Peregrina de ojos claros y divinos
y mejillas encendidas de arrebol;
mujercita de los labios purpurinos
y radiante cabellera como el sol.
(Canción de Luis Rosado Vega y
Ricardo Palmerín)
Al Dany lo encontraron ahogado. Su cuerpo flotaba en la resaca, macerándose en salmuera. Parecía un cúmulo de detritos marinos. Para proteger sus redes, dos pescadores de calzones percudidos, pies blanquecinos de humedad, lo sujetaron con una soga. Luego lo jalaron hasta la orilla de la playa. Apenas tocó tierra firme, hubo una vertiginosa pululación de cangrejos.
Los empleados de la funeraria local le ganaron la llegada a los agentes. Ellos fueron los encargados de delimitar el área y de contener a los curiosos. Y no fue sino hasta horas después, luego de las diligencias de rigor, que a una señal del agente del ministerio público se aproximaron al bulto; uno de ellos impulsado por una vieja camilla metálica. Y vieron el cuerpo hinchado sobre el suelo ardiente agrietado de salitre, sus ojos eran dos almejas putrefactas. Vieron los rojizos jirones de lo que fue una camisa, esos botones de plástico en forma de barrilito, pobre imitación de marfil, los trapos de color mostaza que formaron parte de los pantalones y la hebilla del cinturón con la imagen de Malverde, el santo de los desheredados.
El muchacho moreno de camisa rotulada con el logotipo de la compañía funeraria parecía a punto de asfixiarse, estaba en cuclillas, enfundadas las manos en guantes de plástico blanco transparente, buscaba entre los restos los puntos precisos de donde habría que sujetar para levantar el cuerpo sin que se despellejara. El hedor era terrible. De repente, volteó el rostro hacia los curiosos.
-Pendejo –les dijo-, ya nadie se acordaba.
Daniel Ruperto de la Salutación, El Dany, su alias de gran fama en los arrabales, que de estibador había ascendido a capitán de navío, para degenerar luego, a causa de su devoción por el alcohol, en crápula, ladrón y sablista. El día en que murió ahogado caminaba por la orilla de la playa, su figura casi disuelta en la niebla baja, andrajoso, el rostro cubierto de mataduras recientes, y una vieja y dura cicatriz en el pómulo izquierdo, recuerdo de una puñalada benévola; transitaba las horas muertas, pálido y sediento, de regreso del muelle a donde acudía diariamente obligado por la sed y el hambre. Siempre en la espera del arribo de los pesqueros; siempre a la caza de algún pescador compadecido, dispuesto a brindarle un trago y un taco a cambio de su oído atento y su trato obsequioso. Pero no, no hubo suerte esta vez. Bajo el influjo del alcohol a duras penas conseguido pepenando metal toda la mañana, vio el horizonte neblinoso, la bruma sobre el mar inmóvil era una sucia sábana amarillenta; vio el agua putrefacta, vio los residuos de grasa y tripas de pescado, una botella de cerveza rota, una tanga manchada de alquitrán; vio flotar en el cielo crepuscular a una bandada de gaviotas, una formación de pelícanos, y más en lo alto, un grupo de alcatraces adormeciéndose sobre un calmo estanque de aire.
Esa noche había soñado que entraba en una cantina infinitamente grande. En el pórtico, un cartel escrito en letras góticas, indicaba: la serena o quizá, la sirena. Se introdujo buscando algún rostro conocido. No, ningún pescador a la vista. Se sentó en una de las mesas que encontró desocupadas, y se dedicó a beber, extraño, sin preocuparse por la cuenta. Advirtió que frente a él, un par de rostros vagamente conocidos le sonreían. Algo interesante se traían entre ellos pues constantemente le lanzaban miradas furtivas. Cuchicheaban como dos cómplices, pero no alcanzaba a entenderlos. Luego repetían esa palabra ¿Perdonarse? Par de jotos –pensó. Estaba a punto de unirse a ellos, cuando de repente lo atacó una urgencia. Se levantó y corrió al mingitorio, reteniéndose. Abrió de una patada la puerta. Ante él, un atestado vestíbulo, y en su interior una muchedumbre platicaba como preparándose para una fiesta, reían, y a lo lejos, un bullicio le llegaba en oleadas. Desesperado, empujó y rechazó una segunda portezuela de tijera. Ahora estaba sobre un extraño escenario, ante un auditorio estimulado, como a la espera del inicio de alguna obra de teatro. El miedo escénico vino con la punzada en su vejiga y luego esa tibieza entre sus piernas, y a su nariz llegaba ya el dulce olor de la orina. Buscó a los lados entre las candilejas, en el piso, un medio de salir airoso, pero sus pies se hundían lentamente como en hoyos en la arena. De repente se sintió pesado, un leve aflojar de intestinos. Y él no atinaba a encontrar un retrete. En seguida, apareció en escena una mujer desnuda. Vio claramente sus senos pequeños, su cintura estrecha, y por un instante pareció reconocer los rasgos, la sonrisa de su peregrina. Quiso tomarla en sus brazos. Pero ora sus pies se hunden en una mierda espesa.
-Mierda. Soñé que me hundía en la mierda –murmuró Daniel, apenas abrió los ojos.
-Vas a recibir dinero –dijo alguien-. Cuando uno sueña con mierda es señal de buena fortuna. O de muerte inminente –añadió, convencido.
-Inmi ¿Qué?-. Volteó a ver el rostro de la voz y reconoció a Loreto, su compañero de parranda, echado sobre un catre de lona.
-Inminente. Que va a suceder pronto.
-Traigo seco el gaznate, y tú con tus pendejadas.
Daniel acababa de despertar en el cuarto desmantelado. Yacía boca arriba sobre un colchón marcado por quemaduras de cigarros. Se sentía enfebrecido, la voz le temblaba, las manos le temblaban; su cuerpo entero era un tremedal orgánico. El calor empezaba a hacerse sofocante en el cuartucho de lámina negra.
-¿No quedó ni una gota?- la frente bañada en sudor. Blanquecinos labios secos.
-Debiste de rebajarlo. Te lo dije. No dejaste ni pa’l pobre gato.
-¿Y el micifuz? ¿Anda por aquí el minino? Michito michito, brrr. ¿Darán algo por el micifuz?
-¿Quién te va a dar algo por un pinche gato mugroso? Tu madre que. Vamos a buscarle Danielín. Porque aquí, no creo que un apiadado venga a curarnos la cruda.
A través de las rendijas, el sol mañanero sembraba lumbre sobre sus cuerpos. Las manos trémulas de Daniel, hurgaban en los bolsillos de su pantalón. Un bulto. Los ojos se le agrandaron.
-¡Una receta! –exclamó.
-¿Cómo iba la canción esa...? La canción que cantabas anoche. Peregrina de ojos claros y divinos –canturreó Loreto con su voz aguardentosa.
-Una receta. Mira, Diasepam.
-Para maldita cosa te sirve sin un centavo. Puedes limpiarte el culo si quieres. Vamos a buscar a los muchachos. A ver donde terminaron la parranda.
- Oye. ¿Y si te echaste a la gringuita esa?
-¿Cual gringa?
-Ya no te acuerdas. A esa que le cantabas anoche, hombre, a la desaparecida. La de ooojos claaaros y diviiiinos. Si hasta llorabas a moco tendido.
-Y cómo no me voy a acordar –Daniel entornó los ojos. -Pero hace tanto. Además no era gringa. Era güerita, eso sí. Y eran otros tiempos. Tenía los pechos chiquitos como dos mojarritas.
Así estuvieron por un rato, discutiendo se ponían entre ellos de vuelta y media y al instante, como si nada, tan amigos como antes. Hasta que, acosados por el terrible encierro, decidieron salir cada uno por su lado. Daniel cogió una bolsa de plástico negro y tomó el camino de la playa. Caminaba buscando en la arena. Veía con atención, buscaba, reculaba, luego recogía los trozos de metal, los envases de aluminio vacíos de cerveza y los iba acomodando en la bolsa. Los dolores de cabeza le llegaban fuertes, cansadores, y sin que viniera al caso, esa palabra volvía a resonar en su mente, perdonarse.
Llenada la bolsa, se enfiló rumbo al depósito de chatarra. La meta, doce pesos para completar el precio de una pachita de mezcal. Ya se encargaría después de llenar la tripa. En el camino se encontró con el Cuachas. Estaba en la llantera del Poncho; quitaba la rueda trasera de un destartalado camión urbano, su ropa cenicienta de mugre parecía camuflarse con el negro ceniciento de la llanta.
-¿Qué dice mi Cuachas? ¿Nada p’a curar a su amigo?-. La desdentada sonrisa forzada en medio del esfuerzo con que atacaba el birlo, aflojando el hierro terco incrustado en la herrumbre. El Cuachas colgándose de la enorme llave de cruz.
-Allí mi Dany. Sáquele sangre a esa caguama.- señaló con la mirada a la grasienta botella de cerveza colocada sobre un bloque de madera, igualmente pringoso de grasa.
Daniel dejó la bolsa en un rincón. Tomó el envase cafesoso entre sus manos, entrecerró los ojos y se empinó de un trago la cerveza. La tibieza del líquido ambarino le erizó la piel de los brazos. Y mientras el alcohol invadía sus venas se sintió dichoso, asustado, porque comprendió que solo así, su organismo recobraba esa sensación bienhechora.
-Te dejo seco mi Cuachitas. Pero es por una buena causa. –le dijo al tiempo que tomaba la pesada bolsa y se lanzaba al ardiente sol de mediodía.
Cuando llegó al corralón, el negro Tobías acomodaba unos costales de ixtle repletos de envases de aluminio prensados, formando una pirámide. Mejor no molestarlo. Dejar que termine su faena. Este calor. Terrible la cruda en estas horas.
-¿Cuánto traes Dany? –preguntó Tobías a modo de saludo.
-Apenas completé uno padre.
-Mmmm. Acomódalo sobre la báscula. Te lo recibo como fierro viejo ¿eh?
-Tú mandas mi negrito.
Pinche negro abusivo ¿y el aluminio qué?
-Cuando acabes. De veritas que no traigo prisa. ¿Y no tendrás algo padre? Me está llevando la tiznada.
Tobías pareció no escuchar. Se dirigió a la báscula y empezó a tantearla.
-Ocho kilos a dos pesos cada uno nos da catorce -murmuró. Metió la mano a la bolsa de su pantalón y sacó un montón de monedas. Y contándolas, una a una, las fue colocando en la palma abierta de Daniel.
Apenas salió del depósito de chatarra enfiló por el callejón de los borrachos, rumbo a la tienda de abarrotes de Doña Lupita. Las tripas ya le hacían un reclamo. Le dolía la cabeza. Pero trataba de mantenerse sereno. En su cansancio, volvía esa idea de morir. ¿Será cierto que en los últimos instantes de un moribundo aparece una imagen de los principales momentos de su vida? Ahora le sangraba la nariz. ¿Será cierto que esas imágenes son la despedida del alma? Su vida era atroz.
Dicen que todo tiempo pasado fue mejor. O acaso debido a la distancia magnificamos los momentos buenos y poco a poco vamos borrando los malos. No era ese su caso. Todos sus recuerdos eran malos. Por ejemplo, lo más cercano que estuvo de conocer la felicidad fue cuando vivió con Beatriz, su peregrina. Pero al reflexionar en esos momentos, en ese lejano tiempo en que la conoció, irrumpía en su mente el día en que la encontró hojeando una revista, y concluía en que ese acto, trivial en sí, ese volver de páginas fue lo que cambió el curso posterior de sus vidas. En una de las confidencias provocadas por el alcohol, Loreto le había contado un secreto. Beatriz había estado casada. El golpe fue tan terrible que lo dejó sin resuello. Estaba decidido a no reclamarle; quedarse callado. Darle tiempo. Pero al verla hojear esa revista, no pudo contenerse. Debió saberlo: su amor era un frágil puente al borde de un abismo. Conoció a Beatriz en uno de sus viajes. Él era capitán del Atún cuatro. Se vieron tres o cuatro veces por diferentes bares de la ciudad hasta que él se decidió a hablarle de amor. Después de un breve noviazgo ella se decidió a seguirlo. Llevaban un mes viviendo juntos en ese hotelito a la orilla de la playa. Ese día, Beatriz lo esperaba al final de un largo sendero de palmeras. Sentada en una de las dos poltronas, bajo la enramada cubierta de buganvillas del hotel, ella estaba de espaldas y no se percató de su llegada. Distraída volvía las páginas. Él esperó un momento parado tras ella, y alcanzó a leer los diversos anuncios.
Dormitorios con cuarto de baño.
Cocina completa. Jardín. Amplia terraza, vistas al puerto y a la ciudad.
Una recámara.
Disponible los meses de verano por semanas, quincenas o el mes completo.
-¿Qué buscas? –preguntó Daniel.
-No hay nada que hacer aquí. Hojeo revistas.– respondió Beatriz, y luego añadió: -¿Ya pagaste la cuenta?
-A mí no puedes engañarme. ¿Puedes prestármela?
-Claro, toma. –contestó asombrada.
-¿Estás pensando en irte?
-Querido, tengo que pedirte que me aclares la situación. Me cuesta decirlo, pero no tengo más remedio.- Beatriz no levantó la mirada. -Ya recibiste tu salario. Y yo estoy aquí, atascada. No puedo salir ni a la calle. El administrador ya me imagina levantando el vuelo como si fuera una sinvergüenza, sin pagar la cuenta. Y tú te apareces como si tal cosa.
-Qué extraño.
-¿Qué es lo extraño?
-El que busques departamento.
-¿Qué te hace pensar que era eso lo que buscaba? No buscaba nada en particular. Sólo hojeaba la revista.
-Qué casualidad. Qué estúpido soy.
Ella calló.
-¿Por qué no dices nada?
-¿Es necesario que diga algo?
-Sí, muy necesario –dijo él con dureza.
-¿Has estado tomando?
-No me respondas con otra pregunta. ¿Por qué no me lo dijiste desde un principio? Quién sabe si lo hubiera comprendido.
-¿Y qué es lo que tenía que haberte dicho?
-Loreto me dijo que conoce a un tipo que dice ser tu marido. Un pobre alcohólico del que huyes. Eso, eso me dijo.
-¿Y así, sin más, se lo creíste?
-¿Por qué iba a mentirme?
Pero Beatriz calló nuevamente.
-¿Por qué no hablas? –preguntó con ansiedad.
-Tengo que irme. –contestó por fin. Y se quedó mirándolo con tristeza.
-Entonces es cierto. –dijo Daniel, amargamente.
-Me voy. Espero que tengas la amabilidad de pagar la cuenta.
Durante los días que siguieron sólo pensó en ella. Se sentía irritado, infeliz. Pasó una semana entera bajo los efectos del alcohol. Nunca estuvo seguro de qué fue lo que realmente hizo en ese lapso de tiempo. Se veía caminando de cantina en cantina, en oscuros prostíbulos, se veía en la celda de una comisaría. Incluso recordaba a Beatriz en medio de esa niebla. Recordaba su cabello rubio, el roce de sus labios fríos como tocados de muerte. La veía avanzar hacia él con sus ojos impenetrables y descubría su rostro en el rostro de una puta.
A partir de entonces empezó para él una vertiginosa caída, de inmensas noches con olor a alcohol. Perdió su trabajo. Y luego pérdidas y más pérdidas.
El primer trago de mezcal le supo a gloria. Como por arte de magia se intensificaron los colores del aire. Y desaparecieron esas imágenes de su peregrina, que como un reproche le sorprendían cada vez que se encontraba seco. Pero el mezcal no duraría mucho.
Y la visita al muelle se tradujo en una merma. Ningún atunero había llegado, ninguno de sus antiguos compañeros de travesías a la vista. Con los que se topó fue con el Cuachas y el Loreto. Estaban sobre las rocas de la orilla sacando ostiones. Sobre las tablas del muelle, una bolsa con limones y una botella de salsa picante, pero estaban más secos que una piedra. Comió lo que pudo y se retiró en cuanto se terminaron la botella.
Emprendió el camino de regreso por el lado de la playa. Bajo el influjo de los restos del alcohol veía el horizonte neblinoso, la bruma sobre el mar inmóvil era una sucia sábana amarillenta; veía el agua putrefacta, veía los residuos de grasa y tripas de pescado, una botella de cerveza rota, una tanga manchada de alquitrán.
Y las imágenes de ese sueño volvían disueltas entre la frontera de la realidad y la fantasía. La tez pálida, los ojos resignados, Beatriz desnuda, sí, era ella, su peregrina. A medida que se adentraba en el agua sentía un sabor amargo en su boca. Y de repente, el miedo, un miedo infinito a morir con los pulmones inundados por lo desechos de las alcantarillas, y sin embargo seguía sumergiéndose como un autómata. Perdonarse. De nuevo esa palabra se desliza –intrusa- en su cabeza, repitiéndose monótonamente. Daniel hace lo posible por expulsarla. El agua lo cubre y sigue adentrándose en el mar. Ya no tiene aliento. No tiene miedo. Ya no le importa nada. El cansancio lo ha librado de sus temores. Ahora la maldice, la odia. Por su culpa perderá la vida. La ve, tiene los ojos acuosos invadidos de arena y el mismo rostro rígido que tenía ese día que le sujetó el ancla al cuerpo, puesto que decidió que ella no flotaría. No, ella sería una ahogada pudorosa. Su cuerpo sería asiento de madréporas Y como si no acabara de morir, entiende que es ella la que implora, perdóname, al tiempo que se aleja hacia el fondo marino arrastrada por el ancla, repitiendo la palabra que poco a poco se transforma.
Perdóname, perdonarse, ponderarse, condenarse, no me mates.
FIN.