el interpretador ensayos/artículos

 

La intimidad de un hombre simple.

Los escritos autobiográficos de Bioy Casares.

por Alberto Giordano

 

 

 

 

En enero de 1972, unos meses antes de suicidarse, Alejandra Pizarnik le escribe a Silvina Ocampo una carta estremecedora, excesiva desde todo punto de vista, en la que le recuerda que la ama "SIN FONDO", le dice que querría tenerla desnuda a su lado leyéndole un poema, y después, en el colmo de la exaltación amorosa y el patetismo, le ruega que le haga un "lugarcito" en ella, que la ayude, que la cure, que no haga "que tenga que morir ya".(1) Seguramente somos muchos los que, cuando leímos por primera vez esta carta, además de sorprendernos por la naturaleza y la intensidad del vínculo entre las dos escritoras, pensamos de inmediato en el tercero excluido: ¿Bioy sabría de esa relación amorosa, que la pobre y tantas veces engañada Silvina –según la penosa imagen matrimonial que él mismo impuso en numerosas entrevistas- también tenía sus deslices, y que esas infidelidades eran, en algún sentido, más radicales que las propias, por ser menos previsibles y convencionales? Todos saben qué busca un don Juan en las mujeres, hasta las que lo padecen, pero difícilmente un don Juan sepa, tan rudimentarios son los estereotipos con que acostumbra pensar lo femenino, qué formas pueden tomar el amor y el erotismo entre una mujer de casi setenta años, que para colmo es su esposa, y una joven extravagante de treinta y cinco.

En este contexto de conjeturas y suspicacias que podrían parecer impertinentes para un ejercicio crítico (si no fuese que el crítico no tiene por qué renunciar al más circunstancial de sus afectos, aunque sí intentar transmutarlo en formas de saber), una imagen de "Adolfito" que Pizarnik esboza en la carta para subrayar la excepcionalidad de su amada se recorta con una precisión inquietante: "A él lo amo pero es distinto, vos sabés ¿no? Además lo admiro y es tan dulce y aristocrático y simple." Después de leer con detenimiento las Memorias y los papeles privados que ya fueron editados, y de revisar los libros de entrevistas en los que, disimulando con elegancia la vanidad que es de rigor en esos casos, Bioy Casares rememora su vida para ofrecerle al lector las figuraciones de sí mismo por las que querría se lo reconozca y recuerde, se puede conjeturar que la simpleza que le atribuye Pizarnik ni le parecería injusta, ni lo incomodaría. "A mí las buenas noticias me alegran y las malas me desagradan. Sé que una psicoanalista, amiga mía, que durante unos diez años me vio de cerca, dice a quien la quiere oír que soy el hombre más normal que ha conocido. Otra amiga psicoanalizada, que me hizo algunos reportajes, me dijo que yo parecía un psicoanalizado de los que le había hecho bien el análisis."(2) Qué otra cosa más que un hombre simple, satisfecho de su simplicidad, parece ser el que abre un capítulo de sus Memorias con esta sorprendente declaración de equilibrio y normalidad. Pero es cierto que el contexto de la carta, y sobre todo la fascinación de la remitente por sus propias rarezas y sus dificultades para afrontar la vida, propician otra valoración del epíteto. Cuando Pizarnik le dice a Ocampo que su encantador esposo es un hombre simple, para entredecir que no es como ellas, que son complejas y desequilibradas, es posible que también le esté diciendo que el dulce aristócrata carece, como la literatura que escribe, de "plenitud".(3)

No parece una mala idea, tratándose de alguien que vivió pendiente de la atención que despertaba en las mujeres, revisar, a contrapelo de lo que suponemos habrán sido sus intereses, las estrategias de autofiguración que atraviesan los escritos privados y las Memorias de Bioy Casares, a partir de la ambigüedad y el desencanto que transmite la mirada, implacablemente femenina, de Pizarnik. Es posible que desde una perspectiva como esta, marcadamente insidiosa, la simplicidad se revele menos simple y grata, pero acaso también más interesante, de lo que pretende hacer creer.

Los últimos años de Bioy Casares fueron, en más de un sentido, años de declinación. La vejez le llegó, como a todos, con su cohorte de achaques, enfermedades y pérdidas. A despecho del continuo crecimiento de su prestigio y su fama, el debilitamiento progresivo e irreversible alcanzó también a sus destrezas literarias. El Bioy de Un campeón desparejo (1993) y De un mundo a otro (1998) es un narrador "cansado y repetitivo, [que] presenta, con debilitada hilaridad e ingenio remanido, los temas de siempre."(4) Desde comienzos de los 80, los apremios económicos, consecuencia del despilfarro y la mala administración de la fortuna familiar, agravaron el panorama de decadencia generalizada. En esos años finales, por imposibilidad de hacer algo mejor, y por necesidad de reparar en parte la economía ruinosa y el narcisismo herido por la vejez, Bioy se dedicó a publicitar –cierto que con la discreción y el pudor propios un gentelman- su vida privada. Se prodigó en entrevistas, en las que pasó una y otra vez del comentario y la apreciación de cuestiones literarias al recuerdo de algunos episodios significativos –siempre los mismos- de su biografía; cedió a la tentación de publicar parte de sus papeles privados, una recopilación de cartas y un cuaderno de citas que se dejan leer con bastante menos interés y placer que el que prometen (5), y emprendió la redacción de sus Memorias, proyecto que cumplió parcialmente y para cuya ejecución le faltaron dedicación y talento.(6)

Si atendemos al subtítulo que Bioy eligió para anticipar el contenido de la que iba a ser, según la contratapa, la "primera entrega", Infancia, adolescencia y cómo se hace un escritor, sus Memorias resultan desconcertantes. Todo hace suponer que hubo un plan compositivo que guió la escritura de los primeros capítulos, la rememoración iba a extenderse linealmente por los dominios biográficos acotados en el subtítulo, pero que después Bioy lo olvidó –por pura distracción, no por la presión que ejercieron algunos recuerdos imprevistos- y siguió escribiendo, en un desorden expositivo creciente, saltando de una cosa a otra, algunos capítulos de lo que tal vez hubiese sido la segunda entrega: la amistad y las colaboraciones literarias con Borges; una estadía fatídica en New York con Victoria Ocampo; los viajes a Europa en el 49, el 51 y el 54. Así se llega al capítulo 23, titulado "Miscelánea de recuerdos", en el que el lector se despide definitivamente de la esperanza de reencontrar en el memorialista al viejo constructor de tramas rigurosas.

Bioy fracasa en la labor de autobiógrafo no sólo por sus desprolijidades retóricas, sino también por la falta de interés que transmite su escritura, porque recuerda no como quien revive y hace que el pasado regrese, sino como quien constata que lo pasado pasó. "No acierta con la estructura del relato, ni con el tono que por momentos oscila entre el convencionalismo reticente y la ironía que intenta adobar lo insípido." (7) La falta de intensidad es consecuencia a veces de la pereza, del desgano, y otras de la obstinación en ejercitar una forma de memoria aditiva y acumulativa, como la que se exige y exhibe un viejo para mostrar que todavía no la perdió. En estas Memorias recordar es, muchas veces, enumerar, sin reanimar, las cosas del pasado, hacer listas, catalogar: los poemas que le recitaba el padre mientras le preparaban el baño; los caballos y los perros que tuvo de niño; los amores adolescentes con primitas, vecinitas y bataclanas; las actrices de cine de las que se enamoró; las marcas de coches que admiraba; lo que había y lo que pasaba por la Avenida Quintana; los libros que escribió antes de convertirse en escritor; los nombres de las estancias de la zona de Pardo; los escritores que conoció en los viajes. Sobre este horizonte de cosas muertas e indiferenciadas, hay unos pocos recuerdos que cobran valor de acontecimiento, de lo que no puede olvidarse porque todavía no terminó de ocurrir. Son recuerdos que el memorialista recupera como indicios de una situación o antecedentes de una historia pero que al mismo tiempo la escritura expone desprendiéndolos inadvertidamente de cualquier estrategia compositiva, de cualquier cálculo en términos de autofiguración. Recuerdos en los que se entredice algo íntimo de las vivencias pasadas, algo que el que recuerda no sabe que vivió y que por eso mismo, por la presión que lo irreconocible ejerce secretamente sobre sus palabras, está interesado en contar. "La intimidad –dice José Luis Pardo- aparece en el lenguaje como lo que el lenguaje no puede (sino que quiere) decir." (8) Como para cualquiera, porque para cada uno la propia le es ajena, la intimidad es para Bioy una dimensión a la que el relato de su vida no tiene acceso, pero que lo mueve secretamente y siempre encuentra formas de manifestarse en él.

"A mí la vida me ha gustado siempre, y me gustaba escribir y podía escribir. Me gustaban las mujeres y podía tener mujeres. Me divertía jugando al tenis. Así que me consideraba una persona que no podía quejarse." (9) Otra vez el hombre simple cortejando el recuerdo de una vida de satisfacciones simples, la vida desapasionada de alguien que se conformó con poco (tal vez si no se hubiese conformado con ser un narrador eficaz, Bioy hubiese podido ser, no un mejor escritor, pero sí un escritor más interesante). Aunque se trata de la transcripción de una respuesta dada en el curso de una entrevista, esta digresión autocelebratoria podría formar parte del relato autobiográfico de Bioy, no sólo por el contenido, sino también por la forma (el estilo desganado y las rudimentarias técnicas expositivas, hacen que las Memorias parezcan más un texto dictado, con liviandad y poco interés en cómo va quedando, que uno escrito). Mostrarse satisfecho y no quejarse, esa parece ser la consigna que gobierna al Bioy memorialista. Si la simplicidad de las aspiraciones (llevar una vida "cómoda y grata") alcanza para explicar el sincero y perdurable sentimiento de satisfacción, el tópico de la ausencia de quejas, tan propicio para la figuración de un carácter discreto y templado, no siempre responde a un sentimiento auténtico, y algunas veces trasluce el esfuerzo de negación que lo funda. Bioy elude las quejas en el ámbito público (las Memorias), se las permite, con menos moderación de la que estaría dispuesto a reconocer, en el ámbito privado (sus diarios), pero es en el ámbito de su intimidad, allí donde no puede verse ni reconocer como propio lo que le pasa, donde toma cuerpo, entre las palabras que cuentan su vida, un lamento que viene, como todo, de la infancia.

"Aunque mi madre tenía una vida bastante separada de la mía, se sentía y se declaraba muy unida a mí. Como tantas señoras de aquella época, participaba de la vida social y dejaba a su chico con la niñera." (10) Y el chico, que ni siquiera de viejo puede lamentar el desapego materno, aunque hace lo posible para que lo adivinemos (al desapego tanto como al lamento), vivió toda la infancia y parte de la adolescencia angustiado por la posibilidad del abandono. "En esa época, las noches en que mi madre salía, yo me atormentaba pensando que no volvería a verla." (11) La misma ansiedad y el mismo temor insoportables lo ganaban, según recuerda en los diarios, cuando en los viajes lo dejaban sólo en el cuarto desconocido de un hotel en París o en la casa de una abuela en Mar del Plata.(12) El más curioso de estos recuerdos obsesivos es el que traslada la inquietud de las noches infantiles a las tardes de adolescencia en las que corría a la puerta del cine para esperar la salida de la madre. "Yo sabía a qué cine había ido mi madre, pero si no la divisaba en seguida en la multitud, me entraba el temor de que hubiera ido al otro cine y de no encontrarla más. Todos los días de mi vida yo temía perderla. Debería estar un poco loco." (13) No parece raro que un adolescente de trece o catorce años se crea "un poco loco" porque no puede desprenderse de sus temores infantiles, pero es curioso que el hombre que se recuerda en él no ensaye ninguna interpretación más interesante, capaz de abordar también, aunque más no sea de un modo conjetural o imaginario, la responsabilidad que pudo haber tenido la madre –tal como él la recuerda- en la persistencia de esos temores. De tanto cuidado que pone en no parecer resentido, Bioy a veces parece demasiado ingenuo. Pero tal vez el espectáculo de la ingenuidad haya sido necesario para que al rememorar los años de infancia y adolescencia los fantasmas del desamor y el resentimiento pudiesen recorrer los recuerdos familiares sin complicar la memoria materna. Bioy recuerda que en los veranos su madre iba todas las tardes al cine y que lo había convencido de que, por razones de salud y adaptación al medio masculino, no convenía que él hiciese lo mismo. "Me hizo creer –siempre manejó bien mis esnobismos- que sentado en la oscuridad me convertiría en un niño pálido, tan gordo como débil, lo que era una desventaja, porque en la sociedad de los chicos rige la ley de la selva y los fuertes llevan una vida más tranquila. Yo me cuidaba mucho de ir al cine y, entre las seis y las ocho, extrañaba ansiosamente a mi madre." (14) Bioy no dice, porque eso pertenece a su intimidad y entonces no lo sabe, que su madre a veces era capaz de cualquier cosa, de engañarlo con las teorías más inquietantes, con tal de librarse de su compañía; no dice tampoco que el desinterés y el evidente engaño lo llenaban de ansiedad y temores, ni que el puntual espectáculo de su desesperación cada tarde, a la salida del cine, era también una forma de venganza. No lo dice, pero ese universo de afecciones íntimas, extrañas a la simplicidad y la liviandad con las que opera la memoria, se transmite en su relato sin que haga falta nombrarlo directamente. Las insatisfacciones y los enojos infantiles persisten y se abren camino a través de la escritura desapasionada en la que el adulto que rememora los sigue olvidando En esos momentos, demasiado pocos como para rescatar al libro en su conjunto, el relato autobiográfico roza lo novelesco –por el retorno de las aflicciones denegadas, no por un improbable acierto retórico- y el lector se recupera del tedio.

Exagerando un poco, para contrariar la moral de la sobriedad y la discreción a las que suscribe el memorialista, se podría decir que en la infancia de Bioy Casares las figuras del desamor y del engaño se sucedieron con frecuencia, y en más de una ocasión se trenzaron. Las Memorias son también un catálogo de las veces que el niño Bioy fue engañado por sus padres, ya sea con propósitos supuestamente benéficos, ya porque el engaño era la forma más económica de imponer la voluntad del adulto. Por un lado, están los engaños paternos, que en el colmo de la inocencia –una inocencia irritante, difícil de aceptar-, Bioy recuerda con agradecimiento: la vez que el padre, para infundirle confianza y quitarle temor, le hizo creer que había domado una petisa colorada y él repitió el relato de la hazaña a mucha gente; la vez que creyó que había convencido a un editor de que le publicase uno de sus primeros libros, sin saber que el padre, que lo alentó a que probase suerte, ya había arreglado por anticipado el pago de la edición. ¿Por qué agradecer la subestimación y la falta de confianza, el triste papel de niño rico con caprichos literarios que le deparó la trama paterna? Como sea, ninguno de estos recuerdos menoscaba el inconmovible amor filial al que Bioy rinde culto cada vez convoca la figura del padre. Por eso se puede decir, como lo señala con inteligencia María E. Mudrovcic, que su posición autobiográfica es "candorosamente anti-edípica: interroga el origen no para destronarlo sino para volverse a reafirmar en él".(15) Por otro lado están los engaños maternos, como el que le impedía ir al cine, y uno todavía más alevoso: la vez que le hicieron desaparecer un pomerania lanudo llamado Gabriel y quisieron que creyese que en realidad no había existido, que lo había soñado. El relato enlaza inmediatamente este recuerdo con el de la desaparición de otro perro, un bull-dog llamado Firpo, también por iniciativa materna. "Como todo bull-dog, parecía feroz y babeaba. El pobre Firpo, uno de los perros más fieles que tuve, soportaba mal mis ausencias y, buscándome, recorría la casa y echaba babas. Mi madre, que detestaba los perros y temía la rabia, de un día para otro lo hizo desaparecer. A lo largo de la vida, Firpo se me apareció en sueños, que más de una vez me dieron la ilusión de haberlo recuperado." (16) El inconsciente no olvida ni perdona, y el que actúa como uno de esos a los que el psicoanálisis le hizo bien lo escucha y se hace eco de sus reclamos, pero sin siquiera sospecharlo. Escribe en sus Memorias una conmovedora elegía por los perros perdidos mientras levanta un monumento invisible –para sí mismo, no para los otros- a las arbitrariedades y los abusos maternos.

El hombre simple y satisfecho vive de la continua negación de sus complejidades (y de su responsabilidad –agregará con razón el moralista- sobre las complejidades a las que somete la vida del prójimo). A Bioy le gusta presentarse como un "escritor satírico", que se ríe de lo que más quiere, "quizá en un secreto afán –conjetura cándidamente- de sentir que ese amor es desinteresado, puro".(17) Para desenmascarar lo que hay de idealización y mala fe en este modo de justificar la propensión a la burla y la irrisión, bastaría con recordar que el capítulo más logrado de las Memorias es el que cuenta las pesadillas que vivieron con Silvina en New York por culpa de su temible hermana Victoria. Si este capítulo es tan eficaz en términos literarios, si en él Bioy consigue lo que casi en ningún otro, construir un relato de acontecimientos vívidos, que atrapa y mantiene el interés del lector, es gracias a la fuerza con que el odio y el desprecio alimentan sus ironías. Victoria Ocampo se recorta como una de las pocas figuras del pasado de Bioy con presencia literaria, una de las pocas cuya evocación reanima el debilitado arte del memorialista, porque las incomodidades y el malestar a los que su nombre quedó ligado para siempre todavía reclaman venganza. (Algo semejante ocurre con las anotaciones que Bioy dedica en sus cuadernos de apuntes a Sábato y a Martínez Estrada: la escritura es más elocuente cuando recuerda anécdotas que revelan las imposturas y las miserias de estos dos colegas detestados que cuando evoca, limitándose a nombrarla, la dicha que deparaba la presencia de algunos queridos amigos.) (18)

"Me río de las mujeres –dice el escritor satírico- porque son los seres que más ocupan mi atención y con las que tengo más conflictos. No será porque no las quiero que mi vida ha transcurrido junto a ellas." (19) ¿No será? Y si no es, ¿por qué y ante quién aclararlo? Como cualquier hombre, Bioy sabe que en sus historias amorosas el fantasma de la madre se proyecta siempre, de algún modo, sobre las otras mujeres; como cualquiera, dispone de un relato que explica la forma que fue tomando a lo largo de su historia personal esa proyección infantil, un relato que en su caso es simple, ingenuo y con final feliz. Las mujeres llegaron a su vida para salvarlo de las angustias y las ansiedades que le provocaban el temor a que la madre no volviese. Las mujeres, que desde muy temprano fueron la esposa más la serie de amantes, lo curaron, por decirlo así, de aquella locura. Claro que hay otra versión del relato, conjetural y menos dichosa, que se puede leer en las entrelineas de las Memorias a partir de lo que los diarios vuelven manifiesto y obsesivo: al desapego y la desconfianza de la madre (20), Bioy habría respondido con el donjuanismo y una misoginia más o menos soterrada. El donjuanismo se manifiesta en la compulsión a ser amado por las mujeres –siempre en plural- y en la imposibilidad de amar a una sola. (21) En cuanto a la misoginia, mal disimulada bajo la remanida declaración de que prefiere la "sociedad de las mujeres" a la de los hombres, se despliega en una serie de reflexiones que recorren la totalidad de los diarios y que dicen siempre más o menos lo mismo: no haber podido vivir sin esos seres caprichosos e interesados fue la causa principal de sus infortunios. Cuando la reflexión cristaliza en máximas, según el gusto por las formas clásicas de este escritor satírico, tenemos especímenes tan ocurrentes como: "Las mujeres son como las venéreas de antes: por un corto placer, una larga mortificación.", o como este otro, igualmente ingenioso: "El hombre ama a la mujer; la mujer quiere el matrimonio") (22).

La salvación de la locura infantil por obra de las mujeres fue un proceso necesariamente ambiguo porque no pudo cumplirse sin la creación de lo que Bioy llama, ironizando, "formaciones de vida doliente": el resentimiento de las amantes que no podían tenerlo y el continuo temor de la esposa a ser abandonada. Bioy construyó la trama de su vida amorosa con los mismos afectos y pasiones que circulaban en la infancia alrededor de la madre, pero cuidándose en cada episodio de no quedar él (de dejar a otro) en el lugar del que reclama una atención amorosa imposible. Para ponerse definitivamente a salvo de este peligro, se expuso continuamente a los reproches y presiones de sus malqueridas, que fueron sus víctimas y sus devoradoras, y también, claro, se privó de amar en la única forma en la que el amor es posible, perdiéndose a sí mismo. En las historias que se pueden reconstruir a partir de las anotaciones del diario, las mujeres siempre son encantadoras y temibles aves de presa sujetas a una alternativa simple: conseguirlas / librarse de ellas. Como el diarista carece por completo de alguna forma de discurso amoroso –carencia que el lector lamenta sin consuelo-, se limita a comentar sus aventuras en los términos casi deportivos de un buen o regular desempeño, relativo siempre a la intensidad de los deseos femeninos ("Soy el amante que las mujeres hacen de mí. Un chambón con algunas; un diestro profesional con las que me exigen.") (23). Mientras las amantes pasan, después de ponerse puntualmente insoportables a los cuatro o cinco años de relación, la esposa permanece inmóvil en la casa familiar a la que siempre se vuelve para poder fantasear otra huida. En el previsible imaginario amoroso de Bioy, la esposa es una obvia figura materna (construida vengativamente como una inversión de la figura de la madre real: esta vez le toca a ella esperar a solas que el otro vuelva, vivir la continua locura del temor al abandono): la necesita, sin desearla, para poder desear a otras sin exponerse más allá del deseo de seducir. La presencia de la esposa-madre garantiza el límite, por eso lo tranquiliza y la conserva en su lugar, por lo mismo que le resulta, también ella, insoportable. El lugar que Silvina Ocampo ocupa en las Memorias es acotado y triste: Bioy, que no recuerda ni la historia de amor que alguna vez tuvieron, ni los buenos momentos de la vida matrimonial, la recupera, como a una madre comprensiva frente al hijo descarriado, en un solo gesto: "Un día en que le dije que la quería mucho, exclamó:

"- Lo sé. Has tenido una infinidad de mujeres, pero has vuelto siempre a mí. Creo que eso es una prueba de amor." (24) ¿Podemos imaginar algo más deprimente? Por si no fuésemos capaces, los diarios son generosos en el registro de lo patética e insufrible que se volvió la esposa-madre en la vejez: no perdonan sus estupideces cotidianas (pierde todo, habla sin sentido, mueve la cabeza sin parar), y mucho menos el encarcelamiento al que esposo quedó sometido por su enfermedad: por culpa de ella, no puede viajar como antes, y a veces ni siquiera ir al cine. (Lo que los diarios no registran –para eso está la memoria justiciera de la servidumbre- es que, por aquellos días, la esposa vieja y enferma tuvo que soportar, entre otras ruindades, que las amantes se enseñoreasen en su propia casa, con el consentimiento del siempre cortés y devorado Adolfito.) (25)

En un extensa entrada de Descanso de caminantes titulada "Mar del Plata", un buen capítulo de las memorias omitido por discreción, Bioy recuerda que "las amigas" a veces querían sacarlo de casa por la noche, pero que él trataba de rehuirse, "porque Silvina se ponía ansiosa, y porque trasnochar [le] dio siempre tristeza y miedo: quizá un sentimiento de culpa". (26) Es sabido lo económico que les resulta a los hombres simples confesar una culpa, entre otras razones porque siempre es otro el que carga con la peor parte, cuando se hace necesario disimular sentimientos y deseos que podrían haber quedado expuestos. La vida amorosa de Bioy Casares fue la de un temeroso don Juan que tuvo que ser también un esposo fiel, fiel a la casa que la presencia de la esposa volvía materna, para que las amigas no pudiesen hacerlo salir de noche. En casa se debe haber sentido seguro, pero un poco asfixiado y muy ansioso por saber si para las mujeres de afuera seguía siendo atractivo. Afuera, una vez consumadas sus módicas aventuras de seductor, es probable que sintiese un impreciso y arcaico temor a lo desconocido que lo empujaba a regresar. Difícil no imaginarlo yendo de un lugar a otro, prisionero de su inconstancia y sus infidelidades, traicionado por sus propias trampas. De a ratos verdugo, de a ratos víctima, por obediencia a las mismas e inconmovibles creencias infantiles. Más o menos como lo imaginó Elena Garro, con una ambigüedad perfecta, a través de un melancólico personaje de novela, como un don Juan impiadoso ganado por el sentimiento de ser, en cada conquista, "el hijo desdichado de [sus] mujeres". (27)

 

Alberto Giordano

 

 

NOTAS

  1. En Ivonne Bordelois, Correspondencia Pizarnik, Buenos Aires, Editorial Seix Barral, 1998, págs. 211-212..


  2. Adolfo Bioy Casares: Memorias, Buenos Aires, Editorial Tusquets, 1994, pág. 91.


  3. El 11 de noviembre de 1955, con una madurez crítica extraordinaria, si tenemos en cuenta que por entonces tenía sólo diecinueve años, Pizarnik anota en su diario un juicio sobre Bioy que el tiempo y las posteriores lecturas, seguramente, no habrán hecho más que confirmar: "Escribe muy bien. Pero hay algo que falla. Aún no he descubierto qué es. Quizá no lo encuentre, pero es una vaga sensación de falta de plenitud." (Alejandra Pizarnik: Diarios, Edición a cargo de Ana Becciu, Barcelona, Editorial Lumen, 2003, pág. 66).


  4. Judith Podlubne: "Fantasía, oralidad y humor en Adolfo Bioy Casares", en Silvia Saítta (Directora del volumen): El oficio se afirma, volumen 6 de la Historia crítica de la literatura argentina, Buenos Aires, Editorial Emecé, 2004, pág.212.


  5. En viaje (1967), Buenos Aires, Editorial Norma, 1996 y De jardines ajenos, Buenos Aires, Temas Grupo Editorial, 1997. Póstumamente se publicó una selección de sus diarios y cuadernos de apuntes bajo el título Descanso de caminantes. Diarios íntimos (Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2001). La edición de estos tres libros estuvo al cuidado de Daniel Martino.


  6. Adolfo Bioy Casares: Memorias, Buenos Aires, Editorial Tusquets, 1994.


  7. Jorge Panesi: "Bioy Casares: el amor del estanciero", en Críticas, Buenos Aires, Editorial Norma, 2000, pág. 266.


  8. En La intimidad, Valencia, Editorial Pre-Textos, 1996, pág. 55.


  9. En Fernando Sorrentino: Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1992, pág. 214.


  10. Memorias, ed. cit., pág. 27.


  11. Ibid., pág. 41.


  12. Cfr. Descanso de caminantes. Diarios íntimos, ed. cit., págs. 124 y 246.


  13. Memorias, ed. cit., pág. 42.


  14. Ibíd.


  15. En "Adolfo Bioy Casares y la ley del nombre", en Boletín/10 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, Rosario, 2002, pág. 144.


  16. Memorias, ed. cit., págs. 11-12.


  17. Ibíd., pág. 67.


  18. Ver Descanso de caminantes. Diarios íntimos, ed. cit., págs. 129-131 (Sábato) y 132-133 (Martínez Estrada)


  19. Memorias, ed. cit., pág. 68.


  20. Una madre temible, que nunca terminó de creer en los auténticos méritos literarios de su único hijo y que un día le advirtió que las mujeres lo estaban devorando. Así la recuerda Bioy en una entrevista, otra vez sin decir, ni acaso sospechar, el inevitable rencor que transmiten sus palabras. Cfr. Daniel Riera y Miguel Russo: "De vez en cuando se me ocurre una buena idea" (entrevista), en La Maga 19, 1996, pág. 4.


  21. "Una amiga dice que en el amor, las mujeres quieren al individuo (a un hombre, no a los hombres) y los hombres quieren a la especie (a las mujeres, no a una mujer en particular). En cuanto a mí, así nomás es." Descanso de caminantes. Diarios íntimos, ed. cit., pág. 187.


  22. Ibíd., págs. 115 y 413 respectivamente.


  23. Ibíd., pág. 137.


  24. Memorias, ed. cit., pág. 88.


  25. "Estaba también el hecho –recuerda la que fue ama de llaves de la pareja por casi cincuenta años- de que alguna amiga íntima de Bioy, que se había instalado en la casa cuando la señora se había enfermado de gravedad, planeaba con alguien más los viajes a Europa delante de ella. Silvina sufría horrores. La sensación que tenían esas mujeres era que Silvina ya no contaba." En Jovita Iglesias y Silvia Renée Arias: Los Bioy, Buenos Aires, Editorial Tusquets, 2002, pág. 146.


  26. Descanso de caminantes. Diarios íntimos, ed. cit., pág. 124.


  27. Elena Garro: Testimonios sobre Mariana, Buenos Aires, Editorial Mondadori, 1999, pág. 13. Se trata, como se sabe, de una novela autobiográfica en clave en la que Garro cuenta la historia de amor que la ligó a Bioy Casares a partir de fines de la década del 40.


 

 
 
 
 
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Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Jacek Malczewski, Death (detalle).