el interpretador narrativa

 

Glaxo

(Capítulo 1)

Hernán Ronsino

 

 

 

 

VARDEMANN

Octubre de 1973

 

Un día dejan de pasar los trenes. Después llega una cuadrilla. Seis o siete hombres, bajan de un camión. Usan cascos amarillos. Empiezan a levantar las vías. Yo los miro desde acá. Los miro trabajar. Trabajan hasta las seis. Se van antes de que salgan los obreros de la Glaxo. Dejan unos tachos con fuego, para desviar el tránsito. Cuando ellos se van, yo cierro la peluquería.

 

Entonces empiezo a soñar con trenes. Con trenes que descarrilan. Se hamacan, antes de caer. Rompen los rieles. Largan chispas. Y después viene ese ruido, previo a la detención, tan estridente. Que hace doler las muelas. Que conmueve. Como cuando la navaja raspa en la zona de la nuca, y las cabezas se estremecen, las espaldas se estremecen, y no importa si es Bicho Souza o el viejo Berman, las espaldas se sacuden como los vagones de un tren descarrilando. Escalofrío, que le llaman. Después hay un ardor, en la nuca. Y la picazón del cepillo, entalcado, rodeando el cuello. Y una primitiva calma.

 

Ahora es una tarde cálida, de sábado. Por eso los obreros no trabajan, enfrente. Nada más los tachos, tiznados, arden un fuego que de día parece no existir. Tomamos mate con mi padre. La ambulancia municipal dobla con velocidad en la esquina de la carnicería de Souza, y se detiene frente a la casa de los Barrios. Miro, con el mate en la mano, desde atrás de la puerta. Bajan dos médicos. Uno entra en la casa, lo recibe la madre de Miguelito. El otro, desciende la camilla, y entra empujándola. Mi padre, arqueado en un rincón, ajeno y viejo, consumido como un hueso pelado, larga: “apure con el mate”. Unos minutos después, salen los hombres sosteniendo la camilla. La madre de Miguelito tiene un ataque de llanto. La contiene, con un abrazo, Juan Moyano. Miguelito Barrios ahora viaja, otra vez, en la ambulancia municipal, rumbo al Hospital.

 

Esta es la segunda vez que llueve, desde que esa cuadrilla trabaja levantando las vías. El tren ahora, dicen, toma otro ramal después de Gorostiaga y pasa por la Estación Sud, por donde antes pasaban nada más que los cargueros que venían de La Pampa. Llenos de trigo. Interminables. Es la segunda vez que llueve desde que la cuadrilla trabaja, levantando las vías. Los camiones de la municipalidad se meten en el barro, para que los carguen de durmientes; y después salen, dejando huellones enormes, que, cuando se sequen, los chicos patearán como si fueran paredes de ranchos abandonados. Pero el problema es que el barrial se desparrama por todos lados. Ese chirle fofo, se pega en todas las cosas. En los zapatos de las mujeres, en las bicicletas de los obreros de la Glaxo, en las botas de los hombres que entran a la peluquería, que ensucian el piso – a pesar de que ponga unos diarios para evitar el desastre –, que arrastran las suelas en el descanso de la silla principal, la reclinable.

 

Mi padre barre los pelos que rodean la silla principal, la reclinable, pintada de celeste. Tres cortes en lo que va del día. Los pelos de Tito Krause, Luis Aragón y un chico que vive atrás de los silos, se amontonan, se confunden mientras mi padre los barre y los arrastra sobre los mosaicos de granito negro. Se vuelven una pila confusa de colores castaño, rubio, entremezclados con un barro seco, que se empecina en aparecer. Un hombre de la cuadrilla, afuera, sobre un claro del cañaveral, prepara un asado. Cuando mi padre abre la puerta, cuando sale, encorvado, lento, con la escoba a barrer una vereda apisonada, una tierra endurecida y seca, se mete en la peluquería ese olor a carne asada, que viene de enfrente, desde el claro del cañaveral, y me despierta una ansiedad, desgranada, punzante. Por eso salgo. El sol del mediodía, firme, encandila. El aire del verano está madurando. Apoyo un brazo en el marco de la puerta. Mi padre barre, con dificultad. El resto de la cuadrilla descansa bajo la sombra de los paraísos, donde funcionaba El As de Espada. Están sentados en el suelo, las espaldas apoyadas contra la pared, y las piernas, cruzadas, estiradas sobre la vereda de ladrillo.

 

Entonces, Lucio Monje, que habla, un poco recostado en la silla principal, de la pelea del domingo a la noche, en El Bermejo, que habla de un tipo de Mechita, de un matón, que se peleó con Lavi, un tal Lavi de la zona de la Federación, y que me cuenta que esa noche, él, Monje, no quiso apostar, que no se animó por cagón, porque tenía una fija, que el pibe Lavi lo barajaba de una piña al grandote de Mechita; entonces, mientras Monje habla, y yo trabajo, en silencio, sobre las puntas de unos pelos grasosos, afuera, en la esquina de los Souza, otra vez se lo ve a Miguelito Barrios, sosteniéndose del tapial sin revoque, andando con dificultad, pálido y flaco, parecido a mi padre. Me detengo, suspendo el movimiento de la tijera. Monje no se da cuenta, sigue hablando, dice que si bien Lavi parecía un paquete que daba lástima, él sabía, dice Monje, que al grandote, Lavi, lo bajaba. Me empieza a buscar, recién, cuando pasa un rato largo sin que la tijera se meta con sus pelos; me ve, Monje, mirar a Miguelito Barrios, que ahora entra en la carnicería de Souza. “Así que está de vuelta”, digo con sorpresa. “Sí, pero parece que no hay remedio”, murmura Monje, en otro tono, como con miedo. Y después suspira, y se olvida por un rato nomás, del pibe Lavi y de toda esa pelea en el club Bermejo.

 

Bajo la cortina. El ruido se prolonga por las quintas. Los tachos, tiznados, alumbran rodeando la pila de durmientes que serán cargados, luego, en los camiones municipales. Se escuchan, entre los yuyos, unos grillos. La noche avanza, sin tregua, por el campo. Parece cercarnos. Coloco el candado. Giro la llave, dos veces. Tanteo, antes de irme, para saber si ha quedado bien cerrado. Camino pegado a la pared, que ha recibido durante la tarde los rayos de sol, y, por eso, al caminar pegado a la pared, unos veinte metros, siento, todavía, la tibieza del sol que desprenden los ladrillos. Abro la puerta y entro. La luz opaca y el aire dulzón, a cebolla frita, me golpean. Me saco el delantal blanco, con el que trabajo. (El delantal blanco es parte de mi piel, pienso) Mi padre raya queso, sobre la mesa. La señora Marta, en la cocina, de espaldas, revuelve una olla que hierve. Habrá puesto los fideos, ni bien escuchó el ruido de la cortina, pienso. Entro al baño. Orino. El jabón blanco, de batea, duro, al fregarlo entre las manos, se oscurece, apenas, hasta que el agua lo limpia, pero igual le queda una mancha gris, como un betún adherido. Nos sentamos a la mesa. La señora Marta le dice a mi padre, en un reto, que no coma más queso. La señora Marta, sirve. Abro una botella de vino tinto. Mi padre me estira el vaso. La señora Marta dice: “no abuse”. Yo le sirvo a mi padre, que ya tiene delante el plato de fideos: unas líneas de humo trepan, apuradas, y le empañan los lentes. “Cuántos fueron”, pregunta mi padre, mientras revuelve con el tenedor. “Seis, en total”, contesto, mientras arranco con la mano un pedazo de pan. Comemos en silencio.

 

Un camión del horno de Bustos se choca la fila de los tachos, tiznados, que arden hasta las siete y media, hora en que la cuadrilla baja de la caja de un Bedford desvencijado, y, antes de empezar a trabajar, antes de que se pongan los cascos amarillos, se frotan las manos, hablan entre ellos, en un murmullo; alguno, quizá, hace algún chiste, carga a otro, se ríen, suave, y entonces empiezan a apagar los tachos, tiznados, y los guardan en el claro del cañaveral. Un camión del horno de Bustos, parece ser, se choca, entonces, antes de que llegue la cuadrilla, la fila de los tachos, y parte de esa carga de ladrillos huecos se cae sobre el camino que lleva al Fogón.

 

La señora Marta cuelga un pantalón de mi padre en la soga que cruza encima de la quinta. Chupo un mate amargo, debajo de la parra, y la miro. La espalda se le arquea, y, casi en puntas de pie, con un broche en la boca, acomoda una pierna del pantalón gris, que chorrea, en la botamanga, un líquido jabonoso. La cuadrilla, que ha trabajado por la mañana en los bordes de las vías, ahora descansa, bajo los paraísos del As de Espada. Desde abajo de la parra se puede ver el terraplén del ferrocarril que se hunde en el campo, hasta llegar a la ruta 5, cuando, a partir de ahí, empieza a pegarse a la ruta durante unos cuantos kilómetros. La señora Marta, entonces, bajo el sol, termina de colgar la ropa. Tira el agua jabonosa, que quedaba en el balde, entre las cañas que sostienen a los tomates verdes. Se me acerca. Me pide un mate. Lo sirvo. Ella espera, cansada. “Tu padre está durmiendo”, me dice, mirándome a los ojos, mientras saca apenas la lengua, para chupar el mate. La señora Marta tiene las uñas de las manos pintadas de rojo. No deja de mirarme, mientras chupa la bombilla. El mate, rezonga. Dos veces, rezonga. Me lo devuelve. Dice: “rico”. Se levanta y pasa cerca mío, cuando pasa cerca mío, le hundo la mano en la entrepierna. La señora Marta se detiene. No se da vuelta ni dice nada. Se detiene. La agarro de atrás, y, como siempre, sin que le diga, la señora Marta se levanta el vestido, se baja la bombacha, y, abriendo las piernas, se inclina, un poco, agarrándose del respaldo de una silla, hacia delante. Primero le meto un dedo. La señora Marta larga un susurro, extraño. Entonces, después, despacio, con dificultad, la penetro. La señora Marta, mientras siente la dureza que le entra despacio, se agarra fuerte del respaldo de la silla. Se le empalidecen los nudillos de las manos, que tienen, hoy, las uñas pintadas de rojo.

 

Entonces sueño con trenes. Con trenes que descarrilan. Se hamacan, antes de caer. Rompen los rieles. Largan chispas. Y después viene ese ruido, previo a la detención, tan estridente. Que hace doler las muelas. Que conmueve. Como cuando la navaja raspa en la zona de la nuca, y las cabezas se estremecen, las espaldas se estremecen, y no importa si es Bicho Souza o el viejo Berman, las espaldas se sacuden como los vagones de un tren descarrilando. Escalofrío, que le llaman. Después hay un ardor, en la nuca. Y la picazón del cepillo, entalcado, rodeando el cuello. Y una primitiva calma.

 

“De franco”, me dice Juan Moyano, mientras acata la orden que le doy, inclinar hacia delante, un poco más, la cabeza, y Juan Moyano acata (como todos) las  indicaciones que le doy. Cada dos meses, Juan Moyano entra a la peluquería, saluda amablemente, se sienta en la silla de paja (si es que estoy atendiendo a  alguien), agarra un Gráfico, cruza las piernas, pasa las páginas despacio. Cuando lo invito a sentarse, en la silla principal, la reclinable, pintada de celeste, me estrecha la mano, lo cubro con el manto azul, después de sacudirlo, que lo protege, y me dice: “como siempre, Vicente, acomodáme un poco el rancho”. “Cómo anda la cosa”, pregunto, entonces. Y Juan Moyano sacude la cabeza, encauza la respuesta hacia el tema laboral y político; “la cosa se está poniendo pesada, viene brava la cosa”. Ahora me dice que está de franco. Me cuenta el sistema de trabajo, rotativo: “una semana de día, un franco, otra semana de noche, otro franco, así, se te da vuelta el mundo, todo el tiempo”, me dice Juan Moyano, con serenidad. Trabaja desde hace quince años en la fábrica de aceite. “Se complica dormir de día, cada ruidito tonto te despierta. Y yo que tengo el sueño liviano”, dice. “Encima, digo, con éstos” (refiriéndome a la cuadrilla que ahora carga tierra en los camiones municipales). Juan Moyano vuelve a sacudir la cabeza blanca, y dice, “mejor no me hagás acordar”. Entonces pienso que Juan Moyano es un buen tipo, un tipo de buena madera, un laburante. Y me pregunto, por qué motivo se habrá juntado con la madre de Miguelito Barrios, cuando la madre de Miguelito Barrios quedó viuda. “Parece que van a desmontar el cañaveral, y van a hacer, por donde pasaba la vía, una calle que empalmará con la ruta 5, una salida nueva a la ruta, una diagonal”, dice Juan Moyano con cierto entusiasmo. Termino mi trabajo. “Listo”, digo, sacándole el manto azul, y, mientras lo sacudo, Juan Moyano hunde la mano derecha en el bolsillo del pantalón, y me pregunta: “Cuánto es”. “Lo de siempre”, contesto. Y Juan Moyano paga. Antes de abrir la puerta de calle, se detiene y me dice, con temor: “Vicente, Miguelito quiere que un día de estos vayas”. Después sale. La cabeza blanca de Juan Moyano resplandece bajo el sol de la mañana.

 

Es domingo y llueve. La señora Marta hoy no trabaja. La señora Marta prepara la comida. Cuida a mi padre. Nos cuida. Tomo mate y miro, escuchando la radio, cómo llueve. El agua parece darle una piel aceitosa a las paredes de la Glaxo. Y la tierra, se vuelve rojiza por los ladrillos huecos de Bustos, caídos hace unos días. Al principio, cuando empezó la lluvia, las llamitas de los tachos, tiznados, corcovearon un poco, para sobrevivir. Pero el aguacero se desató después del mediodía. Y los tachos tiznados desprendieron un humo breve, y contundente. Mi padre duerme la siesta. Tose, una tos fuerte, que retumba en toda la casa. La tos le va creciendo cada día más extraña, como una voz desconocida. Entonces lo veo aparecer en el claro del cañaveral. Es el hijo de Bicho Souza. Está empapado. Las piernas embarradas. Arrastra un carrito. Se detiene en el claro, empuñando una escopeta verde, de plástico. Se tira al piso, cuerpo a tierra. Veo, desde atrás de la ventana de mi casa, mientras tomo mate, y en la radio se escucha el bandoneón de Maffia, y la lluvia le da una piel aceitosa a las paredes de la Glaxo, y hace que en la tierra se forme un barro rojizo, que mañana tendré que soportar y combatir en la peluquería, y que, seguro, arrastrarán sobre el descanso de la silla principal, la reclinable, pintada de celeste; veo, entonces, al hijo de Bicho Souza, solo, moviéndose bajo la lluvia, con una escopeta verde, de plástico, jugando a la guerra, enfrentando, por fin, a esos fantasmas del cañaveral, interminables.

 

Primero escucho la respiración seca de Miguelito Barrios. La escucho mientras camino, detrás de su madre, rumbo a la pieza. Cuando entro, veo un bulto cubierto por unas cobijas, en la penumbra de una habitación que huele a remedios y a desinfectante. Cuando me ve, le viene la tos. Y el ruido extranjero de la tos, me hace recordar a mi padre, enfrente, también acostado, acompañado por la señora Marta, sentada en una silla, junto a la cama, arreglándose las uñas rojas. “Gracias”, larga la voz seca de Miguelito Barrios. Yo sólo le estiro una mueca, una sonrisa medida. No sé hablar en estos casos. Y más si se trata de Miguelito Barrios, mirándome con tristeza, tratando de querer decirme algo; algo que lo lastima, tanto o más que la tos, extranjera, que le brota, inesperadamente, y le hace tronar los pulmones, y el cuerpo, y las cobijas de la cama que se arrugan sobre los futuros restos de Miguelito Barrios. Pero no dice nada. Le empiezo a cortar el pelo. Las puntas rubias, secas, caen sobre un manto azul, que puse encima de las sábanas. Afuera comienza a escucharse el ruido de la cuadrilla, trabajando en los últimos detalles. El calor empieza a sentirse. Pienso si Miguelito Barrios aguantará hasta las fiestas. Pienso, entonces, en mi padre, y el verano, y pienso en la señora Marta, y el verano. Miguelito Barrios me agarra el brazo. Nervioso. Tiene la mano húmeda, transpira. “No digas nada”, le digo. “No te preocupes”. Y esas palabras lo lastiman más. Larga un llanto pequeño. Murmura el comienzo de una aclaración, el comienzo de un pedido de disculpas. Le impongo mi voz, sana, poderosa, para borrar su presencia. Le digo: “Miguel, tranquilo, pasó mucho tiempo”. Lo peino, con una raya al costado. Lo preparo para el adiós. Entonces salgo de la casa de los Barrios, pensando si es justo perdonar a un moribundo. Cruzo la sombra de los paraísos. La cuadrilla termina de cargar las herramientas, en los camiones municipales. El cañaveral ya no existe, lo han desmontado, y por donde pasaban las vías, ahora, hay un camino nuevo, una diagonal, que parece más bien una herida cerrada. Parece, ese camino, entonces, el recuerdo de un tajo, irremediable, en la tierra.

 

 

Hernán Ronsino

 

 

 
 
el interpretador acerca del autor
 

 

               

Hernán Ronsino

Nació en Chivilcoy en 1975.

Es sociólogo y docente de la UBA. Coedita la revista literaria Fledermaus. Ha publicado un libro de relatos, Te vomitaré de mi boca (Libris, 2003), premiado por el Fondo Nacional de las Artes. Y tiene una novela inédita. Desde 1994 reside en Buenos Aires.

   
   
   
   
   
 
 
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Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Francisco de Goya, El perro semihundido (detalle).