Le indico al taxista a dónde voy y veo cómo le cambia la cara. Gesto de compasión. Me hace acordar a un juego que jugaba cuando era chica. Poné cara de lástima, decía yo entonces. Ahora sólo tengo que indicar: Al hospital de patologías infantiles, por favor.
Cada vez que lo digo, siento que repito los pasos de un sueño del que no puedo despertar. La enfermedad en los chicos siempre me pareció algo de otros: qué desgracia, decía en esos casos, y arqueaba las cejas, en silencio, como acaba de hacer el taxista que me mira por el espejo retrovisor. Aprieta los labios hasta que se anima a la pregunta (casi la misma que escucho desde hace ya dieciocho días):
¿Tiene a alguien internado?
-Mi hijo.
Lo digo con bronca, como si aceptara la derrota y me quedo mirándolo, esperando de él algo más que ese meneo estúpido de la cabeza.
-¿Muy chiquito?
-Siete meses.
Otra mueca, la boca en u. ¿Le duele algo?, querría preguntarle, o mejor: Ahora que lo sabe, ¿puede hacer algo? Entonces para qué saber, para qué ese gesto mal actuado, impotente, para qué esa curiosidad morbosa que lo hace preguntar:
-¿Qué tiene el bebé?
Cualquier taxista debe saber que al Hospital de Patologías Infantiles no llegan casos de sarampión, apendicitis o diarrea de verano. Allí sólo pueden verse chicos con barbijos, con tubitos plásticos colgando como fideos de la nariz, en sillas de ruedas parecidas a camas, niños con calvas brillantes, sin cejas, como la peladita de la 415. Los aullidos de esa nena no se aguantan.
-¿Qué tiene el bebé?
Cómo que no hay diagnóstico, doctor. Cómo que estamos buscando. Abro la ventanilla y enciendo un cigarrillo. Nunca en mi vida había fumado en los taxis. Ahora sé que nadie me va a decir: Acá no se puede fumar. Largo el humo, busco una estrella en el cielo negro de la madrugada y me rindo por un momento a quien sea que esté detrás de esos infinitos ojos titilantes. Rece, mamá. Rece y deje que nosotros busquemos el problema. El padrenuestro se me enreda a las frases dispersas de los médicos, no puedo evitarlo. A lo mejor eso es rezar. Buscar una lógica, un detalle que a ellos se les haya escapado. Sacarlo de ahí, encontrar el diagnóstico que permita sacarlo de ahí. De ese olor entre dulzón y ácido de las sábanas esterilizadas, de esos tubos fluorescentes, mesitas de fórmica, ventanas sin plantas. Ruidos ajenos, puertas que se abren en el momento en que nos estamos sonriendo, tan cerca su nariz de la mía, voces intrusas, a ver a ver, ese gordito, déjenos un momentito mamá vamos a sacarle el colector de orina. Él me estaba sonriendo, él me iba a contar qué le pasa. Sacarlo de esas noches que imagino, la manito agarrada a la de su papá que lo ve sobresaltarse por las ráfagas de aullidos, ruedas que gimen por los pasillos y se acercan trayendo equipos, la peladita de la 415 tuvo una crisis anoche. Y antes de anoche. Sacarlo de ahí.
-Todavía no se sabe que tiene. ¿Puede subir la música?
Cierro los ojos e intento creer en un futuro. Mi bebé y yo, abrazados, bailando canciones alegres como la que está sonando en la radio, o románticas, algunas de aquellas con las que enamoré a su papá. Mañanas de sol en la terraza, los tres, la pileta de lona como un pequeño lago resplandeciente, su primera letra: una A quizá garabateada en una boleta de teléfono que guardaré en una caja con su nombre, los dientes con puntillas, un adolescente de pelo largo con la remera de los Rolling Stones, me das guita, má. A ver mamá, vamos a tomarle una muestrita de sangre. Él sonríe, ¿no ven que sonríe? No tiene nada. No grita con esos gritos de lobo. No tiene los ojos extraviados ni aúlla de noche por el Síndrome de...qué extraño que no recordara ese nombre que parecía ruso, un bellísimo nombre ruso para una enfermedad que convierte a las peladitas en lobos y pinta de negro las ojeras de las madres, para ese sonido que no deja pensar. Me acostumbré, dice la pobre mujer, si no tengo esos gritos no puedo dormir. Le digo que sí con la cabeza y le tomo la mano. Si tanto le preocupan las madres, ¿por qué no funda una asociación?, pregunta de psicóloga cruzada de piernas en el consultorio de la calle Billinghurst, tan lejos de los pasillos de luz blanca que no se apagan de noche, tan lejos del aliento a mate dulce de las enfermeras. Por qué no te morís, hija de puta, vos y Freud y toda esa mierda. La madre de la peladita me entiende más, sus ojeras me ayudan a soportar.
-Son 7 con 80, señora.
Exactos siete con ochenta, a veces menos, nunca más. A nadie se le ocurriría robarle al que tiene un hijo acá. Ya no queda resto. Lo intuyo en ese “que tenga suerte señora” que suena a despedida del reino de los vivos. El guarda que cuida la puerta e inclina la cabeza cuando me ve, lo sabe. Abandone toda esperanza quien atraviese este portal. La rampa azul me espera y comienzo el intento de no oler, no oír. Hago una íntima reverencia cuando paso por la capilla y veo envueltos en frazadas a los provincianos que duermen bajo el sagrado corazón. El aroma a café con leche que sube de la confitería se vuelve nauseoso en esa mezcla con el Pervinox. Cruzo los pabellones. Espero el primer grito y el estómago se me vuelve escudo. La puerta de la sala de enfermeras está entreabierta y veo a la pelirroja fumando. Está prohibido fumar en el hospital. Lo sabe, me guiña un ojo: No puedo más, fue una noche terrible, me dice. Ve mi cara de pánico. No, quedáte tranquila, tus hombres están bien. Fue la de la 415 . Imagino los oídos de mi bebé taladrados por el lobo. ¿Tuvo otra crisis? pregunto. Murió a las dos, me contesta. No puedo seguir hablando.
La dejo que fume en paz y camino hacia la habitación. Cuando paso por la 415 me detengo. Veo el colchón desnudo. Las ventanas están abiertas y el aire parece frío. Escucho el silencio. La peladita no va a aullar más de noche. A partir de hoy mi bebé va a poder dormir tranquilo. Me apuro por el pasillo y siento algo extraño en el pecho. Tengo ganas de cantar.
Alejandra Laurencich