el interpretador libros

 

Lo más íntimo del mundo

Sobre La vida descalzo de Alan Pauls

por Nicolás Vilela

 

 

      

 

 

 

 

 

 

La vida descalzo
Alan Pauls
Editorial Sudamericana. Colección In Situ. Playas.
128 páginas.

 

La vida descalzo es el segundo libro que Editorial Sudamericana edita para su colección In Situ. Pasiones ambulantes, lugares que quedan (el primero había sido Pasarla bien, de Miguel Brascó) y si se trata, probablemente, de lo más cercano a un pequeño Pauls ilustrado que Alan Pauls escribió en su vida, es, no tanto por la escritura de sí en la que despliega recuerdos y momentos de su infancia en la playa, sino porque compendia, en casi 130 páginas, de las cuales 9 son fotografías del “archivo personal del autor”, las distintas experiencias y los distintos derroteros que el escritor ensayó y estudió después de esa etapa dorada y lejana. Y es que, de alguna manera u otra, La vida descalzo conecta con casi todos los puntos y focos de la producción “madura” de Pauls, tanto en lo que se refiere a la crítica como a la literatura.

Exceptuando la “singularidad” de ese ejercicio epitomizador de las cartas de Kafka que es El pudor del pornógrafo, la obra de Pauls parece dividirse entre el policial deforme (El coloquio, “El caso Berciani”, “El caso Malarma”), la “novela autobiográfica” (Wasabi, El pasado), y las esporádicas y al mismo tiempo ubicuas apariciones críticas en relación con el cine y la literatura, sea en Radar (suplemento del que fue, durante un tiempo, subeditor), sea en otras publicaciones como El malpensante y Otra parte. La vida descalzo se ubica, naturalmente, en la intersección de esas dos últimas ramas, proponiéndose como la experiencia más radical (no por su longitud, todo lo contrario: por la forma en que todos los elementos se adensan en el interior de la forma breve) de Pauls en su pasaje hacia literatura con ideas, a la crítica vinculada a la experiencia personal, al especial interés por las formas “menores” de lo literario (diarios y cartas, básicamente). Leemos las primeras líneas, en las que recupera algunas imágenes de vacaciones en Cabo Polonio, e inmediatamente podemos trasladarnos a un artículo de 2003 en el que Pauls celebraba al recientemente fallecido Roberto Bolaño, y, al mismo tiempo, daba cuenta del lugar en el que había veraneado, produciendo en ese cruce caprichoso una verdad: tanto Los detectives salvajes como Cabo Polonio (sólo a partir de La vida descalza, no obstante, podemos reponer este destino geográfico en aquel artículo) son lugares en los que Pauls quisiera vivir. De esos encuentros, y de otros todavía más complejos, está hecho La vida descalza: Pauls retoma la descripción del lugar despoblado, indigente y confortablemente nulo de la costa uruguaya hasta desembocar en distintas representaciones personales de la playa como concepto, pasando (siempre) por el cine y la literatura. Si a partir de Wasabi, como él mismo señaló en una entrevista, se tienta y juguetea con los aportes biográficos y experienciales a la dimensión de la escritura, desechando, en ese movimiento, toda “idea paranoica”, como si “hubiera que proteger a la escritura de algo” y si, por otra parte, continúa en el mismo registro, pero extendido monstruosamente, con El pasado, es en La vida descalzo donde esa suerte de donación de la intimidad de Pauls deja de ser donación y se convierte en comunicación de ida y vuelta con la literatura, haciendo que la escritura de sí adquiera una forma absolutamente libre y radical. En ese sentido, la inclusión, en el cuerpo del texto, de citas de las novelas de algunos escritores (a lo Borges, a lo Vila-Matas) se combina decisivamente con los epígrafes que vienen de los diarios y las cartas de otros.

  
Alan Pauls, entonces, descubre un elemento vacante (como una pantalla en blanco), abandonado largamente por la literatura -la playa- y lo recubre y alimenta de capas secas de experiencia, transformando el cristalizado convite de libro para leer en la playa al bastante menos revisado libro acerca de la playa. Y elige, a la vez, un tiempo (la infancia), y en ese empalme témporo-espacial surge un objeto maleable, que posibilita su percepción desde diferentes ángulos (que en Pauls son, fundamentalmente, la crítica literaria devota de Foucault, Barthes y Benjamin, las películas que ha visto y revisto, y lo que antes mencioné en relación con la literatura, es decir, novelas, cartas y diarios). Esa continuidad que podemos percibir en el artículo sobre Bolaño, leído en serie con otro texto menor y muy interesante de Pauls -el prólogo a Cómo vivir juntos, de Roland Barthes- permite arribar al corazón de la experiencia de La vida descalzo: la utopía de un lugar y de una forma de habitarlo. Entre las páginas 85 y 86 se lee, “Aprendí que si la playa es deseable ---y para mí no hay nada más deseable---, no es tanto por las facilidades que ofrece en tanto mercado de cuerpos desnudos -–es decir: inmediatamente tasables--- como por el modelo de espacio cívico que propone: vida común sin autoridad, autorregulación sin control, placer sin compromiso, anarquía sin agresividad”. Como ya señalé, éste es el lugar de la playa pero también el de los libros: un lugar particular, una “comunión no adhesiva”. Desde la elección de su tema (convengamos que el bagaje académico de Pauls se decanta, en este libro, en un fuerte compuesto monográfico), hasta sus recuerdos de vacaciones de invierno en la playa, lo que se imagina es precisamente una excepcionalidad (“íbamos a ser únicos”), conseguida en base a un premeditado “sacrificio” (así es como el propio Pauls define su comportamiento en esas vacaciones de invierno, del mismo modo que presenta su conducta regular de los últimos años en Cabo Polonio, ese lugar presuntamente inhabitable para un maniático de la urbe). El movimiento –que tiende a volverse absoluta igualdad- entre dos lugares (playa y, ciudad), dos posiciones (burguesía y proletariado), dos momentos (infancia y adultez),  y dos instancias (literatura y vida) es complejo y deja huellas como un asesino idiota. El énfasis está puesto en lo que se presume como fuera de lugar, en lo monstruoso o en la “incongruencia planetaria”, en la anomalía: encender un cigarrillo en un bar protegiendo la llama con las manos, es decir, “ejecutar en interiores un comportamiento de intemperie”, desdeñar la proezas sexuales en las dunas o en la orilla, visitar, no la playa vitalista del verano, sino el mar deprimido del invierno, ser un intelectual que, bajo la mirada confundida de los bañistas y las viejas tomadoras del sol, cuida de la indómita arena las hojas de su libro, esa misma fascinación que lo lleva a registrar el detalle del Rímini tenista, cuando, después de un largo receso, vuelve a dar clases y, antes de pisar el polvo de ladrillo, golpea el marco de la raqueta contra la suela de las zapatillas lisas.

Los tópicos son siempre los mismos: el amor, el pasado, la soledad. Incluso aparecen los verbos habituales: inocular, rezar (de un afiche, no de una plegaria). Lo que hace absolutamente singular este trabajo es, posiblemente, la manera en que la recuperación de los recuerdos activa una escritura prodigiosa y cargada de ideas. Es cierto, como observé antes, que son palpables los links con Foucault (la historia de la relación entre el cuerpo y la playa) y Barthes (la teoría y la escena de lo amoroso, las mayúsculas en los sustantivos neutros, la idea de comunidad no regulada, la personalización de la playa, y, en definitiva, la apropiación personal de un tema), pero más visible aún es el peso que tienen en este texto dos filiaciones que Pauls ha sostenido desde sus inicios: lo francés (en particular, Proust) y lo centroeuropeo. Del primero, Pauls lo tiene todo, todo menos la extensión: la idea sustancial del tiempo recobrado (no revivido, sino recobrado en la memoria, recuperado), las oraciones extensas, atiborradas de parentéticas, inclusivas y largas comparaciones, la inclusión de teorías acerca del arte y la conducta; de lo segundo, el epígrafe de Gombrowicz, las fotos que remiten al Austerlitz de Sebald, pero también la inclusión de anécdotas derivadas de la procedencia alemana de su padre, como las excursiones, en Villa Gesell, a las casas de tortas, la “arquitectura alpina” y los goulasch (del mismo modo que podíamos advertir, notablemente, la influencia de Handke, Bernhard, Walser, y, sobre todo, la presencia estelar de Kafka, en sus textos tempranos). Pauls “lo recuerda todo”, y, como no hay un adentro y un afuera de la literatura demarcados con precisión, no deja de señalar estas filiaciones e identificaciones en el cuerpo mismo del texto. No sólo, entonces, mencionar la identificación, sino también repetirla en la textura de lo que se cuenta.
---Después de sugerir el influjo juvenil de París era una fiesta, por ejemplo, Pauls comienza a narrar distintas aventuras veraniegas mezclando la primera persona del singular con la del plural (y nunca se parece más a aquel texto de Hemingway que en este último caso) y remata con una interrogación: “¿Pero éramos felices?”.

La vida descalzo es, como la playa, un espacio de total libertad (esta es “la Idea”): el que permite la deriva, sin mediaciones, desde un breve ensayo sobre el cine de Rohmer a la anécdota pasajera, y luego a la descripción minuciosa y atenta de cualquier objeto; y también por el que, una vez olvidado, “estaríamos dispuestos a sacrificarlo todo”. La vieja paranoia cede su lugar a la íntima neurosis del hombre que quiere hacer de su vida y de sus recuerdos una obra de arte excepcional.

 

 

Nicolás Vilela

 

 

 
 
Dirección y diseño: Juan Diego Incardona
Consejo editorial: Inés de Mendonça, Camila Flynn, Marina Kogan, Juan Pablo Lafosse, Juan Marcos Leotta, Juan Pablo Liefeld
sección artes visuales: Juliana Fraile, Florencia Pastorella
Control de calidad: Sebastián Hernaiz
 
 
 
 

Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Francisco de Goya, El perro semihundido (detalle).