El jueves 28 de septiembre de 2006, en Buenos Aires, en el Museo Roca, para ser más precisos, se realizó la presentación del libro de Nicolás Rosa Relatos Críticos. cosas, animales, discursos. La organización del evento trascendió el marco consuetudinario del rubro “presentación de un libro” para constituirse en un verdadero homenaje al autor. Quizás Enrique Foffani, el impulsor del encuentro, intuía lo que ocurriría poco después; o quizás las opresiones en el pecho de las que se quejaba cada vez más Nicolás, o las intermitentes internaciones para “chequeos” de las cuales salía diciendo, al requerimiento de: “¿Cómo estas?”, con la frase: “Buenas noticias. No estoy peor”, se constituyeron para algunos, entre los que quizás se encontraba Foffani, en signos inequívocos de un presagio funesto, que otros, entre los que quizás me cuento, no queríamos leer, o preferimos refugiarnos en la idea de que si tantas otras veces Nicolás nos había asustado seriamente por motivos de su salud, pero siempre volvía, esta vez, pasara lo que pasara, también volvería. Pero, se sabe, el corazón no está regido por la lógica, o se inscribe en otra lógica, y este era un caso de problemas en el corazón. La cuestión es que una vez lanzada la idea de la presentación del libro, se fue pergeñando con el valor agregado de un homenaje a Nicolás Rosa, y al parecer lo entendieron así tanto los numerosos asistentes, que concurrieron como a una cita ineludible al acto en cuestión, como la calidad de los expositores, que no sólo dieron cuenta del libro sino también de su obra, de la figura de Nicolás como crítico, como intelectual, de su persona, de su trayectoria, de un anecdotario pletórico de epifanías vividas por los presentadores en su relación con Nicolás, “satoris” personales (intelectuales, algunos, otros de instancias de formación), que hablaban también de Nicolás Rosa en calidad de maestro. Y me atrevo a decirlo, fue una noche feliz para Nicolás, se trasuntó en sus palabras, de las cuales no he olvidado aquellas en las que él expresaba que de toda su actividad intelectual preferiría que se lo recuerde como un escritor. Y quizás no las he olvidado porque no era la primera vez que se las oía decir.
Luego, como en toda presentación, homenaje, etc. que se precie, fuimos a comer, después de una peregrinación un tanto curiosa por los recovecos de una Recoleta “fashion” para encontrar el lugar del banquete. Y fue allí, en esa increíble todavía cantina de una calle lateral, rodeada de restaurantes y bistros, pubs y discotecas, donde, y no para los postres, sino prontos ya a irnos, cuando Nicolás en vez de un saludo me lanzó un desafío: -“Mi próximo libro lo tenés que presentar vos. Y haber si estás a la altura de estos presentadores”-. Refiriéndose a Laura Estrin, Milita Molina, Adrián Cangi y Enrique Foffani que acababan de hacernos degustar sus textos, articulando un sinfín de tonalidades, para homenajear la edición de Relatos críticos, como también, y como antes señalé, la figura del propio Nicolás Rosa. Acepté el desafío, aunque evidencié mis reparos (que no vienen al caso), y por supuesto expresé que iba a hacer todo lo posible, pero que obviamente no iba a poder estar a la altura de los expositores allí presentes.
Casi un mes después, la mañana del 25 de octubre de 2006, recibí la noticia con anonadamiento, Nicolás Rosa había fallecido, esta vez no había regresado de su internación por la opresión en el pecho. Fue entonces que, para mí, desde la magnitud de su muerte, aquellos dichos se constituyeron en mandato, y su tono de desafío, casi en una admonición si no era cumplido.
En otro homenaje que se le hizo a Nicolás Rosa, en un Congreso de Semiótica, hace cuatro años, Nicolás en las palabras de agradecimiento que siguieron a las de los expositores, dijo que yo era “obstinado en mis ideas, pero también en mis afectos”, sabiendo que entre estos se encontraba él mismo; palabras que por no esperadas, y que dentro de cierto tono irónico de la primer parte, característica de Nicolás, expresaban públicamente, también, que yo me encontraba entre sus afectos, o por lo menos yo lo leí así; tengo que confesarlo, me provocaron un estado ambivalente de por un lado sentirme reconfortado, y por el otro, también, un tanto sonrojado.
Entonces, existe una doble “presión” para aceptar su reto, primero su desafío constituido en mandato de alguien que ya no está (pero que subsiste y subsistirá en otra forma de presencia), y segundo, mi rasgo de carácter, donado públicamente: la obstinación. Pero, cómo cumplirlo, si su próximo libro -y es una suposición basada en conversaciones con Nicolás, en sus anuncios sin demasiada certeza, lanzados para ver qué efecto provocaba entre los que trabajábamos con él, en las cátedras, o en los grupos de investigación que dirigía- iba a reunir un texto sobre Witold Gombrowicz y un trabajo sobre la crítica literaria sobre el mismo Gombrowicz, y del cual sólo tengo una somera imagen capturada al pasar en los dichos de Nicolás, y no sé, hasta este momento, si logró concluirlo. Es así que en la disyuntiva de cómo llevar a cabo el desafío, que, como dije (y la reiteración parece que es marca de obstinación), para mí se constituyó en mandato, opto por el simulacro de una presentación que ya no será, o al menos no será de la manera como la planteó y quizás la planeo Nicolás. Supongo que para los que quedamos recordando (lo), es válida toda forma, toda acción (o toda acción sustentada en alguna forma), que cierre el duelo, una forma como cualquier otra para que el recuerdo pase a otro estamento, en donde del dolor inicial se pueda pasar a una dulce nostalgia, e incluso a la alegría de recordar, o de recordarlo con alegría. Queden, entonces, estas disrupciones reflexivas o no sobre Nicolás Rosa, ineludiblemente imbricadas también de instancias de anécdotas, y a guisa de imaginaria presentación de un libro aún por venir.
Hace ya bastantes años, tantos que prefiero no consignarlos, estaba en la esquina de Córdoba y Callao, después de una sesión de seminario interno de la cátedra Teoría Literaria II a cargo en ese entonces de Josefina Ludmer, charlando con Mónica Tamborenea, mientras esperaba el colectivo que me llevaría de vuelta a casa. La charla versaba sobre el interrogante de por qué algunas figuras que se habían constituido en fundamentales para la teoría y la crítica literaria argentina contemporánea, a partir de sus clases, seminarios, etc. no producían con igual énfasis en el nivel de la escritura, es decir su producción escrituraria era escasa, comparada con la producción en otros ámbitos y vista su trayectoria intelectual. La charla tenía, entonces, como tema central el interrogante sobre la oclusión de la escritura. Mónica, entre los nombrados por estar afectados por ese fenómeno, deslizó los nombres de Enrique Pezzoni y Nicolás Rosa. Por supuesto vino el colectivo, lo tomé y nunca se volvió a tratar la cuestión.
Sin embargo, la cosa quedó allí en los recovecos de mi memoria, agazapada esperando la ocasión. Y rápidamente se unió a otra cuestión en relación con el problema de la escritura que había podido captar, todavía, algunos años antes de esa charla con Mónica Tamborenea, en un Seminario dictado por Nicolás Rosa, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA sobre las relaciones entre Psicoanálisis y Literatura. En esa época de estudiantes, ante el discurso, para nosotros abrumador, de Nicolás, un grupo de alucinados adeptos a sus clases habíamos adoptado una estrategia dictada por otro estudiante, Rubén Mira, el “Colo”: casi como si se tratara de una experiencia con alucinógenos, o casi como si se tratara de la escritura que se producía a partir de esa experiencia o que buscaba transcribirla, no había que intentar captar todo, ante esa imposibilidad, solo había que capturar una sola cosa, que después podríamos tranquilamente rumiar, “iluminación profana” (aprendimos, después de Walter Benjamín) que hacía valer con creses nuestra presencia en las clases de Nicolás. Uno de esos destellos que atrapé en dicho seminario dictado por Nicolás Rosa fue que “la escritura no era pulsión de vida”, como proponían casi todos, “sino pulsión de muerte”.
No sé como Nicolás logró torcer esa enseñanza, o que torsión logró darle dentro de la lógica pasional en que estaba imbuida su escritura, o si justamente lo que ocurrió después fue dictado por el impulso literal de esa frase, porque luego de estar en peligro de muerte, cuarenta y pico de días en terapia intensiva al haber fallado uno de los tres by pass realizados, volvió un día como si nada a dar clases y se des-ocluyó su escritura, o si afirmar esto es demasiado arriesgado, por lo menos empezó a producir más que nunca, o a entregar más asiduamente a la imprenta su producción. Esa cuestión que habían permanecido agazapada en mi memoria, fue una de las pocas cosas que una vez osé comentarle acerca de sí mismo. Por supuesto que en cambio recibí de Nicolás un –“Qué curioso”- y después el silencio. Quizás su escritura se disparó como la de alguien que se sabia siempre en peligro de muerte, o al revés como la de un inmortal; porque tantas veces regresó de sus internaciones que nos hacían estremecer, que muchos ya lo considerábamos “indestructible como el polietileno”, como había escrito en un guión de historieta el “Colorado” Mira, en esa época del seminario de psicoanálisis y literatura, seminario que había sido interrumpido por un doble infarto que aquejó a Nicolás, pero que retomó al año siguiente como si nada hubiera ocurrido, como si tal cosa.
Y es desde esa escritura que se acrecentó en cantidad y en incisión ante el riesgo de muerte, que no hay que olvidar que Nicolás dijo que quería ser recordado como un escritor. Su escritura, para mí, se constituyó siempre sobre un interrogante: cómo inscribir la pasión en la escritura o cómo constituir a la escritura en acción pasional. La escritura como pasión y una pasión en acción de escritura. La pasión en la escritura, adueñándose de ella. Es que ¿puede ser de otra manera?, nos dice siempre la escritura de Nicolás Rosa: solo aquella que no muestre una cesura entre pasión y escritura puede considerarse como tal. Escritura pasional y pulsional que el peligro de la muerte convocó a una mayor fluidez.
Si tuviera que dar rápidamente tres rasgos de su escritura diría: dominio, fuente y orfebrería. Dominio, en tanto del autor se pasa al autoritarismo; autoritarismo del saber. Una autoridad, desplegada en el gozo, un autoritarismo que nos insita a instancias placenteras. Fuente, en tanto señalar la fuente, en la escritura de Nicolás, es la exhibición del nombre citado. Nombres de autores, de libros; exhibición y despliegue pero en su sola inscripción en la propia escritura. Orfebrería de su escritura. Un trabajo de orfebrería sobre la palabra. Pero de una orfebrería que disloca, díscola y dislocada; disloca(da), ofrece y se ofrece en su dislocación. Como puede percibirse en la ruptura de la enumeración pautada; escansión siempre anunciada y en fuga, la enumeración siempre se trunca, como todas sus enumeraciones. La imposibilidad de seguir una línea recta, hace que cualquier orden anunciado en su escritura, resabios de un didactismo que no cesa de atacar, deba ser trastocado y traicionado. El orden de su discurso se inscribe en su escritura para eso, para hacerlo estallar.
Pero hablar de su escritura es hablar también de Nicolás Rosa como profesor. Dominio, fuente y orfebrería constituían también rasgos de sus clases. El dominio como el despliegue del autoritarismo seductor del saber. El saber constituye autoridad y autoritarismo. Y esto es algo que Nicolás siempre se encargó de decir; pero en él, el autoritarismo del saber se constituía en seducción. Un autoritarismo seductor.
Dos anécdotas entre dos extremos pueden quizás hablar de la cuestión. En el primer seminario de Nicolás, al que asistí como estudiante, el mencionado seminario sobre las relaciones entre psicoanálisis y literatura, ocurrió un hecho que rememorábamos de tanto en tanto, ya que había impresionado no solo a nosotros, como estudiantes sino al mismo Nicolás. Un alumno tenía que exponer sobre lo siniestro en Freud. Supongo que apabullado por el saber de Nicolás Rosa, o por tener que ocupar momentáneamente su lugar (Nicolás dejaba el lugar en el frente en esas exposiciones y pasaba a sentarse en el lugar de los alumnos), pero al mismo tiempo con la intención de provocar un hecho que superara al profesor, que fuera más allá de ese saber exhibido, de quebrar esa autoridad, sacó de su valija una muñeca que dijo era de su hija (y no había por qué no creerle), un cuchillo de grandes dimensiones y procedió a dar innumerables puñaladas a la muñeca en cuestión, a tal punto que finalmente quedó destrozada clavada en la mesa desde la cual estaba exponiendo, la mesa destinada al profesor. Era obvio que no podía quebrar con palabras el autoritarismo seductor del saber de Nicolás, tal que tuvo que pasar a otro registro, el del efecto teatral de la escena sin palabras, el del teatro del disturbio, y justamente por eso señaló su fracaso, más allá que nos dejó momentáneamente mudos a todos, incluido a Nicolás, y eso es mucho decir. Como Leroy Jones escribió de un pianista blanco que intentaba tocar Free Jazz en los finales de los sesenta del siglo XX (una música sobre todo basada en la pura expresión de la negritud, en la protesta de los afroamericanos, ante la explotación y la injusticia racial en Norteamérica), llegó un momento que no podía seguir musicalmente lo que estaban produciendo los otros ejecutantes, que eran negros, empezó entonces a golpear el piano y finalmente a revolcarse en el piso, a gesticular y a gestualizar, había pasado a otro registro, marcando su imposibilidad y al mismo tiempo la potencialidad de lo que tocaban los otros músicos.
La otra anécdota, si puede llamarse así, tuvo lugar en la finalización del curso de Teoría Literaria III, el último que dio Nicolás y que no pudo terminar. Un estudiante, Emiliano Scaricaciattoli, vía mail, evalúo su experiencia del curso, y entre otras cosas dijo: “tuve el privilegio de presenciar las pocas clases que pudo dar Nicolás, y nos sentimos en el fondo, los últimos de algo ‘groso’, como los últimos que recibimos los susurros del Ser”.
La fuente, otro de los rasgos que marqué como propios de su escritura, la exhibición, inscripción y escritura del nombre, que muchas veces reemplazaba a la cita, pasa de la página en blanco al pizarrón negro. Si, en sus clases, hablaba de alguien, por más conocido que fuera, Nicolás escribía el nombre en el pizarrón, no por suponer ignorancia de los estudiantes, sino, al contrario, el nombre escrito por él en el pizarrón con su letra casi ilegible, lo constituía en desconocido, lo extrañaba, producía la distancia del extrañamiento. Y ese nombre escrito en el pizarrón parecía decir: eso que creen conocer, nunca se termina de conocer, siempre hay una faceta nueva, siempre se puede producir una nueva lectura. De ahí, también, que sus programas de seminarios y materias, más que basarse en la novedad, se basaban en la revisitación novedosa. Buscar y resaltar el aspecto no leído de lo leído, el costado que lo dislocaba y lo recolocaba bajo un nuevo aspecto, como si fuera por entero nueva cuestión; y lo era en la formulación de Nicolás.
La orfebrería de su escritura estaba presente en los programas seductores que, sin embargo, en su ejecución, en sus clases, erraban, itineraban hacia otros ámbitos no esperados. Errancia, itinerancia, que retornaba intermitentemente a lo anunciado, retomando el hilo conductor del programa para volverlo a perder. Un ejemplo ya clásico es el que producía Nicolás en no pocas de sus cursadas, la última clase del cuatrimestre trabajaba a partir del primer punto del programa. Escándalo didáctico y pedagógico, desmedido, desconcertante, pero concertado, si lo medimos desde la lógica de la (su) escritura.
El pasaje a sus clases de estos tres rasgos, dominio, fuente y orfebrería, que veo como parte de las características de la escritura de Nicolás Rosa, implicaba llevar la escritura y su lógica, una lógica pasional y pulsional, al estatuto de la academia, al terreno de la literatura como institución. Si Barthes había dicho que la ciencia dice y la literatura escribe, marcando que la tensión entre oralidad y escritura funda una cesura, una separación entre dos figuras, la del profesor y la del escritor, se producía con Nicolás el intento ex profeso de la ruptura del apotegma barthesiano, que ubicaba en la academia el ámbito de la oralidad y del decir. Desde la escritura es que Nicolás Rosa imperializaba, contaminaba la oralidad de las clases, y, el escritor, contaminaba al profesor. Y es, también, desde allí que, pese a su inmensa actividad de profesor, en Buenos Aires, en Rosario, y en los seminarios dados en el resto del país y del mundo, Nicolás pueda ser recordado, como él quería, fundamentalmente como un escritor.
En el último seminario de post grado que dictó Nicolás Rosa, en la Facultad de Filosofía y Letras de la U.B.A., en el primer cuatrimestre de 2006, se refirió, en un apartado que podría llamarse: literatura y fantasmática del miembro amputado, a la extraña sensación que percibían aquellas personas que habían sufrido la amputación de algún miembro: les dolía o les picaba el miembro ausente. Y al hablar de esta cuestión, Nicolás, la planteó como un símil, una manera metafórica de hablar del ser y del hacer de la literatura, del comportarse de la literatura. Esa relación de presencia/ausencia, que opera como lo fantasmático, como fantasmatización de una parte del cuerpo, el fantasma del miembro amputado que se siente en la percepción de un dolor, Nicolás la trasfirió al campo literario, una aproximación a un registro semiótico de la literatura. De la fantasmatización del cuerpo a la fantasmatización de las cosas a las cuales se refiere la literatura, esas presencias reales, reales en su pura ausencia. La literatura en tanto signo nos hace sentir sensaciones sobre cosas que están ausentes, le da otra forma de presencia a lo ausente, o hace percibir, como fantasma, como presencia fantasmática, a aquello que no deja de estar ausente; pero, y sin embargo, nos hace percibir sensaciones reales (dolor, risa, emoción, suspenso, etc.) sobre una ausencia (tenga o haya tenido una existencia real previa o no) que podemos incorporar como experiencia.
Pero, ¿presencia de una ausencia o presencia del ausente?. Y es verdad que, para muchos de nosotros que estuvimos cerca de él, que trabajamos con él, hoy percibimos la ausencia de Nicolás Rosa en el dolor que señala su ausencia, la ausencia de su voz, de su mirada, de su gestualización, el registro de una tonalidad, la ausencia de un cuerpo. El orden de la amputación que marca la presencia del ausente por la existencia del dolor, marca al mismo tiempo esa presencia tan real de su ausencia. Pero, para cobrar otra presencia real, de la ausencia del cuerpo a la presencia de otro cuerpo, el textual; Nicolás Rosa pasó a ser literatura, su literatura, o mejor aún, escritura; escritura en la cual no cesa la pasión, la pasión de un ausente.
Y es así, que espero la presencia real de su libro sobre Gombrowicz. Quizás para hacer una presentación no imaginaria de él. Parece extraño hablar ahora de Nicolás Rosa en futuro. Pero es de la escritura de Nicolás de la que hablamos en futuro. La escritura cuando no ha sido editada, todavía no es. El presente de un manuscrito es lábil y hasta incongruente, señala el mismo una edición futura, o la nada. En todo caso su presente participa de lo efímero de la charla en un bar. Pero la escritura y su edición, produce en el futuro, en el futuro de la crítica literaria y en el de la literatura; y produce también futuro, el de su lectura. Pasado, presente y futuro de la escritura, de su escritura, que es hoy Nicolás Rosa.
Oscar Blanco