el interpretador de época

 

El efecto 19 y 20

por Martín Rodriguez y Diego Sánchez

 

 

      

 

 

 

 

 

 

El 19 y 20 probablemente sea, a esta altura, una de las fechas más manoseadas de la historia argentina reciente. ¿Cómo asimilar un evento de esa magnitud en pleno inicio del nuevo milenio? El efecto Y2K en la mente política de la sociedad argentina adolece del mismo problema binario que sobrecalentó las neuronas y los presupuestos de no pocos analistas de sistemas, reparadores de PC's y administradores empresariales que percibieron en el cambio de un dígito la posibilidad de ver arruinadas las bases de datos de sus sistemas contables, allá en las postrimerías del año '99. Luego de desechar como parte de un pasado oblicuo la política pre-1983 y descansar en la negligente seguridad simbólica de un fin de la política después de la asunción de Carlos Saúl Menem en 1989, se hace muy difícil aplicar una determinada sintaxis que resuma el gran hecho histórico de la clase media blanca. Hoy, con el golpe certero del tándem De Mendiguren-Remes Lenicov, la gestión del Piloto de Tormentas, la renegociación lavagnista impulsada por el Grupo Productivo y redituada por Kirchner, la sustitución de importaciones, la soja y la resignificación épica de la causa de derechos humanos por parte del Estado -sólo para mencionar lo más mediático de los hechos consumados en estos cinco años-, el 19 y 20 dejó de ser ese humus pesado e inestable de los primeros días de enero de 2002 para transformarse en la gran fecha patria del Kapelusz político-cultural de “cierto sector” de las capas medias.

Pero sin embargo, y sin desmedro de su importancia, una de las virtudes del 19 y 20 es que, a cinco años de los sucesos, todas sus formas pre, post o intra revolucionarias, su cariz rupturista, "el camino del Argentinazo" et al, son, a esta altura, difíciles de reivindicar como un hecho propio del margen de la política, de la base. Lo cierto es que hoy, el 19 y 20 se reconoce más cercano al 10 de diciembre de 1983 que del Cordobazo o, inclusive, de la peregrinación por los presos políticos a Devoto en 1973, el día de la asunción de Cámpora: el Argentinazo, menos que un putsch popular para retomar el poder -en este caso, en el marco de un sistema representativo incuestionable por los propios agentes revolucionarios-, se revela mejor y más claro como una forma posible de reconciliación estructural en términos de política democrática: el orden político recuperando a sus representados para reactualizar sus formas de dirigencia e intervención -y viceversa. La imagen de la constitución en la mano de un joven indignado parece mas una distorsión de los momentos mas felices de La República Perdida, y sin embargo, el balbuceo inmediato en la ciudad arrasada, sólo animó a aquellos que ya traían escrito el manual de historia. Es cierto, no es importante hoy pensar el protagonismo eficaz y fatal de la izquierda dura organizada, porque, ay, la masiva vuelta a las urnas sigue inscribiendo su “verdadero” lugar en la Historia. Pero en aquellos días, en el círculo áulico de una ciudad, los toninegristas, los trotskistas, es decir, todos aquellos que “tenían algo para decir”, se animaron a decirlo, logrando captar una sobreactuación minúscula de voluntarismo y protagonismo orgánico, que, finalmente, pareció ser suficiente para erosionar las ansias de cualquier otro valiente que hubiese querido, al menos, pensar en voz alta, o de explorar las posibilidades de una experiencia sin paradigma.

Las asambleas fueron “aparateadas” por esas izquierdas, los saqueos fueron aparateados por el Partido Único, en fin, una trama oculta de tradiciones políticas clásicas encausaba esa materia y energía, decimos tajantemente hoy. Sin embargo, ese plus, la sensación de lo histórico como irrepetible, respira animadamente bajo cualquiera de las formas (aún, y provisoriamente, ésta) de atrapar y cerrar el capítulo crítico de lo que pasó allí, en esos días calientes.  

Pero no hay romanticismo y eso, tal vez, lo predisponga mejor.

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Partiendo de este supuesto, hay que atreverse a un gran esfuerzo de sutileza, o bien de satiriasis intelectual, para pensar al 19 y 20 como un movimiento popular auténtico de apropiación del poder -aunque más no sea simbólico. Es decir: sólo como eso. Pero esto no niega lo particularmente espontáneo que revistió el proceso ni desautoriza el gesto en sí, aunque se descuente la presencia del aparato político tradicional, o el uso del vuelco anti-política del electorado con arreglo a fines de un cambio de modelo económico, o el simple hecho de que el gran disparador haya sido la huída del gobierno por parte de la facción que lideraba la Oficina Anticorrupción y el gran detonante, la confiscación de los plazos fijos. Hubo algo de espontáneo, sí, y de aparateado, también, una especie de doble brazo de la historia: el negro y el invisible. En todo caso, la acefalía de un gobierno caído se reemplazó por un nuevo modelo económico que, bajo la mano metálica de Techint y compañía, primero, y el programa gubernamental de un frente político, después, culminó, cinco años más tarde, en otro gobierno de alto consenso popular. Si "cinco años más tarde" las formas pre-revolucionarias se quedaron en Parque Centenario y, hoy, retomar esa impronta para el análisis sería caer en un pecado de ingenuidad o cinismo, otro gasto neuronal en la tala de celulosa de las páginas nunca escritas, lo importante podría ser esto: el 19 y 20 marca la restauración del modelo político, porque a la democracia altamente fortalecida durante los años del llamado menemismo, viene a sumarse el párrafo político: todavía torpe, ahistórico, pero presente.

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Pareciera quedar, frente a ese escenario, la imposibilidad de desechar uno de los dos brazos que tallaron la fecha de marras en detrimento del otro. Si hubo un fuego que rescribió el manual de protocolo y ceremonial de la clase dirigente y otro fuego que alimentó las ansias históricas de una generación (decembristas y compañía), el mejor saldo para el análisis no puede prescindir de ninguno de las dos. El 19 y 20 fue lo histórico, pero lo fue dentro de un programa de gobierno –gestión, la sucia gestión-: como el efecto Y2K, el 19 y 20 actualizó un sistema que, se sabe hoy, todavía soporta el mismo código fuente. Como las mejores rupturas, el 19 y 20 fue una forma de la continuidad: como las mejores continuidades, como la mejor continuidad democrática, una forma de invitar actores al juego, real y simbólico, del palco público.

 

 

 

Martín Rodriguez y Diego Sánchez

 

 

 
 
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