el interpretador narrativa

 

Tarde deshecha

Mónica Leone

 

 

 

 

      

Ahí estaba, parado en el medio del pasillo, apostado para no dejar pasar. Con remera amarilla estival en un agosto de hielo y mirada traidora, me dijo, adelante, adelante. Lo supe ladrón en el preciso momento en que me robaba, lo supe justo cuando mi cartera se esfumaba de adentro de la mochila. Grité la puta madre, busqué hacia atrás y ahora el esfumado era él, el mismo grandote que había metido su mano en mi adentro de mochila, donde aún no entendía qué faltaba, pero sentía el pegoteo inmundo de los dedos ajenos. Busqué hacia atrás y ya no había grandote de cabeza chica, ni cartera, solo caras con ojos de búho que acariciaban la nada cada tanto con un pestañeo.

Subí al colectivo ciento treinta y dos en Rivadavia, a la altura de Almagro, saqué boleto con una moneda de cincuenta centavos y tres de diez, o dos de veinticinco y tres de diez, o las de diez eran de cinco; finalmente saqué boleto. Caminé el primer sector del pasillo con gente sentada de espalda al sentido del viaje: una anciana y una embarazada que paseaban por la avenida más larga con sus omóplatos en primer plano. La embarazada tenía la boca más inflada que las tetas y las tetas más rellenas que la panza. La vieja era un obelisco de huesos con un peinado batido como cima; sus manos se prolongaban en un par de agujas de tejer que iban y venían a ritmo de merengue. Las dos estaban enterradas en sus respectivos mundos y yo andando por la pasarela, viendo al de la remerita amarilla que parecía un pato engordado con afrecho, yo tratando de despegarme el maldito chicle de la suela izquierda entre la mujer del pasado y la del porvenir. Metros adelante,  por el mismo pasillo, yacía mi futuro ladrón, el que me clavó los dientes después de caballerosearme el paso, mientras yo descolgaba la mochila de mis hombros y la colocaba en mi falda.

Caminé por Yatay, la calle de los paseaperros fumadores y los perros defecadores. Uno de ellos, no de los perros, me obligó, dame fuego, y le di primero fuego, luego unas monedas y el número de mi celular; también una lapicera para anotarlo en su mano de correas. Seguí con mi andar ligero y la mochila que a esa altura debía llevar el cierre semiabierto. El colectivo ramal Plaza Flores me hizo correr de repente y, en el último esfuerzo antes del estribo, mientras el viento me enredaba el pelo como un carancho, apoyé todos mis kilos sobre la suela izquierda y toda la suela sobre un chicle de esos rosados que tienen el volumen de un carozo de palta. Subí al ciento treinta y dos y entré a poner monedas en la máquina, las que me quedaban después del mangazo del paseaperros a quien omití preguntarle el nombre. Las monedas seguían de largo en su mayoría e insistí hasta que el papel con números de boleto, hora y fecha equivocada decidió aparecer. Avancé luchando por despegarme el chicle con disimulo, pero la mujer bocuda clavó de golpe su atención en mi pie en tanto que la tejedora me apuntó con las agujas número cuatro. En cuanto logré demostrar que se trataba de un inofensivo e inerte chicle que me amarraba con sus hilachas, ambas damas regresaron a sus privados y, tal vez, vacíos pensamientos. Continué mi rumbo hasta el manolarga que me cedió el paso, el asiento e hizo ceder por completo el cierre de mi mochila. Entonces vino el arrebato, la puteada, mi desconcierto, la música de Los Pericos en la radio del chofer versando sobre un torito que va al matadero.

Salí del trabajo con el sueldo de la quincena en la cartera y un fin de semana largo a disposición; un cruza que se logra en escasas oportunidades. Quizá por eso tampoco me importó demorarme un rato con el paseaperros que me interceptó con un globo de canes enredados y, hablando de cruzas, donde un par de labradores se empeñaban en montarse a una pequeña y simpática coker. Quiero fuego, declaró el paseador y yo al instante estaba con la llama al máximo. Guardé el encendedor, saqué la lapicera, dejé mal cerrada la mochila, me despedí. A unas tres veredas me di vuelta para sonreírle al chico humo que no se enteró, pero uno de los labradores me sacó la lengua chorreando baba. Como cualquier tarde caminé por Yatay hasta Rivadavia, apenas doblé noté que un ciento treinta y dos me esperaba; corrí hacia el colectivo y el chicle. Una vez arriba, las monedas se obstinaron en deslizarse, en caer en fila de manera burlona y yo recomenzaba el circuito de subirlas al tobogán. El chofer gruñó que la máquina no era un “cortauña”, una vieja arpía me vigilaba, un ladrón me cortejada. Entre los pocos senderos que me ofrecía el colectivo, fui hacia él, chicle mediante, el hombre veraniego y veloz, el que sacó mi cartera como una sortija en la calesita. La puta madre, grité cuando descubrí que ya no tenía quincena, identidad, fin de semana, ni pañuelitos descartables. Un brote de ojos llenó los asientos, ojos sin párpados, ciegos y sordos. Busqué en sus recovecos y encontré una colección de bolitas quietas. Deseé pincharlas, hacerlas brochette, ponerlas en un tubito, un portabolitas y encerrarlas con pegamento de contacto. Rápidamente medité y consideré que era conveniente calmarme, aceptar que transitaba un maldito día desgraciado y llegar a casa a dormir la siesta hasta el domingo a la noche. Entonces estaba en medio de una zambullida buscando frases hechas, “así es la vida”, “cosas que pasan”, etcétera, etcétera, cuando sonó en mi cintura el celular, único sobreviviente junto con las llaves de casa. Hola, soy yo, impuso una voz, qué tenés que hacer mañana, quién habla, respondí, yo, el paseador, y me invitó a que nos viéramos al día siguiente, así le cuidaba los perros por una horita mientras cumplía con un pequeño compromiso ineludible y después nos tomábamos unas cervezas. Le expliqué que no tenía un peso, que me acababan de tomar por tonta y robarme, no te preocupés, me aseguró, suspendemos las cervezas y listo. Lo pensé un segundo, sonaba convincente, acepté la cita. Ya no tendría que dormir hasta el domingo a la noche.

 

 

Mónica Leone

 

 
el interpretador acerca del autor
 

 

               

Mónica Leone

Nació en la Ciudad de Buenos Aires en 1966.

Es coautora de las antologías El Liternauta I, II y III, Texturas y Cuerpo de Letra. Obtuvo el primer premio en el Certamen de Narrativa Breve 2004 organizado por la Secretaría de Cultura GCBA

   
   
   
   
   
 
 
Dirección y diseño: Juan Diego Incardona
Consejo editorial: Inés de Mendonça, Camila Flynn, Marina Kogan, Juan Pablo Lafosse, Juan Marcos Leotta, Juan Pablo Liefeld
sección artes visuales: Juliana Fraile, Florencia Pastorella
Control de calidad: Sebastián Hernaiz
 
 
 
 

Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Kelly, My Demons (detalle).