el interpretador narrativa

 

Sí, soy mala poeta, pero...

(Anticipo)

Alberto Laiseca

Gárgola Editorial, 2006

+ Presentación, por Vicky Rákover

 

 

 

 

      

Presentación

Sí, soy una mala poeta, pero...., de Alberto Laiseca, publicado por Editorial Gárgola.

 

Alberto Laiseca, según cuenta la leyenda, nació en Rosario y se crió en un pueblito de Córdoba, Camilo Aldao. Estudió algunos años la carrera de ingeniería. Y se ganó la vida en múltiples oficios; como mano de obra barata para levantar cosechas en el campo, corrector de pruebas en un diario, periodista, telefonista. En algún momento de la década del 70, Fogwill y Piglia, descubren a quien en 1976 la editorial El Corregidor le publicaría su primer libro, una novela, Su turno para morir. A principio de los años 80 publicaría un libro de cuentos, que por su sólo título –independientemente de su contenido— debería estar en toda biblioteca que se precie de tal, Matando enanos a garrotazos. Luego irían apareciendo otros libros: las novelas Aventuras de un novelista atonal, La hija de Kheops, La mujer en la muralla, El jardín de las maquinas parlantes, El gusano máximo de la vida misma, Beber en rojo (Drácula), Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati, Las cuatro torres de Babel; un libro de poesía Poemas chinos; los libros de cuentos, Gracias Chanchúbelo y En sueños he llorado; y un libro de ensayos, ¡Por favor, plágienme! Pero también, Laiseca es artífice de una leyenda, Los Sorias, novela desmesurada, tanto por los años que le llevó al autor escribirla, como por su extensión y por su derrotero de años y años en los cuales buscó sin suerte un editor que se animara a publicarla.

También habría que decir que Laiseca es un narrador oral. Su libro Cuentos de terror, que recopila algunos de los cuentos que reelabora y narra oralmente, en un ciclo de la señal de cable I-Sat, da cuenta del manejo que posee Laiseca de ese viejo arte olvidado y artesanal, de sentarse frente a alguien y contar una historia.

Una vez, un amigo, mientras tomábamos unos vinillos, escuchando Small Change de Tom Waits, me dijo, ves, ese es el encanto de Tom Waits, que es un hombre al que le sale la voz del corazón, que canta con las cuerdas vocales tensadas por sus sentimientos y la pasión. Y creo que de alguna forma se podría decir lo mismo de la obra de Laiseca, de sus relatos orales, de su escritura, de los pasajes más logrados de sus libros, que es la voz macerada en el mortero de los sentimientos y embriaguez de la pasión de un hombre que relata algo, tan lejano y próximo, como una experiencia, de algo, que sucede aquí y ahora, y que es, sin más, sin por qué, ni para qué, ni más tiempo ni espacio, que el que abre la voz del relato.

También, se podría pensar, toda la obra de Laiseca, como la reescritura de algunos pocos temas, a los cuales vuelve obsesivamente, en cada libro, cada vez, desde diferentes ángulos: el amor, el poder, la amistad, la muerte, la pregunta por la técnica, el sexo, el Mal, la búsqueda de la sabiduría, la guerra, el sin sentido y dolor de la existencia, el humor.

Laiseca es un autor que se mueve dentro del panteón de la literatura universal con la comodidad y felicidad que planteaba Borges que debía asumirse a la hora de sentarse a escribir, en su ensayo El escritor argentino y la tradición. Así, en Laiseca se puede leer una novela china – La mujer en la muralla—, un cuento gótico que rinde homenaje a Edgar Allan Poe  —El cuarto tapiado—, o una novela donde su realismo delirante se toca en un punto evanescente e impreciso con la novelística de Philip K. Dick –Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati.

Laiseca es un artista. Un sabio loco. Un mago blanco. Un narrador oral. Un escritor con un estilo, un sistema de citas, algunos temas y una galería de personajes –entre los cuales, él, dentro y fuera de sus ficciones, es su personaje más logrado y conmovedor— que ha producido alguno de los momentos más felices de la literatura argentina.
 
Laiseca, que es un aprendiz de brujo, un iniciado en los misterios de la magia, sabe como todo mago, que las palabras crean mundos, curan llagas, escriben cartas de amor, hacen brotar la risa en las situaciones más desamparadas y crueles, pueden dar sentido ahí donde la locura (que no es otra cosa que dolor en estado puro) es un príncipe cruel y déspota que humilla a sus súbditos con el solo propósito de deshumanizar al prójimo para convertirlo en un monstruo dócil con el cual gozar. Claro, que también sabe, que esas mismas palabras manipuladas por manos torpes o manijeadas  por el anti-ser pueden crear desiertos, sembrar el hambre, generar dolor, pudrir el alma, envenenar el placer, extraviar la existencia en los laberintos de la desdicha y la soledad sin fin.  Lo que quiero decir, es que, Laiseca, con su arte, con su magia, con sus palabras, no hace otra cosa, todo el tiempo, que intentar iniciar a su discípulos –a sus lectores y a sus oyentes— en el doloroso camino de la disciplina más difícil he imposible de todas, la de hacer del hombre algo humano, una experiencia sensible. Por eso siempre lo vi al maestro Lai como una suerte de Scherezade, que por medio del poder de la magia de los relatos pertrecha al alma de la inevitabilidad de la hórrida muerte, mitiga el dolor, le da un sentido a la nada de la existencia con su brutal carga cotidiana de barbarie, y a veces logra crear el milagro, a veces, sólo a veces, de hacer del hombre algo más que un saco de huesos depravado y perverso, y que pueda ser capaz de crear las condiciones de posibilidad que le permitan abrir  puertas en el alma  a la experiencia del amor y la amistad. ¿Qué sería del hombre sin la posibilidad de poder dar y recibir amor? ¿O qué sería del hombre sin la posibilidad de compartir un momento con un amigo? ¿Qué sería? Lo que es el mundo hoy, lo que fue y será siempre. Basta con ver con los ojos ciegos bien abiertos a nuestro alrededor, con caminar por la calle, ver la cara de las personas que viajan en un colectivo o en un tren como ganado rumbo al matadero, o de la cajera del supermercado que va despachando tu carrito lleno de mercadería. O tu propio rostro, ciertas mañanas, cuando te mirás en el espejo del botiquín del baño y lo que ves reflejado en él es la cara de Drácula y su destino de eterna soledad. El mundo es un lugar oscuro, injusto y horrible, y si no existieran artistas, magos como Laiseca, que nos dicen que el mundo es lo que es, algo terrible y demencial, y que sin embargo hay algo más, algo inexplicable y maravilloso, como el amor y la amistad, nuestras vidas serían insoportables. Serían un campo de concentración nazi.

Lo que sigue a continuación, es el primer capítulo, de una novela, que por estos días está publicando la editorial Gárgola, Sí, soy mala poeta, pero...,y que espero sea del agrado del monstruoso lector degenerado que lee estas líneas de presentación.

Vicky Rákover

 

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Alberto Laiseca

Sí, soy mala poeta, pero...

(Anticipo)

1. La adorable muertita

Tojo, el japonés, estaba totalmente decidido a jugarse por su amor. Acababan de sepultar a Analía en el imponente mausoleo de los Waldorf Putossi, en el cementerio de la Recoleta. “Mi adorada: al fin podremos realizar nuestras nupcias”, susurraba el delirante. Pensaba violarla, llevarse sus tetas como despojo romántico y dejar a cambio un crisantemo(1).

Era noche de diluvio. Con esa buena suerte que suelen tener los locos había saltado el paredón, sin que lo viesen, con ayuda de unos aparejos. Un monstruo amigo (antropófago retirado) le enseñó las mil y un tretas siouxs, cheyennes y pawnees para acceder a panteones supuestamente inviolables.

Luego de abrir la rechinante puerta iluminó las tinieblas con su linterna sorda. Muchos ataúdes lujosos, pero en el medio, sobre un catafalco, el sarcófago: como una pequeña tierra prometida:

ANALÍA WALDORF PUTOSSI

“Analía: te has ido con el amor de toda tu familia.

Que la muerte para ti sea leve.”(2)

El féretro era de cierre clásico. Nada de esas horribles chapas soldadas. De modo que la cosa, según suponía el japonés, venía fácil. Encaramóse de un salto y empezó a trabajar con una barreta. Le temblaban las manos, pero no de miedo sino de excitación. “Las cosas marchan bien. Adelante”, se dijo el romántico, sin saber que a esas mismas palabras las pronunció el general Custer un minuto antes de entrar a Little Big Horn.

Al fin logró levantar la tapa. Lo que ocurrió a continuación recuerda mucho a la escena del baño de la película Psicosis, del inmortal Alfred Hitchcock. Y hasta con la misma música:

“¡Quiii quiii! ¡Quiii quiii! ¡Quiii quiii!...”

La muertita abrió los ojos. Al comprender su situación lanzó un alarido horripilante, muy clase “B”, y empezó a estrangular al pobre Tojo quien, como dice Homero, “Lo vio todo rojo, cayó al suelo, sus armas resonaron y pasó al Hades”.

Analía, en ese momento y para ser francos, tenía problemas lo suficientemente serios como para justificar el que no se preocupase demasiado por su desdichadísimo salvador. Hipando, gimiendo y sollozando, terminó de salir de su casita de muñecas; más se desplomó que bajó del catafalco y, por último, buscó la puerta del horror de los horrores. Afuera seguía el diluvio y ella sólo con su vestidito a manera de sudario, pero como cualquiera podrá imaginar eso no podía incomodarla dado lo que le estaba ocurriendo. A Analía le costaba creer que esto le pasase. En fin: desgracia con suerte. Al menos para ella, no sé si tanta para el japonés.

Analía Waldorf Putossi odiaba los corpiños y jamás los usaba. Decía que eran “unos cortamambos”. Dejó expresas disposiciones testamentarias al respecto, pues temía ser ataviada con la detestada prenda: “Ningún corpiño formará parte de mi ajuar fúnebre”. La familia, aún deplorando la idea decidió cumplir con su última voluntad. De modo que la chica, siempre llorando su horror, caminaba por entre los panteones de la Recoleta aparentando estar desnuda: su vestidito, empapadísimo, se había vuelto como de vidrio y ya nada ocultaba.

De pronto, de la negra boca de una falsa cripta, salió un brazo fuertísimo que aprisionó uno de los tobillos de la resucitada. Hipos y llantos se transformaron en alaridos ante este nuevo horror; sobre todo porque la garra, que la hizo caer, comenzó a arrastrarla hacia el foso espantable. Analía se resistía y pareaba con la pierna que le quedaba libre. Todo en vano: quieras que no la obligaban a bajar peldaño a peldaño por la mojada escalera que conducía a la torca espectral y penúltima. Quien la secuestraba comenzó a lanzar chillidos de gozo al tiempo que le decía a otro: “¡Rápido, compañero, que no se nos escape! ¡Aquí está la muertita que prometió enviarnos el Príncipe de las Tinieblas!”. Analía sintió que las manos de otro tipo la tironeaban del pie que le quedaba libre. En un triki trake estuvo en la profundidad de la estancia, tenuemente iluminada con velas negras. Mientras uno de los degeneretis la inmovilizaba el otro cerró con llave la puerta de la falsa cripta. Éste, quien aún no había hablado, gritó jubiloso: “¡Pedro: Él se ha compadecido de nosotros! ¡Nuestra muertita es hermosa, hermosa!” “Te lo dije, Julio, que iba a suceder. Hombre de poca fe. Y está casi desnuda, sin corpiño, al natural. ¡El Príncipe de las Tinieblas es en realidad el Príncipe de la Luz!” “¡Eso! ¡Y qué linda es nuestra muertita! ¡Hasta tiene las tetas caídas!” “¡Vamos a sacarle el sudario!”. En un segundo la víctima quedó desnuda y comenzaron a violarla con desesperación. Analía era muy puta, pero en la última media hora había vivido cosas tan horrorosas que, como es lógico, pensaba en cualquier cosa menos en el erotismo. Se debatió débilmente, mientras intentaba explicarles a los monstruos que no estaba muerta, que la habían enterrado viva. “Sí, claro, me imagino –le dijo Pedro con ironía–. A eso de ‘me enterraron viva’ lo dicen todas las muertas”. Fue demasiado para la chica quien se desmayó. Verla en ese estado sólo tuvo como consecuencia que se excitasen más. Estuvieron toda la noche refocilándose con sus carnes indefensas.

Analía no podía saberlo aún, pero estaba en manos de los dos sepultureros locos del cementerio de la Recoleta.

 

(1)El crisantemo, como se sabe, es la flor nacional del Japón.

(2)A esta inscripción la tomé textual de una tumba romana encontrada cerca de Cádiz. Pertenecía a una mujer llamada Pompeya, que murió a los treinta y un años.

 

 

2. El monstruo que vivía debajo de la cama

Cuando Analía cumplió doce años y le empezaron a pespuntar las tetitas sufrió una desaforada explosión genésica. Se masturbaba día y noche. Llevaba un Diario personal, pero lo mantenía ocultísimo; bien sabía que si su vieja se apoderaba de él iba a reventarla. Pese a ser una piba de la alta sociedad, a causa de sus amigas burguesas y del mimetismo con ellas, su lenguaje escrito (no el oral, pues mucho se cuidaba ya que no era tonta) sufrió múltiples corrupciones. Pero como ya nos estaremos imaginando su santa madre la hubiese transformado en jamón del diablo por el contenido de sus escritos. No por la forma.

“Querido Diario: Hoy voy a hablarte del Monstruo que está debajo de la cama. Cuando apagaste la luz y estás en el entresueño sale de un salto, te baja la bombacha y te pega con la chancleta erótica. La chancletita. Puto. Ni siquiera te la saca. Te la baja el desgraciado. Para transformarte más en nena y así gozarte súper. Te disfruta. Y una muerta de miedo y excitación. Ahora yo digo: si el Monstruo necesita eso de pegarte en el culo... que lo haga de una buena y santa vez por todas, pero con gentileza, amor y consideración. ¿Qué necesidad tiene de... asaltarte? De acecharte ahí abajo, instalado, mañana, tarde y noche durante años. Y vos aterrada buscando una solución imposible. ¿No hay una manera de transar con él, hacerse amigo? ¿Y cómo hago?. “Salí, Monstruo, volvé. Está todo perdonado”. Sí, me imagino. Ma yo estaría dispuesta, te digo, con tal de que no me lastime ni me coma. ¿Y si sale con forma de ababáu? ¿O todo verde, como en las películas? A que te pomo. Aaahm. Qué rica. Hijo de puta. Ahora no lo llamo nada y que se joda. Él se lo pierde. Por querer cosas feas. Las chicas estamos para que nos hagan cosas lindas. Es decir: también nos pueden hacer cosas feas, pero chiquititas. No muy regrandísimas como seguro quiere hacer el Monstruo. La Bestia. El a que te toco con mi tentáculo. Tenta culo –Se ríe sola, de su chiste, de puro nerviosa. Sigue escribiendo. Sigue escribiendo:– ¿Qué hago? Socorro. No aguanto más. Esto no es vida. Tengo que encontrar una solución. ¿Y si le escribo una carta y se la dejo en su casa, ahí abajo?

‘Querido Monstruo: yo sé que estás muy solo y triste en tu caverna tétrica y apestosa porque perdiste la guerra de Vietnam...’

(no; mejor tacho lo de ‘apestoso’, a ver si lo toma a mal y se enoja).

‘...muy solo y triste en el tercer subsuelo de la Opera de París como el Fantasma de la etcétera. Yo también soy una chica solitaria y estoy dispuesta a ser tu amiga. Y hasta más que eso. Te brindo todo mi corazón. Pero me tenés que jurar que vas a ser muy rebuenísimo conmigo. Nada de eso que a vos te gusta de ababáu. Nada de aaahm, ni de a que te pomo. En cambio podés hacerme muy bastante de todo lo otro. Tené un poco de paciencia, por favor, y vas a ver que al final a vos también te va a gustar. Ser malo es pan para hoy y hambre para mañana. En cambio ser bueno es lo mejor porque la otra te lo agradece después de todo el miedo que pasé. Además te ponés en armonía con el Universo, los pajaritos cantan y da un beneficio de la gran puta.

Contestame la carta, Monstruo querido, decime que aceptás y yo te llamo y te juro que esta vez no me voy a asustar si te me aparecés equipado con la chancleta erótica. Vas a ser mi hermano y mi padre incestuosos. Estoy dispuesta a amarte y me parece que ya te amo, pero sé un poco menos raro de todo lo que podrías ser. Porfi. Pegame en el culo y en el chocho si no hay más remedio y creo que te da por ese lado, pero no en las tetas. Con la chancleta sí pero no con el cinturón y menos con la hebilla porque lastima. Cosquillas con una plumita en los pezones y en el tallo de bambú que todas las mujeres tenemos entre las piernas me parece muy rebuenísimo, pero no en las axilas porque a una le puede dar un ataque al corazón y después vos te vas a quedar sin. Te quiero y no seas guacho.

Tuya afectísima.

Analía’.

 

Pero el Monstruo no apareció, por más cartas que le puso en su madriguera. A lo mejor era uno de esos sádicos que no se las cogen a las minas. Se conforman con hacerlas sufrir. Son los peores porque con ellos una chica no tiene manera de transar. Pensó en buscarse un tipo. No importaba quien, el asunto era no estar sola. Después cayó en la cuenta obvia: es cierto que si dormís acompañada el Otro no se va a animar a salir porque tu novio te defiende. Eso es verdad, el problema es que una chica de doce años no puede llevarse a la cama al novio (a casa de sus papis) porque arde Troya. Cualquiera sabe que el Monstruo sale principalmente de noche para hacer sus correrías. Además ella le tenía un poco de muchísimo miedo al aguijón carnal didáctico del macho carnívoro... “Soy una maricona”, se puteaba furiosa.

Pero una noche se solucionó casi todo. Luego de su clase en el secundario pasó algunas horas en casa de una amiga. Volvía caminando a su hogar, por una calle oscura, pensando en el hijo de puta del profesor de Castellano I que le tenía ojeriza. Por su mente cualquier cosa menos el erotismo. De pronto sintió que una horrible y fuerte mano peluda le tapaba la boca y la arrastraba a una obra en construcción. Parece que el Monstruo no era uno, como ella imaginaba, sino dos. Y tampoco vivía debajo de la cama. Al contrario: le improvisaron una con pasto y maderitas. Se refocilaron con ella. Por decirlo así, suavemente, se dieron con Analía todos los gustitos. Bien podemos afirmar que éste fue el primer tratamiento de schock que recibió en su vida.

Volvió llorando a casa pero hizo silencio antes de abrir la puerta. No quería que los demás se enterasen de su vergüenza. Ante un hecho tan terrible una chica no tiene más que dos opciones, según supongo: o volverse loca o volverse puta (que es otra menar de volverse loca). Habría, quizá, un tercer camino; pero éste es tan difícil que hay que ser casi superwoman para encararlo. “Me violaron ¿y qué? Soy más fuerte que eso. No me harán caer en el masoquismo. No seré privada de una porción de felicidad”.

Analía, pobrecita, era una chica buenísima pero bastante débil. Ahora que el problema del desvirgue (por delante y por atrás) era una etapa felizmente superada se volvió putísima. Es decir: no del todo. Aunque no se me crea, en ella el putismo fue algo progresivo. Ya lo explicaré.

Es indudable que vivió muy mal durante algunas semanas. Hasta que descubrió que ya no le tenía miedo. Una noche (hacía rato que la luz estaba apagada) se incorporó en la cama y miró abajo, a las sombras: “¡Ya no te tengo miedo, hijo de puta! Llegaste tarde”.

Empezó a volver del secundario a altas horas. Excusas diversas, para que los padres no sospecharan: que si una amiga cumplió años, que si nos quedamos estudiando, etc. Pasaba, por supuesto, muy despacio por la obra en construcción. Con toda evidencia los tipos habían rajado temiendo una denuncia. Para su desesperación nadie volvió a violarla. Tuvo suerte. Luego de hacérselo la hubiesen cortado a pedacitos. Los machistas no soportan que una chica violada goce. Se enfurecen. De allí no hubiera salido viva.

Nadie sabrá nunca que más de una chica se hizo puta a causa del miedo que le tenía al Monstruo que vive debajo de la cama.

Se dedicó entonces a los pibes de su instituto. Se corrió la voz: “Analía es fácil”. Los tipos chochos, no así sus novias que estaban celosísimas. De modo que las compañeritas del secundario se complotaron: “Vamos a secuestrar a Analía. Le metemos un palo de escoba en el culo y otro en la concha” “De acuerdo. Yo pongo el coche” “Además le llenamos la boca con caca y pis de gato. Después se la cerramos con esa cinta ancha, ¿viste?, de atar paquetes. Y la dejamos así: atadita y desnuda, gimoteando en un rincón oscurísimo” “¿Y si se muere?” “Que se joda. Así va a aprender a no cogernos los novios, la muy puta. Después que pasen dos días hacemos una llamada anónima a la policía” “No, te lo digo en serio ¿y si se muere?” “Sería el ideal. Pero no creo: yerba mala... De todas maneras la idea no es matarla. Nos conformamos con que la lleven al manicomio. Con toda la mierda que le vamos a meter en la boca no va a poder dormir ni un minuto. Dos días tosiendo. El vómito le va a salir por la nariz, porque a la boca la va a tener cerdada” “Analía Putossi es puta y tose” “¡Es puta y tose! ¡Es puta y tose!”.

Pero el complot abortó. Nadie mira a las perdedoras. Había una chica llamada Sarita a quien todas despreciaban. Por la manera de hablar, moverse, vestir. Para las minas hubiera sido inconcebible que alguna vez ligase un novio y, en efecto, no lo tuvo. No ahí, por lo menos. Analía, que en el fondo siempre fue una buena tipa, era la única que le daba bola, Compartía con ella su merienda, a veces la invitaba al cine o a una heladería.

El complot no fue compartido con Sarita. Sabían que eran amigas. Pero aunque no lo hubiesen sido tampoco la hubieran llamado: “Ni se te ocurra. Esa perdedora trae mala suerte”.

El problema con las perdedoras es que tienen la capacidad de volverse invisibles. Lo mismo que las destruye es lo que, en ciertos casos, las beneficia. No la vieron. Sarita escuchó todo y en el acto se lo contó a Analía.

La Putossi pidió a sus padres que la cambiaran de colegio. Inventó algo. No podía decirles la verdadera razón del odio de sus compañeras. En el nuevo instituto se comportó como una santita. Seguía siendo puta pero en otros sitios. Aprendió que con las compañeras de curso no se jode.

De todas maneras Analía nunca entendió las razones de tanto odio. Para ella jamás fue una cuestión de competencia entre mujeres. “Yo sólo quería cogerme a esos pibes. Pero después se los devolvía. A mí no me interesan los tipos. Son todos unos aparatos. Mirá si no al Monstruo, que se hacía el sabio y el fuerte. Y después no se animó a salir. Prefirió dejar que me violasen en una obra en construcción. Al final resultó más maricón que yo. Son todos unos buenos para nada. Yo me los cojo pero no me engancho”.

 

 

Alberto Laiseca

 

 
 
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Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Massimo Carnevale, Obra (detalle).