Con acierto, Jorge Barón Biza le atribuye a Roberto Arlt una “sensibilidad gozosa por la vileza”. La caracterización debe leerse bien lejos de sus conatos morales; en cambio describe con exactitud un talante artístico que supo procesar, como nadie en la literatura argentina, todos los tópicos de la infamia, y lo hizo tal como lo exigían sus motivaciones: con fervor expresivo y estilístico.
Contrario a Arlt, pero sin abandonar su campo magnético, Jorge Barón Biza no se regodea jamás, como a primera vista y con liviandad puede suponerse y se ha afirmado por ahí. El joven narrador de El desierto y su semilla —la única novela publicada del autor— un voluntario de la impavidez, uno más que, como todo voluntario, fracasa en su cometido, mantiene una distancia permanente, escrupulosa con su historia, y tan exenta de los deleites y los afanes que por ahí se le adjudican que pasma. Porque la grandezanovelística de Barón Biza está toda en la elección de una perspectiva, y en todos los sentidos que quieran darse al término, incluido, claro está y tratándose de un escritor que es crítico de arte, el pictórico. Es cierto que en general la gesta narradora depende siempre de la solidez de un punto de vista, uno que disponga y ordene materiales, que convierta una masa informe de sucesos en una trama, por más elemental que esta sea (son elementales las de Arlt, es elemental la de El desierto y su semilla); pero la excepcionalidad de Barón Biza radica en que la perspectiva, esa forma operacional de la distancia, se resuelve en su relato instantáneamente en fondo, en contenido, en materia y, todo, en proceso de reconstrucción. Sólo así, creo, puede apenas empezar a pensarse el carácter autobiográfico de su novela; en la ponderación, no tanto de las muchas coincidencias, categóricas y desesperantes, entre el anecdotario ficcional y el personal del autor, sino de su voz narradora, del matiz de esa voz, de sus posiciones y sabidurías, pero sobre todo de la “silenciosa parquedad” de sus interrogantes. (En una reseña sobre Antonio Di Benedetto, Barón Biza conecta la obra de este autor con la “sensibilidad” de Arlt y con la “silenciosa parquedad” de Borges).
Finiquitada la “ilusión de la metáfora”, como escribe Barón, el narrador de El desierto y su semilla configura en superficie el espacio de su historia, traza una línea de sondeo que le permite enfrentase a la enormidad de la denotación, a una extensión sin espesor connotativo, sin profundidad hermenéutica, y cuyo impulso realista es de tal dimensión que corrompe cualquier verosimilitud (“sus rasgos carcomidos hasta lo inverosímil indicaban claramente que le había ocurrido algo imposible: por demasía de sufrimiento, su realidad ya no era convincente”). Cuando los tropos fallan, indica Barón Biza, ya sea por defecto o por exceso de significación, el activismo interpretativo cesa, y lo que resta entonces es la descripción de la materia en plena forma, los avatares de las materia que, como no puede resultar de otro modo, son, en perspectiva, los avatares de la forma: frunces, colgajos, colores, capas, relieves, injertos. Aunque desprovistas de coartada, y sin acceso a la vía rápida del sentido —directamente inexplicables—, estas formaciones persisten como enigmas en el tiempo novelístico (“el derrumbe constructivo del enigma”), dicen ¿qué pasó?, ¿por qué pasó? y, sobre todo, ¿cómo ha podido pasar? Y aunque nunca se formulen de manera explícita en el relato, aunque tampoco reviertan en develamiento o epifanía —Barón Biza es un maestro del enigma sin suspenso—, la serie de preguntas sostiene, sin embargo, todo el andamiaje narrativo de la novela.
Es por esta razón, por intento de sobrevivir en la incógnita, que El desierto y su semilla elige empezar cuando el melodrama termina. Su campo de operaciones no es la intriga, la loca peripecia, el paroxismo folletinesco, sino la descripción póstuma de la diégesis pasional. De sus restos, literalmente. El descarte de una materia rápida, resuelta y novelera en favor de unos vestigios más o menos inertes puede, desde un punto de vista autobiográfico, y a golpe de ojo, resultar muy prudente, muy medido, pero es claro que prudencia y mesura tienen poco que ver con el arte narrativo tal como aquí se pone a prueba. Porque no es el porvenir de la incógnita lo que importa, ni su desarrollo, ni su dislate, ni su resolución: en Barón Biza, en el tiempo dimensional de su relato, ya nada más puede pasar. Su apuesta, artística y vivencial (ambos órdenes son, y con evidencia, indiscernibles), reside en reconstruir (el verbo por excelencia de este autor) los avatares de su historia personal, la suya y la de sus padres, bien al margen de esos avatares, de modo tal que el autor se impone, desde el principio, escribir una novela sin novela, una novela que empieza, y a durísimas penas, cuando la novela terminó. (Brevemente: después de una sucesión de intentos pro-divorcio que abarcan unos cuantos años Raúl Barón Biza y Clotilde Sabattini, los padres de Jorge, se citan para resolver detalles de los trámites, están acompañados por sus respectivos abogados. Raúl, en la oportunidad anfitrión del encuentro, sirve whisky en unos vasos y ácido en otro. El servicio culmina cuando arroja el ácido a la cara de Clotilde. Horas más tarde Raúl se suicida. Clotilde inicia un camino largo de reparación quirúrgica. Se suicida años después. En El desierto y su semilla Raúl, Clotilde y Jorge son, en clave autobiográfica, Arón, Eligia y Mario Gageac.)
Primera frase: “En los momentos que siguieron a la agresión, Eligia estaba todavía rosada y simétrica, pero minuto a minuto se le encresparon las líneas de los músculos de su cara, bastante suaves a este ese día, a pesar de sus cuarenta y siete años y de su respingada cirugía estética juvenil que le había acortado la nariz”. Toda gestión vertiginosa se limita en El desierto y su semilla a las páginas iniciales y obedece a la actividad del ácido en la cara de Eligia, a la velocidad de la ambulancia que la traslada al hospital, a la premura de las primeras curaciones; después, la descripción domina en el relato, activa los espacios rítmicos de la diégesis, dispone el mundo como una cara observable al infinito, a esa cara como un paisaje insólito, y a todos los paisajes como esa cara. Hay, por ejemplo, una “armonía” en la descripción de un patiecito que sólo puede ajustarse en confrontación con el desorden quirúrgico de Eligia; hay una “heterogeneidad” que “se sale de quicio” en la nave mayor de una iglesia que remite por analogía a la cara de la madre; hay belleza y continuidad en la desnudez de Dina, la prostituta, como hay aberración e interrupciones en la piel de Eligia. Veamos un zaguán “en perspectiva”: “Después eché a rodar mi mirada (…) Busqué con angustia algún límite, algún marco, los ángulos rectos que le dieran sentido a la construcción, que abarcasen un todo, que enmarcasen las tensiones, que las colocasen dentro de una certeza confiable. Cuanto más amplio era el giro de mis ojos, más fuerzas y pesos aparecían aplastando al zaguán. Esas construcciones, ominosas y gigantescas, terminaban por no referirse a nada.” Porque además, la cara de la madre ha perdido, junto con su figura, sus referencias y sus rasgos de identidad, su transparencia gestual: ya no emite ningún sentido, ya no expresa —“inexpresiva como el desierto”, escribe Barón Biza—, enmudece como la propia Eligia para transformarse en un riquísimo terreno de observaciones formales: “pliegues”, “hendiduras”, “zonas de color”, “cavernas”, “abismos de las mejillas”, “rebordes”, “borbotón de colores”, “arroyito de sangre”, “formaciones”, “cavidades”, “costra dura y opaca”. Pero vayamos más allá, porque aún hay que precisar la notable ambición visual de Barón Biza: el saber descriptivo y perspectivista pertenece exclusivamente al narrador —él es, sobre todo, un punto de observación— y no a las formas que se debaten en la cara de la madre; éstas, por el contrario, yuxtapuestas una y otra vez, injertadas, carecen por completo de nervio figurativo, de facultad de representación, de perspectiva y de escala; “con perspectiva —dice un personaje fugaz describiendo a Archimboldo, pintor que ilustra la tapa del libro de Barón— sólo hay copia de la naturaleza; sólo la falta de escala permite la mezcla de carnes, la expresión de la irracionalidad de cada ser”.
Mario Gageac, el narrador de El desierto y su semilla aprende a mirar —y a describir y, sólo después y en consecuencia, a narrar— contemplando la más atroz de las corrupciones. Esa contemplación, pautada apenas por una serie corta e intermitente de actividades (Mario bebe en el bar de la esquina del hospital donde curan a su madre; conversa con narigonas prestas a la cirugía estética; trata con una prostituta, con los clientes de la prostituta; incluso cuando viaja, su ocupación principal consiste en describir iglesias y tumbas), dispone y concentra la fuerza novelesca, sus diversos lanzamientos temporales, en el cumplimiento de un trayecto caótico e inconcebible, mucho más arduo y temerario que cualquier odisea, el que va de unos supuestos labios maternales a unos supuestos párpados maternales, incluidas sus sucesivas transformaciones. Así, como si reafirmara que sólo del caos, de la “laboriosidad del caos”, nacen los ritmos, sean estos, para el caso, musicales o narrativos, el narrador, él mismo personaje —hijo y parte de lo que narra— acciona los tiempos novelísticos en el núcleo de la descripción más material, “geológica”, y sin vanos regodeos, sin ningún lirismo, sin épica, sin mística de la carne. En la cara de Eligia, afirma el narrador, “el tiempo de los colores había pasado y llegaba el tiempo de las formas”. Con la cadencia de las estaciones, con esa naturalidad, una superficie se transforma en relieve, y el pasaje formal alcanza, en la cara de la madre, el máximo de su sino novelesco: una aventura de observación naturalista, en absoluto humanitaria, en absoluto sentimental, en absoluto pedagógica, así: “Realicé mis observaciones sobre una base abstracta, fijando mi atención, no en la mano que impulsó el ácido ni en el sufrimiento de la víctima, no en el odio o el amor que habían motivado la agresión, sino en las relaciones espaciales de la cara de Eligia. Si era preciso, desmenuzaba con el ojo la piel quemada hasta llegar a fragmentos tan pequeños que en ellos se perdía el sentido humano de lo que ocurría.” Pero claro que no sólo eso, claro que no sólo la descripción experimental de la influencia del ácido sobre la carne. Hay también y sobre todo el vínculo, el rechazo de la omnisciencia —la opción por la primera persona, por la perspectiva de un personaje— y ese vínculo es el que pone a funcionar el mecanismo fabulatorio de la novela. Se trata, y es algo que el narrador no sólo omite hasta la página 52 sino que pocas veces declara, de un hijo que “desmenuza con el ojo” la cara desintegrada de su madre (“lo insólito ocurría en las mejillas”). La minuciosidad plástica con que la describe, lindante con el esteticismo, no puede más que descollar bajo el imperio de su posición filial y, en ese énfasis, perder su ecuanimidad, “hacer novela”, o como apunta el narrador, y como quien dice “había una vez”: “eché a rodar mi mirada”. De este modo, y para resultar más estricta y compendiosa: Barón Biza logra extraer de la disociación y heterogeneidad entre una voz y su actividad descriptiva una descomunal potencia novelística.
El desierto y su semilla se publicó en 1998. En ese mismo año otra gran novela, El traductor de Salvador Benesdra, compone, también en los límites de la autobiografía, un narrador en primera persona fulminante. En este último caso, la actividad especulativa domina el relato hasta un punto difícil de superar. La novela y su protagonista sobreviven al cuento del derrumbe personal y político a fuerza de reflexiones cada vez más extravagantes, pero también cada vez más verosímiles. Falta de manera casi absoluta la visión descriptiva en Salvador Benesdra; su mundo, al contrario del de Barón Biza demorado y perspectivista, se presenta casi sin rasgos —y de lleno, y constantemente— a la interpretación, necesita ser duplicado en sentidos inflacionarios y siempre hacia delante, creando tiempo en una línea de equivalencias que soporten un plus avanzado de heterogeneidad; no en vano Ricardo Zevi, el protagonista, es un traductor, no en vano enloquece hacia el final de la historia.
Sin embargo, y a pesar de este contraste que está en el núcleo de ambas poéticas, es posible encontrar en estas novelas coetáneas — sin dudas dos de las mejores que se hayan publicado en este país en las últimas décadas— algunas coincidencias, si no de resolución, sí de intereses formales. Tanto Barón Biza como Benesdra, suicidas de un solo libro, someten los materiales de su historia personal a las manipulaciones de un narrador perfectamente entrenado en la invención autobiográfica, uno que conoce y hasta en sus últimas consecuencias, que para merecer la realidad, aun la más insoportable, es necesario inventarla. Por un lado, y a perfecta distancia, Mario Gageac traza, en la abstracción del sentido, una perspectiva ficcional que posibilite describir en superficie lo literalmente indescriptible, lo real definitivo; por el otro, contiguo a su peripecia, Ricardo Zevi procesa en exégesis urgente los actos y sus significados, se sumerge en ellos, los multiplica con su ingerencia y sólo entonces los realiza.
Pero además, ambos autores gestionan su lengua literaria en las junturas de la diferencia idiomática, esa elección determina la gramática del relato y, también, su fraseología. Como ya vimos, y no abundaré ahora, el protagonista de Benesdra es un traductor y, tomado por el frenesí de la correspondencia, colma esa función en todos los niveles textuales: tanto el prosódico, como el sintáctico, como el narrativo. Por su parte, no muy otra, en El desierto y su semilla, Barón Biza reconstruye una lengua literaria en la tensión del cocoliche y tal como él mismo lo define: “el cocoliche consiste en la yuxtaposición de palabras de dos lenguas —escribe—. Esta yuxtaposición se origina en el no-saber. El no-saber es el motor del cocoliche. Se genera así un principio formador que no proviene de las normas, sino de una pugna entre la expresión, la ignorancia y la experiencia” (“La libertad del cocoliche” en La voz del interior, Córdoba, jueves 4 de febrero de 1999). Barón, que es muy consciente del uso descalificante que los nacionalismos hicieron del cocoliche, no deja de anotar su condición íntima y libertaria. Años y polémicas muestran en este país que la discusión sobre el idioma nacional, un asunto político de mayor importancia, estuvo signada por el horror a la “la pronunzia exótica” (como escribían los poetas martinfierristas) y por la consecución de una normativa que, por más que se ablandara ante ciertos desvíos coloquiales, condenaba cualquier tipo de contaminación. La actitud de Barón Biza es muy clara al respecto, y muy propia de su denuedo narrativo: rescata el valor “existencial” del cocoliche, la tensión entre lo que se ignora y lo que se experimenta, y su estupenda capacidad formal para diseñar un habla privada, cuyos desvíos, conexiones y fárragos resultan azarosos, subjetivos e identitarios: “hablo lo que soy”, escribe, y no “hablo de lo que soy”, cargando así, no solo de tonalidades y mixturas voces y discurso, sino también de dominio descriptivo.
De este modo, y circunscrito al uso que de él hace en su novela, el cocoliche de Barón Biza, uno muy distintivo, finísimo, en absoluto rimbombante, en absoluto costumbrista, pone en verdaderos apuros la coerción normativa y no en los términos de una simple resistencia antiacademicista sino, en la línea de Roberto Arlt, en los de la más pura invención. En El desierto y su semilla se trata de una lengua literaria única, confeccionada para un único usuario, un idiolecto que trabaja con un doble código de tal modo que intermitentemente, y por períodos muy breves, uno, el menor, incide sobre el otro, dominante, y como un injerto, para figurar el habla extranjera —en otros tramos también trabaja dentro de ciertas modulaciones nacionales—. (Y por requisito de la anécdota: Mario y Eligia viajan a Italia, Mario se encuentra con un matrimonio australiano, etc. Tres ejemplos coloquiales breves: “Mandar vía los rebordes y quelonios, quitar toda esa cachivachería humana” —dice el doctor Calcaterra; “¿Cómo sabe usted alrededor de estas cosas?” —pregunta el australiano; y Mario, embarcado ya en la multiplicación del cocoliche, en un español que procesa al mismo tiempo un inglés y un italiano virtuales: “No, pero mi madre’s familia es italiana”.) Se trata nuevamente —como en la descripción de la cara de la madre, como en el registro de sus ruinas— de un proceso reconstructivo que incide en todos los rangos novelísticos y que, al formatear su materia (ella misma un orden latente y hermético), se dispone hacia la fabulación, y con una autonomía tanto más asombrosa porque parte del más coercitivo de los mandatos: la herencia de un idioma y de una novela familiar. Distante de la mimesis lingüística, distante también de los recursos de la escucha afinada, Barón Biza enrarece apenas su español, yuxtapone e injerta las lenguas sin simetrías ni proporciones; el resultado es otra muy diferente a cualquier mezcolanza, de gran intensidad elocutiva que, cimentada en apropiaciones sintácticas y léxicas, excede ampliamente el mero propósito de señalar la extranjería para instaurar un estilo y arquear, al mismo tiempo, los alcances del realismo y de la autobiografía. Y en este punto él, que sabe más que nadie de legados demoledores, rehabilita junto a Salvador Benesdra —y ya iba siendo hora—, la tradición de la gran novela argentina heredera de Roberto Arlt.
Nora Avaro
*Tomo este título de un capítulo de la biografía de Raúl Barón Biza escrita por Christian Ferrer, a quien agradezco su cortesía.