0.
Un detective privado con poco trabajo y problemas de dinero es convocado por una familia ricachona del conurbano bonaerense para encontrar a su hija adolescente, desaparecida misteriosamente dos meses antes de la contratación.
Los datos oficiales, pocos y malos; los periodísticos, repetitivos; los familiares, casi nulos. Para completar el panorama desinformador, una cláusula de confidencialidad que constituye la mejor publicidad de la que el detective privado se sirve para atraer a sus clientes (con dudoso éxito).
Primero que un noviecito bien dotado la sedujo y la alejó de su hogar bien constituido, luego que una secta que se prepara para la llegada de unos extraterrestres la secuestró, para finalmente llegar a la resolución “verdadera”: si estamos en Argentina, en julio de 1970, la única posibilidad de acceso a la verdad debe buscarse en clave histórica. Una sociedad civil desintegrada, una institución policial corrompida, unas fuerzas armadas amenazadas y un gobierno escasamente legitimado, configuran un sistema capaz de explicar cualquier cosa: desde los últimos treinta años de historia nacional, hasta la desaparición de una nena bien.
1.
Una novela policial
En el prólogo de la novela, Fabián Casas se pregunta: “¿La seguridad del género le sirvió (a Mariano Hamilton) para resguardarse de la incertidumbre que vivía nuestra sociedad bajo la aceleración de los presidentes que duraban segundos?”(1)
El género como resguardo, como lugar conocido, como fórmula fija, está. El detective argentino es muy detective argentino(2), el ayudante es un perfecto ayudante(3), los policías malos son siempre policías malos(4) y las primeras aproximaciones a la resolución del caso nunca son verdaderas primeras aproximaciones a la resolución del caso. Lo que se dice una novela policial redondita.
Ahora bien, el trabajo con las convenciones propias del género, no exime al escritor de la tarea de escribir. Es justamente por este motivo que podemos hablar de trabajo. No son las convenciones las que se sirven de un redactor para materializarse en un texto, sino que es más bien al revés.
Cercano Oeste exagera su uso del género. Sobreabunda en caracterizaciones genéricas que, justamente por su relación con el género, son superfluas. Sobretipifica personajes tipo que de tan tipo no necesitan ser tipificados. ¿Cuántas tortillas españolas tiene que preparar un fondero español para demostrar su nacionalidad? ¿Cuántos coñaques tiene que tomar una alcohólica para ostentar su condición? ¿Cuántos actos corruptos debe realizar un policía argentino para manifestar su lealtad a la institución? Al quinto whisky que nuestro detective toma para cobrar valor ante una situación peligrosa, estamos más cerca del tedio que de la valentía.
Indudablemente las repeticiones, los clichés, las frases hechas, los lugares comunes son material para el discurso literario. Por su capacidad estereotipadora y de rápida asociación a un referente y a un contexto de aparición relativamente estables, ofrecen como contrapartida importantes posibilidades de resignificación. Justamente por su alto grado de predectibilidad, cualquier cambio en sus condiciones de enunciación estalla en múltiples y nuevas lecturas.
Supongamos –por el momento sólo supongamos- que el texto de Hamilton va en esa dirección. Supongamos que la repetición del tópico, por repetida, ofrece asociaciones estáticas al lector que a partir de sus distintos contextos de aparición, generan nuevas redes de sentido y así consigue alejarse de la lectura estereotipada. Supongamos que las repeticiones configuran un mapa en el que se van colocando chinches de colores (siempre las mismas) en los mismos lugares. De Once, a Palermo, a San Antonio de Padua, a Luján, a Mercedes(5). Del whisky en la oficina, al cognac en la casa de los clientes, al fernet con Cinzano y soda en el bar del Gallego. De los sándwiches preparados por María en la oficina, a las tortillas en lo del Gallego, al hambre del oeste. De los cigarrillos Clifton del detective, a los habanos del asesino. Así, repitiendo rutinas y procedimientos, pasando una y otra vez por los mismos lugares, dando vueltas en círculos, realizando las mismas acciones, se rodea lo que se busca en un sistema que permite partir de coordenadas fijas y conocidas, acceder a nuevos lugares. De lo conocido a lo nuevo (aunque nunca tan nuevo).
Este procedimiento que en el caso de las secuencias argumentales antedichas mantiene un bajo nivel de interés -por lo previsible de las asociaciones- se intensifica al pasar de la red de significaciones propias del género policial a un código de lectura propio del discurso historiográfico.
2.
Una novela histórica
La reconstrucción discursiva de la historia argentina que ofrece Hamilton en su obra se realiza en dos tiempos y a dos voces: por un lado, el contexto de enunciación inmediato del narrador (1970) que en una primera línea argumental (por llamarla de alguna manera) retoma explícitamente, en la mayor parte de los casos, (y de un modo algo forzado, podríamos agregar(6)) acontecimientos y procesos propios de la época. Por otro lado y en una segunda línea argumental (por llamarla de otra manera) se reproduce un discurso histórico (con las características propias del género “informe” o “manual escolar”) que intenta reconstruir de un modo preciso y sintético el período 1955-1970 a través de la lectura de una “agenda” (que de agenda sólo tiene la forma(7)) encontrada por el detective.
Así, a partir del razonamiento lógico deductivo característico del detective de género se busca una explicación causal y unidireccional de aquel presente de enunciación. El conocimiento de la historia reciente es capaz de explicar el presente inmediato. De atrás para adelante, todo se encadena, se explica, se entiende.
Sin embargo, al lector 2007, las interpretaciones realizadas por el detective con ayuda de su ayudante, orientadas a la resolución del caso le suenan falsas, en el mejor de los casos y estúpidas o perversas, en el peor de ellos. El detective, que es capaz de llegar a su objetivo final de un modo relativamente directo, es absolutamente incapaz de interpretar los datos recibidos en otra clave que no sea la policial. La víctima de la obra (o mejor, una de ellas) es quien tiene que trazar un puente entre lo policial y lo histórico. Es ella misma la que debe descubrir la “verdad”: “en realidad, lo de los extraterrestres tapaba un proyecto para montar cárceles clandestinas” (p. 169). Mientras el detective la mira, sorprendido, sin entender, sin capacidad de asociación, de interpretación, de explicación(8).
El escaso nivel de comprensión, la nula capacidad de asociación y la aberrante interpretación de la situación termina de configurar un discurso que justifica y avala aquello que ya es todo un tópico de la literatura argentina que retoma el período previo a la dictadura del ’76 y sus causas; el repetido: “no sabía lo que pasaba”(9).
El detective, a pesar de las numerosas informaciones, evidencias materiales, declaraciones rotundas, participación activa en operativos de exterminio sistemático, insiste en su ignorancia e incredulidad. Repite: “Todo me parecía un disparate” (p. 70), “no sabía los alcances que este asunto podía tener pero que (le dice a su secretaria), suponía, no era algo demasiado organizado sino una locura montada por una manga de energúmenos” (p. 208). Cuando el tiro va directamente al blanco, nos corren el pichón.
Finalmente, y reforzando una idea de pasividad, inconciencia e incapacidad de intervención, recurrentemente se asocia aquel presente ominoso de la narración al mundo onírico, a pesar de las constantes “alarmas” que buscan despertar a aquella sociedad “dormida”. Leemos: “Estaba despierto pero me sentía dentro de una pesadilla (…) pero algo me trajo a la realidad: la puerta estaba sin llave” (p. 190) o “Vivía como en un estado de ensoñación, sentía que todo lo que me había pasado en los últimos tres días era producto de mi imaginación. Pero al mismo tiempo sentía la 38 caliente en la sobaquera. Y eso me traía a la realidad” (p. 208). Sueños sin interpretación(10), con alarmas que no alcanzan lucidez, con guiños que nadie recoge, de sujetos sin acción ni reflexión. Claro, como historia de manual.
Martín García Sastre
NOTAS
(1)A pesar de su publicación en 2006, Casas nos recuerda que la novela fue escrita en 2001.
(2)La caracterización de detective argentino se arma a partir de una oposición paradigmática con la propia del detective novelesco o cinematográfico yanqui en una propuesta que casi puede leerse como una teoría de la carencia: “Siempre admiré a los detectives yanquis que con un alambre, un gancho, un clip o un destapador de vinos, son capaces de abrir cualquier cerradura. No era mi caso” (p. 195) o “Arrancar coches conectando cables tampoco era una de mis especialidades” (p. 197).
(3)El Gallego Espiño posee todas aquellas características deseables para un ayudante: es un archivo viviente (“Tú sabes bien que en mi archivo no falta nunca un caso sin solución” p. 16), cuenta con saberes diversos y completos (“Espiño siempre me sorprendía con conocimientos extraños” p. 160) y posee una experiencia de mundo que le permite asociar (aunque de un modo deficiente) su pasado personal con el presente histórico argentino de 1970 (“Él había estado en una guerra (la Civil española), quizá pudiera ayudarme a entender” p. 175). La asociación del presente novelesco con una “guerra” es coherente con la utilización de los tópicos más reaccionarios y conservadores que se asocian con el período pre-dictadura ‘76 realizada por el autor.
(4)Éste, indudablemente, es el tópico mejor reforzado por el autor. Gran parte de las representaciones sociales que existen sobre la institución policial y sus miembros, son retomadas. Desde las físicas y actitudinales (“Gutiérrez era un clásico oficial de la Federal. Gordo, de bigotes, canchero, convencido de que la policía no existía antes de que él llegara” p. 32), pasando por sus capacidades cognitivas (“era un policía raro: parecía inteligente” p. 46) llegando hasta sus prejuicios sexuales (“Era obvio que, como buen cana, le tenía idea a los putos” p. 185).
(5)Este recorrido geográfico avanza casi en línea recta hacia el oeste. Se llega al punto más lejano (Mercedes), para finalmente encontrar lo buscado en el más cercano (Parque Leloir). Se invierte la lógica de razonamiento que se aplica al resto de la obra, con escasa significación. De lo más lejano, más desconocido, a lo cercano, casi propio. Este es el juego propuesto ya desde el título de la novela, en la variación Oeste/Oriente.
(6)Mi abuela, de 84 años, aún desconfía de su capacidad para realizar simplificaciones matemáticas, sin embargo, a pesar de los numerosos correctores que le exponen a diario sus falencias, jura no haberse encontrado nunca con alguno tan preciso que fuera capaz de preguntarle: “¿Cuándo vas a aprender a hablar en pesos Ley 18.188?” (p. 39).
(7)Nuevamente la rueda. Un detective revisa una habitación, encuentra algo que él supone que es una agenda, la toma buscando teléfonos y nombres, pero se encuentra con un relato casi “impersonal” de la historia política argentina. Lo previsible cambia de signo, esta vez bajo una lineal relación forma-contenido.
(8)“Es evidente que lo de las casas para marcianos es un verso pero todavía no encuentro cuál pude ser la relación con la desaparición de Carla” (p. 113), ese todavía es nunca.
(9)Y peor. No sólo ignorancia. No sólo desconocimiento. Se justifica el accionar de la sociedad civil a partir ya no de la falta de datos, sino a partir de imposibilidad de incorporar esos datos a la visión del mundo de la época. Justificación perfecta que nos exime de cualquier tipo de reflexión posterior. Chau mea culpa: “Creía en Carla pero algo me hacía pensar que la chica exageraba porque no podía ser que la policía, por más descontrolada que estuviera, se hubiera metido en una matanza como si fuera una banda mafiosa. Y si me costaba creerlo de la policía, ni qué decir de lo que se me pasaba por la cabeza cuando imaginaba a los militares involucrados en semejante delirio. Había escuchado historias sobre detenciones ilegales, pero de ahí a salir por las calles matando a mansalva había un trecho muy grande. Me parecía demasiado. Al fin y al cabo, los militares eran los que, desde hacía años, sacaban las papas del fuego cuando los políticos corruptos no daban pie con bola. El solo hecho de suponer que desde el Ejército se estaba gestando una organización paramilitar me ponía los pelos de punta” (p. 175)
(10)Esta idea alcanza su punto más alto en el relato realizado por el narrador de una pesadilla suya. Todos los participantes de la escena onírica, sus roles, acciones y relaciones representan de un modo demasiado evidente, aquellos que en el mundo de la vigilia el narrador no puede descubrir. Lo “evidente que no es visto” que tan atractivo puede resultar en una lectura policial, cuenta con tantas connotaciones para la historia político militar argentina que el deseo de no “interpretar” la escena cae en el vacío de una despolitizada y descomprometida visión del pasado: “Desperté a las diez de la noche transpirado, sobresaltado. Las pesadillas habían vuelto y en esta oportunidad muy vívidamente. Recordaba cada situación a pesar de que todo era absolutamente disparatado. Veía a Carla en una de las cárceles de la casa que Marcelo ocupaba en La Falda y a un grupo de encapuchados que la golpeaban con látigos. Estaba desnuda y su espalda era una masa sanguinolenta. Sentados en un rincón, mirando la escena, estaban Sandra y Juan Carlos Forrester (los padres de la víctima) tomando coñac. Los dos charlaban animadamente, como si estuvieran en una reunión familiar. La cabeza de Marcelo estaba en otro rincón del calabozo clavada en una pica. Y la señora Carter bailaba parada sobre un cajón mientras la sangre le salía del cuello.
Mi primera intensión fue tratar de buscarle una explicación al sueño, pero preferí dejar tranquilo a Freud y dedicarme a lo mío” (p. 111)