Hay un mérito en la carta de del Barco, algo que no puedo negar aunque, ya se verá, discrepe muy fundamentalmente con sus principios y consecuencias.
Estamos acostumbrados a ocultar nuestras faltas tras las notorias y escandalosas faltas de los otros: madres que llevaron (o permitieron que se lleven) a niños muy pequeños a Cromañon, se exculpan acusando a las autoridades, que son, desde luego, tan responsables como los empresarios; políticos populistas o de derecha, tanto da, confusos y vocingleros, quienes jamás pudieron concebir ni la sombra de un plan económico, acusan su ausencia en el gobierno; la izquierda, que no cesa de denunciar (y con razón) los males del capitalismo, se declara irresponsable del stalinismo y del derrumbe de la Unión Soviética, irresponsable incluso del curioso destino de China, que conduce la victoria de la economía de mercado –una economía de mercado militarizada(1), cabría aclarar– bajo la dirección despiadada del Partido Comunista, y también de la dirigencia cubana (oh, los maduros muchachos nostálgicos que se enternecen con los discursos de Castro, pero no tolerarían vivir ni dos minutos en la isla, salvo como ilustres embajadores culturales), que sólo busca subsistir.
No obstante, invertir esa tendencia mediante un acto de contrición, nos deja encerrados en el mismo círculo, solo que de otro modo.
Para decirlo sintéticamente, del Barco ha pasado de un fundamentalismo(2) presuntamente concreto, pero vuelto abstracto por su teleología –me refiero al marxismo y su causa final, la sociedad sin clases–, a otro abstracto, tan abstracto que no tiene otra realización que la más concreta de las autopuniciones.
Toda la carta está fundada en reversiones perfectamente recíprocas: la dictadura cometió crímenes, sin duda horrorosos; "nosotros", los "revolucionarios", también, aunque no hayamos torturado; no se puede admitir matar a los hijos de los otros y suspender ese principio cuando se trata de los propios. Llega, incluso, a otorgarle calidad explicativa al crimen, lo que es, por lo menos, ingenuo: el Imperio Británico lució espléndido y venturoso durante siglos, sin que los feroces crímenes cometidos en la India, hubieran socavado hasta muy tardíamente las bases imperiales y por razones que no son, o al menos no lo son en primer grado, las de la criminalidad. El acento constante puesto en la relación filial, termina por reducir la política a la familiaridad, disolviendo así el horizonte histórico en una suerte de piedad que imita la piedad eclesiástica.
¿Podemos desconocer – y mi pregunta es indiscutiblemente retórica –que el vínculo filial no sólo incluye el amor sino asimismo el odio y que así la consigna "no matarás" es tan tribal como la ley del talión? ¿Podemos desconocer que "amar al prójimo" también oculta la dimensión del odio y que si amo al prójimo –como a mí mismo, agrega el texto bíblico, agregado que no es un mero agregado–, lo inundo y aplasto con mi Bien?(3)
He dicho "abstracto" y lo repito; lo repito en el sentido hegeliano: es abstracto lo huérfano de determinaciones, tan huérfano que su concreción es oscura, confusa.
Hay muchas cosas inexplicables en la historia humana, esas cosas que el racionalismo progresista ha pasado por alto, no sin sufrir su resaca: es inexplicable el fondo de crueldad que habita el corazón del hombre, pero no lo es el "no matarás", que tampoco, como lo aserta del Barco, carece de explicación precisamente porque no es fundamento de la comunidad, incluso si admitimos que "comunidad" no equivale a "sociedad".
(El recurso a cierto procedimiento retórico oriundo de la teología negativa y que consiste en repetir un término pero con signo negativo –dios sin dios, fuerza sin fuerza, ser sin ser–, cumple, en este contexto, la función de salir del paso allí donde reina la perplejidad y el temor profundo de dejar las cosas en el punto en que el saber –nuestro saber– debería entregarse a su propia descomposición; un dios sin dios sigue siendo incomprensiblemente dios, lo que equivale a la definición del dios, la fuerza sin fuerza es la impotencia de la fuerza, el ser sin ser sigue siendo, misteriosa, irreductible, inescrutablemente, ser(4) ).
Empecemos por ésto: en la Biblia, "no matarás" es una máxima tribal; lejos de ser un mandato universal e irrestricto, remite al nosotros del grupo judío, ese nosotros que se funda, como cualquier masa (y esta sí es una monótona ley universal), en la discriminación e incluso en la segregación de los otros.
"No matarás a ninguno de nosotros que se comporte como un auténtico ‘nosotros’ ".
Así no hay contradicción entre admitir el "no matarás" como norma y respetar explícitamente la ley del talión. Lo que explica por qué en el Éxodo, tras la enumeración de los mandamientos y en particular el "no matarás" (cap. 20, v. 13) hay una serie de disposiciones entre las cuales se incluye la sanción de la ley del talión –cap. 21, vs. 24/25: "ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie…"–.
En el cristianismo se elevará la prohibición a ley universal, pero una vez más estará sujeta a múltiples restricciones.
Véase por ejemplo en la Suma Teológica de Santo Tomás (Secunda Secundae, q. 64), lo que se sostiene con respecto al homicidio.
El homicidio no es ilícito cuando lo comete la autoridad – el príncipe – y recae sobre el pecador; también es lícito cuando es cometido en defensa propia.
Igualmente (ib. II,II, q. 40) es lícito dar muerte a otro en el curso de una guerra justa.
Allí formula Santo Tomás consideraciones sobre lo que más tarde constituirá –Tomás Luis de Victoria– el derecho internacional público, tradicionalmente denominado derecho natural y de gentes.
No es posible, de este modo (y aquí quiero llegar), introducir ningún precepto ético válido sin juzgar su contexto de reversión condicional; quiero decir, el sujeto de la acción ética es también y constitucionalmente el objeto de la acción conflictiva y contrapuesta de otros, como lo comprobó con humor negro extremo el propio Sade.
Toda ética que no sea agonística, toda ética que no acoja en sí y para sí el conflicto de las éticas, la tensión entre el deseo y la voluntad, el choque de voluntad con voluntad, lo concreto de hombres diferentes, diferenciados, enfrentados, y no esa insulsez de un "otro" genérico, indeterminado, apto para moral de confesionario o de campus universitario, está echada a perder en tanto sustrae mi cuerpo y el cuerpo del prójimo, lo sustrae a sus determinaciones, más singulares que específicas: el cuerpo del otro como mujer, como hombre, como explotador, como explotado, como padre, como hermano, como rival, como amante, etc.
Si rechazo ese condicionamiento –es el punto crucial de la ética kantiana–, me expongo a la más feroz de las paradojas: una vez que he decidido incondicionalmente no mentir, tengo que denunciar a la víctima inocente cuando el asesino me urja a que diga la verdad; si he decidido no matar, tendré que ofrecer voluntariamente mi cuerpo al que viene a matarme.
La moral kantiana, aplicada, puede llegar a producir monstruos, entre los que con seguridad no se contaba el propio Kant, un hombre mas bien prudente, en el sentido mundano del término: pensaba todo lo que decía, pero no decía todo lo que pensaba; lo que no le traía graves problemas con el despotismo ilustrado de su época: enseñaba las doctrinas de Christian von Wolff, el protegido de Federico II, para no contaminar su propio pensamiento y toda su vida transcurrió en una apacible convivencia con el poder terreno.
Se me dirá: ¿Entonces la ética, cada vez que entre en concurrencia con la política, estará sometida al oportunismo ambiguo de la casuística o de las normas laxas adaptables a voluntad a cualquier circunstancia?
Pero la fuerza de la ética reside en la enunciación, no en el enunciado, algo que presintió Wittgenstein; sin embargo, la búsqueda de normas éticas tan claras que no necesiten del equívoco de la interpretación, conduce a los ejemplos conocidos hasta la saciedad de aquellos que en la búsqueda inclaudicable del Bien arrasan con todo.
En este sentido hay más sabiduría –lo que no implica la desestimación global de la ética de Kant, sobre todo de su exigencia sin duda fundada de la primera persona como fuente de aserción moral– en la frónesis aristotélica, la que conlleva simultáneamente las ideas de entereza o serenidad, rectitud, prudencia (en el sentido del reconocimiento de los límites y ya no de la mera cautela) y sagacidad, o capacidad para captar de golpe, rápidamente, lo esencial de una situación dada. Es decir: sentido del momento oportuno: kairós.
Nos llevaría muy lejos discutir tales cuestiones; baste decir, por ahora, que el abismo entre lo universal, objeto de sophia, y lo particular –la frónesis es disciplina de lo particular(5)– no puede ser colmado apodícticamente y que no hay norma ética alguna que pueda quedar al abrigo de los equívocos de la interpretación, lo cual no quiere decir que estemos sujetos al oportunismo o a la hipocresía e incluso a las ambigüedades canallescas, porque hay o debe haber principios, con seguridad, mas ellos desaparecen absorbidos por la frónesis de lo singular para reaparecer bajo formas constantemente cambiantes, aunque siempre reconocibles.
Que desaparezcan no quiere decir que no existan sino que son, a la vez, necesarios e insuficientes: el tiempo y las circunstancias de cada situación imponen límites que desbordan las previsiones, instrumentos y preceptos genéricos, aunque sólo con estos es abordable de modo inicial y terminal: empezamos con los principios y retornamos a ellos pero de otro modo, y ese modo sigue siendo, como diría el Estagirita, el modo de la contingencia.
Para volver a lo más inmediato, diría que no puedo elevar el "no matarás" a principio universal e incondicionado porque hay ocasiones en las que, siempre y cuando la muerte no sea ella misma el objetivo final buscado, la muerte de hombres es un mal necesario.
Tal el caso de las guerras justas y en particular las guerras contra el invasor.
Y si alguien menciona el principio kantiano de no tomar a los hombres como medios para el cumplimiento de fines, puedo decir lo que ya a esta altura es claro, clarísimo, aunque convenga enfatizarlo: el principio de no tomar a nadie por medio, nos hace a mí y a cuantos estén conmigo rehenes impotentes de cuanto canalla esté (pero, ¿hay alguno que no lo esté?) liberado de esta constricción.
No ignoro los límites de la posición que tomo. Por ejemplo, he mencionado la expresión “guerra justa”, uno de los temas favoritos del derecho natural y del derecho internacional positivo; uno de los temas que muestran cómo es imposible fijar de antemano y de una manera unívoca cuál es una guerra justa y cuál no lo es, aunque me esfuerce a la manera de Santo Tomás por distinguir y distinguir y distinguir.
No obstante, sí creo que hay un principio que puede formularse de manera general, un principio cuya excepcionalidad debe pensarse a la manera de Lacan; no una mera excepción a una regla, sino la excepción que por excepcionalísima funda los límites y los alcances de esta misma regla. Me refiero a la crueldad, no mencionada entre los mandamientos –quizá porque le estaba reservada al dios tribal llamado El Sadday o Elohim o Yahveh–, ni tampoco mencionada por Del Barco, aunque la haya evocado al mencionar el horror de la tortura.
Pero debe ser un principio que entre en tensión con lo que es sin ignorarlo, como suele hacer la actual filosofía política, la que cree que por usar palabras grandilocuentes – “utopía”, “deber ser”, etc– puede desentenderse livianamente de lo que es, de lo que los clásicos llamaban “naturaleza humana”, vocablo que podemos retener no para oponerlo simplemente a la cultura o a la historia en un esfuerzo sin duda trivial, sino para mostrar que hay en el hombre fuerzas irracionales cuya presencia puede medirse en sus efectos y causas secundarias sin que podamos, no obstante, reducir su causa última.
No hay duda de que la miseria y el despotismo acicatean la crueldad humana; no obstante, ella está presente en todas las épocas y en todos los contextos posibles. Podemos, en este sentido, trazar un arco desde el niño que por curiosidad arranca una a una las patas de la langosta hasta que al fin, aburrido, aplasta al insecto, hasta las prácticas institucionalizadas de tortura, trayecto en el cual hay indudablemente cambio de niveles, de valores y de significación, pero asimismo la sorprendente continuidad de un estigma tan palpable en su presencia como invisible en su raíz.
La suprema tentación: tener al otro en un puño y ser, aunque sea por un instante, dueño de su existencia.
Neutralizarla: la ética sólo puede aspirar a eso; eliminarla es un objetivo que nos llevaría de vuelta a la crueldad del Amo que cree saber perfectamente cuál es el Supremo Bien.
(Sabemos cuáles son los medios <insuficientes> para neutralizar ya no la mera violencia sino la crueldad, que es el goce de y por la violencia; desde condiciones de vida dignas<la palabra “dignidad” me parece insustituíble> hasta lo que en psicoanálisis llamamos “sublimación”, que no es ajeno a la transformación de las fuerzas destructivas en comienzo de objetivación y exterioridad; medios que, por supuesto, no se ubican en el mismo nivel ni poseen el mismo alcance, ya que el segundo sólo se puede ejercer con respecto a uno mismo. No menciono los ideales porque ocupan una posición en extremo equívoca, ya que si es cierto que una cierta saturación simbólica de los ideales sociales suele neutralizar la violencia y la crueldad de los grupos, una presencia excesiva de ellos, prácticamente imposible de balancear de antemano, puede conducir y de hecho ha conducido al ejercicio de la crueldad masiva.)
De otra parte, cuando apela a la sacralidad del hombre, ¿no es evidente que se lo mata no a pesar de que sea sagrado, sino justamente, porque lo es?
(Conclusión provisoria: sería mejor, mucho mejor, desacralizarlo.)
Y asimismo: hacer del “no matarás” un imposible que “es lo único posible”, además de consagrar como principio a la mistificación de la impotencia, confunde las cosas: es totalmente diverso mostrar a lo imposible como límite de toda acción posible, de superponerlo inmediatamente, de una manera renegatoria, con lo posible.
Todo lo cual conduce a una conclusión provisoria, que es el reverso de una crítica a Del Barco.
Aunque éste no ignora la diferencia entre el general Menéndez y Santucho, aunque, de modo particular, no desconozca la diferencia entre matar y torturar, juzga a los crímenes de ambos como especies de un mismo género; por lo contrario, creo que hay una diferencia irreductible entre dar la muerte al enemigo y torturarlo, por más repugnancia que pueda inspirarnos la primera actitud.
II
Pero no quiero utilizar estas consideraciones inevitablemente generales para eludir una definición con respecto a la violencia guerrillera argentina.
La guerrilla, en sus dos vertientes –la peronista y la marxista–, es heredera de ciertas características muy marcadas en la intelectualidad argentina que por convención llamamos “progresista”, las que provienen, en el fondo pero visibles para quien esté dispuesto a ver y escuchar, de esa tradición bien nominada como “despotismo ilustrado”. La socialdemocracia alemana la encarnó a la perfección con su partido burocrático de políticos profesionales inflamados por el culto a la ciencia positivista, y el leninismo, como es bien sabido, pese a sus críticas al ‘reformismo’ no innovó en este punto.
Y no hablo, si me refiero a nombres propios locales, ni de Aníbal Ponce ni menos de Juan B. Justo, sino de Ingenieros e incluso de Lugones, a quien seguramente nuestra intelligentzia no reconoce como uno de sus ancestros; a este último(6), es notorio que ha llegado y llega a execrarlo con sospechosa pasión. Es que a la izquierda criolla le repugna su espejo: la voluntad –habría que decir la extrema obcecación de la "voluntad revolucionaria"– de conducir los destinos del país desde la clarividencia, una clarividencia que sin oximoron podemos bien llamar ciega porque se nutre de la creencia de que se ha captado la raíz última de las cosas; –así todo se torna fatalmente despótico y hasta apocalíptico. En este punto la "pedagogía" puede terminar, fácilmente, en la pendiente del asesinato, no sin antes frecuentar la inquisición de la llamada "autocrítica" indudablemente suicida.
Desde luego, aquella época, la de la guerrilla era, aquí y en todos lados, una época redentorista. La actual, según nos alejamos de esos años, es –para decirlo de alguna manera–, realista, resignada y para algunos cínica; pero igualmente, en la medida en que a veces la caída de los ideales suele aportar cierta lucidez suplementaria, podemos apreciar cosas como el asesinato de Aramburu a manos de los Montoneros, ceremonia horrorosa que no sólo muestra, a través de la admiración por el general, la identificación con el enemigo cuyas virtudes se asimilan canibalísticamente, sino la clase de guerra que esperaba el grupo subversivo.
Pero no; ellos, junto con las FAR y el ERP, inflamados todos por la niebla redentorista, heroica, fatalmente apocalíptica, desconocían que poco a poco se iban quedando solos, a merced de fuerzas represoras que contaban con la pasiva complicidad de una población atemorizada, cuando no activamente a favor de ellas, desconocían que comprometían también a otros que se oponían a la dictadura sin compartir ni su estrategia ni su táctica y que favorecían, de tal manera, el derrumbe de la frágil resistencia civil.
Lo demás, no es necesario contarlo, al menos aquí.
Juan Bautista Ritvo
NOTAS
(1) En la portada de la revista dominical de El País de Madrid (16/1/ 2005) hay una foto impresionante de obreros, enfilados y en posición rígida, de una factoría de aparatos de aire acondicionado de Changsua, mientras cantan el himno de la compañía: "Amo a nuestros clientes y cumplo sus deseos".
(2) El fundamentalismo consiste en creer que la incondicionalidad de la demanda puede ser satisfecha; o para decirlo en términos menos técnicos (psicoanalíticamente) pero más técnicos (filosóficamente): en creer que el discurso y el absoluto pueden reunirse.
(3) Acabo de leer una falacia muy corriente en esta época: "…Si puede decirse que el asesinato, el odio, designan todo lo que excluye lo cercano…" (Derrida, J. Dufourmantelle, A.; La hospitalidad, de la Flor, Buenos Aires, 2000, p. 10). ¡Es al revés! Frente al mundo bienpensante Schopenhauer y Freud tenían razón: es la proximidad, la extrema proximidad la que hace que explotemos de odio. Cuando la ética ignora al psicoanálisis y a la antropología, cuando cree que puede postular un deber ser al margen de lo que es, caemos en estas idealizaciones.
(4) Quiero decir: el mérito de la teología negativa consiste en agotar la negatividad para que aflore una positividad tan irreductible como imposible de descontar de la negatividad que la transmite sin no obstante conocerla. Que no es lo mismo que reducir la negatividad a mera fórmula que de entrada impida el trabajo del pensamiento. Ahora bien, (sólo breve y casi elípticamente puedo referirme a ello la positividad que deja entrever la negatividad no es un más, sino un menos. No está más allá, sino más acá, más acá de todo lo que puedo saber. Como si dijera, se trata (apenas) de una metáfora: contemplo el mundo, contemplo su esplendor desde desperdicios microscópicos que me sitúan sin que pueda a mi vez captarlos. La idea del dios – fuera el que fuera el probable sentido (o sin sentido) de esta expresión – puede ser ilustrada por el trabajo de arquéologos o antropólogos que intentan imaginar las toneladas de basura que han terminado por levantar el piso de las ciudades modernas, más que por los dudosos esplendores de la angelología barroca.
(5) Ética a Nicómaco, 1142ª; la expresión griega que traducimos por "particular" es kath’ hekaston, que significa "cada uno, uno por uno, cada uno en particular". Traducirla por particular, aunque esté establecido así, implica un margen de equívoco notorio, ya que "particular", en lógica significa "algunos" y no "singular", que es a lo que apunta Aristóteles.
(6) Lugones, en sus fulminantes conversiones, tuvo una fugacísima fascinación por la Revolución Rusa; luego quedó cautivado por el fascismo.