Supongamos, porque hoy en día todo está puesto en duda y no queda más que vivir al costado de suposiciones, supongamos digo, que el género ensayo existe, y que encuentra su profunda razón de ser en la tarea arqueológica de la búsqueda. Búsqueda de respuestas a una pregunta, una inquietud, una zozobra que alguna cosa, cualquier cosa, nos ha suscitado.
Supongamos que el camino es arduo, zigzagueante, lento y dificultoso, porque a medida que nos va acercando a esa respuesta, playa benévola del sentido, nos agencia, insidioso, juguetón, premeditado, otros interrogantes, como para que nuestra mirada, de por sí perezosa, no se atrofie en algún descansillo, interrupción del hilo conductor de nuestros razonamientos, y, apelmazada, blandengue, termine por abandonar el juego antes de llegar a la bombilla eléctrica del significado.
Si no estamos muy errados, un ensayo descansa sobre un interés de este tipo. Toda vez que alguien se pone en la tarea engorrosa de escribir uno, lo hace movido por un desconocido que lo angustia, un oscuro que intentará clarificar en la medida de sus posibilidades, o cuando menos, patearlo bien lejos para que ya no moleste.
Así las cosas, alguien, que yo no conozco, por razones que también me son desconocidas, se fijó en mí, y me pidió, con mucha gentileza pero también decisión, si no veía a mal escribir un ensayo acerca de una novela de Copi (en realidad yo me fijé en ella primero, pero esto a nadie le importa). El objetivo: armar un dossier (y no desconfío del objetivo, simplemente me asaltan las dudas cuando me detengo un instante sobre el papel, enciendo un cigarrillo, pienso y evalúo cuan capacitado puedo estar yo, un ser anónimo venido del más abyecto anonimato, y de qué elementos, de los pocos que tengo a mi alcance, puedo valerme para contribuir al proyecto; por otro lado, por qué esta repentina confianza puesta en mí por alguien que desconozco, qué relación se esconde por debajo de este intercambio fugaz de mails, cuál es la realidad de todo esto). Ésto, todo este largo paréntesis, viene muy a cuenta del artista Copi, sólo que a Copi, toda esta aburrida sarta de dudas le provocaría, cuando menos, una maliciosa y avinagrada (limón y lejía) sonrisa verdemar.
Pero volviendo a lo primero que decíamos (mejor, a lo que dije, de esto me voy a hacer cargo yo, solamente yo, para variar) acerca del ensayo y lo que entiendo por él, sin ponerme conceptual ni definitorio, sucede que en el caso de la obra de Copi (al menos la obra que me tocó en suerte hasta ahora conocer) ninguna duda me asalta, no encuentro un solo interrogante, un sólo cuestionamiento, nada con qué enfrentarla (nada, en consecuencia, con que poder herirla en su centro o su costado).
Entonces... ¿adiós ensayo?
Tampoco nos apresuremos. Pero, antes de ver qué podemos encontrar de jugoso en Copi, y en esta novela en particular, empecemos con una cita (soy, advierto, fastidiosamente afecto a las citas): “Si la literatura moderna puede caracterizarse como ilegible, Kafka no ejemplifica esta característica igual que James Joyce. Desde luego, Finnegan `s Wake es un libro ilegible; no podemos leerlo como a una obra realista común. Para seguir el hilo del texto necesitamos una especie de guía de lector, un comentario que nos permita abrirnos paso a través de la red inagotable de alusiones cifradas. Pero esta ilegibilidad funciona precisamente como una invitación a un proceso interminable de lectura, de interpretación (...) Comparada con esta obra, El proceso es totalmente legible. Las principales líneas de la historia son bastantes claras. El estilo de Kafka es conciso y de una pureza proverbial. Pero principalmente esta legibilidad, por esta iluminación excesiva, produce una opacidad radical y bloquea cualquier intento de interpretación. Es como si el texto de Kafka fuera una cadena significante coagulada, estigmatizada, que rechaza la significación con un exceso de goce pegajoso.”
Reconozco que si me he extendido en la cita precedente, fue porque todavía recuerdo la impresión que me produjo leer esas líneas por primera vez, la impresión de estar leyendo una de las mejores exégesis a la obra de Copi, bastaba con reemplazar mentalmente su apellido por el de Kafka, y todo lo demás se amoldaba como un vestido hecho a medida. Así las cosas, cómo interrogar a la obra de Copi... ¿por lo que no dice? ¿por lo que calla? Pero el punto es que Copi (su obra) lo dice todo, cualquier posibilidad de la historia, cualquier descripción (por más anodina o grotesca que sea), cualquier gesto o acción, por más infame, por más sublime que sea, cualquier giro del relato, por más inverosímil o extravagante, cualquier imposibilidad al fin, se vuelve posible en su obra. Todo lo concreta, basta con que algo, cualquier cosa, haya sido pensada, para que, como ya ha dicho César Aira alguna vez, esa cosa suceda. Toda su obra está tejida de certezas, de acontecimientos sin espesor, no hay más o menos, todo se vuelve igualmente significativo, y por lo mismo, todo se tiñe de una misma, gratuita insignificancia.
Como el de Kafka, el estilo de Copi también es conciso, lacónico, directo, (va, como quién dice, al grano, pero su grano es un grano purulento, supurante, su estilo se nos muestra impuro de tan puro, la escritura de Copi es una escritura sucia, viscosa, orgánica). Pero entre Kafka y Copi existe una diferencia radical, de índole, me atrevería a decir, metafísica. Mientras al primero lo acicatean los rodeos de la acción, todo aquello que la vida tiene de indeterminado, de indecidible, de inconcluso (y que su arte traducirá en figuras tales como los tan archiconocidos laberintos, espejismos, corredores infinitos), la promesa incumplida pero sostenida hasta el cansancio (y la fatiga es el germen de la impaciencia, y la impaciencia provoca nuevos y mayores malentendidos, y los malentendidos nos obligan a obrar de modo negligente, y así nos encontramos en un nuevo círculo, que es el mismo círculo siempre renovado, uno y el mismo)... y la dificultad (¿sentido de imposibilidad, imposibilidad de sentido?) o el desinterés (difícil saberlo, ya que atañe a la sensibilidad del artista, quizás el elemento más elusivo para el crítico) por el Final de la Historia, del Relato, de la Novela... nunca alcanzado, siempre diferido, para siempre hurtado. Al segundo (y aquí no importa quién se acerque más a la verdad, sino el convencimiento en el obrar, la fidelidad al procedimiento-acontecimiento) lo que le importa, desde la primera línea, desde la primera palabra escrita, es llegar a un final, cualquier final, por más improcedente, fabuloso, desquiciado o estúpido que éste sea. Mientras uno niega el final como verdad del relato “acabado”, el otro lo subraya constantemente.
Yo creo que la metafísica de Copi, su idea del arte (y de la vida, porque en Copi, vida y arte se retroalimentan, se reproducen, se imitan, se descubren mutuamente, de aquí su procedimiento de huída hacia delante, su idea de continuo, como podríamos decir con Cesar Aira, entre arte y vida), su estética en el sentido pleno de la palabra, su visión del mundo, de lo “real de la realidad”, podría parafrasearse de la siguiente manera: “Y bien, si no existiera un final, si no existiera un punto final que acabe con todas nuestras miserias, ese final habrá que inventarlo, habrá que crearlo, habrá que perseguirlo con las pocas fuerzas que nos quedan... y no sólo eso, ese final tiene que existir desde el comienzo, es un final que habrá que presuponer desde que el telón se levante hasta que el telón al fin descienda”
Y como de contrabando surge, repentino, el recuerdo de una anécdota que yo conocí, otra vez, por César Aira. La cito a continuación porque obedece a lo que venimos diciendo acerca de la obsesión de Copi por “el final” y, aunque involucre a otro escritor, el genial Osvaldo Lamborghini, entiendo que la estética de éste presenta un sinnúmero de afinidades y correspondencias con la estética de Copi. Sobre todo, el hecho de compartir esa obsesión por un final, por los límites que todo final no hace sino representar (la marginalidad de ambos es en este sentido sintomática); y porque como aquel, entre sus acercamientos y rechazos respectivos, da cuenta de toda una tradición (¡Argentina, Argentina!) que opera como un fondo (negro, trágico) sobre el que resaltar su gesto de violencia, su peculiar, subversiva singularidad de vanguardista anacrónico. Cito entonces a Aira: “Una anécdota que se contaba entonces, con variaciones, decía que su hermano Leónidas (hermano, también escritor, de Osvaldo Lamborghini), militante peronista de vieja data, al tener en las manos el manuscrito de El Fiord, quiso autorizarlo ‘dentro del Movimiento’ y se lo dio a leer a Leopoldo Marechal, cuyo juicio fue: ‘Es perfecto. Una esfera. Lástima que sea una esfera de mierda.”
Si el Fiord todavía conserva su consistencia de esfera (aunque esta esfera sólo esté formada de mierda) en Copi esta consistencia se ha perdido por completo (también en adelante la obra de Osvaldo irá perdiendo consistencia, pero para ganar otros hallazgos, no menos importantes, quizás mucho más). Si el Fiord es una esfera, la novelística de Copi es un derramarse, expansión de los límites de lo representable, un volcarse, flecha disparada recta hacia adelante, pero flecha vuelta ola, marea, espuma, pliegues y repliegues, movimiento informe, sustancia derretida, plasto protoplasmático, licuefacción. Y no sólo una ola hecha de mierda, sino también de semen, pelos, olores, mocos, tripas, sangre, interior vuelto hacia fuera, invadiéndolo todo. Ola barroca, entendido lo barroco como un impulso vital primigenio, visceral, genético, motor de toda su obra. Detengámonos un poco en este impulso.
¿Qué significa que la obra de Copi sea una obra regida por una estética barroca?
Sabemos que el barroco es un arte fundado en la mirada, sabemos que esa mirada rige un mundo (mejor lo crea o, mejor aún, toda mirada barroca invenciona un mundo en el momento mismo en que se decide a contemplarlo), sabemos que a ese mundo lo ocuparán objetos y seres dóciles al vértigo de las mutaciones sin causa (aparente). Mundo pleno, abigarrado, sujeto a la violencia de los comienzos (cuando aún no ha sido pronunciada la primera palabra, todo es desorden) también es un mundo en el que la acción (primera) impondrá su propia ley discreta, ley de la gratuidad y ley de la afirmación, afirmación que se quiere afirmación de sí misma, tautología, gesto de seguir siempre hacia delante, acción que engendrará nuevas acciones siempre imprevisibles (porque la palabra es posterior, una cristalización a posteriori de eso que en un principio fue pura acción impensable). Si la acción no obedece a ninguna ley del relato, la palabra (sobre todo la palabra escrita) fundará (inventará) esa nueva ley. Ley del relato que se esconde en los comienzos, porque todo lleva impreso (mentirosa impresión) la forma del relato en el barroco de Copi, incluso (o sobre todo) la descripción de las acciones sin causa, cuyos móviles son tan misteriosos como espectaculares (transparentes), el vaivén azaroso que imprimen los cuerpos en el espacio, hace que ese espacio esté sujeto también a las mismas metamorfosis, que el tiempo cobre la aceleración propia de los accidentes en el espacio, y que todo, transformado en un torbellino, arrastre, torsión de las perspectivas, a todo.
Torbellino que se envuelve a sí mismo y se devora.
Copi irrumpe como el antecedente, en la literatura argentina, de una propuesta estética que verá su máxima expresión en la década del 80, en obras como La costurera y el viento de Cesar Aira, La perla del emperador de Daniel Guebel, Los Sorias de A. Laiseca. Su perspectiva (la del narrador-autor Copi) se funda en una ficción que hace del mundo una miniatura incluida e incluyente, y esto lo convierte en un artista barroco.
Sus personajes, monigotes exasperados, peleles, estereotipos elevados a la enésima potencia, putos re putos, militantes tercos y obstinados, “feos” y “limados”, negros de vergas salchichones, madres repulsivas, adonis de cuerpos esculpidos, de cuerpos trabajados a regla y compás, fundan (y funden) la imagen de sí mismos por diferencias y similitudes, espejos de representaciones extraídos de la tradición y la cultura, representaciones de representaciones que encuentran en la repetición (en su obrar la repetición, en la singularidad de esta poética, en la novela que fue toda su vida) la fuerza de su desprendimiento, la fugacidad de su fuga alocada. Como cadenetas coaguladas de palabras-imágenes extraídas de sus contextos específicos, y que, por la fuerza acelerada de la propulsión de la que son objeto, se convierten en pura invención alucinada, cometas multicolores.
Artista de lo onírico envuelto en un trip de ácido ritmado, trabaja en el espacio de su teatro de títeres con la desenvoltura de un Dios en el primer día de la creación.
Anotamos que sus personajes son estereotipos quintaesenciados, retorno de lo Mismo y sin embargo, trabados, “sodomizados” por la torsión de una perspectiva que los en-vuelve y los transforma en otra cosa, algo diferente a lo que en un principio eran. Salvo que estas diferencias son intrínsecas a toda identidad constituida por el Significado, la Historia y la Memoria. Toda figura constituida y cristalizada por el discurso, reconocida por la mirada, atrapada en los códigos de la lengua hegemónica y sus valores “consensuados”, llevada a su extremo por el arte o el verdadero pensamiento (el pensamiento radicalizado) muestra la hilacha de su no coincidencia, de su no identidad consigo misma, una figura-concepto que sea igual a “su” definición, dejaría de ser ella misma, para convertirse en otra cosa, otra figura. Y es precisamente esto lo que obra y reobra el arte de Copi, por la violencia inusitada del continuo que genera todo relato (y que es un pliegue en los inicios, su genealogía) extrae de cada estereotipo, de cada sólida semblanza, la no concordancia que anida en su interior, el agujero negro que incuba en su seno, pero por centrifugado, por acción (nunca reacción), por extremo de coincidencia a la que es llevada. “Eso” interior que es pensado incluso en una mínima semblanza, su “ser”, es expulsado hacia fuera, metamorfoseando el envase que lo contenía (lo singular humano), haciendo de cada personaje un poseso de sí mismo. De ahí que el retorno de lo Mismo no deba confundirse con un “juego de las esencias”, un retorno a la tradición, tal y como ésta se transmite incesante en los libros de la Historia.
Copi es el primer lacaniano literal de la literatura argentina, aún sin haberlo leído nunca. Es también el primer hegeliano, pero de ese Hegel leído y reescrito por Lacan.
Por eso es que repetimos, nada más alejado de Copi que el respeto por las esencias. De lo que se trata en su obra es de una miniaturización del espacio, de una agigantamiento de los cuerpos y de los objetos, de una inversión, opacidad de la lente, falla perceptiva, que abre la danza loca de las figuras, toda una mascarada infernal, donde cada ser, cada sujeto, se revela por lo que no es, porque ha sido (llevado por el arte) “ha sido lo que es hasta las heces”. Se revela por lo que no es (para el sentido común, representativo de un sentido único, aunque no singular), pero que aquí tiene el valor paradójico de lo que “ya era”, su identidad soterrada, paroxística, negadora de cualquier general identidad. Su estética del retorno de lo Mismo, de la repetición, vuelve a cada cosa (a cada sujeto también) a su irrepetible singularidad, una singularidad que supera lo representativo, lo estereotipado, el cliché, para devolvérnoslo más representativo, más estereotipado, más cliché todavía. La velocidad del continuo que cobra efecto en los objetos aprisionados en el tiempo y la aceleración que los traba y redirige, los transforma y rechaza (pero siempre hacia delante), traba también al relato, lo novelable de la Novela, convirtiéndola en el espacio formal (lo Formal de la Forma) donde todo puede ser posible, incluso (y sobre todo) lo imposible, incluso (y sobre todo) lo imposible de ser... pensado.
Con lo que volvemos a la pulsión barroca que subyace a su perspectivismo.
El abigarramiento barroco, su ansiedad por ocupar los espacios, sus metamorfosis cornucopia, su voluptuosidad, el imperio que intenta establecer sobre el tiempo y su necesidad de dar continuidad al relato. El cóctel barroco, arborescencia, licuefacción, atravesamiento luminoso, pirotecnia, avatar y descontrol, cada punto fugaz, cada guión imaginario, gira en torno a un vacío central, a una imposibilidad exasperante, a una identidad nunca alcanzada, para siempre perdida... y que en el límite... nunca se tuvo.
El tamaño del cuerpo
La poética de Copi, decíamos, se perfila sobre el fondo de un vacío originario, pero nada mas lejos de su obra que la tan abundantemente manoseada (como fingida) atmósfera nostálgica por inexistentes “paraísos perdidos”. Exiliado desde niño, su poética es ajena a cualquier motivo relacionado con el exilio. Capa sobre capa, antifaz sobre antifaz, cada átomo de su heterogénea actividad resuma complitud, el llenado que sólo experimentamos cuando la felicidad nos abraza y nos deja sin aire, ningún resquicio para que la conciencia pueda respirar.
Claro que lo negativo opera, pero a la manera de un oscuro al que se desea exorcizar, las figuras surgen (como figuras en un daguerrotipo) recortadas con mayor nitidez, emblemas de una empresa insensata que no obstante trasunta felicidad en todo lo que roza, haciendo del mundo un mundo exuberante, vertiginoso, paroxístico. Trocando en gesto afirmativo la negación latente de la racionalidad moderna (impulso crítico que late bajo la superficie, temblor de la subjetividad socavada, el vacío que es el sujeto mismo) su poética funciona a la manera de un carrete en manos de un Sabio Loco, que desconoce la furia de las manos (son sus manos), aquellas que están destinadas (por mandato sobrenatural, siempre en Copi está la sobrenaturaleza) a desenrollarlo, y que confunden el principio con el final, desde atrás hacia delante, desde adelante hacia atrás, nudos incluidos, deshilando e hilando lo imprevisible.
Si el narrador Copi “también” desordena el mundo conformista de la percepción acostumbrada, atrofiada, reconocedora (y este procedimiento lo hermana a la mayor parte de la novelística moderna), su mirada no se abandona jamás en el regodeo del vacío que abre (ese vacío preexistente); filo cortante (pero acrítico) su incisión en lo real es acción (y percepción, en la perspectiva ficcional de Copi, es acción), a la borradura del gesto negativo, exasperante en su borradura, yuxtapone una percepción otra, pero fundada en el énfasis, en la repetición. Creadora sí, pero de un mundo que se sobreimprime a este mundo, que lo remarca y lo convierte a una realidad más real, si la expresión lo permite (y no lo permite). Recalcada realidad, vuelta Imagen y Fábula.
Si existe un abismo en su obra, se lo rehuye oponiéndole más vacío, si surgen fauces tenebrosas, el relato se erige como una boca voraz de pesadilla, más insensible al sonreír que al abrirse en una O hambrienta. A la negación, entonces, se le opone negación multiplicada, a lo oscuro lo oscuro supremado, esa es la exaltación que Copi comparte con el barroco, su (des)medida y su legado.
Poética de la afirmación entonces, el efecto se traslada al lector (y/ o espectador) que se acerque sin prejuicios, para oír “el cuento que todos conocemos y nunca nos cansamos de volver a oír”. Porque el germen de la felicidad es para Copi la fábula, su capacidad insuperable de fabulación, puro relato ininterpretable, que se alza como puro orgasmo de retorno a lo Conocido Otro, esa forma de la felicidad extraña que está en nosotros, que somos nosotros mismos, eso que más desconocemos.
Todo aquel que desde el interior del relato (donde el rey manda) atente contra el sinsentido de la narración, su puro impulso de huida, su intención de seguir siempre hacia delante, recibirá en el momento oportuno (que puede ser todo el tiempo del mundo) el castigo que se merece, Copi (el narrador Copi) inclusive.
El artista se deja arrastrar por el ímpetu de su propia lógica desmadrada, y Copi, que nunca renunció al presente de su propio arte, permaneció fiel al encanto de su propio despropósito, sin ningún miedo a ser acusado por su propia obra. Contra el “se me fue de las manos” de lo real, maquinaria incontrolable, enfrentó el sino necesario de su contingencia, y se dejó absorber, se permitió esa última inclusión del artista consumado: la burla, el escarnio, la incomprensión... desde dentro. La autoflagelación que recibe proviene siempre de la misma culpa: Copi es un personaje romántico, o mejor, su figura encarna todos los estereotipos consumados del romanticismo. Lo terrible, lo tremendo, lo espectacular es que en su caso la culpa es doble, por ser un romántico gay el que ama. En el mejor de los casos. Porque puede suceder, como de hecho sucede en “La guerra de los putos”, que al objeto de su amor lo encarne un híbrido, una anormalidad, un monstruo. Sucede que en la lógica libidinal del relato este amor pierde cualquier tipo de extrañamiento, su manifestación, la calidad de su sello, admite la solidez de lo impostergable, de lo ineluctable, de lo inevitable y definitivo. Sucede como lo que tenía que suceder, como algo natural y al mismo tiempo necesario, como algo artificial y al mismo tiempo incomprensible.
Entre la miniatura y el gigantismo que el continuo de la narración imprime sobre todo, lo único que se salva, lo único que permanece en su estatura originaria, es el cuerpo y sus deseos, su latencia, su apetito animal. Es como si el cuerpo (o mejor, la animalidad que late en los cuerpos, el apetito en su estado puro) ocupara el lugar del vacío que veníamos comentando, de ahí que, como más de una vez se ha notado y anotado, la sexualidad en la obra de Copi, de tan explícita, de tan abundante, de tan y tan proclamada, se vuelva (in)diferente (al objeto, pero también a la mirada). Tan y tanto sexo que casi termina por no verse, reabsorbido, tragado por ese mismo vacío provisoriamente ocupado. Nada más vano (y mas banal) que intentar ser la válvula de contención de un drenado primordial a lo novelable, porque al vacío sólo lo disimula, lo enmascara, lo mantiene en la frontera y lo posterga: el travestismo.
Travesía de fronteras, el afloramiento de lo travesti en la obra de Copi encuentra su razón de ser en este mecanismo que suspendiendo el drenado de lo indecible, transmuta en gesto de guiñol lo más serio, convierte en ficción la realidad miserable de toda loca, pero también la realidad a secas, la profunda tragicidad de lo humano, el hombre que se siente apartado de la homeostasis natural.
Por ser lo que ocupa el centro de sus preocupaciones y angustias... a las preguntas que nacen y se encadenan una detrás de la otra... ¿qué es ser homosexual? ¿cómo se llega a serlo? ¿se puede llegar a serlo, o es algo que surge inevitable? ¿de ser así, qué significa, qué sentido debemos darle al hecho de ser homosexual?... Copi responde con el silencio de un estilo único, individual e intransferible: su expresión a secas, que es el vaciado de toda expresión anterior, comprensible y comunicable. De ahí también su romanticismo. El narrador Copi (tantas veces distinto, tantas veces igual) ama y eso es todo. Su objeto puede cambiar, pero no la incomunicabilidad de su deseo. El ama porque ama, y no debe dar otras explicaciones, sólo la inexplicable tautología de su amor. De ahí también que se permita amar adefesios, monstruos, híbridos. Objetos que lo hieren, que lo humillan, que lo degradan. Objetos que no lo desean, o que sólo lo desean por interés, para hacerle daño. Objetos también ellos mismos incomprensibles, ajenos e inaccesibles.
Pero así como se lo ama, tampoco se le perdona. ¿Qué es lo que no se le perdona al objeto de la pasión en la obra de Copi? Enhebrado al continuo pero recortándose de él en la medida en que no sufre ninguna torsión de perspectivas (las medidas permanecen exactas, por más transformaciones que sufra su figura, el objeto es morosamente detallado, minuciosamente recorrido, y esto lo acerca al verosímil realista, transgredido, en términos de la lógica del relato, precisamente en lo que hace al resto del universo narrativo) al cuerpo “amado” no se le perdona la posibilidad, siempre latente, de que incurra en la traición al mundo íntimo de la pasión de la que es precisamente objeto. Por esa lógica tergiversada de retorno a lo Mismo de la que he intentado dar cuenta, podemos inferir cierto conservadurismo en su obra, ahí donde menos se lo esperaba: en lo sexual. Copi monógamo.
La relación sexual podrá ser experimentada (y traducida a) los términos más sucios y vulgares jamás imaginados (ni siquiera la literatura de Sade había dado cuenta de semejantes horrores) podrá introducir en la esfera del intercambio en la que los cuerpos se enfrentan toda suerte de objetos y actos macabros, podrá derivar en tortura, vejación, masoquismo de la peor calaña, inmundicias las mayores, usos los más siniestros. En el ámbito de la privacidad, todo lo que puede suceder, está permitido que suceda. Mientras suceda entre dos cuerpos. El que ama, y el que es amado. Porque el hecho de que, por ejemplo, en “El baile de las locas”, Pierre, el objeto de la pasión del narrador Copi, haya incluido a Marilyn, y convertido una relación amorosa en un triángulo donde cualquiera puede ser provisionalmente el excluido, cualquiera pueda ser el invadido o invasor, cualquiera puede dejarse llevar por la ira, los celos, el odio, es este hecho, precisamente, lo que a Pierre o Pietro no se le perdona. Claro que es este mismo hecho lo que permite que exista el relato, ese algo que contar. Contar la muerte de Pierre, ese blanco de la mirada del narrador, contar su aroma, su color, su carnalidad, precisamente porque Pierre ya no existe, o existe sólo (desde casi el comienzo de la novela) como un fantasma, una ilusión, un muerto por la mirada asesina de Copi, “el monstruo que cuenta”. Desde el momento en que Pietro hace posible la novela, ya está muerto, es un espectro, “un aparecido”, alguien que deberá resurgir, un resurrecto, pero sólo para existir como el centro de lo novelable. Por lo mismo es que, mientras estos dos (Pierre, Marilyn) sean funcionales a la narración, nada les sucederá. Pero por lo mismo también es que nacen condenados desde el inicio.
Ahora fijemos nuestra mirada en “La guerra...” ¿qué vuelve condenable a Pogo y qué, a pesar de todas las infamias y todo lo nauseabundo (o sublime según desde que óptica se lo mire) de su figura, vuelve impune, a salvo de ser condenada, libre en definitiva, a Conceiçao do Mundo? Pogo es masoquista. Copi, el narrador Copi, que lo ama, lo entiende; es decir, permaneciendo fiel a su esquema de “todo es lícito y permitido”, entiende esta “perversión” nueva que Pogo le comunica en New York. Pero Pogo necesita introducir un tercero, al que además se le debe pagar (con lo que además de hacer pública una práctica amorosa, de exteriorizarla, “la institucionaliza”, volviéndose así su culpabilidad por este hecho aún más imperdonable), porque todo debe hacerse “como se debe”, y si la manía es convertirse en esclavo, no se podrá ser esclavo a medias. Como todo lo demás, en la lógica narrativa de Copi, en el continuo que invade y envuelve cada partícula del universo narrativo, cualquier acontecimiento que se nos presente, por más insulso que a primera vista pueda parecer, debe ser llevado hasta su extremo, debe im(presionar), alcanzar su límite... y sobrepasarlo. Y es precisamente este límite el que Pogo alcanza. Y que lo condena irremisiblemente. Ha introducido al tercero en la relación de amor, en consecuencia, deberá morir. Y como su contracara mordaz, como su reverso irónico, podemos entender ya porque Conceiçao do Mundo termina la historia, y la termina bien, con ese retorno de lo Mismo, el género, el estereotipo, el cliché, pero exacerbados, transfigurados, transmutados por repetición y por repetición vuelto únicos, quintaesenciados. Como se debe terminar una “historia de amor y aventuras”, Conceiçao do Mundo (el objeto de amor) termina abrazada a Copi (el sujeto de la aventura), al siempre enamorado Copi, su enamorado, casados en ese ritual singular del amor, La Pareja, el amado y su amante, el objeto de la pasión y el sujeto de la aventura, “ambos perdidos para siempre en la Luna”, se funden entre arrumacos, mientras que la Tierra deja de existir para ellos (mientras ha dejado de existir de verdad), la Luna, ese otro mundo de los enamorados, ese espacio ideal, sideral, si de espacios para los amantes se trata, los irá (re)cogiendo en su seno.