La elección de esta apelación interrogativa como título abre el juego sobre uno de los tantos costados del problema humorístico. No todos nos reímos de lo mismo ni nos volvemos a reír, a veces, de lo que ayer nos causara gracia. Para usarme de ejemplo, aun los mejores cómicos televisivos (ejemplos, Gasalla o los Midachi), pierden efectividad cuando reiteran hasta el cansancio ciertos estereotipos, ciertas situaciones que ya no dan jugo aunque las sigan exprimiendo.
En el otro extremo, me resulta imposible volver a leer algunos pasajes de Adán Buenosayres , como la desopilante excursión de Adán, Samuel Tesler, Schultze, Bernini, Franky Amundsen, Luis Pereda y del Solar por los andurriales de Saavedra (Libro tercero), en la novela de Leopoldo Marechal, sin que la risa recurra. Además, su larga elaboración –entre 1930-1948- la convierte en referente ineludible del neobarroco nacional, por su elaboración discursiva antilineal, compleja, rizomática, tanto como algunos ensayos (Evaristo Carriego, 1931), artículos teóricos en Sur (El arte narraivo y la magia, n. 5, 1935 ) o textos como Acercamiento a Almotásim (integra la primera edición, 1936, de Historia de la eternidad) de Jorge Luis Borges.
Y digo esto porque en su reflexión sobre Copi, César Aira afirma a propósito de El Uruguayo (1972), su primera novela:
“La Argentina es la representación del Uruguay, Copi opera siempre con
dos inclusiones simultáneas (…) La regla es: todo mundo debe ser recep-
táculo de otro, no puede haber mundos desprovistos de mundos adentro.
Todo está envuelto en su representación, y eso es el barroco” (Aira, 2003,
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No hay duda de que la comicidad varía de acuerdo con la ubicación social, el grado de escolaridad, los roles que creemos cumplir o nos gustaría desempeñar en la sociedad, las personas que nos acompañan o el tipo de circunstancias en que estamos comprometidos en ese momento. Para seguir conmigo, recuerdo llegar tarde al responso de una tía, en una iglesia de la provincia de Buenos Aires, y al escuchar los elogios que el sacerdote dirigía a la occisa, muy agria y mezquina, en especial con los niños, le dije a mi padre, con el cual estaba: “Me parece que nos equivocamos de muerto”.
Es decir que aun las situaciones reputadas de graves posibilitan, tal vez para regocijo de ciertos teóricos, la válvula de escape del chiste. ¿O no existe como tipo definido el gracioso de velorio? En una publicidad reciente y en la cual Luis Landriscina humoriza sus primeras incursiones en el género, reconoce que ganó fama cuando lo comenzaron a invitar a “velorios aburridos” y eso ya nos puede poner sobre otra pista, la creatividad y el ingenio lingüístico que esperamos de un humorista.
Una disposición que es afín a la de los literatos y que en ocasiones se cruza incluso con ella, ante lo cual hablamos de escritores que son de manera circunstancial o profesionalmente remunerados para que hagan reír. En ese sentido, podría clasificarse a los intelectuales desde la Antigüedad, en tanto unos abominan o por lo menos desconfían del humor y otros los aprovechan para sus poemas, comedias, etc.
En general, la Antigüedad grecolatina encontró la manera de articular lo serio y lo cómico. Aristóteles sostiene, en el libro IV de su Poética, que en el papel del exarcon y en su diálogo ditirámbico con el coro estaría el origen de la tragedia. En otro diálogo, el de Filebo con Protarco, Platón reconoce que en el placer de la risa los componentes son heterogéneos, impuros.
En los siglos posteriores, y sin que pretenda aquí realizar ningún resumen históricocultural, la desconfianza religiosa judeocristiana hacia lo cómico, que tan inteligentemente plantea Umberto Eco en su novela El nombre d e la rosa, muy expandida gracias al cine, constituye esa separación tajante entre una lectura e interpretación grave de las Santas Escrituras y la religiosidad popular que reimplanta la vida donde las autoridades eclesiásticas pretenden instaurar el tono mortuorio.
Tal vez uno de los mejores ejemplos de una inevitable contaminación que la iglesia no conseguía impedir, fue el risus paschalis, cuando cada año, con motivo de celebrar la resurrección de Cristo, “el cura que oficiaba la misa en la iglesia se entregaba delante de los feligreses a una serie de gestos cómicos u obscenos, acompañados de chistes fuertes y de comentarios vulgares, los cuales hacían reír bulliciosamente a los asistentes” (Acosta, 2003, 63).
El fascinante ensayo de Mijail Bajtin sobre la cultura popular, renacentista y Francois Rabelais, puntualiza todas las formas en que los desbordes vitales transparentados por la risa escaparon al control de las autoridades que, en última instancia, terminaron por asimilar como mejor podían esas expansiones de la corporalidad sensual.
Al precisar los rasgos de la risa carnavalesca, escribe Bajtin que es una risa popular, generalizada, ambivalente, porque “niega y afirma, amortaja y resucita, a la vez”. Tampoco los que ríen se excluyen a sí mismos, saben que son incompletos: “Esta es una de las diferencias esenciales que separan la risa festiva popular de la risa puramente satírica de la época moderna” (Bajtin, 1974, 17).
Con el Renacimiento, en todo caso, las divisiones entre lo alto y lo bajo, el espíritu y la materia, lo grave y lo grosero, se trasladaron de las expectativas medievales de trascendencia a un terreno laico. De un lado quedaron los sectores sociales honestos, irreprochables, y del otro los que se entregaban al placer, a la concupiscencia, al libertinaje delictivo. El movimiento de la Reforma, por su parte, se encargó de purificar aquellos aspectos en que el cristianismo no había sido suficientemente rígido.
Esa división acaba de consolidarse en el siglo XVIII, con el énfasis colocado sobre el par letrados/iletrados, cuando las supervivencias de la cultura anterior (juglares, bufones, etc.) tienen que buscar refugio seguro para no ser exterminadas. Peter Burke nos cuenta cómo el circo se encargó de refugiar a los artistas populares ambulantes perseguidos, además de darle un nuevo giro comercial a sus actividades bajo la carpa protectora.
“Los elementos claves del circo, actuaciones de payasos y acróbatas por ejemplo –son, como hemos visto- representaciones tradicionales; lo nuevo era el grado de organización, el uso de edificios para las representaciones, en vez de las calles o las plazas y el papel jugado por el empresario” (Burke, 1991, 349).
Este trasfondo no debe ser desconocido al pensar en las funciones que lo cómico desempeñó en nuestra propia cultura, heredera y asimiladora, según sus propias condiciones de funcionamiento, de dicha tradición occidental. Me limito sobre todo al segmento primera mitad del siglo XX, es decir el inmediatamente anterior a la producción de Copi (Raúl Damonte), centro de interés de los trabajos que siguen.
Al dictar una clase en la Facultad de Ciencias Sociales, invitado por la cátedra de Oscar Landi, Jorge Rivera explicó que veía tres vertientes desembocar en el humor televisivo. Una de orígenes lejanos y múltiples que remontaba al circo criollo, al género chico o teatro por secciones, a los escenarios de variedades y de revistas, a los actores cómicos de lugares tan particulares como los tablados del balneario o los cafetines del bajo, del Dock Sud, etc.
Una segunda vertiente provenía, a su juicio, del chiste provinciano o de los chistes referidos a provincianos, que en muchos casos dan cuenta de una rivalidad interprovincilal: tucumanos que se burlan de los santiagueños o viceversa. Landriscina aparece como el mejor exponente de dicha tendencia.
Y, por último, el aporte de una nueva clase de humor surgida del café-concert y de otros espectáculos under, en especial durante la década del 60, lugar de nacimiento de Antonio Gasalla, Enrique Pinti y Carlos Perciavale.
Tal vez porque el punto de llegada de tales linajes era la televisión, quedó fuera el humorismo gráfico, que tiene su propia historia, minuciosamente documentada en los dos volúmenes que escribió Vázquez Lucio (Siulnas) para Eudeba. Allí menciona varias veces a Copi, a partir de su participación en Tía Viventa. La revista del nuevo humor, en Tarea Universitaria y en Cuatro patas (Vázquez Lucio, 1987, t. 2).
En mi libro Revolución en la lectura. El discurso periodístico-literario de los primeros semanarios ilustrados argentinos (2004) traté de reconstruir cómo las pequeñas y urticantes revistas satíricopolíticas –entre ellas descollaron El Mosquito y Don Quijote, en las segunda mitad del siglo xix- confluyeron con las revistas ilustradas lujosas y caras –a la manera de La Ilustración Sudamericana- cuando José Alvarez, Manuel Mayol y Eustaquio Pellicer gestaron Caras y Caretas, en octubre de 1898.
Al tercero de los linajes antes señalados, además, correspondería buscarle filiación en el humor de las vanguardias. Sabemos que en general todas los movimientos europeos transgresores que siguieron al futurismo italiano, desde la primera década del siglo XX, incluyeron como parte de su programa desacralizador una fuerte dosis de burla a los valores supuestamente consagrados de una sociedad burguesa que despreciaban.
Sin duda los surrealistas franceses, herederos de la causticidad del dadaísmo, fueron quienes llevaron más lejos ese componente, incluso con un sesgo muy particular, el del humor negro, abundantemente ejemplificado por André Breton, verdadero propulsor del movimiento, en su Antología del humor negro (1942).
Ese tono irrespetuoso y festivo animó El Parnaso Satírico y el Cementerio de la revista Martín Fierro, entre 1924 y 1927, y uno de sus últimos coletazos puede leerse en la sección Recontra de la efímera “revista de los francotiradores” Contra,que encabezó Raúl González Tuñón entre abril y septiembre de 1933. Pero esa etapa renovadora de los años 20 dejó otras huellas.
Continuaron su espíritu antisolemne varios escritores surgidos en aquel momento y ligados de alguna manera al martinfierrismo, como Conrado Nalé Roxlo o Arturo Cancela. Sin embargo, entre los antecesores directos de Copi mencionaría a Macedonio Fernández, quien publicó en Martín Fierro una breve nota que sintetiza en cierta forma toda su filosofía transgresora: Un artículo que no colabora (año II, n. 22, 10 de septiembre de 1925).
Desde el título, el texto apunta contra los que creen que algo se puede aportar y contra quienes colaboran en algún lugar. Es decir que saca a la enunciación de quicio y sigue hablando, en el comienzo, mediante un juego de palabras entre artículo, brevedad, límites de una colaboración y paciencia lectora. Algo que no podía desembocar sino en una paradoja: “siempre seguimos la misma costumbre que hemos cambiado”.
A partir de ahí gozamos del juego macedoniano en dilatar el comienzo, en convertir la posible apertura del texto en la finalidad del mismo, en no pasar de los cuatro renglones, del lugar en que “autor y lector cesan de acompañarse”, y en prolongar sin medida el placer enunciativo. De ese modo, concluye, “he logrado sin oposición que este artículo quedara totalmente empezado”.
Entre la sátira, el absurdo y el neobarroco pueden buscarse, entonces, algunos hilos que lleven al tejido discursivo tan particular de Copi, aunque sus expansiones desde la historieta a la escena merecerían la reconstrucción de otros recorridos. Sin embargo, releyendo algunas tiras de Los pollos no tienen sillas, encuentro una que, como la comentada nota de Macedonio, problematiza el hecho mismo de la enunciación.
La permanente mujer sentada le dice al pollo en el primer “cuadro” (hago la salvedad de que la ausencia de ese recurso visual deja a los personajes flotando) “¡Shit…ya estamos en el dibujo!” Luego se exigen mutuamente hacer algo cómico para no perder el empleo y finalmente ella hace el consabido gesto “Bu! Bu! Bu!” con los cinco dedos abiertos frente a la boca. Sigue un espacio en blanco, que connotaría el escaso éxito de ese trillado recurso, y en el último “cuadro” ambos se retiran (ella lleva la silla bajo el brazo y el pollo carga un atado, presuntamente de ropa). La mujer, inusitadamente de pie, caminando, exclama “¡SE LO DIJE!”.
Eduardo Romano
Acosta, Vladimir. (2003) Lo de arriba y lo de abajo. Ensayo sobre la risa y la comicidad, antigua, medieval y renacentista. Caracas, FACES/UCV.
Aira, César. (2003) Copi. Rosario, Beatriz Viterbo Editora.
Bajtin, Mijail. (1974) La cultura popular en la Edad Media y en el Rebnacimiento. El contexto de Francois Rabelais. Barcelona, Barral editores.
Burke, Peter. (1991) La cultura popular en la Europa moderna. Madrid, Alianza.
Copi. (1968) Los pollos no tienen sillas. Buenos Aires, Jorge Alvarez.