el interpretador ensayos/artículos

 

Las cartas del mal:
correspondencia Spinoza-Blijenbergh

Caja Negra, 2006.

Carta de Willem van Blijenbergh

Traducción: Natacha Dolkens y Florencio Noceti.

 

 

 

 

      

III

Al nobilísimo señor B. de S. de Willem van Blijenbergh

Mi señor y valioso amigo:

Cuando en principio recibí su carta y la leí al pasar, pensé no sólo en responderla enseguida, sino también en reprocharle muchas cosas. Pero cuanto más leía, menos material de objeción encontraba en ella. Y disfruté al leerla tanto como había deseado recibirla. Pero antes de proceder a pedirle que resuelva algunas dificultades que todavía encuentro, debo hacerle saber previamente que tengo dos reglas generales según las cuales quiero seguir filosofando siempre: Una es la comprensión clara y distinta de mi entendimiento, la otra es la palabra revelada o la voluntad de dios. Trato, de acuerdo con la primera, de ser un amante de la verdad, pero de acuerdo con ambas trato de ser un filósofo Cristiano. Y si después de una larga investigación pudiera ocurrir que mi conocimiento natural pareciera contrario a esa palabra, o no se lo pudiera hacer concordar con ella, entonces esa palabra tiene para mí tanto prestigio que prefiero sospechar de los conceptos que me imagino claros antes que ponerlos encima y en contra de la verdad que me parece encontrar dictada en ese libro. Lo que no tiene nada de milagroso, porque quiero seguir creyendo firmemente que esa palabra es la palabra de dios, o sea, que provino del supremo y más perfecto dios que contiene mucho más perfecciones que las que yo puedo entender. Y quizás él ha querido expresar de sí mismo y de sus acciones más perfección que la que yo puedo entender hasta hoy; digo hasta hoy, con mi entendimiento finito. Porque es posible que mi accionar me haya privado de una perfección mayor, y de allí que si yo tuviese esa perfección de la que fuera privado por mi propio accionar, podría entender que todo aquello que se nos plantea y se nos enseña en esa palabra concuerda con el más sano entendimiento de mi espíritu. Pero por ahora, como sospecho que por un error continuo me he privado de un estado mejor, y como, según afirma V.S. en Principios (1) I proposición 15ª, nuestro conocimiento aún cuando más claro es todavía contiene cierta imperfección, prefiero inclinarme incluso sin motivos por esa palabra. Aunque sea únicamente sobre la base de que vino del más perfecto (cosa que no presupongo, sólo que demostrarla ahora aquí no vendría al caso y sería demasiado largo) y que por eso debe ser aceptada por mí.

Si juzgara la carta de V.S. sólo a base de mi primera regla, haciendo excepción de la segunda como si no la tuviera o como si no existiese, entonces debería conceder, tal como y  lo hago, muchísimas cosas, y debería además admirar la claridad de los conceptos de V.S.. Pero la segunda regla me obliga a disentir con V.S., así que a medida que avance la carta examinaré sus conceptos más ampliamente según una y otra. En primer lugar, según la primera regla mencionada, yo había preguntado si a partir del planteo de V.S. (según el cual crear y mantener son una y la misma cosa, y según el cual dios hace que no sólo las cosas, cada una en particular o en cada caso, sino también los movimientos y los modos de esas cosas perseveren en su estado, o sea que concurre con ellos), no parece acaso seguirse o bien que no hay mal, o bien que dios mismo hace ese mal. Apoyándonos en esa regla, o bien hay cosas que pueden ocurrir en contra de la voluntad de dios, lo que implicaría una imperfección, o bien las cosas que dios hace (entre las que también parecen contarse en particular aquellas que nosotros llamamos malas) pueden también ser malas, lo que también encierra una contradicción. Y como por más vueltas que le diera al asunto no podía evitar la contradicción, recurrí a V.S. por ser el más adecuado para explicar sus propios conceptos.

V.S. dice en la respuesta que se queda con el primer supuesto, a saber: que nada ocurre contra la voluntad de dios ni puede ocurrir. Pero como a esto se opone la dificultad de que dios tampoco hace el mal, entonces V.S. dice no sólo que el pecado no es algo efectivo, sino también que no se puede [decir] que se peca en contra de la voluntad de dios sino hablando muy impropiamente (2). Y en el Apéndice, p. I cap. 6 (3), malúm aútem absolútúm núllum datúr, út per se est manifestum (4). Porque todo lo que es considerado en sí, sin referencia a ninguna otra cosa, contiene cierta perfección que se extiende siempre en cada cosa tanto como su esencia misma (5); siendo esto así, se sigue claramente que los pecados, puesto que no significan más que imperfección, no pueden existir en algo que exprese esencia (6). Si los pecados, el mal, los errores, o cualquiera sea el nombre que se prefiera darles, no son otra cosa que la pérdida o la privación de un estado más perfecto, entonces parece seguirse que el mal o la imperfección no pueden ser una esencia, pero sí que de una esencia puede llegar a surgir algo malo. Porque lo perfecto no perderá, ni se verá privado de un estado más perfecto por una acción igualmente perfecta, pero sí al inclinarse hacia algo más imperfecto por no emplear suficientemente la fuerza que le es dada.

Parece que a eso V.S. no lo considera un mal sino sólo un bien menor, porque las cosas consideradas en sí contienen cierta perfección. Y porque por otro lado, según dice V.S., a las cosas no les pertenece otra esencia más que la que el entendimiento y el poder divinos les asignan, y de hecho [les] dan (7), y por eso no pueden tener un accionar más perfecto que la esencia que han recibido. Si no puedo realizar acciones más o menos perfectas que la esencia que he recibido, entonces no se puede pensar en la privación de un estado más perfecto. Porque si nada ocurre en contra de la voluntad de dios y lo que ocurre corresponde exactamente a la esencia dada, entonces, ¿de qué modo puede haber el mal que V.S. llama privación de un estado mejor?, y ¿cómo puede alguien perder, o verse privado de un estado mejor por una acción así constituida y dependiente? Así es que me parece que V.S. debe admitir una estas dos alternativas: o bien que hay mal, o bien que si no hay mal tampoco puede haber privación de un estado mejor. Porque que la privación de un estado mejor no sea un mal, me parece una contradicción.

V.S. dirá, empero, que por la privación de un estado más perfecto caímos, sí, en un bien menor, pero no en un mal absoluto. V.S. ya me ha enseñado -Apéndice p. I cap. 3- que no hay que discutir sobre términos, y por eso no discuto ahora si se lo puede llamar o no mal absoluto, sino sólo si no hay razones para que nosotros hablemos de un estado más malo, o de un mal estado, al caer de un estado mejor a uno peor. Dirá V.S. que, sin embargo, ese estado malo contiene todavía mucho de bueno. Pero yo pregunto si a esa persona que por su acción imprudente se ha visto privada de un estado mas perfecto, y es por consiguiente ahora  menos de lo que era antes, no se la puede llamar mala. Pero para evitar la precedente objeción, respecto de la cual parece que V.S. todavía tiene algunas dificultades, V.S. dice que sí hay mal, y que hubo mal en Adán, pero que no es algo efectivo y que se llama así con respecto a nuestro entendimiento y no con respecto al entendimiento de dios (8). Y que con respecto a nosotros es privatio (sed tantúm quatenús eo optima libertate, quae ad nostram naturam spectat, et in nostra potestate est, nos nosmet privamús) pero con respecto a dios es negatio (9). Pero examinemos a continuación, por un lado si eso que V.S. llama mal, aún si lo fuera sólo con respecto a nosotros, no sería todavía un mal, y por otro si el mal, tomado como lo plantea V.S., debe ser considerado sólo negatio con respecto a dios.

A lo primero creo haber respondido de cierta manera arriba. Y aunque admitiera que contener menos perfección que otra esencia no permite suponer que haya algún mal en mí, porque no puedo reclamarle al creador por no otorgarme un estado mejor o por otorgarme sólo diferencias de grado, no podría por ello conceder que no soy algo peor si por mi propio crimen soy ahora menos perfecto de lo que he sido. Digo que si me considero a mí mismo antes de haber incurrido en imperfección alguna para compararme con otros que contengan más perfección que yo, entonces esa menor perfección no es un mal, sino un bien de menor grado. Pero si tras haber caído desde un estado más perfecto, y habiéndome visto privado de él por mi propia imprudencia, me comparo a mí mismo con mi forma originaria tal y como salió de la mano de mi creador, forma que contenía más perfección, debo juzgarme más malo que antes. Porque no fue el creador, sino yo mismo el causante de ello, porque había en mí fuerza suficiente como para abstenerme de mi error, cosa que V.S. también admite.

Lo segundo es, a saber: si el mal que, según lo dicho por V.S., consiste en la privación de un estado mejor -estado que pierde no sólo Adán sino también todos nosotros a raíz de una acción demasiado apresurada e inapropiada- es con respecto a dios sólo una negación. Pero para poder examinar esto a conciencia deberíamos ver cómo concibe V.S. al hombre y de qué manera lo hace depender de dios antes de cualquier error, y cómo concibe a ese mismo hombre después de los errores. Antes de los errores lo describe V.S. diciendo que no le pertenece otra esencia más que la que el entendimiento y el poder divinos le asignan, y de hecho [le] dan (10);eso(si no me equivoco acerca de su opinión) es que el hombre no puede mostrarse más perfecto que la esencia que ha recibido de dios, lo que a su vez es hacer a los hombres tan dependientes de dios como los elementos, las piedras, las plantas, etc. Pero si es ésta la opinión de V.S., entonces no puedo entender lo que se dice en la proposición 15 de la parte I de los Principios: Cúm autem volúntas libera sit ad se determinandam: sequitúr nos potestatem habere facultatem assentiendi intra limites intellectús continendi, ac roinde efficiendi, ne in errorem incidamus (11). ¿No parece una contradicción hacer a la voluntad tan libre como para que pueda abstenerse del error, y hacerla al mismo tiempo tan dependiente de dios como para que no pueda mostrarse más perfecta que la esencia que ha recibido de dios?

En cuanto a lo otro, a saber: cómo concibe V.S. al hombre después del error, dice V.S que el hombre mediante una acción demasiado apresurada y por no mantener su voluntad dentro de los límites de su entendimiento, se priva a sí mismo de un estado más perfecto. Pero me parece que, tanto aquí como en los Principia, V.S. debería haber considerado más detalladamente los dos extremos de esa privación, es decir, qué poseía antes de la privación, y qué conservó después de la pérdida del estado perfecto (como V.S. lo llama). Se dice sí lo que hemos perdido, pero no lo que conservamos, Principios I proposición 15ª: tota igitúr imperfectio erroris in sola optimae libertatis privatione consistet, quae error vocatúr (12). Pero aún dicho esto, examinemos cómo lo concibe V.S. Usted pretende que hay en nosotros no sólo modos tan diferentes entre sí que a algunos llamamos modos de querer y a otros modos de entender, sino también que entre ellos hay un orden tal que no debemos querer las cosas sin primero haberlas entendido claramente. Y que si mantenemos nuestra voluntad dentro de los límites de nuestro entendimiento entonces jamás erraremos. Y finalmente que está en nuestro poder el mantener la voluntad dentro de los límites de nuestro entendimiento.

Si lo considero seriamente, encuentro que debe ser verdadera una de dos: o todo lo hasta aquí planteado es imaginario, o dios mismo nos ha impreso ese orden. Pero si dios nos ha impreso ese orden, ¿no sería totalmente absurdo decir que lo hizo sin propósito alguno, y que dios no desea que observemos y cumplamos ese orden? Porque eso supondría una contradicción en dios. Y si debemos observar ese orden puesto en nosotros, entonces ¿cómo podemos ser y permanecer tan dependientes de dios? Porque si nadie puede mostrar un accionar más perfecto que la esencia que ha recibido, y si el poder de mantener la voluntad dentro de los límites de nuestro entendimiento ha de conocerse por sus efectos, aquel que deja que su voluntad salga de los límites de su entendimiento no ha recibido de dios el poder necesario para lograrlo, porque de otro modo lo haría. Y por consiguiente, aquel que yerra no debe haber recibido de dios la perfección de poder no errar, pues si no, no erraría jamás, porque según el planteo de V.S. el accionar es siempre tan perfecto como la esencia recibida. Además, si dios nos ha dado una esencia tal que nos permita observar ese orden, como V.S. dice que podemos observar, y mostramos siempre un accionar tan perfecto como la esencia que tenemos, entonces ¿cómo puede ser que transgredamos ese orden?, ¿cómo puede ser que podamos transgredirlo?, y ¿cómo puede ser que no mantengamos siempre la voluntad dentro de los límites de nuestro entendimiento?

Tercero: si, como ya he mostrado que V.S. sostiene, soy tan dependiente de dios que no puedo mantener la voluntad dentro o fuera de los límites del entendimiento sin que dios me de tal o cual esencia y me determine por su voluntad en un sentido o en el otro, entonces, ¿de qué me sirve la libertad de la voluntad si lo considero profundamente? ¿No parece una contradicción que se nos de un orden para mantener nuestra voluntad dentro de los límites de nuestro entendimiento, y que no se nos de una esencia lo suficientemente perfecta como para que podamos hacerlo? Y si se nos hubiera dado tanta perfección como V.S. sostiene, entonces no podríamos errar jamás, porque mostramos siempre un accionar tan perfecto como la esencia que tenemos y en él todo el poder que nos ha sido otorgado. Pero nuestros errores son una prueba de que nuestro poder no es tan dependiente de dios (como quiere V.S.). Así ha de ser verdad una de estas dos alternativas: o bien no somos tan dependientes de dios, o bien no tenemos en nosotros la capacidad de evitar el error. Y según sus planteos tenemos la capacidad de evitar el error, ergo: no podemos ser tan dependientes.

De lo dicho me parece que ahora resulta claramente que es imposible que el mal, o el verse privado de un estado mejor, sean una negación con respecto a dios. Porque ¿qué quiere decir verse privado de, o perder un estado más perfecto? ¿No es eso pasar de una perfección mayor a otra menor y por consiguiente de una esencia mejor a otra peor? ¿No es recibir de dios un cierto grado de perfección y una cierta esencia? Y ¿no es eso admitir que no podemos alcanzar otro estado, por fuera de su conocimiento perfecto, como no sea el que él decida y quiera? Ahora, ¿es acaso posible que esa criatura producida por el ser omnisciente, cuya esencia dios no sólo ha querido conservar en cierto estado, sino que ha concurrido continuamente a esa conservación, decline, esto es, que se vuelva menos perfecta sin el conocimiento de dios? Me parece absurdo. Y ¿no es también absurdo decir que Adán perdió un estado más perfecto, y fue por consiguiente incapaz de observar el orden que dios había puesto en su alma, sin que dios tuviera conocimiento de esa pérdida y de esa imperfección, ni de qué tanto se había apartado de ese orden, ni de cuánta perfección había perdido Adán? ¿Acaso es concebible que dios haya conformado una esencia tan dependiente que fuera incapaz de mostrar otro accionar como no fuera aquel por el que perdería un estado más perfecto y que dios (siendo su causa absoluta)  no tenga conocimiento de ello? Admito que hay una diferencia entre la acción y el mal inherente a la acción, pero lo que no puedo entender es que sed malúm respectu dei est negatio (13). Me parece imposible que dios conozca una acción, la determine y concurra con ella sin conocer su resultado ni el mal que le es inherente. Supongamos que dios concurre conmigo en la acción de procrear con mi mujer en tanto que es algo efectivo, y que dios tiene de ella, por consiguiente, un conocimiento claro. Pero cuando abuso de esa acción con otra mujer, a pesar de mis promesas y juramentos, acompaña a esa acción un mal. Ahora bien, ¿qué es lo negativo aquí con respecto a dios? La acción de procrear no, puesto que es algo efectivo con lo que dios concurre. El mal acompaña a esa acción sólo cuando la llevo a cabo en contra de mis pactos o en contra de la prohibición de dios, con una mujer con la que no debo mezclarme. Pero ¿puede acaso concebirse que dios concurra con nuestras acciones y sepa de ellas, ignorando sin embargo con quién las llevamos a cabo, incluso cuando concurre también con la acción de la mujer con la que procreo impúdicamente? Me resulta demasiado difícil pensar esto de dios.

Consideremos la acción de matar. En tanto que es efectivamente una acción, dios concurre con ella. Pero ¿ignora acaso el resultado de esa acción?, a saber: la disolución de una esencia y la destrucción de una de sus criaturas. Es como si dios desconociera lo que él mismo genera (temo no estar entendiendo bien la opinión de V.S., porque sus conceptos son demasiado claros como para que V.S. cometa semejante error). Quizá V.S. diga contra esto que esas acciones, tal y como yo las he descrito aquí, son exclusivamente buenas y que no las acompaña ningún mal. Pero si esto fuera así no se entendería a qué denomina usted el mal derivado de la privación de un estado más perfecto, y el mundo caería en una confusión eterna, y los hombres nos volveríamos iguales a las bestias. Fíjese qué utilidad le reportaría al mundo semejante opinión.

V.S. rechaza también una descripción del hombre en general, y pretende atribuirle a cada persona un accionar tan perfecto como el que dios de hecho le conceda llevar a cabo. Y entonces yo no puedo sino concluir que los ateos sirven a dios con su accionar tanto como los elegidos de dios. ¿Por qué? Porque ninguno de los dos puede llevar a cabo un accionar más perfecto que la esencia que se le otorga y que demuestra tener por los efectos de ese accionar. Y no me parece que V.S. resuelva esta cuestión en su segunda respuesta cuando dice cuanto más perfección tiene una cosa, tanto más tiene también de divinidad y tanto más expresa la perfección de dios. Teniendo los píos más perfección que los ateos, su virtud no es comparable con la de los ateos que carecen del amor a dios que surge de conocerlo y por el que sólo nosotros, según nuestro entendimiento humano, nos llamamos los sirvientes de dios. Si, puesto que no conocen a dios, no son otra cosa que una herramienta en la mano del artífice que sirve ignorante y sirviendo se desgasta, en cambio los píos sirven sabiendo y sirviendo se perfeccionan. (14) Pero lo cierto es que ninguno de los dos hace más que el otro, porque la diferencia en la perfección de las acciones que llevan a cabo, corresponde a la diferencia en la esencia que cada uno ha recibido. Entonces los ateos, en su ignorancia, sirven a dios tanto como sus elegidos. Porque según lo que V.S. sostiene, dios no quiere de los ateos otra cosa que la que hacen, ya que de lo contrario les habría dado otra esencia. Pero como se demuestra por lo que genera su accionar, él no les ha dado otra esencia, ergo: no quiere de ellos otra cosa. Y si cada uno en su género hace exactamente lo que dios quiere, ¿por qué aquellos que hacen menos, pero a la vez tanto como dios desea que hagan, no habrían de complacer a dios tanto como sus elegidos?

Además, así como V.S. sostiene que a causa de nuestra propia imprudencia y por el mal que acompaña a nuestro accionar nos vemos privados de un estado más perfecto, parece que V.S. también quiere decir que manteniendo nuestra voluntad dentro de los límites de nuestro entendimiento no sólo nos conservamos tan perfectos como somos, sino que nos volvemos todavía más perfectos mientras servimos a dios. Esto, a mi parecer, supone una contradicción. Pues si por otro lado somos tan dependientes de dios que no podemos llevar a cabo un accionar más perfecto que la esencia que hemos recibido, o sea que nuestras acciones son tal y como dios quiere que sean, entonces ¿cómo podemos ser peores por nuestra imprudencia o mejores por nuestra prudencia? Por eso no puedo más que observar que si el hombre fuera como V.S. lo describe, los ateos harían tanto bien a dios con su accionar como sus elegidos, y todos seríamos tan dependientes de dios como los elementos, las hierbas, las piedras, etc. ¿De qué serviría entonces nuestro entendimiento? ¿De qué serviría esa capacidad de mantener a nuestra voluntad dentro de los límites de nuestro entendimiento? ¿Por qué nos habría sido impreso ese orden? Y tenga en cuenta, además, todo aquello de lo que nos veríamos despojados, a saber: nos veríamos despojados de todas las serias y adustas reflexiones tendientes a perfeccionar nuestro accionar de acuerdo con la regla de dios para la perfección y con el orden que él ha impreso en nuestro interior; despojados de las plegarias y los ruegos a dios por los que tantas veces nos hemos sentido extraordinariamente reconfortados; despojados en definitiva de la religión entera y de todas las esperanzas y las satisfacciones que las plegarias y la religión nos deparan. Porque si no creemos que dios tenga conocimiento de lo malo, mucho menos podemos creer que él vaya a castigarlo. ¿Qué motivos hay entonces para que no cometa yo todos los crímenes (allí adonde pueda evadir a los magistrados)? Peor aún, ¿por qué no enriquecerme por los medios más aberrantes?, ¿por qué no hacer sin distinción todo lo que la carne y el deseo me dictan? V.S. dirá, empero, que debemos amar la virtud por el deseo de la virtud misma. Pero ¿cómo puedo amar la virtud si no me es dada tal perfección y tal esencia? Y si puedo inspirar la misma satisfacción actuando de una u otra manera, ¿por qué esforzarme para mantener mi voluntad dentro de los límites de mi entendimiento?, ¿por qué no ir adonde me arrastren mis desvaríos?, ¿por qué no matar en secreto a ese hombre que me bloquea el camino?, etc. Considere qué fundamento le estaríamos dando a los ateos y al ateísmo. Nosotros nos veríamos reducidos a meros bloques y todo nuestro accionar a un mecanismo de relojería.

Por todo lo dicho me resulta muy difícil admitir que sólo hablando de manera muy impropia podamos decir que se peca contra dios. Pues, ¿qué sentido tendría la fuerza que nos ha sido dada para que podamos mantener nuestra voluntad dentro de los límites de nuestro entendimiento, si cuando los traspasamos o transgredimos no pecamos contra ningún orden? V.S dirá quizás que no se peca contra dios sino sólo para nosotros, porque decir que se peca contra dios es lo mismo que decir que algo ocurre en contra de la voluntad de dios, lo que según la opinión de V.S. es imposible. Ergo, también es imposible que se peque. Pero sin embargo una de estas dos alternativas debe ser cierta: o bien dios así lo quiere, o bien no lo quiere así. Si dios así lo quiere, ¿cómo puede ser para nosotros malo?; y según la opinión de V.S., si no lo quisiera así entonces no ocurriría. Aún si la cuestión tiene para V.S. algo de absurda, no admitirla me parece muy peligroso. ¿Quién sabe? Acaso si la meditásemos lo suficiente podríamos encontrar la fuente de una cierta reconciliación.

Daré con esto por terminado el examen de la carta de V.S. según la primera de mis dos reglas generales. Pero antes de proceder a examinarla según la segunda regla, plantearé aquí todavía dos cuestiones. Una sobre la concepción expuesta tanto en la carta de V.S. como en los Principia P I pr. 15, según la cual nos potestatem volendi et júdicandi, intra limites intellectús retinere posse (15). Esto no puedo concederlo en absoluto, porque si fuera verdad se encontraría al cabo uno, de entre los incontables hombres, que por los efectos de su accionar demostrase tener ese poder. Por lo demás, cada uno puede experimentar claramente por sí mismo que por más que se empeñe con todas sus fuerzas jamás cumplirá con ese propósito. Y si alguien duda de esto, que se examine a sí mismo; ¿cuántas veces, y a pesar de la fuerza de su propio entendimiento, sus pasiones dominan su razón? Dirá V.S. que si no lo hacemos no es porque nos resulte imposible, sino porque no ponemos suficiente empeño. Yo contesto otra vez que si fuera posible se encontraría al cabo uno, de entre los incontables hombres, que fuera capaz de hacerlo. Pero entre todos los hombres habidos y por haber ninguno se atrevería a vanagloriarse de no haber caído nunca en el error. ¿Y qué prueba más fuerte que los propios ejemplos podría aducirse en este caso? Si hubiera algunos, por pocos que fueran, todavía. Pero no hay ninguno, así que tampoco hay ninguna prueba.

V.S. podrá insistir diciendo que si en ciertas circunstancias, cuando postergo mi juicio y mantengo mi voluntad dentro de los límites de mi entendimiento puedo evitar el error, ¿por qué no habría de lograr siempre el mismo efecto, si pusiera siempre el mismo empeño? Contesto que no veo que tengamos actualmente la fuerza necesaria como para lograrlo siempre. Que yo alguna vez pueda, empleando todas mis fuerzas, caminar dos millas en una hora, no quiere decir que pueda hacerlo siempre. De la misma manera, que alguna vez, con gran empeño, pueda evitar el error, no quiere decir que tenga la fuerza suficiente como para hacerlo siempre. Me parece claro que el primer hombre, al salir de la mano de su artífice perfecto, tenía sí semejante fuerza. Pero (y en eso coincido con V.S.) al abusar de ella o al no usarla lo suficiente, perdió ese estado perfecto y la fuerza para hacer lo que antes estaba en su poder. Si no resultara demasiado extenso, podría aducir distintos elementos para probar esto. Y me parece que en eso consiste la esencia entera de las sagradas Escrituras, por lo que debemos tenerlas en muy alta estima, pues nos enseñan aquello que nuestro entendimiento natural tan claramente nos confirma: fue nuestra imprudencia la causa de que cayésemos de nuestra perfección originaria, por lo que es indispensable revertir esa caída tanto como se pueda. Y el único propósito de las s. E. es llevar al hombre caído de vuelta a dios.

La segunda cuestión se refiere a Principia P. I pr. 15 quod affirmas res clare et distincte intelligere, repugnare naturae hominis (16). De lo que finalmente V.S. concluye que es mucho mejor aceptar las cosas aún cuando resulten confusas, y ser libres, que permanecer siempre en la irresolución, que es el escalón más bajo de la libertad. Yo no encuentro en esto la claridad suficiente como para admitirlo. Pues postergar nuestro juicio nos conserva en el estado en el que fuimos creados por el creador, mientras que aceptar esas cosas es aceptar lo que no entendemos, y así aceptar tanto lo falso como lo verdadero. Y si no observamos el orden que dios ha establecido entre nuestro entendimiento y nuestra voluntad -que como nos enseña monsieur Descartes, consiste en no aceptar sino aquello que entendamos claramente-, aún si por azar abrazamos la verdad, estaremos pecando por no abrazarla según el orden por el cual dios ha querido que la abrazásemos. Y por consiguiente, tal como el rechazar nos conserva en el estado en el que dios nos puso, el aceptar lo confuso empeora nuestro estado al sentar las bases de los errores por los que perdemos nuestro estado perfecto. Pero oigo decir a V.S.: ¿no es mejor hacernos más perfectos aceptando las cosas por confusas que sean que, rechazándolas, mantenernos siempre en el escalón más bajo de la perfección y la libertad? No sólo niego que esto sea así, y no sólo he demostrado en alguna medida que empeoramos en lugar de hacernos más perfectos, sino que también me parece imposible y contradictorio que dios haya determinado que el conocimiento de las cosas se extienda más allá del conocimiento que nos ha dado a nosotros, convirtiéndose así en la causa absoluta de nuestros errores. ¿Acaso no se contradice esto con aquello de que no podemos reclamar a dios que nos otorgue más de lo que nos ha dado, puesto que nada lo obliga a hacerlo? Por cierto, es verdad que dios no estaba obligado a otorgarnos más de lo que nos dio, pero la suprema perfección de dios exige también que la criatura proveniente de él no pueda encerrar semejantes contradicciones. Puesto que en ningún otro lugar de la naturaleza creada hallamos el conocimiento que se encuentra en nuestro entendimiento, ¿para qué nos habría sido otorgado éste sino para contemplar y conocer las obras de dios? Y de ello qué podría seguirse con mayor evidencia que la necesidad de una coincidencia entre las cosas que deben ser conocidas y nuestro entendimiento.

Si yo examinara la carta de V.S. según mi segunda regla general y no sólo según la primera, nuestro disenso sería aún mayor. Porque me parece (pero si me equivoco por favor hágamelo saber) que V.S. no le concede a las sagradas Escrituras la verdad infalible y la divinidad que yo creo que tienen. Si bien es cierto que V.S. dice creer que dios reveló a los profetas los contenidos de las s. E., sostiene que lo hizo de una manera tan defectuosa que, si V.S. estuviera en lo cierto, implicaría una contradicción en dios. Porque si dios reveló su palabra y su voluntad a los hombres, hubo de hacerlo con claridad y con un cierto propósito. Ahora bien, si los profetas versaron una parábola a partir de esa palabra que recibieron, eso tiene que haber sido o bien algo que dios quiso que hicieran, o bien algo que dios no quiso que hicieran. Si dios hubiese querido que versasen una parábola a partir de su palabra, o sea, que se desviasen de su opinión, entonces dios sería la causa de ese error, y habría querido algo contradictorio. Si dios no lo hubiese querido, entonces habría sido imposible que los profetas versasen una parábola a partir de eso. Además, si se presupone que dios ha revelado su palabra a los profetas, es necesario creer que se las haya revelado de cierta manera, y que ellos al recibirla no hayan errado. Y esto puesto que dios ha de haber tenido un cierto propósito al revelar su palabra, pero éste no puede haber sido tener a los hombres en el error, porque eso sería en dios una contradicción. Y tampoco la gente puede haber errado contra la voluntad de dios, porque según la opinión de V.S. eso es imposible. Y por sobre todo eso, no es posible creer del más perfecto que él haya permitido que su palabra, revelada a los profetas para que estos la transmitieran al común del pueblo, recibiera un sentido distinto del que dios quería que recibiese. Pues si sostenemos que dios reveló su palabra a los profetas, sostenemos a su vez que dios se presentó ante los profetas de una manera extraordinaria o que habló con ellos. Ahora bien, si los profetas hubieran versado una parábola a partir de esa palabra, o sea, si le hubiesen atribuido a dios una opinión distinta de la que él quería que le atribuyesen, el propio dios debería haberlos instruido acerca de cómo hacerlo. En fin, que los profetas hayan tenido una opinión distinta de la que dios quiso que tuvieran es, en lo que hace a los profetas, imposible y, en lo que hace a dios, contradictorio.
 
Tampoco encuentro pruebas suficientes para admitir que dios haya revelado su palabra de la manera que V.S. propone, a saber: revelando sólo la salvación y la perdición, y estableciendo los medios para tales fines de manera que la salvación y la perdición no sean sino los efectos de tales medios establecidos. Pues ciertamente, si los profetas hubieran recibido la palabra de dios con ese sentido, ¿qué motivos habrían podido tener para darle otro? Tampoco veo que V.S. aporte prueba alguna para convencernos de poner semejante opinión por encima de la opinión de los profetas. Si V.S. cree que la prueba radica en que de otra manera la palabra encerraría muchas imperfecciones y contradicciones, yo contesto que eso, a su vez, es algo que sólo está dicho, y que tampoco está probado. ¿Quién sabe cuál de las dos opiniones resultaría menos imperfecta si se las comparara? Al fin y al cabo, el ser más perfecto sabía cuánto podía entender el común del pueblo y al mismo tiempo cuál era la mejor manera de instruirlo.

En lo concerniente a la segunda parte de su primera pregunta, V.S. se pregunta por qué dios le habría prohibido a Adán que comiese del árbol habiendo decidido que hiciera lo contrario. Y V.S. contesta que la prohibición a Adán sólo consistió en esto: dios le reveló a Adán que comer de ese árbol le causaría la muerte, tal como por el entendimiento natural nos revela que el veneno es letal. Si está comprobado que dios le prohibió algo a Adán, entonces ¿por qué motivos habría yo de creer en la versión que V.S. ofrece de la prohibición antes que en la de los profetas, a quienes dios mismo les reveló su versión de la prohibición? V.S. dirá que su versión de la prohibición es la más natural, y por eso la más adecuada a la verdad y más conveniente a dios. Pero yo niego todo eso. Y tampoco puedo comprender eso de que dios nos revele que el veneno es letal a través del entendimiento natural, pues si yo no he visto ni oído algo acerca de los efectos perjudiciales de un veneno en otros, no tengo manera de saber que se trata de un veneno, cosa que nos enseña la experiencia cotidiana: mucha gente que no conoce un veneno lo ingiere sin saber y perece. V.S. dirá que si esa gente conociera ese veneno sabría cuán malo es. Pero yo contesto que nadie conoce o puede llegar conocer un veneno si no ha visto ni oído acerca de alguien que por ingerirlo se haya causado daño a sí mismo. Supongamos que hasta hoy nunca hemos visto ni oído nada acerca de alguien que sufra algún daño por ingerir cierta especial; no sólo no la reconoceríamos como un veneno, sino que la ingeriríamos sin temor de sufrir algún daño, tal como a diario nos enteramos que ocurre verdaderamente.

¿Qué puede resultar más placentero en esta vida para un entendimiento íntegro que la reflexión acerca de esa deidad perfecta? Si, al ocuparse de lo más perfecto, nuestro entendimiento finito alcanza la máxima perfección a la que puede aspirar. Yo no cambio ese placer por nada en el mundo, y movido por un impulso celestial puedo dedicar muchísimo tiempo a su prosecución. Aunque puedo asimismo entristecerme profundamente al ver cuán limitado es mi entendimiento finito. Pero calmo esa tristeza alentando la esperanza de que, después de esta vida, aún existiré y perduraré para contemplar a esa deidad de una manera más perfecta, esperanza que es para mí más valiosa que la vida misma. Si creyésemos que el final de esta vida efímera y fugaz, en la que cada instante nos acerca a la muerte, es el final de esas sagradas y deliciosas reflexiones, seríamos más miserables que el resto de las criaturas, que ignoran que sus vidas van a terminar. Pues antes de la muerte nos haría infelices el temor, y después de la muerte nos haría infelices separarnos de esas divinas reflexiones, al dejar de existir. Las opiniones de V.S. parecen indicar que cuando esta vida se termina, se termina todo para siempre.

La palabra y la voluntad de dios, por el contrario, me reconfortan en el alma asegurándome que, una vez que esta vida haya terminado, me encontraré en mejor estado regocijándome en la contemplación de la más perfecta deidad. Y aún si se tratase de una falsa esperanza, al menos me haría feliz mientras espero. Eso es lo único que yo le pido a dios, y se lo seguiré pidiendo con mis oraciones, plegarias y ruegos (ojalá pudiera hacer algo más que eso para obtenerlo) mientras quede aliento en este cuerpo: que me conceda en su bondad la felicidad de seguir siendo una esencia dotada de entendimiento una vez que este cuerpo se disuelva, para seguir contemplando esa deidad perfecta. Y si obtubiera eso me sería indiferente qué se cree en este mundo y de qué se convencen los hombres los unos a los otros, si está o no fundado en nuestro entendimiento natural, si puede o no ser entendido. Ése es mi único anhelo, mi único deseo y mi continuo ruego: que dios me de la confirmación de esa certeza de mi alma. Y si la obtuviera (desgraciado de mí si no lo hiciese) mi alma exclamaría de gozo: “¡Como el ciervo anhela frescas vertientes, así mi alma te anhela a ti, oh dios viviente! Ah, ¿cuándo llegará el día en que esté contigo y te contemple?” Y si obtuviese sólo eso, tendría todo lo que mi alma busca y anhela. Pero si, como opina V.S., nuestro servicio no puede agradarle a dios, entonces yo no puedo alentar esa esperanza. Por lo que tampoco entiendo para qué nos crea dios (si se me permite hablar de él tan humanamente) y para qué nos mantiene, si no recibe ningún placer de nuestro servicio y alabanza. Si con esto me aparto de su opinión desearía que V.S. me lo aclarase. Pero me he demorado demasiado, y acaso a V.S. también, y como veo que ya no me queda ni tiempo ni papel, concluiré. Esto es lo que todavía me gustaría resolver en la correspondencia con V.S. Si aquí y allí he llegado yo a alguna conclusión que no coincide con su opinión, desearía que V.S. me lo aclarase.

Recientemente me he detenido a estudiar algunos attributa dei (17), tarea en la cual el Apéndice de V.S. me resultó de no poca ayuda. De hecho parafraseé los dichos de V.S. que me parecieron casi irrefutables, por lo que me sorprende mucho que L. Meyer diga en el prólogo que esas no son las opiniones de V.S., sino las que V.S. se vio obligado a enseñarles a ciertos alumnos a los que había prometido instruir en la filosofía de des Cartes (18). Y que V.S tiene, en cambio, una opinión muy diferente acerca de dios, del alma, y en especial acerca de la voluntad del alma. También veo que en ese prólogo se dice que V.S. publicará en breve una ampliación de esos Cogitata metaphysica. Tengo un gran deseo de conocer tanto esas opiniones como esa ampliación, porque espero de ellas algo especial, pero no es mi costumbre abrumar a nadie con elogios.

Lamento haberme extendido de lo que me proponía. Lo hice, como me lo pidió V.S. en su carta, con sincera amistad, y para que se descubra la verdad. Si puedo obtener una respuesta a esto me sentiré sumamente obligado con usted. Con respecto a la posibilidad de escribir en la lengua en la que fue criado, no puedo negársela a V.S. siempre que sea el latín o el francés, pero le ruego que al menos la respuesta a la presente me la envíe en esta lengua, pues en ella he entendido muy bien su opinión, cosa que quizás no pueda hacer tan claramente en latín. Si hace esto estaré obligado hacia V.S., y seré y permaneceré

Mi señor
A. y D. d. V. S. (19)
Willem van Blijenbergh

En la respuesta desearía ser instruido un poco más ampliamente sobre lo que entiende por negación en dios.

 

Traducción: Natacha Dolkens y Florencio Noceti.

 

 

NOTAS

 (1)
Se refiere aquí una vez más a Principios de la filosofía cartesiana. Véase nota 1 a la primera carta.

(2)
Cita casi textualmente carta II, página 1. Cambia “humanamente” por “impropiamente”.

(3)
Se refiere aquí una vez más a los Pensamientos metafísicos (parte I, capítulo 6). Véase nota 1 a la primera carta.

(4)
En latín en el original: “No se da mal absoluto alguno, como es evidente de por sí.”

(5)
Cita textualmente carta II, página 1.

 (6)
Cita textualmente carta II, página 2.

(7)
Cita textualmente carta II, página 2.

(8)
Cita casi textualmente la carta II, página 2.

(9)
En latín en el original: “Y que con respecto a nosotros es privación (en tanto que nos vemos privados de la óptima libertad esperable de nuestra naturaleza, y que está en nuestro poder) pero con respecto a dios es negación”.

(10)
Cita textualmente carta II, página 2. Lo hace, sin embargo, fuera de contexto y para aplicarla al hombre y no a las cosas en general.

(11)
En latín en el original: “Como la voluntad es libre para determinarse a sí misma, se sigue que nosotros tenemos el poder de contener la facultad de asentimiento dentro de los límites del entendimiento, logrando, en efecto, no incidir en el error.”

(12)
En latín en el original: “Toda la imperfección del error consiste solamente en la privación de la libertad óptima, a eso es a lo que se llama error”.

(13)
En latín en el original: “el mal es con respecto a dios negación“.

(14)
Cita textualmente Carta II, página 3.

(15)
En latín en el original: “Nosotros podemos mantener el poder de querer y de juzgar dentro de los límites del entendimiento.”

(16)
En latín en el original: “que afirma que entender las cosas clara y distintamente, repugna a la naturaleza del hombre”.

(17)
En latín en el original: “atributos de dios”.

(18)
Por “Descartes” en el original.

(19)
¿Adictísimo y Devotísimo de Vuestra Señoría?

 

 

 

 
 
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Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Jacek Malczewski, Death (detalle).