el interpretador narrativa

 

Mi amigo Abarca

Emilio Bertero

 

 

 

 

—Lo mejor es el tránsito, no el destino.

Cuando Abarca empieza a soltar frases como ésta, significa que está medio borracho. De modo que ni bien lo escuché, empecé a pensar en cómo hacer para no tener que llevarlo hasta la puerta de su casa. Más rápido de reflejos, el negro Gómez me ganó de mano.

—Bueno muchachos, me voy yendo, mañana arranco tempranito —dijo mientras se ponía de pie y dejaba sobre la mesa la plata de las dos ginebras con hielo que había tomado.

—Chau Negro, cuidate —alcanzó a hilvanar Abarca, aunque Gómez seguro no pudo escucharlo, porque ya marchaba a paso vivo rumbo a su casa en Plaza Italia.

Era el final de un verano que había resultado demasiado fresco y lluvioso, con pocas tardes como aquellas, alargadas hasta la noche en la vereda del bar de Humboldt y Santa Fe, donde la barra paraba desde ya ni me acuerdo cuándo.

—Vamos Abarca —propuse resignado y con la esperanza de no tener que desvestirlo y acostarlo tras enjuagarle los vómitos.

—Esperá, tengo algo que quiero hablar con vos.

No era mi día de suerte.

—Bueno viejo, dále, ¿qué te pasa? —le exigí con impaciencia.

No me contestó enseguida. Como sumido en una profunda reflexión, entornó la mirada perdiéndola tras los autos que se devoraba Luis María Campos. Con frecuencia desataba nuestros nervios demorándose en eso; si estaba fresco lo soportábamos porque de ese estado de gracia (al que sabíamos fingido), solía emerger con algún pensamiento que provocaba deliberaciones entretenidas y establecía una pausa en nuestro habitual aburrimiento, o hacía estallar risas jubilosas que servían de aspirinas a nuestras tristezas. Pero casi borracho muy poco era lo que podía aguardarse, así que le pegué un sacudón sin contemplaciones.

—¡Che!, dejate de joder y volvé para acá.

Me miró con sorpresa, después con pesadumbre y al final me pareció que con rabia. Sin decir agua va, se dejó correr por la silla de lata hasta que la nuca se le calzó en el respaldo, abrió las piernas rodeando las patas de la mesa, cruzó las manos sobre la barriga, y ahora destinó al cielo su contemplación. Armándome de paciencia, acompañé su mirada respirando hondo e intentando disfrutar del cielo limpio de nubes que empezaba a llenarse de estrellas lilas, adelantadas en mi atención a la maraña de cables del aire inmediato.

—¿Viste que ya no está de moda que la luna inspire a los poetas?

Empezaba a sacarme de quicio. Sacudí mi vaso haciendo tintinear los cubitos de hielo, que flotaban en cantidad exagerada para disimular la escasa medida de ginebra.

—Contestame con sinceridad, ¿vos sos o no sos amigo mío?

La pregunta sonó como un lamento y olfateé problemas. Seguía desparramado en su asiento, pero abrió grandes los ojos y me clavó la mirada. Cuando se emborrachaba los ojos se le ponían rojos, esta vez tenían un tinte amarillo que se me antojó tenebroso, parecían unas luces mortecinas viniendo del fondo de un pozo. Un alambre de frío me enhebró la espalda y apenas pude replicar con un por supuesto que intenté hacer sonar enfático.

En rigor Abarca no era justamente un amigo, estaba porque se nos había acoplado y su presencia constante era una costumbre impuesta como herencia dejada por el Ruso, con quien había empezado a venir a juntarse con nosotros, cuando hacía rato habíamos pasado nuestros veinte años. No era de nuestro riñón, no había estado jugando a la pelota en la cortada, tampoco en las ratas al colegio, las visitas a los prostíbulos, las coladas al cine, las primeras borracheras y cigarrillos a escondidas o los bailes en antros de rompe y raja. Pero, el Ruso nos lo encomendó —nunca nos explicamos bien por qué— cuando se fue a vivir a España, y Abarca siguió viniendo, nadie le dijo nada y en realidad nadie tampoco se quejó. Aunque algo pesado durante sus borracheras y demasiado ingenuo para su edad, era un tipo generoso si andaba con billetes, poseía un fino humor y algo de conocimientos en cine y literatura, lo que a varios de nosotros nos servía para ahorrarnos tiempo y plata con malos libros y películas, salvo a Marcos, que nos descalificaba diciendo que con nosotros sólo valía la pena hablar de fútbol o mujeres, porque para lo demás Abarca resumía nuestra falta de estética propia.

—Se trata de Rosa.

Casi me caigo de la silla.

—¡Lucho!, dos ginebras —pedí con urgencia, no fuera cosa que a Abarca le faltase combustible justo en ese momento.

—Gómez se fue.

—¿Y qué? ¿Vos no te tomás otra?

Asintió como si me estuviese haciendo un favor. Regresó al silencio y a mi alteración la hizo crecer la alarma por la mención a Rosa. Por suerte Lucho cayó con las ginebras enseguida. Traté de calmarme dedicándome a la que dejó frente a mí.

—Rosa, Rosita vieja nomás.

Lo dijo sin cambiar de posición y con los ojos cerrados, casi inmóvil; apenas el labio superior le tembló ligeramente. Con expectación, pero a sabiendas de que poco tenía por hacer si Abarca había decidido tomarse su tiempo, me dispuse a desesperar todo lo que hiciese falta.

El último trago de ginebra me devolvió un reflujo agrio. Sin embargo pedí otra, la de él seguía intacta y amenazaba transformarse en un agüita con escaso resabio de alcohol. Al fin, salió de su ensimismamiento embuchándose la bebida de un solo trago.

—Tenés que decírselo.

—¿Qué tengo que decirle? ¿A quién? ¿A Rosa? —pregunté con ansiedad, si había alguien al que había que contarle algo era a él, no a Rosa.

—No, boludo, al turro de Lucho, que no nos siga cagando; que se deje de bautizar la ginebra, venimos siempre che, somos clientes, yo no digo a los que no son del barrio, pero a nosotros...

—¿Y por qué no se lo decís vos? Además Lucho es un empleado, en todo caso habría que hacerle la queja al trompa —propuse aliviado.

Poco me duró, después de un rato mascullando, arrancó:

—Hoy estoy acá con vos chupando ginebra y me gusta; mañana estaré con Rosa vaya a saber haciendo qué y seguro que también va a gustarme, la semana que viene, el mes que viene, el año que viene, sería bueno estar acá con vos chupando ginebra y al otro día estar con Rosa vaya a saber haciendo qué.

—Decime Abarca, ¿vos no andarás con pensamientos de muerte? —le largué mientras le ponía una mano sobre el hombro y se lo apretaba con fuerza, a sabiendas de que no se trataba de eso.

Abarca se sonrió de costado, a lo Dillinger, como él mismo describía esa mueca que solía hacer.

—No loco, si no son ni mis cuatro de la tarde —Siempre se refería a la edad en términos de horas del día, pensaba que eso era poético.

—Pero igual, soy el mayor de todos, estoy grande para andar cambiando de novia, y mucho más para buscarme amigos nuevos —siguió hablando, en un tono de voz algo intimista, algo melancólico.

A mí no me salió nada para decir. Casi de golpe, apenas preanunciado, empezó a levantar viento. Abarca giró la cabeza hacia Santa Fe y volvió a quedarse quieto y callado. Un tren destartalado, lleno de laburantes colgando de las puertas, se detenía sobre el puente de la Juan B. Justo, para reemprender enseguida un avance penoso. Abarca alzó su mano derecha apuntándolo con el dedo índice, al que se puso a mover contando los vagones.

—Ocho sacando el furgón —me dijo con una expresión satisfecha— ocho —remarcó abriendo hacia mí todos los dedos de una mano y tres de la otra.

A mí seguía sin salirme nada que viniese a cuento, especialmente porque no hacía otra cosa que pensar en que algo había sucedido con Rosa, que algo Abarca había descubierto o, por lo menos, que algo estaba sospechando. La idea me inquietaba más a cada momento, así que con mal tono, aunque no demasiado por las dudas, le dije:

—Bueno, vamos que ya es tarde.

—Ponele que haya cien pasajeros por vagón, son ochocientos, ponele que la mitad sean mujeres, son cuatrocientas, ponele que la cuarta parte estén entre las dos y las tres de la tarde, son cien, ¿qué te parece?

Me miraba como quien busca aplauso y admiración tras verter un pensamiento sesudo, inalcanzable para el común de la gente. Deliberadamente, lo ignoré mirando al cielo, que se había cerrado con un negro tormentoso, ocultando a las estrellas que lo inundaban poco rato atrás.

—¿Qué te parece? —insistió.

Y como tampoco respondí, siguió hablando él, después de una pausa larguísima.

—Ojo, que eso es contando nada más que el tren, y en rigor un tren —enfatizó el un inclinándose hacia mí con afectación— mirá si hago la cuenta para los colectivos que pasan por acá, y después le sumo los departamentos que tenemos a la vista y los negocios con una o dos empleadas cada uno.

A esa altura del partido pensé que el etílico lo tenía conquistado sin remedio, y que para escuchar alguna coherencia en relación a lo que había amagado decirme, tendría que esperar hasta que durmiese algunas horas. Y capaz —me ilusioné— después de que durmiese ya no le parecería buena idea decirme algo de lo que había amagado contar.

—Se viene el agua Abarca, ¿no te parece que mejor nos vamos?

—Son muchas minas, ¿no? —siguió en la de él.

—Y sí, más bien, siete por cada tipo, eso dicen —encontré algo que aportar en medio de mi intranquilidad.

Abarca hizo la Dillinger de nuevo, se incorporó y, medio tambaleante, enfiló para el baño del local. Se tropezó con el escalón de la puerta, pero pudo conservar la estabilidad. Lucho pasó llevando una pizza fragante a la mesa de al lado y me dí cuenta de que tenía hambre. No obstante, me veía venir que la hora de pagar iba a encontrar a Abarca demasiado desparramado como para echar mano al bolsillo, de manera que me abstuve de pedir algo de comer, limitándome a la última —me prometí— ginebra del día.

—¿Para el hombre también? —preguntó Lucho en un tono que obligaba a decir que sí.

Cuando Abarca volvió del baño, las dos ginebras ya estaban servidas. Bebió un par de sorbos cortos con naturalidad, creo que sin darse cuenta de que las ginebras de antes ya las habíamos terminado.

—Me demoré porque había un tipo meando.

—¿Y con eso?, si el baño tiene dos migitorios. Y además está el inodoro.

—¿Estás loco? En el inodoro de esta inmundicia siempre hay flotando stronzos ajenos, y los dos migitorios están tan cerquita uno del otro, que el de al lado te ve el instrumento a placer.

—¿Y?, ¿te da vergüenza de que sea tan chiquita?

—El tipo tenía pinta de puto, mirá adentro disimuladamente, es ese que está morfando un tostado en la barra.

Me había pedido disimulo, pero él se dio vuelta y señaló agitando el brazo sin ninguna reserva.

—A mí no me parece —diagnostiqué.

—¿Cómo podés saber si vos nunca te volteaste a uno?

Se lo concedí no contestando. Armándome de paciencia, para ver si Abarca volvía sobre el asunto, empiné mi vaso dejando que uno de los trozos de hielo se me deslizara en la boca, y me puse a chuparlo como si fuese un caramelo, hasta que dejé de sentirle gustito a ginebra. Lo deslicé con los labios dentro del vaso, capturé otro y repetí la operación. Por el rabillo del ojo me daba cuenta de que Abarca me miraba con fijeza.

—¿Vos qué sabés si la tengo chiquita? ¿Quién te lo dijo? —me interrogó pegándome un sacudón en el brazo.

Parte de la ginebra que me estaba llevando a la boca se me derramó sobre el pecho. Sentí deseos de golpearlo.

—¿Qué hacés boludo?, ¿para qué tomás si siempre terminás así?

De un solo trago se terminó su bebida y depositó con violencia el vaso sobre la chapa de la mesa, que temblequeó por un instante. Se rió y empezó a sobarme la espalda.

—No hagás papelones —le dije retirándole la mano.

—Podrías haber respondido que me la viste en las duchas del club.

Me sentí harto y sin ganas de seguirle la corriente, en ese momento pensé que era preferible quedarme con la intriga. Además, en cualquier momento se largaba el chaparrón.

—¡Lucho!, cobrate —aproveché que el mozo pasaba llevando unas hamburguesas.

—¿Vos sabías que a Rosa le gustan las violetas?

—Ni idea —le dije lo más calmo que pude sostenerme, claro que lo sabía, algunas mujeres nos cuestan carísimo y no nos dan casi nada, otras en cambio se nos derraman gastando apenas una moneda en unas florcitas de morondanga.

—Mirá cómo son las cosas, un montón de minas y justo…

Abarca llegaba finalmente al punto. Arrastró el justo poniendo cara de melodrama, se interrumpió y empezó a mover la cabeza a izquierda y derecha, como renegando para sí. De pie a nuestro lado, Lucho esperaba que alguno de los dos le pague, porque yo me había quedado con la mano temblando adentro del bolsillo y preguntándome cómo se había enterado.

—Tomá pibe, cobrate contando una vuelta más, la última —En un movimiento inesperado, Abarca sacó un billete grande y lo estiró hacia Lucho, quien lo aferró al vuelo y se hizo humo, simulando no escuchar que yo ya no quería más.

—Acá tenés lo mío y lo del Negro.

—Rosa cobró el sueldo y me acercó oxígeno, be quiet —le agarró un ataque de inglés.

—¿Qué te pasa Abarca?, ¿a qué estás jugando? Hoy te pegó mal en serio —decidí seguir haciéndome el desentendido todo lo que pudiese.

—¿Te parece che? Qué desilusión, creía que andaba en uno de esos estados de lucidez extrema que te hacen ver con claridad cosas normalmente invisibles, o por lo menos translúcidas.

—No me jodás, decime de una vez lo que te anda rondando y terminémosla, ¿un montón de minas y justo qué?, dále, no des más vueltas —cambié de idea pensando ahora que ya que la historia se había estropeado, lo mejor era acabar con la cuestión de una vez por todas.

—Epa, a mí me parece que a vos es al que le pegó mal, decía una pavada, no es para que te pongás así, pensaba nada más que cómo habiendo semejante montón de minas, haya machos andando con putos como aquel de la barra.

Mientras dejaba sobre la mesa las ginebras y el vuelto, la mirada de Lucho viajó veloz hacia dentro del local, pareció que iba a decirnos algo, pero se limitó a guiñarme un ojo y marcharse.

—Me pareció que no era eso lo que decías —indeciso, me puse a pesar de nuevo la conveniencia de que Abarca reculara y no se hablara del asunto.

Me hizo otra vez la Dillinger, asió el vaso de ginebra con ambas manos, lo elevó como si fuera un cáliz durante la consagración y se rió. Para no volarle un bife, me tomé de un solo trago mi medida.

—¿A vos te parece que Rosa está buena?

—Sí, es linda —repliqué cansado y comenzando a creer que Abarca me estaba haciendo el juego del gato y el ratón.

—Ya sé que es linda, yo no te pregunto si es linda, yo te pregunto si a vos —remarcó el vos— te parece que está buena, si está fuerte, si vos —lo remarcó más todavía— te encamarías con ella.

Ahí me dio ganas de contestar como para lastimarlo, pero me arrepentí. Su cara se había puesto del color de la tiza, tragó la ginebra que le quedaba, se ahogó y empezó a toser y a estornudar regando toda la mesa, yo no sabía qué hacer. Cuando se calmó, extrajo un pañuelo de su pantalón y se sonó con fuerza, el cuerpo se le ladeó y temí que cayera de la silla, de modo que me incliné para estar cerca en caso de que hiciese falta sostenerlo.

—Lo que haya pasado entre vos y Rosa —arrancó con imprevista seguridad, aunque enseguida se detuvo y se quedó pensativo— , o lo que esté pasando, —continuó tras una pausa larguísima, mirándome fijo y enarcando las cejas— , para mí pasó y ya está, si desde ahora la cortan y empezamos de nuevo como si no hubiese ocurrido nada.

No había estado jugando, al fin entendía adónde iba, aunque el primer impulso fue hacerme el que no. Me hubiese hecho falta algo más de ginebra aunque sea para tener en que entretener las manos. Abarca había rozado el patetismo más de una vez, pero nunca se había caído del borde. Tras la súplica ronca, pastosa, apenas audible, el gris de sus ojos turbios se clavaron en los míos, dejándome entrever un sufrimiento enquistado desde años, sosteniendo la fe en una solución imposible. No sé si con pena, con culpa, con vergüenza o con qué, mentí una aceptación asintiendo con la cabeza.

—Gracias amigo —me dijo, pero su mirada no cambió en nada, no ví en ella ni un atisbo de satisfacción, ni siquiera esperanza, mucho menos alivio.

Y debí haber sido muy transparente, porque agregó: —Vos quedate tranquilo, yo me las voy a saber arreglar.

Supe que no, que aunque yo cumpliese él no iba a saber arreglárselas. Algún código de barrio boyando por mi conciencia, me inducía a decírselo. No pude. Me paré, le dí un par de palmadas sobre el pecho y, pasándole un brazo sobre sus hombros, lo empecé a arrastrar hacia su casa.

—El sábado Atlanta juega con Platense allá, ¿te prendés?

Soltándose de mí con suavidad, bajó a la calzada caminando de espaldas y mostrándome, con sus brazos estirados y las palmas de las manos abiertas, que no quería que lo acompañase. Una pickup casi lo atropella. Un insulto del conductor se mezcló con su respuesta.

—No, gracias —le escuché decir —el sábado voy a quedarme con Rosa, tengo que dedicarme un poco más a ella.

De pie, inmóvil junto a la mesa, lo ví darse vuelta, terminar de cruzar en dirección al quiosco de flores y comprar un ramito de violetas. Tras perderlo de vista entre las sombras de Humboldt, un relámpago de la tormenta inminente me lo devolvió por un instante.

 

Emilio Bertero

 

 
 
el interpretador acerca del autor
 

 

               

Emilio Santiago Bertero

Nació en Santa Fe en febrero de 1955.

Es Ingeniero en Recursos Hídricos y actualmente se desempeña como consultor del Estado Nacional para programas ambientales con el Banco Interamericano de Desarrollo.

Se introduce en el mundo literario en 1988 con una breve experiencia en un taller de guión teatral de Argentores; es a partir de 1998 que asiste de manera consecuente a talleres literarios, habiéndolo hecho hasta el año 2004 en los auspiciados por el Gobierno de la Ciudad Buenos Aires, bajo la coordinación del escritor Julio Diaco, con quién también participó de un taller de dramaturgia en el año 2005.

Ha publicado cuentos en la revista “Abrapalabra” del Centro Cultural Tato Bores, y ha participado en la revista “Con perdón de la palabra”, proyecto de ficción-opinión.

A partir del año 2005, integra un grupo independiente de taller y edición, con el cual ha editado los libros de antologías de poesía y narrativa breve “Texturas” y “Cuerpo de letra”. “Mi amigo Abarca” se encuentra incluido en este último.

   
   
   
   
   
 
 
 
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Imágenes de ilustración:

Margen inferior: George Lucks, Jack and Russell Burke (detalle).