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Los Rubios: Intelectuales, Crítica Histórica y Tragedia

Juan Ignacio Vallejos

 

 

 

 

La película Los Rubios de Albertina Carri se estrenó en Buenos Aires, en octubre del año 2003, generando un suceso bastante llamativo para un documental argentino de escasísimo presupuesto. Algo de esto se explica por el hecho de que Albertina Carri es la hija menor de Roberto Carri y Ana María Caruso, dos de los intelectuales de mayor trascendencia en el movimiento político de la nueva izquierda durante los años sesenta y setenta, asesinados por la última dictadura militar. En este sentido, el hecho de que fuera "la hija de Carri" quien estuviera filmando un documental sobre sus padres dio lugar a una cierta expectativa dentro del campo intelectual vernáculo. Ahora bien, el filme transitó sinuosos senderos que en múltiples oportunidades atrasaron su puesta en cartel. Uno de ellos sería de tono económico debido a un entredicho con la productora comercial Cine Ojo, dirigida por Marcelo Céspedes, que no aceptaba entregar las cintas debido a un supuesto dinero adeudado. Frente a este conflicto de intereses, el proyecto de Albertina fue apoyado por varios intelectuales, algunos de ellos antiguos amigos de Roberto Carri, como Jorge Carpio, Alcira Argumedo, Lila Pastoriza u Horacio González. Otra fue la reacción cuando se expuso finalmente el resultado de aquella empresa cinematográfica que proponía una nueva forma de abordar el trabajoso asunto de la Memoria. A un incómodo silencio le siguieron algunos textos críticos y varios debates que utilizaron al filme como insumo de discusión. Entre esos trabajos resaltan el de Martín Kohan (2004) de la revista Punto de Vista y los de Ana Amado en la revista Confines (2003) y en el libro Lazos de familia (2004).

Los Rubios fue signada desde su comienzo por cierto aire de desconfianza. La posibilidad de su subvención fue rechazada por el Comité de Precalifiación de Proyectos del INCAA. Las razones de esta decisión se basaban en que el jurado del instituto consideraba insuficiente la presentación del guión. En este sentido, los integrantes del comité, habían enviado la siguiente carta a Carri justificando su decisión:

"En Buenos Aires, a los 30 días el mes de octubre de 2002, el Comité de Precalificación de Proyectos decide NO EXPEDIRSE, en esta instancia, sobre el proyecto titulado "Los Rubios", por considerar insuficiente la presentación del guión. Las razones son las siguientes: Creemos que este proyecto es valioso y pide -en este sentido- ser revisado con un mayor rigor documental. La historia, tal como está formulada, plantea el conflicto de ficcionalizar la propia experiencia cuando el dolor puede nublar la interpretación de hechos lacerantes.El reclamo de la protagonista por la ausencia de sus padres, si bien es el eje, requiere una búsqueda más exigente de testimonios propios, que se concretaría con la participación de los compañeros de sus padres, con afinidades y discrepancias. Roberto Carri y Ana María Caruso fueron dos intelectuales comprometidos en los '70, cuyo destino trágico merece que este trabajo se realice". (Extraído el 20/09/04, de http://www.okupasenlared.com/acomodador/planodetalle/los_rubios2.htm)

Más allá de la poca o mucha consistencia que pueda verificarse en la determinación del comité transcripta, la cita nos advierte acerca de cierto lugar que la película viene a poner en cuestión. Los argumentos del comité de preselección, son argumentos enmarcables en una cierta idea de cientificidad propia del abordaje positivo de los objetos histórico–sociales. La apelación al peligro de la "ficcionalización", cumple con el propósito de remarcar el modo en que el supuesto dolor de la autora nublaría su correcta interpretación de los hechos.

Entre otros, fue Manheim (1941) quien, desde una visión ligada al marxismo, sostuvo la tesis de la existencia de una intelligentsia socialmente flotante, es decir, capaz de abordar un conocimiento de validez objetiva gracias a su capacidad de asumir puntos de vista contrapuestos. Esa misma visión fue luego sumamente criticada por su falta de correlato con las reales prácticas políticas y por su designación de los intelectuales como "guardianes de la razón" (Altamirano, 2002:151). De cualquier modo, la ambición de Manheim es retomada aquí por el comité del INCAA. Para Carri, como veremos más adelante, este hecho esconde menos un prurito metodológico que un interés porque no emerja una historia determinada: "La Historia, para ellos, estaba en la desaparición de mis padres y no en mi construcción como individuo a partir de una ausencia(1)". Para la directora no se trataba entonces de evitar un planteo subjetivo, sino su planteo subjetivo.

El tema del rechazo del proyecto por parte del INCAA luego formó parte del guión del mismo filme y fue debatido ante las cámaras por los integrantes del grupo de filmación. En la discusión emergieron consideraciones acerca del "deber ser" del relato sobre los sesenta y la forma en que las representaciones idílicas sobre los héroes de la nueva izquierda habían terminado por demarcar los límites de un género celebratorio incapaz de aportar cualquier elemento novedoso a la crítica. La directora sentenció entonces: "como generación, esta no es la película que ellos necesitan" (Carri, 2003). El comienzo de nuestro recorrido puede encontrarse allí mismo ya que con esas palabras la misma Albertina Carri delineaba el tono de su acercamiento y de la disputa que pretendía librar.

Los Rubios es una película que de un modo premeditado, o no, se develó como inesperada y polémica. No sólo por la reacción que produjo en gran parte del campo intelectual sino porque supuso la emergencia de un nuevo actor reclamando para sí el derecho a decir "su verdad" sobre los sesenta y los setenta en Argentina. Se trata de una obra incómoda consigo misma desde el momento en que se propone, al mismo tiempo, ser y no ser una "película sobre los desaparecidos", que a la vez incomoda al espectador que se enfrenta a una obra difícil de enmarcar dentro de cánones tradicionales. Su estructura está construida sobre la base de una asimilación crítica de lo que podríamos entender como el género "film argentino sobre la dictadura". Este género basado principalmente en el testimonio de "sus protagonistas históricos", cuando no en la dramatización o puesta en escena de la represión, de las torturas, de los asesinatos, ha constituido la forma legítima de abordar el objeto hasta la actualidad. La que podríamos identificar como la principal característica de la obra de Carri, casualmente pasada por alto por las críticas que recibió, es que resume en su modo de tratar la historia el legado de un silencio. En la obra se encuentran plasmados los efectos de un diálogo histórico inexistente que dejó como resultado la decantación de un relato críptico, fantástico, compuesto de héroes impolutos y de desapariciones, interrogantes sólo respondidos por la obscenidad del terror.

La hipótesis que pretendo explorar en este trabajo supone que la obra de Albertina Carri constituye una afrenta a un determinado segmento del campo intelectual, particularmente, a los que podríamos identificar como intelectuales de izquierda, en la denuncia descarnada del vaciamiento histórico impuesto por el discurso político de la década del ochenta en Argentina, y por el hiato que ha quebrantado la posibilidad de un diálogo crítico entre aquella experiencia y la realidad política actual. La de Carri es una voz que logra nombrarse como un sujeto diferente. Se opone tanto al simplismo reaccionario de la teoría de los dos demonios como a la celebración a–crítica de la experiencia de la nueva izquierda y ofrece en la encarnación de su propio dolor, la consecuencia de una historia trunca, encallada. Por esta razonó, para el caso de Carri, es necesario tomar cuenta tanto de las condiciones históricas de un "legado trunco", como expresaría Emilio De Ipola (1997), como de su carácter de recién llegada al campo intelectual desde el punto de vista de Bourdieu ([1987] 1993) lo cual la acerca a estrategias subversivas de enfrentamiento. En un segundo momento, será necesario indagar acerca del lugar a partir del cual Carri reclama la legitimidad de su relato y sus implicancias en la construcción de un discurso político en la actualidad.

La ausencia de un debate

El comienzo fue en 1996, cuando se cumplieron 20 años del golpe de Estado que inauguró la dictadura más sangrienta que vivió el pueblo argentino en toda su historia. Ese fue el momento en que varios intelectuales se decidieron a reflotar la reflexión acerca de la experiencia política de la nueva izquierda con un cierto espíritu autocrítico ya mas desligado del espíritu celebratorio de los ochenta. En efecto, al año siguiente, el número 58 de la revista Punto de Vista publicó varios artículos que aportaban miradas novedosas sobre aquella época aún difícilmente abordada. Entre ellos, Emilio de Ipola (1997) en su artículo intitulado Un legado Trunco, proponía una hipótesis a partir de la cual interpretar lo que a su juicio constituía el problema de la inmutabilidad del programa político de la izquierda en Argentina. El autor tomaba como elemento inicial de su análisis la participación política de los jóvenes universitarios en ese momento.

De Ipola comienza su análisis a partir de una ubicación espacio–temporal: una tarde de abril de 1997 en la Facultad de Ciencias Sociales, a un año del punto de inflexión que generó para muchos intelectuales el hecho de que se hubieran cumplido 20 años de aquel golpe de marzo del ‘76 y a un año de la fundación de H.I.J.O.S. El autor se detiene a observar la múltiple cantidad de afiches y pancartas que cubren el hall y manifiesta allí el motor que impulsa su reflexión: "...al menos a primera vista, el contenido y el tono de los afiches, y también el de los volantes y folletos que repartían o vendían los estudiantes, no parecían guardar mayor diferencia con respecto a los que se exponían o distribuían hace veinticinco años. Era como la reproducción de una vieja y familiar instantánea" (De Ipola 1997: 24). Esta reinstalación en un plano principal de las consignas de los sesenta y setenta refería su clave de interpretación a los años ochenta. El autor hacia referencia allí a la revisión que realizaron, en esa misma década, los intelectuales de izquierda en todo el mundo, cuestionando el discurso heroico de los sesenta y más específicamente su traducción a la práctica en los setenta. Para De Ipola esta revisión había adoptado en el caso argentino características especiales que la habían vuelto deficitaria con respecto al rol que debería haber cumplido.

"...aunque en apariencia estaban dadas todas las condiciones para un cuestionamiento profundo de la experiencia de los setenta, este cuestionamiento no tuvo lugar sino de un modo fragmentario y, a todos efectos prácticos, insuficiente. Dicho de manera más tajante, en la Argentina, a diferencia de otros países, no hubo prácticamente discusión ni confrontaciones sostenidas y productivas entre los intelectuales de izquierda acerca de los setenta." (De Ipola, 1997:27)

Aquella inmutabilidad en el tono de las consignas planteadas por las agrupaciones estudiantiles que reeditaban el discurso de los sesenta en los noventa, guardaba una relación específica con la ausencia de un debate dentro del campo intelectual. Esta ausencia habría inhabilitado de algún modo la posibilidad de cuestionar aquella experiencia. El silencio se unía, a la vez, a un proceso de mutación subrepticio que enrarecía aún más la posibilidad de reflexión. En aquellos años con el advenimiento de la democracia se producía una profunda reconversión ideológica de los intelectuales. El planteo de De Ipola remarca el hecho de que esta mudanza no fue el fruto de un verdadero debate colectivo:

"No por ello los profundos cambios ideológico–políticos que tuvieron lugar en esos años dejaron de verificarse en la Argentina. Pero lo hicieron de un modo silencioso y hasta cierto punto clandestino. Hubo un rápido desplazamiento de temas (de la violencia armada a la transición pacífica) y de evaluaciones (de la valoración positiva de la idea revolucionaria a la de la idea democrática); hubo, en suma, reemplazo de unos valores y unas creencias por otras –y en ciertos casos, simple coexistencia de las viejas con las nuevas convicciones, "doble discurso", como se decía justamente en los ochenta". (De Ipola, 1997:27)

A la vez, el autor remarcaba la ausencia o de un modo más crudo, la desaparición de aquellos que debieron haber llevado adelante aquel debate: jóvenes que en los años ochenta debieron haber tenido entre 30 y 35 años. Esta apelación a la figura generacional planteada por De Ipola no es casual. En la investigación sobre los sesenta y los setenta se hace presente de manera continua. La idea de generación como conjunto uniforme de sujetos se encuentra en la base del discurso lo que da la pauta de cierto compromiso emocional. El reencuentro entre padres e hijos, entre protagonistas y herederos de la historia, aporta una tonalidad íntima y desgarrada al relato.

"Las consecuencias de ese vaciamiento nos acercan al presente que pretendemos elucidar. En efecto, por obra de él se abrió un hiato insuperable entre los intelectuales de mi generación y los más jóvenes, aquellos que ahora tienen, aproximadamente, la edad de nuestros hijos. Estos últimos carecieron así de un elemento indispensable para la elaboración de sus experiencias: la transmisión de aquellas de las generaciones que los precedieron. Ese insustituible legado quedó, por tanto, inexorablemente trunco" (De Ipola, 1997: 27).

Puede leerse en el texto de De Ipola una clara conmoción frente a la emergencia de movilizaciones juveniles que con mayor fuerza en esos años retomaban la bandera de los sesenta, exponiendo el déficit originario con el que cuenta esta nueva generación en su acercamiento a ese periodo histórico. La ausencia y el silencio han marcado no sólo a los hijos de desaparecidos sino a toda una generación de jóvenes intelectuales que han debido construir su identidad política a partir de retazos idílicos, de incongruencias y de sueños propios que encontraban en los sesenta el lugar de la utopía realizada.

El intelectual que lee los sesenta

La relación que el denominado campo intelectual argentino estableció con la experiencia histórica de la última dictadura y con el proyecto político revolucionario de la década del sesenta, es a la vez densa y críptica. El terrorismo de Estado, manifiesto en la persecución política, la censura ideológica y el secuestro y asesinato de treinta mil personas durante el mismo periodo, ha constituido un insumo para la construcción de discursos muy variados y polémicos. Guiándonos por un bosquejo imaginario de las diferentes biografías que podrían trazarse sobre la vida de varios de los intelectuales que formaron parte del movimiento de la nueva izquierda que alcanzó su cúspide entre los años 1969 y 1973, encontramos al advenimiento de la democracia y al proyecto alfonsinista como un punto de inflexión ineludible. En palabras de Ricardo Forster los ochenta significaron la aparición de la figura de un intelectual que comenzaba a: "...pasar a la academia o a una práctica profesional donde (la) relación con la política o con la revolución o con lo que fuera, (...) ligado a una praxis, quedaba cada vez más licuada, vaciada de ese contenido poderoso que tenía unos años atrás" (Forster y otros, 2004:11). La lectura de Forster, en cierto modo, celebra ese pasaje, al mismo tiempo que señala el alivio que significó para muchos intelectuales la posibilidad de desarrollar una tarea intelectual menos contaminada por la política y por el reclamo de la acción concreta (Forster y otros, 2004:11). Este alivio, sin embargo, no se logró de manera gratuita en la vida de aquellos intelectuales.

En efecto, como sostiene Casullo (1997) el alfonsinismo significó dentro del campo intelectual una refundación de intereses y motivaciones. La dificultad que ha significado el abordaje analítico sobre los años sesenta y setenta no se resume únicamente por apelación a la herencia de un Estado de Terror que estableció límites concretos a la posibilidad de indagación. El por qué de su ausencia debe ubicarse en consonancia con una democracia que se estableció desde una pretensión de desvinculación con respecto a aquel pasado. El alfonsinismo argumentó una cultura ideológica del "grado cero", una refundación, –palabra bastante citada en el imaginario político argentino– que, a la vez, partió a la historia en dos sobre la base del eje racionalidad / irracionalidad. Aquel tramo histórico pasó a ser una reedición de la barbarie sarmientina arrojada al lugar de lo inentendible. Se le quitó así, a la sociedad, el compromiso con su pasado, estableciendo una atmósfera que en lugar de post–dictadura asumía el carácter de post–historia (Casullo, 1997: 20).

De este modo, la figura del desaparecido fue el último rastro que quedó. El último lazo a partir del cual argumentar la imposibilidad de desligarse completamente de aquel misterio. El desaparecido constituye así, según Casullo (1997: 24), el lugar de una memoria encallada, de un relato trágico que a la vez que permite recordar, impide contar la historia. La lectura realizada por las organizaciones de derechos humanos tomó la forma de una denuncia política frente al estado represor que si bien cumplió con el valioso objetivo de exigir justicia por lo ocurrido, acabó por construir la figura de un mártir impotente totalmente despojado de irreverencia. La oclusión de los temas referidos a la violencia revolucionaria y al planteo revolucionario en general, acabó contribuyendo, por omisión, a la opacidad de la historia desplegando la "falsa comprensión de que una víctima debe perder doblemente su historia para ser víctima eficaz" (Casullo, 1997:24).

Sobre la base de este planteo volvemos al punto inicial de nuestro trabajo: el hiato que impone la imposibilidad de diálogo entre dos generaciones, la de los sesenta y la de los noventa. En este sentido, cabría decir que el extrañamiento de las nuevas generaciones con respecto a la política no debe buscarse únicamente en los efectos nocivos de una cultura massmediática sumada a la famosa crisis de representaciones. Debería pensarse, del mismo modo, en el relato pendiente que se proyecta sobre aquella memoria innombrable.

"Como si esas generaciones habitadas por el silencio de un pasado, aquellos jóvenes que nos preguntaron y no nos preguntaron por sobre lo que fue, hubiesen asumido en manos propias no las herencias programáticas y praxis de aquel tiempo argentino, sino ese enigmático signo tan dificultosamente pronunciable sobre su existencia" (Casullo, 1997:16)

La generación a la que dice pertenecer Albertina Carri emergería de este modo como la víctima de un hiato histórico y de una discusión que el campo intelectual, en su momento, no supo o no quiso llevar adelante con la intensidad que hubiera sido necesaria. Sobrevive, de ese modo, la falta de un lazo de continuidad entre aquel proyecto político y la nueva realidad que nos interpela. Quizás aquellos intelectuales de izquierda que según Forster (2004) asumían de manera aliviada su pasaje a la academia, hayan tenido que pagar caro por su bienestar.

Variaciones sobre duelo y exorcismo

La forma en que fue reelaborada la memoria sobre la nueva izquierda en el periodo alfonsinista acabo por modelar formas de abordaje de la memoria delimitando márgenes claros de decibilidad. En el film de David Blaustein y Ernesto Jauretche Cazadores de Utopías de 1995 vemos concentrados una gran cantidad de elementos de análisis que se expresan en consonancia con esta determinación. En su momento el film provocó una reacción bastante álgida entre los intelectuales cercanos a Punto de Vista. En uno de los números de la revista, se incluyeron un articulo de Carlos Altamirano y otro de Raúl Beceyro que opusieron duras críticas al filme. Altamirano (1996), en su artículo llamado Montoneros se centra en la idea de que el film más que a una reflexión histórica se dirige a argumentar un duelo melancólico sobre la experiencia de la nueva izquierda en Argentina. La revisión histórica que desarrolla el autor asume al proyecto de Montoneros como un proyecto revolucionario, no reducible a la idea de resistencia. Desde esta óptica Altamirano se enfurece frente al eufemístico término "utopía".

"Siguiendo lo que se ha vuelto casi un hábito en los últimos quince años, ese término sin densidad histórica, que no ha interpelado nunca a nadie y que jamás activó ni el miedo ni la esperanza, reemplaza la palabra y la idea de revolución... de lo que se hablaba en los años que evoca la película era de revolución, así como se hablaba de poder y de toma del poder". (Altamirano, 1996: 4)

Se hace presente el efecto de mecanismos intrínsecos al relato oficial. La obra de estos ex-militantes montoneros no escapa a la transmutación que durante los ochenta reorganizó el discurso acerca de la nueva izquierda, anulando la posibilidad de nombrar la palabra revolución. Así, se repite la fórmula del relato que busca la eficacia de la víctima. El relato de los ex militantes se repliega ante el discurso del poder, que anuló su potencialidad revolucionaria, al incorporarlos a su historia como mártires.

Para Beceyro, Cazadores de Utopías se revela como un síntoma. Se trata de una obra que al mismo tiempo que se propone decir ciertas cosas, dice otras sin proponérselo (Beceyro, 1996:10). El film esta basado en la palabra de los "testigos históricos". El relato de quienes cuentan aquello que (les) pasó durante esos años. La palabra de una generación, como sostiene Albertina Carri, cobra allí un poder absoluto en su capacidad de decir verdad. Esta situación se vuelve notoria si prestamos atención a la idea de que si bien no todos los testigos coinciden en su relato, es más, suelen contradecirse frecuentemente, no hay ningún tipo de análisis sobre su discurso (Beceyro, 1996:10). No existe una consideración de los testigos como actores que pueden ser hoy protagonistas de una discusión sobre aquella historia, la palabra se encuentra encallada en algún lugar remoto, insospechado. Todos, en su calidad de mártires, tienen el derecho a decir su verdad sin que ésta pueda ser puesta bajo tela de juicio en ningún momento.

La temporalidad estática que se hace presente en el relato de los testigos del film de Blaustein y Jauretche.

"La impresión global que da la película es que cada uno de la veintena de testigos hablan como si se colocaran en el momento en que se producían los hechos a los que se refieren. Todos ellos hablan como si el tiempo se hubiese detenido, como si el presente del film, el momento (1995) en que es realizada la película, el momento en que ellos hablan, no existiera." (Beceyro, 1996:11)

La discusión inexistente y el hiato histórico que tuvo lugar en nuestra sociedad hacen que no se pueda dialogar con aquel pasado sin caer enmarañado en las telas del recuerdo. Es un momento histórico que ha sido tabicado, anclado en un lugar de donde se hace imposible poder rescatarlo. La obra no fue concebida como una crítica histórica abocada a una reflexión sobre lo que ocurrió, se trata de una celebración idílica y absoluta. Quizás la única forma que han encontrado aquellos actores políticos de consensuar su pasado épico con su presente moderado. Recortar la porción de la historia que no plantea contradicciones con su incorporación al sistema a partir de la década del ochenta. Sin embargo, la intencionalidad del film expresa una voluntad romántica. Se trata de querer brindar inspiración a nuevas acciones políticas: aquella utopía del pasado que alimenta utopías futuras.

Los hijos

Este deseo de establecer un legado, surtió efecto en muchos de los jóvenes que a pesar de no haber vivido de manera directa la dictadura, sentían de un modo muy fuerte la presencia de aquella historia. Sin embargo, la traducción del legado se encuadró en un margen ambiguo y contradictorio. ¿Qué decir entonces del modo en que este silencio, voluntario o no, brindó el impulso acciones concretas en manos de las agrupaciones de derechos humanos de jóvenes? Recuerdo que cuando surgió la agrupación H.I.J.O.S. yo me encontraba cursando la carrera de sociología. Uno de los días de la cursada un joven entró al aula difundiendo una actividad y contándonos que venía en representación de esa nueva agrupación. Cuando se fue, el docente a cargo del curso dijo: "evidentemente, estos jóvenes tienen algo que decir".

El surgimiento de la agrupación conmovió a muchos jóvenes como yo, que a pesar de haber sido hijos de militantes, guardaban una gran incógnita respecto de lo que había pasado en esos años. Más allá de la particular relación de cada uno con sus padres, de lo hablado o de lo callado, el clima de época no daba lugar al diálogo. No había espacio para pensar qué había pasado, sólo para sufrir por lo que había pasado. El sufrimiento se iba tornando así una apuesta estética que se consumía en el mismo acto. Mi generación adoptó la actitud de haber llegado tarde a la historia. Nuestro lugar era el de penar por aquel pasado que no habíamos vivido y que continuaba siendo el mito político más fuerte que podíamos percibir.

Pero entonces, qué es lo nuevo que tienen para decir los hijos. Es aquí donde la supuesta unidad expresada en la palabra generación comienza a segmentarse una vez más. Por un lado resulta evidente que el discurso de Albertina se construye por oposición al de H.I.J.O.S. desde el momento en que no se ubica en lugar del hijo que toma la palabra para ajusticiar la muerte del padre. El hijo se expresa allí como instrumento del padre ausente, la voz del joven (hijo) que se expresa ante el pasado toma la forma de un ornamento destinado a poner en relieve el recuerdo de quienes protagonizaron la memoria. No hay lugar para lo que los hijos tienen para decir. Lo hijos dicen si y sólo si asumen su papel secundario de repetidor de ideas, de reafirmador del duelo y del dolor. Los hijos son sólo la marioneta rejuvenecida de un héroe impoluto con quien no hay posibilidad de diálogo. Ante esta imposibilidad, el hijo asume los únicos dos lugares que le son dados a asumir: el de buen hijo que honra a su padre o el del hijo irreverente que le discute su autoridad pero sin abandonar su lugar de tutela. Esos dos lugares son los que han ocupado respectivamente HIJOS y Albertina Carri.

Albertina Carri:

La obra de Albertina Carri como fruto de su misma emergencia logra construir un plano de disputa acerca de la memoria. La obra apunta de lleno a poner en crisis el valor de la vivencia y del testimonio como sostenes de un discurso sobre la memoria. Al tematizar, tomando como ejemplo su propia historia, la complejidad del sujeto que narra/representa lanza un manto de sospecha sobre las lecturas que plantean de manera implícita una forma unificada de interpretar la historia. Cuando Albertina plantea en términos nebulosos la mecánica de la representación de su memoria está tan sólo siendo fiel al trasfondo enigmático que encierra ese periodo histórico para toda la sociedad (excepto para sus protagonistas). En ese sentido, la pregunta por el valor de la representación es una pregunta por el ahora de esa memoria. Carri continuamente trae al presente aquella historia, siguiendo una lógica inversa a la de Cazadores de Utopías que plantea una mirada detenida en el tiempo, transpolada.

"En Princeton yo decía que mi película planteaba una memoria fluctuante, hecha de documental, de ficción y de animación. Que lo que yo había querido hacer era algo que pensara todo el tiempo en el mecanismo de representación, que es lo que la mayoría de las películas sobre la memoria no piensan.". (Extraído de la Nota Esa Rubia Debilidad, por María Moreno, en el suplemento Radar del diario Página 12 del 19 de octubre de 2003).

Como vemos, Carri toma como objeto de reflexión al mismo acto de representar la memoria, denunciando a la vez la labilidad con la que ha sido construido el canon de lo que ella llama memoria de supermercado: lectura idílica abocada a delinear la figura de un desaparecido canónico capaz de interpelar nuestro presente sólo a partir del horror o de la santidad. La figura del supermercado alude al modo en que el discurso de los protagonistas se alineó con el discurso del poder, ocultando lo que se le demandaba ocultar y resaltando aquello que le estaba permitido. La palabra revolución y su transmutación en utopía dan prueba de este proceso.

En Carri, hay también efectivamente una reivindicación de lo privado. Sin embargo, se trata de una privacidad que se expresa en un tono público, político. Una privacidad que pretende argumentar a favor de lo excepcional. Una intimidad que pretende quitarle a los mártires su velo de santidad, que los acerca y los descanoniza. En este sentido, se trata de una privacidad política. Una defensa de la individualidad frente al avance avasallante de una compasión socialmente instaurada sobre un trasfondo voluntariamente opaco. El lugar de la hija irreverente frente al espectro de sus padres busca conjurar la carga que depositan esas muertes sobre la espalda de sus hijos. La niña que contesta es la adulta que se permite a si misma cuestionar la santidad de sus padres y asumir la emancipación de sus derechos.

"Yo quería enfrentar al espectador con ese sentimiento que titila que es la relación con mis padres. Cuando era chica pasé por todos los estados. Tuve, obviamente, momentos de mucha bronca. Enojo porque me habían abandonado, porque habían elegido otra cosa y no a mí. También pasé una época en que los consideraba héroes retomando la versión de la familia. Héroes, lindos e inteligentes. Nunca los pensé como víctimas porque siempre tuve mucha conciencia de que la de ellos había sido una elección." (Nota Esa Rubia Debilidad, por María Moreno, en el suplemento Radar del diario Página 12 del 19 de octubre de 2003).

La hija que denuncia su abandono es la hija que se permite colocar a sus padres en un plano de igualdad, que los baja del altar impoluto de los héroes para posibilitar una lectura justa de su decisión(2). Hijos interpelados por una moral que los insta a adorar a sus padres heroicos cuya emancipación política no escapa al momento previo del enjuiciamiento al padre como rito de pasaje a la adultez.

"Fui menor de edad durante muchísimo tiempo. Y no tuve documento hasta que fui grande. Cuando mis padres desaparecen la primera documentación se pierde. Después, mi documento no salía nunca. Siempre había algún problema. O sea que no tuve identidad hasta los 18 años". (Nota Esa Rubia Debilidad, por María Moreno, en el suplemento Radar del diario Página 12 del 19 de octubre de 2003).

La cita es por demás sugerente: es ella misma quien que se otorga su identidad. La historia que heredó la relegó a un lugar incierto, inidentificable. La capacidad de salir de ese estado borroso se une indefectiblemente a su propia emancipación. En el discurso de Albertina la posibilidad de ser alguien va unida a la adultez, a la capacidad de ejercer un derecho, a la voluntad de diferenciarse. Para Albertina, la capacidad de realizar una revisión sobre la experiencia histórica que vivieron sus padres implica no tanto una expertiz teórica sino una habilitación moral, un permitirse pensar.

"Cuando aparecen los HIJOS no me interesan nada. No es esto exactamente lo que quiero decir. Pero no sé qué palabra utilizar. No me interesaba la mirada reivindicativa y me daba impresión el nombre. Yo no quiero ser hija toda la vida. Quiero ser otras cosas y en el medio también soy hija". (Nota Esa Rubia Debilidad, por María Moreno, en el suplemento Radar del diario Página 12 del 19 de octubre de 2003).

Por el modo en que ha sido procesada históricamente la experiencia de la nueva izquierda el lugar del hijo fue asimilado al del huérfano o al del vengador. Se le prodiga la atención propia de una víctima de la fatalidad o de un clon del padre en miniatura que vive anacrónicamente anclado en esa historia, persiguiendo sus mismos fines. El hijo es también por eso un ser despojado de identidad: porque se olvidó de que su identidad no era sólo un bien otorgado, sino el producto de una acción concreta. La identidad no sólo se hereda, también se construye.

Si nos dejamos avasallar por la imagen del hijo construido por el poder, por aquella memoria de supermercado que decide qué perfil de la historia es el legible, el hijo como actor social y político pierde interés. Se trata, en resumidas cuentas, de un actor que inscribe por fuera de la Historia que merece ser contada. Un personaje secundario, ornamental.

"Al intentar despedazar (como a un cuerpo) la ausencia de mis padres, logré aunar el pasado con el presente. Asociar mi presente como directora con mi pasado marcado por esta ausencia parecía una tarea, además de ambiciosa, impertinente y desafiante. Un desafío que en un comienzo se presentó como inejecutable, porque la decisión de no narrar solamente El Pasado, con la solemnidad que eso hubiese acarreado, fue inamovible. Y esto fue inexplicable para cuanta fundación y/o productor haya leído el proyecto, ya que La Historia, para ellos, estaba en la desaparición de mis padres y no en mi construcción como individuo a partir de una ausencia"(3)

La película se propone como señala Amado (2003) un acto de duelo, un cierre con respecto a un pasado que continúa proyectándose de manera angustiante. Sin embargo, se trata de un duelo que abre la puerta hacia una nueva vitalidad política y hacia una identidad propia.

Albertina Antígona

La primera acción política de Los Rubios consistió en identificar a su oponente: la obra se presentaba, de esa manera, como un acto dirigido a disputar el lugar de un nuevo actor legítimamente habilitado para contar su historia sobre la nueva izquierda en Argentina. No obstante, la apelación a la idea de generación denotaba un substrato un tanto débil para sostener el litigio frente al campo intelectual. ¿De quien habla Carri cuando habla de la "generación de sus padres"? Específicamente, podríamos identificar allí a un grupo de intelectuales ligados ideológicamente al proyecto de la nueva izquierda durante los años sesenta y setenta, y luego absorbidos por las instituciones académicas durante los años ochenta que distan bastante de lo que podríamos llamar una unidad y en términos sociales son evidentemente una minoría. La apelación a la idea de generación cumple aquí, como lo hace en el análisis propuesto por De Ipola, con el objetivo de dar cuerpo al inmenso caudal emotivo que acompaña estas reflexiones. Lo ilógico que supone analizar un hecho histórico de estas características en términos de generación es tan sólo la forma de conjurar el dolor y habilitar un lugar de reflexión que no cierra del todo la puerta hacia la propia vivencia y hacia el compromiso personal.

El discurso de Antígona frente a Creonte es desde cierto punto de vista un discurso individualista. Antígona desobedece la ley de la República, conspira contra el orden social apelando a un soporte ético individual, a un amor fraterno. Albertina conspira contra el discurso político de sus padres colectivos, a quienes ha dado el nombre de generación, apelando a una razón pasional, a un amor filial. Albertina concibe su interpretación a partir de un modelo de orden diferente al del intelectual que analiza y que legisla sobre la memoria de los sesenta y setenta. Su ética es una ética individualista pero, al mismo tiempo, acaparadora de una potencia difícil de soslayar.

En su Estética, Hegel realiza una descripción de lo que a su entender constituyen las diferentes clases de poesía dramática. De este modo establece el principio esencial de la tragedia, la comedia y el drama. En lo que hace al principio de la tragedia, el autor señala que su verdadero contenido emana del llamado "círculo de las potencias sustanciales, legítimas para sí mismas en la voluntad humana: (tales son) el amor a la familia, de los esposos, los padres, los hijos, los hermanos; también la vida estatal, el patriotismo de los ciudadanos (Burger), la voluntad del soberano; además de la existencia eclesiástica..." (Hegel, 1983: 276). Notemos que el autor coloca en un plano de igualdad en tanto potencia legítima a la vida estatal y al amor a la familia. Para Hegel el verdadero tema de la tragedia es lo divino. En este sentido, lo ético en tanto sustancia que aporta el contenido a la acción individual se hace presente como lo divino en su realidad mundana. Es la acción individual entonces la que al querer llevar adelante su determinación, para sí absoluta, suscita contra sí misma el pathos opuesto. En el conflicto resultante es donde se genera entonces lo trágico caracterizado por el hecho de que ambos aspectos de la oposición "tienen legitimidad tomados para sí, mientras por otra parte pueden sin duda cumplir el verdadero contenido positivo de su fin y carácter sólo como negación y violación (Verletzung) de la otra potencia, también legítima, y por tanto caen asimismo en culpa en su eticidad (Sittlichkeit) y a través de ésta" (Hegel, 1983: 277).

Lo que Albertina Carri, devenida Antígona, plantea en su obra es la clara expresión de un conflicto trágico. El reclamo hacia su madre implica la habilitación de un pequeño resquicio reparador en donde piensa que ella pudo haberla elegido en lugar de su compromiso revolucionario. Albertina como una reeditada Antígona es quien intenta sepultar el cuerpo de su madre. El cuerpo de una mujer construida por Albertina y por su voluntarioso recuerdo, que quiso a sus hijas tanto o más que a sus ideales y que se vio sobrepasada por una sucesión de actos que la condujeron a un camino sin retorno.

Esta es la lectura ética que plantea la obra Los Rubios. La legitimidad de su planteo se sostiene en última medida por la apelación al amor filial como una sustancia que existe por encima del amor a la república. Su esencia encierra un conflicto trágico muy poderoso. En este sentido, resulta sumamente llamativo leer en críticas como la de Martín Kohan (2004:27) que Los Rubios es una película que "quiere escasamente conmover". Un planteo como ese denota una gran falta de sensibilidad en la apreciación del film como obra artística y en la interpretación del costo, no sólo personal sino histórico, que implica haberse atrevido a filmar una película como Los Rubios. Si nos guiamos por los cánones establecidos de lo que "es llamado a conmover" quizás demos lugar a interpretaciones superficiales. No es posible determinar como hace Kohan que la representación del secuestro de los padres a través de muñecos Playmobil es simplemente un acto de despolitización. Ese tipo de interpretaciones para con un obra de arte revelan una rusticidad pavorosa. Lo que críticas tan virulentas y faltas de sutileza como la de Kohan dejan llamativamente de lado es el terrible peso que para una artista puede implicar exponer su vida de manera tan desgarrada, inaugurando a la vez una manera de leer la historia que la gran mayoría de los intelectuales no se ha atrevido a explorar.

La recepción de Los Rubios en el campo intelectual

El libro Legisladores e Interpretes de Zigmunt Bauman (1997) plantea una ambiciosa hipótesis acerca del rol de los intelectuales en la era moderna. Para Bauman el significado del concepto mismo de intelectual se relaciona de manera directa con el Iluminismo. El autor señala una ligazón intrínseca entre el surgimiento del Estado moderno, asociado a un claro modelo preconcebido de orden, y el de un discurso, a saber, la Razón, capacitado para dar sustento a aquel modelo y a las prácticas definidas por su implementación. La conexión planteada ubica al intelectual en el engranaje de una maquinaria estatal aceitada por lo que Bauman la define como síndrome de poder/conocimiento. Su segunda hipótesis indica que este dispositivo accede a una redefinición en la época actual a partir de un divorcio entre el Estado y el discurso intelectual que da lugar a lo que conocemos como post–modernidad. Bauman actúa inteligentemente ubicando la distinción entre modernidad y post–modernidad sólo desde la perspectiva de la praxis intelectual. Vale decir que es únicamente la práctica social la que puede ser calificada como moderna o post–moderna.

La praxis intelectual es víctima de una mutación sumamente significativa. Si a lo largo de lo que hoy en día podríamos identificar como era moderna, los intelectuales mantuvieron de manera sólida un control sobre el gusto y el juicio estético, ejerciendo un incuestionable poder sobre el campo del arte, esta situación mutó de forma concreta. La autoridad de los intelectuales en este campo se encuentra hoy en cuestión y es aludida en tanto tema de discusión y no en tanto presupuesto. La visión moderna del mundo concibe al mismo como a una totalidad ordenada. Se expresa de ese modo un patrón explicativo de los acontecimientos que funciona como herramienta de predicción y de control. Esta efectividad enmarcada por la impostación de un conocimiento concreto proporciona el criterio para clasificar las prácticas en superiores e inferiores. "Las prácticas que no pueden justificarse objetivamente (...) son inferiores, en la medida en que distorsionan el conocimiento y limitan la efectividad del control" (Bauman, 1997:12). La visión post–moderna desregula esta situación concibiendo la existencia de un número ilimitado de modelos de orden. Estos modelos se encuentran unidos de manera necesaria a un determinado conjunto de prácticas que los convalidan. En este sentido, cobran fuerza sólo en virtud de su aceptación por parte de una comunidad de significados desligándose de cualquier otra prueba de legitimidad. Esta visión de la realidad justifica para Bauman una variación en la estrategia de trabajo del intelectual. La modernidad asimila al intelectual en el lugar del legislador con autoridad para arbitrar en la validez de los juicios morales y en el gusto artístico. La post–modernidad lo relega al lugar del intérprete cuya estrategia de trabajo se remite a la traducción de enunciados. Este trabajo hace posible el entendimiento entre comunidades de significados diversas que, por su parte, ostentan cada cual su autonomía soberana.

Este encuadre general nos permite vislumbrar diferencias en cuanto a la estrategia de trabajo intelectual entre dos de los textos que analizaron la obra de Carri: el de Martín Kohan (2004) y el de Ana Amado (2004). En esos dos trabajos vemos la puesta en juego de herramientas muy disímiles e identificables que establecen una suerte de continuidad con el proceso descrito. Kohan, en resumidas cuentas, se arroga el poder de quitarle legitimidad a la obra de Carri; sus observaciones la califican como a una suerte de impertinencia. Carri es impertinente al querer "estar dos veces" (2004: 26), una como ella misma y otra representada; es impertinente al actuar de forma desconsiderada frente a los intelectuales que se ofrecieron a participar del filme, considerando la escena en la que la actriz que la representa da la espalda a los monitores (2004: 28); es impertinente al "postergar la dimensión más específicamente política" (2004: 28) de su relato, desconsiderando a la vez los relatos humanizantes de los compañeros de militancia de sus padres; es impertinente al representar el secuestro de sus padres con muñequitos Playmobil ya que de ese modo despolitiza el secuestro (2004: 29); es impertinente y en su final representa un acto absurdo e irrelevante "un juego de poses y un ensayo de levedad; donde las poses consiguen pasar por postura, y la levedad por gesto grave" (2004: 30). Kohan aplaza a Los Rubios y relega el film al lugar de lo irrelevante, de lo que no merece ser interpretado, su integridad se presenta para él como falta de ética. El autor no intenta entender la fuente de legitimidad de Los Rubios, la ignora inconscientemente o la inhabilita de manera consciente.

La estrategia de Ana Amado (2003) es casi la opuesta. En primer lugar acepta dialogar con el discurso de Albertina Carri y lo incorpora a su relato conectándolo con diferentes objetos de reflexión. En este sentido, comprende que el discurso de Carri obtiene su legitimidad por apelación a una comunidad de sentido que no es la comunidad que componen los intelectuales de izquierda ligados a la experiencia de la nueva izquierda. Carri dialoga, como lo hace en el mismo film, con los jóvenes que forman parte de su entorno. Un entorno ligado con la práctica artística que, a pesar de demostrar inquietudes en el plano político, se presenta directamente como heredera de un pasado borroso. Carri le habla a su generación con sus propias palabras y Amado se permite entenderla estableciendo una distancia. Es así que logra dar cuenta, por un lado, del substrato emotivo del planteo:

"Mas allá de los principios complejos y aún contradictorios que orientan su voluntad de intervención, en sus producciones estéticas o en los discursos testimoniales (...) los hijos intentan volver tangible el recuerdo de una cotidianeidad doméstica borroneada en el tiempo, de un imaginario de circulación de afectos, de cercanía de los cuerpos, y sobre todo, procuran restituir los signos de una leyenda encabezada por la figura del padre arrancado por la violencia" (Amado 2003:57).

En un segundo lugar, interpreta la forma en que las obras de los hijos se ubican en el plano del afecto con un tono trágico y angustiado. Así, puede percibir un sostén ético del planteo otorgándole el valor que se merece. Queda claro, de ese modo, el lugar por el que transita lo "provocativo" de la obra. Es una provocación que indefectiblemente se asocia a un fundamento íntimo:

"...los padres guerrilleros (...) se apartaron de ellas (como del resto de los hijos en su misma situación) por la fuerza de un deseo y una elección. Albertina Carri se queja de las derivaciones siniestras de esa opción; reclama y desafía más allá de la muerte al espectro del padre y de la madre que se le vuelven extraños, casi extranjeros por la invisibilidad, el sin lugar de su muerte" (Amado, 2003:61)

La autora logra de este modo conjurar el planteo de Carri: realiza una traducción desde una comunidad de sentido hacia otra, otorgando a cada una su espacio determinado.

Ahora bien, a primera vista, llama la atención la gran diferencia que existe en el tono de ambas críticas. Kohan reacciona como la víctima de una supuesta humillación por parte de Carri y Amado no solo no percibe a los Rubios como a una humillación sino que hace apelación, al igual que De Ipola, a cierto contenido emotivo enlazado a la figura del reencuentro entre padres e hijos. Sin embargo, el cruce entre estos dos trabajos con sus respectivas interpretaciones y críticas da pruebas de un conflicto presente dentro del campo intelectual. La aparición de los Rubios implica la emergencia de un nuevo actor que se auto-habilita a decir su verdad y que por ese mismo acto emerge como sujeto político. La construcción de relatos históricos acerca de la nueva izquierda continuó un camino trazado en los ochenta por el alfonsinismo que la arrojó como a una rueda de Ixión a girar sobre su propio eje, en un lugar y tiempo remotos. Sin embargo, lo que nunca estuvo en duda fue quien era su enunciador, a quien pertenecía esa historia. La historia pertenecía a sus autoproclamados protagonistas. Esta situación, correlato de un poder, ha colaborado en la construcción de un discurso segmentario que confluye en el hiato histórico que analiza De Ipola (1997) a partir de la construcción de un espacio cerrado de discusión. Vale decir, a la no-apertura del debate propia del modo en que fue procesado históricamente el rol de la izquierda, se le ha sumado la demarcación de un territorio generacional, al cual sólo sus protagonistas históricos tienen derecho a acceder. En este sentido, la forma críptica y oculta en la que fue mantenido ese periodo histórico ha favorecido, del mismo modo, la determinación de un acceso privilegiado al saber, basado en una propiedad generacional que se sostiene en la figura del protagonista histórico(4). Sólo a sus protagonistas les es otorgado el privilegio de criticar aquella historia. Sólo ellos poseen la habilitación moral de autoanalizarse. Al resto, es decir, a los que no "sufrieron", sólo les queda el deber de pleitesía. De este modo, la desaprobación de los Rubios por parte de Kohan, así como la interpretación que realiza Amado, se sostienen no sólo a partir de diferentes posturas teóricas e ideológicas sino también a partir de diferentes posiciones hacia dentro de un espacio de poder. La idea de generación en este análisis enlaza a una etapa etaria una determinada posición dentro del campo. Hay quienes tienen derecho a ir más allá y hay quienes no.

El caso en cuestión implica a la vez una complejidad doble que se deriva tanto de la problemática relación entre arte y política como de la irresoluble fragmentación del pasado. El margen de acción que le resta al intelectual que analiza Los Rubios es realmente muy acotado. Debe evitar caer en la sumisión de un planteo estético a una responsabilidad política y dar cuenta de manera coherente de los condicionamientos histórico-sociales que existen por detrás de su emergencia. Infelizmente, Kohan pasa por alto las dos tareas interpretando al film en tanto alegato político, es decir, pasando por alto cualquier sutileza que provenga de su condición de obra de arte y entendiendo a Los Rubios como al producto de una mente soberbia e individualista ajena a cualquier proceso histórico o social. Es justamente él quien a partir de su posición de actor secundario, fiel al poder del protagonista, llama al orden al joven artista irreverente. Amado adopta una actitud mas abierta pero debemos entender que ella posee un derecho implícito a expresar su opinión con respecto a los sesenta del que Kohan carece. Es ella en tanto que protagonista, con una posición de poder dentro del campo, quien está habilitada para traducir el discurso de Carri.

Quizás obras como Los Rubios constituyan un primer paso en el camino de reconstrucción ideológica de un proyecto político y cumplan con la meta de abrir la memoria a la mirada de la justicia. Por el momento, el paso que ha dado Carri hacia la adultez nos insta a pensar de qué forma debemos expresar nuestro compromiso hoy con un cambio político. La nebulosa historia que hemos heredado nos ha dejado en una situación de minoridad política, tutelada por un discurso a–histórico de héroes y utopías románticas. Los Rubios se propone, a su modo, conjurar un mito que en lugar de inspirarnos nos "castra". Este paso que ha dado Albertina Carri nos abre a la vez a nuevos interrogantes que deberemos responder ya no como joven generación, sino como intelectuales adultos contemporáneos a su propio tiempo.

 

Juan Ignacio Vallejos


 

NOTAS

(1)Extraído el 20/09/04, de http://www.okupasenlared.com/acomodador/planodetalle/los_rubios2.htm

(2)Sobre la idea de justicia aplicada a la historia para estos mismos años hacemos referencia al artículo de Oscar Terán (1997) Pensar el Pasado.

(3)Extraído el 20/09/04, de http://www.okupasenlared.com/acomodador/planodetalle/los_rubios2.htm

(4)Esta idea ha sido elaborada por el sociólogo Emiliano Alvarez, quien se encuentra en la actualidad trabajando sobre estos mismos temas.

 

BIBLIOGRAFIA

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  • Bourdieu, Pierre [1987] (2000) El campo intelectual: un mundo aparte, en Cosas Dichas, Gedisa, Barcelona.


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  • Terán, Oscar (1997) Pensar el pasado, Revista Punto de Vista Nº 58, agosto de 1997, Buenos Aires.

 

 

 

 
 
el interpretador acerca del autor
 

 

               

Juan Ignacio Vallejos

Nació en Buenos Aires en 1976.

Egresado de la carrera de Sociología de la UBA en 2002. Cursó la Maestría en Sociología de la Cultura en el IDAES. Luego trabajó dos años en la materia Teoría Estética y Teoría Política de la Facultad de Ciencias Sociales.

Actualmente vive en Paris y hace un doctorado en Historia en l’Ecole des Hautes en Sciences Sociales.

   
   
   
   
   
 
 
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Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Francisco de Goya, El perro semihundido (detalle).