‘madre”, o algo así como ‘mamá; en realidad, es por ahí por donde empiezan todos) siempre halló en Milán algún resto de fuerza para enlazar su dedo con el mío, para tratar de sonreírme sin labios, con esa sonrisa tímida y esforzada que era su única posibilidad de sonreír. Fue en su carne que  -me guste o no- Arón me concibió.” (244-245)

La distancia anulada coincide con la comprensión del  peso de la carne (“no hay carne indiferente. La carne sirve...”, 245) y allí se produce el salto hacia otra dimensión: la del texto (“yo también seré solo un texto”, 245). Una dimensión que recupera carne, relato, cuerpo, palabra, dolor, destrucción, reconciliación y que se nombra como literatura. Punto de llegada del personaje, del texto, tal vez su sentido último, su reclamo de ser leído y valorado por sus apuestas y anclajes literarios.

Pero, previamente la distancia, en tanto técnica narrativa, también desempeñó el rol de volverse autorrepresentación. Para ello, recurrió a la presencia de otro lenguaje: un cuadro del artista Archimboldi (1527-1593), conocido como El jurista (1566), y a la discusión sobre el mismo, presencia que se replica en la ilustración de la tapa del libro. Archimboldi se especializó en la pintura de retratos alegóricos constituidos en series (las estaciones del año, los elementos de la naturaleza, algunos personajes de la corte) y en un trabajo particular con las superficies de los rostros. Diferentes manifestaciones del mundo animal y vegetal se daban cita en esas caras y entraban en combinaciones múltiples,  barrocas, inquietantes.

En el capítulo V, antes de enfrentarse con el cuadro, el narrador se precipita en diferentes escenas que involucran rostros. En la primera, Mario acompaña a su amiga prostituta a atender a un viejo exhibicionista que paga para que la mujer lo vea bailar en tu-tú. La escena termina con Mario y Dina sentados a cada lado del viejo, acariciándolo. Mario transforma sus toqueteos en un juego cada vez más violento:

“La presión de mis manos desordenaba sus gestos hasta un punto en que el reflejo de cualquier sentimiento era imposible en esa cara. Yo trataba de anticipar las reacciones de mi víctima y ridiculizarlas en su propia cara antes de que apareciesen. Cuanto más impedido se veía el anciano de reaccionar, mayor era mi energía con las manos para modelar caricaturas con esas carnes fláccidas.” (destacado mío, 122)

Como un escultor que modela a sus criaturas, Mario manipula, desordena las facciones del viejo. Sus manos son la herramienta que borra y disuelve la expresión hasta deshacerla. La segunda situación incluye a una frívola joven rica a la que Gageac conoce en el mismo hospital donde se hospeda y en el que ella se había realizado una cirugía estética. Contrapartida exacta de su madre por las razones que la llevan a la cirugía, Sandie intenta hacer de ésta un hecho serio. Sabe que un rostro revela una interioridad:

“Dice mi therapist que es un trabajo solo comparable con un parto. Tengo que reflejar, en mi nuevo rostro, las esencias de mi personalidad escondidas durante toda mi vida anterior. Voy a necesitar la ayuda de todos los astros y la prudencia de todos los psicoanalistas.” (123)

Por último, el descubrimiento del cuadro de Arcimboldi frente a la mesa del comedor de la casa de Sandie. Antes de enfrentarse con el empresario, padre de la joven, el narrador describe el cuadro, expresa su asombro y conmoción frente a “una imagen del siglo XVI que yo nunca me hubiera atrevido a concebir” (124), “el rostro más extraño que yo hubiera visto en mi vida” (124). Entonces, expone lo que ve, lo interpreta:

“El pollito de la nariz, desplumado como sus congéneres en el retrato, colocaba su cabeza de manera que su ojo fuese también el ojo del jurisconsulto. Cuando presté atención a ese detalle recibí el golpe: el pollito estaba desplumado y vivo. Esa mirada tenía una cualidad que yo no había visto nunca: en su momento, se percibía un aire de víctima asombrada; pero si el espectador ponía distancia, el ojo adquiría un brillo distinto, que revelaba una mente siniestra de estratego. Nunca, en mi sostenido interés por el arte, había visto un “anamorfismo psíquico” tan marcado, de manera que el mismo punto de vista y las mismas pinceladas representasen, a la vez, la inocencia más despojada y el cálculo frío y despiadado. Para el espectador, no era necesario cambiar el lugar de observación si quería percibir la diferencia; el esfuerzo debía ser interior.” (destacado mío, 125)

Las tres situaciones de un modo u otro afirman que un rostro es una superficie sobre la que se puede operar, dibujar formas pero, a la vez, una superficie con fondo, con profundidad. Esta se expresa de adentro hacia fuera. Deleuze y Guattari conciben el valor simbólico y político del rostro y señalan que es un sistema  conformado por una pared blanca y unos agujeros negros (Deleuze y Guattari, 1988). Deleuze también se refirió más específicamente al primer plano del rostro en el cine como una superficie reflejante y un microcosmos intensivo (Deleuze, 1984). En rigor, se trata de un funcionamiento, que ellos denominaron, una máquina de rostridad, una máquina abstracta que produce combinaciones específicas. Para estos autores, el capitalismo, los imperialismos o las religiones funcionan como máquinas de rostridad que operan por frecuencia y redundancia y se vuelven omnipresentes. En este sentido, los rostros no son individuales sino que responden y son funcionales a las diferentes formas de poder. Los puntos de fuga que pueden seguir, pueden deshacer, desterritorializar, desbordar  las marcas redundantes de los rostros y funcionar por medio de intensidades que inscriban singularizaciones en sus diferentes agenciamientos. El encuentro del rostro de la madre con el del hijo durante el amamantamiento marca el poder materno, así como el poder pasional  también necesita de la individuación del rostro. En estas instancias se producen puntos de singularización donde una intensidad se realiza mientras se transporta un deseo.

El rostro de Eligia y el del personaje de Archimboldi tienen vida propia, producen ellos mismos sus pústulas, sus protuberancias, sus relieves monstruosos y así ingresan a otra dimensión donde decidida y radicalmente perturban los modos de percepción e inteligibilidad de los lectores. La destrucción del rostro concierne a la destrucción de las funciones sociales que él refleja y contiene. Funciones que son comunicativas, intersubjetivas, expresivas y lingüísticas y, por lo tanto, importan a la misma definición del sujeto (Aumont, 1998). Como a través del rostro se pone en juego la pertenencia del sujeto a una comunidad su destrucción y desnudez encierran el peligro de caer en lo que está más allá de lo humano. Para Deleuze, las funciones de individuación, socialización y comunicación que realiza el rostro se pierden con el primer plano. En el cine: “No hay primer plano de rostro. El primer plano no es sino el rostro, pero precisamente el rostro en tanto que ha anulado su triple función. Desnudez del rostro más grande que la de los cuerpos, inhumanidad más grande que la del animal.” (Deleuze, 1984: 146-147). En esta sobreexposición y simultánea desnudez del primer plano o, dicho en términos de Agamben, en esa pasión por la revelación y el ocultamiento se registra la inserción mundana del sujeto, su máxima exterioridad, su política (Agamben, 80). Con este orden de cuestiones  que produce la máquina de rostridad se articula la cara de Eligia, colocada como centro de la narración, en primer plano, expuesta en la desmesura de su carne y, al mismo tiempo, imposible de ser representada.  Inhumana y, por lo tanto, como los rostros de Archimboldi, rozando el límite con el mundo animal. Si la rostridad en esta novela puede manifestarse en su forma más desnuda y brutal estas condiciones se intensifican porque se trata del rostro de una madre.

La aparición de El jurista en el centro de la novela sirve además para abismar el dilema existencial del narrador. Si el rostro de su madre no tiene modelo humano sobre el cual recostarse, con el descubrimiento del universo visual de Archimboldi Mario Gageac reconoce la existencia de ese horror como espacio imaginario de un orden artístico. El  retrato contiene la vida y la muerte en su cara, la metamorfosis animal y la condición humana, la superposición de formas y figuras, contiene también en su mirada a la víctima (“aire de víctima asombrada”) y al victimario (“una mente siniestra de estratego”, “el cálculo frío y despiadado”). Roland Barthes señala que el arte de este pintor no representa el placer de la fusión sino el malestar a través de figuras compuestas. La misma revelación del procedimiento composicional es lo que dificulta el surgir unitario de la forma y esto conduce al lector a cuestionar la idea de perspectiva ya que ve alterarse las condiciones de la percepción (Barthes, 149). El cuadro al poner en entredicho la idea de que una interpretación se defina a partir de una perspectiva impone al horror como verdad indiscutible. Desde cualquier ángulo el efecto de lectura es el mismo, a pesar de que lo que se ve adopte el signo de lo doble. En el cuadro el narrador ve reflejadas las dos líneas que fundan su drama personal, la cara “revela dos estados de signo moral contrapuesto”. La mirada paterna está hecha de una materia maligna, de una perversión inhumana, implacable y moviliza un instrumento transracional, inconcebible. La mirada es toda acción. La materna, por su parte, amasada de sufrimiento y de deseo de seguir viviendo, no deja ver su interioridad. Sin embargo es una presencia permanente, revelada en la desnudez de sus huesos y su carne, el lugar de una materialidad absoluta sin posibilidad de reflejar una expresión humana. Así, el cuadro resume para el narrador las líneas genealógicas que lo rodean  y fundan y ante las cuales no tiene si no una pregunta infinita.

La escena que sigue trae otro discurso, el del padre de la joven, dueño del cuadro e interpretante eficaz de la pintura. Remedo de su propio padre por lo autoritario e infame, este hombre se complace en ver y escuchar los efectos que el cuadro produce en sus invitados para luego imponer su interpretación. El empresario ve en el cuadro la falta de voluntad para la acción, una contradicción entre el orden social que representa el jurista y el caos de su cara. Los hombres de acción –como el empresario, como su padre- reniegan de las dudas, de las perspectivas, porque ellas disfrazan e inhabilitan la acción. Mario Gageac coincide con el empresario en que el cuadro anula el punto de vista y experimenta el significado de esta idea en carne propia. Una falta de perspectiva que, además, desnuda la carne. Después de la primera cirugía, Mario observa:

“Faltaba todo. Los injertos de urgencia no estaban más; los pesados párpados con quelonios no estaban más, y las cuencas mostraban los ojos en blanco, hundidos y completamente inmóviles. (...) La contemplé varias veces, absorto.” (81)

Durante la noche observa desde otra postura:

“Vista desde un ángulo inferior y lateral, apareció la semicalavera de Eligia, que cada tanto resoplaba en su sueño forzado. La desaparición de la mejilla dejaba una hondonada muy profunda. En la penumbra no se distinguían los colores, sino los grados de sequedad o de humedad en una imagen en blanco y negro. (...)

Después de un tiempo que no puede controlar, me dije que, para mí, se había acabado la ilustración. No tendría nunca más la necesidad de buscar en la biblioteca de la infancia esas láminas anatómicas superpuestas, con todos los niveles de lo interior. Ya sabía lo que somos.” (destacado mío, 83-84)

El desprecio por el punto de vista tiene otras modulaciones. Inmerso en el abismo de un drama sin igual, Gageac no distingue si es peor el acto criminal del padre o sus efectos, el odio o las consecuencias del mismo en la cara de la madre, la voluntad para la venganza o la tenacidad para superar sus consecuencias. Nuevamente la elección de una perspectiva no aporta ningún alivio. Frente a un rostro vacío, sin músculos, sin carne, sin piel o con restos mínimos, caóticos y desparejos no se sabe además desde dónde se ve lo peor: si desde el lugar del sufrimiento por los estragos ocurridos sobre la cara, por tener que mostrar y portar semejante atrocidad y, además, por no poder verse ni tocarse o desde el ángulo del otro que mira la descomposición y recomposición en el día a día. El carácter de catástrofe del hecho destruye cualquier certeza y aniquila cualquier subjetividad. El lugar del triángulo edípico, sitio de conyugalidad y filiación, es un anclaje de poder y violencia, aunque de diferente grado, para cualquiera de las tres posiciones que lo conforman.

Fabricar un texto-rostro

La incorporación del cuadro de Archimboldi en el relato como parte de la trama cumple  ahora otra función: revelar a los elementos del rostro –materias, colores, formas- como elementos claves de la representación artística.  Por eso la cara habitada por diferentes formas de El Jurista dispara una de las posibilidades estéticas en que puede derivar la construcción de un rostro e instala una nueva conmoción. La imaginación del artista que superpone y mezcla sobre el lienzo fragmentos de diferentes variantes animales operando sobre una superficie y cuerpo humanos incita el terror de quien está pendiente de un rostro y a la espera de la reconstitución quirúrgica de él. Barthes señala que el principio constructivo de Archimboldi es que la naturaleza no se detiene jamás (Barthes, 151); idea que puede aplicarse al proceso que sigue la cara de Eligia y que, de esta manera, se afirma como monstruoso. De modo que, la ausencia de formas o su contraparte, la abundancia de las mismas, sitúa al narrador en este momento de la novela frente al hecho estremecedor, alarmante, extremadamente difícil y ajeno de lo que significa crear un rostro, lo coloca frente a las combinaciones inmensas de la rostridad, frente a la disyuntiva de elegir entre lo caótico o lo desértico. El mismo, como su padre déspota y criminal, como Archimboldi, puede con sus manos construir un rostro o destruirlo. Más adelante, podrá experimentar con estas derivaciones. Sin embargo, durante la escena en que descubre el cuadro, la misma identificación le provoca espanto y entonces continúa sumido en la visión del rostro y en las preguntas acerca de cómo darle forma narrativa a su (des)composición.

El rostro-texto es la superficie sobre la que están depositadas todas las preguntas del hijo, del narrador, del sobreviviente. Un sujeto que, además, hace de la novela el espacio de  construcción y destrucción de un nombre de autor, el de Jorge Barón Biza. Los marcos y los límites del texto, la tapa-imagen-rostro y firma y, por otro lado, el epílogo, denominado “Fuentes”, funcionan como puntos de duplicación del sentido o hitos donde el sentido se precipita.  Las “Fuentes” dan cuenta de las referencias periodísticas, literarias, filosóficas que, en sus formas textuales, traducidas, modificadas o fragmentarias fueron diseminadas a lo largo de la novela y especialmente a través de las diferentes variantes lingüísticas o apuestas discursivas que ella ensaya. El desierto y su semilla se fabrica su propio injerto a través del cual, al final, confirma la indecibilidad del personaje frente a las “fuentes” genealógicas. La “Nota” agregada, el último de los añadidos, sitúa la inscripción civil del nombre propio como marca de poder paterno alterada en circunstancias puntuales por los arrebatos maternos feministas que convertían el Barón Biza en Barón Sabattini y que éste yo confiesa como su nombre actual. De modo que la firma de esta novela corresponde a otra vuelta del artificio: “No sé si ‘Jorge Barón Biza’ debe ser considerado mi otro apellido, mi patronímico, mi seudónimo, mi nombre profesional o un desafío. (JBB).”  El que firma dice ser otro y, aún más, el que narra lo es doblemente. Sin embargo, a pesar de todas las confesiones, desvíos y mezclas de discursos, lenguas y textualidades, la novelano puede dejar de gritar la relación básica que la funda: la que se entabla entre literatura y vida, entre el hecho real y verdadero del caso  que conmocionó a la sociedad argentina en los años sesenta, y la ficcionalización del mismo. El texto trabaja en una zona de riesgo en el que la reelaboración de la realidad que persigue la literatura, sin abandonar un registro siempre desviado del modo testimonial,  da paso a un nuevo asentamiento donde la vida y la historia familiar retornan bajo la forma de un relato contado desde la posición narrativa del hijo.

La tensión no está en volver a contar la serie de violencias familiares (venganzas, delitos, suicidios), en narrar la historia de un rostro sino en convertir al texto en una máquina de rostridad. Esta produce puntos de intensidad que fijan, como diría Deleuze,  los agujeros negros sobre la pared blanca, especialmente en los modos violentos con que los mismos horadan las superficies. A partir de estos movimientos la novela arrastra una serie de reflexiones sobre la representación. Así es como texto y rostro se mueven entre un impulso poderoso por construir alguna referencialidad que identifique parecidos, que construya analogías, y un afán extraordinario por salir de ese modo de representación que no puede renunciar a volver a hacer presente el horror. Como el rostro, el texto busca reconstruir y reconstituir la historia del sobreviviente sobre los restos y escombros del doble linaje. El narrador se somete al peso de estas líneas genealógicas. Aunque no sepa dónde ubicarse, ni desde dónde interpretarlas no reniega de ninguna de ellas. Claudica, sin comprender, tanta violencia. El desafío que impone el nombre Barón Biza es, sin lugar a dudas el signo de una impostación, un traje del cual el sujeto quiere despojarse y en el que no  se reconoce (“Trato de imaginar qué lugar puedo hacerme yo en ese texto y no encuentro ninguno.”, 240), pero al que está irremediablemente soldado (“Mi fracaso por comprenderlo me ata a él”,  242)

Los textos del padre que Mario lee en el último capítulo (fragmentos de las novelas de Raúl Barón Biza) hostigan directamente su condición de hijo:

“Leo: ‘¿Por qué no negar al hijo engendrado más por curiosidad que por deseo? ¿Qué obligación, de amar al nacido? Que carguen ellos con su vergüenza y no yo con su perdón’.
 Trato de imaginar qué lugar puedo hacerme yo en ese texto y no encuentro ninguno.” (240)

El padre construye “un espacio en el que es imposible reconocer un límite”:

“abre un desierto al que no se le ven fronteras, género de mal que ya no necesita ejercitarse en la agresión, porque se ha encerrado en un orbe en el que no cabe lo humano; un mundo narcisista, que se crea a sí mismo, que corta toda relación, toda perspectiva, toda reunificación. Ha elegido mirar el vacío, el grado cero de la esterilidad...” ( 240)

¿“El grado cero de la esterilidad”?, ¿un más allá de la negación del hijo? Un lugar imposible. Un lugar en el que para poder sobrevivir es preciso que el pasaje, el abismo se convierta en literario, se transforme en el desierto y su semilla; de esta manera el movimiento lo retiene como hijo, le inventa esa figuración  y él, como Arón, puede recorrer el desierto en sus miserias. Como él hizo con Eligia, Mario ataca con una navaja el rostro de Dina, la mujer que lo ama y le muestra a través de su cuerpo la unidad y la perfección.
           
El lado de la madre, su rostro, también es de naturaleza rocosa  y “sus heridas lo atan para siempre” (151). En  ese encierro familiar el personaje teme la propia muerte, el punto donde será solo palabras:

 “Tarde o temprano yo también seré solo un texto, no me queda mucho más por hacer. Escribo estas líneas, y ese frágil impulso de hacerlo es todo lo que todavía puede llamarse, para mí, “vida” o “acción” o “posibilidades”, (245).

La inhumanidad del rostro, su primer plano, el pavor que produce su superficie ruinosa,  provocan de tal manera al lector, protagonista del final del siglo XX,  que lo colocan al borde de la naturaleza, alterando radicalmente sus modos de lectura y de percepción. Allí, donde la cultura, la ilustración (“para mí se había acabado la ilustración”, 83) no hace pie y trastabilla. Pero, lo hace entre un epígrafe de Keats que remite a una cara que refleja una condena ( Capítulo IX) y otro de Paul Celan en el que un probable signo pueda unificarse como “respuesta a un cavilante arte rocoso” (Capítulo VIII). Es en este abismo donde el arte construye su humanidad a pesar de las inclemencias y las perturbaciones del reconocimiento que arrastra un rostro desnudo.

 

Nora Domíngez

 

 

NOTAS

(1) Una primera versión de este trabajo fue presentado en el  III Congreso Internacional de Teoría y Crítica Literaria. Universidad Nacional de Rosario, 14, 15 y 16 de agosto, 2002.

(2) Ana  Amado analiza el ensayo fotográfico  Arqueología de la ausencia (2000-2001) de Lucila Quieto, una de las militantes del colectivo HIJOS, en el que se yuxtaponen imágenes actuales de los hijos con las de sus padres desaparecidos y donde dar con esas caras implica además de un trabajo con la memoria como herramienta política, una experimentación visual con rostros y cuerpos donde la exterioridad de los mismos se vuelve sitio de interpretación artística (Amado).

(3) Barón Biza era un periodista, traductor y crítico de arte. Provenía de una familia de gran fortuna durante la primera mitad del siglo XX, fortuna que fue dilapidada por diversos motivos en las décadas siguientes. La familia estuvo ligada de manera compleja a las vicisitudes de la política argentina. A lo largo de este trabajo se irán exponiendo algunos de estos datos.

 

 

BIBLIOGRAFIA

Agamben, Giorgio.“El rostro”, en Medios sin fin. Notas sobre la política.  Valencia: Pre-textos, 2001: 79-86.
Amado, Ana. “Ordenes de la memoria y desórdenes de la ficción”, en Amado, Ana y Nora Domínguez (comps.). Lazos de familia. Herencias, cuerpos, ficciones. Buenos Aires: Paidós, 2004:
Aumont, Jacques. El rostro humano.  Barcelona: Paidós, 1998.
Barón Biza, Jorge. El desierto y su semilla. Buenos Aires: Simurg, 1998.
Barthes, Roland. “Archimboldo o El retórico y el mago”, Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces. Buenos Aires: Paidós, 1986: 133-151.
Deleuze, Gilles. La imagen-movimiento, Buenos Aires: Paidós, 1984:134-150.
Deleuze, Gilles y Felix Guattari. “Año Cero-Rostridad” en Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Valencia, Pre-Textos, 1988, págs. 173-196
Domínguez, Nora. “Políticas del rostro. Construcciones y destrucciones en narrativas femeninas del siglo XX”, Revista de Crítica Cultural, 22, junio 2001: 56-61.
Kristeva, Julia. Poderes de la perversión. México: Siglo Veintiuno editores, 1989
Levinas, Emmanuel. Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad. Salamanca, Ediciones Sígueme, 1987
Mercado, Tununa. Narrar después. Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 2003

 

 

Nora Domínguez

 

 

 

 
 
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Margen inferior: Michal Macku, Obra (detalle).