Una ninfa
El aire que se desliza a ras del agua
cruzando el banco de arena,
roza los cuerpos expuestos a este sol
que empieza a declinar, incluido
el de la bañista que unos pasos más allá
descansa sobre una estera de juncos.
Diminuto vello rubio en su piel tostada
erizado se mece con la brisa
como un campo de trigo. El abundante pelo suelto,
las piezas del biquini mojadas,
mirando en dirección a esa isla más o menos yerma
que los nativos llaman, inescrupulosos,
El Paraíso... no la imagino
en otras circunstancias más deseable.
De todos modos, en lo que concierne a los dos,
proximidad y simultaneidad
no significan nada, lo mismo yo estuviese
fuera de este banco de arena, en la ciudad,
o ella perteneciese a otro tiempo,
cuando una ninfa descansando al borde un río
se exponía a que un dios la violara.
Alisos en la orilla
A la rama de un aliso
vienen a posarse las torcazas,
y esa aparición, ese idilio,
las aguas del río que bajan
corriendo hacia el delta,
las nubes de humo industrial,
el barro de la orilla, los juncos
están en el ojo de un pescado
que se pudre al sol.
Y cuando el viento cálido y suave
inquieta los alisos, las torcazas
como la aguja de un reloj
que al completar una vuelta marca,
para siempre, el fin de un minuto
y el comienzo de otro,
se espantan y dejan la rama.
La familia y la red de pescar
Un día de abril
fuimos a comprar pescado
a la costa, donde una gran variedad
de especies de río
era exhibida al aire libre.
Al bajar del auto,
viendo a esas mujeres de manos sucias
ante mostradores improvisados
con tablas y caballetes,
comenté a mi hermano Carlos
que por Cooperativa de Pescadores
me había figurado otra cosa:
paredes y un techo, una casilla de madera,
no con cámaras frigoríficas,
pero al menos con una heladera.
Subidos a un árbol y gritando
como chimpacés, tres chicos o cuatro
caminaban por las ramas, seguros,
cerca de unos viejos tejiendo
una red nueva y de mallas minúsculas
que colgaba a medio terminar
de un travesaño. Más allá,
cuajada en una masa de luz
y de reflejos, esa imagen
no del todo real: la de los pescadores
echando al agua o recogiendo
algo que no pudimos distinguir
y cuyo peso hacía tambalear los botes.
Y en determinado momento,
antes de que hubiéramos dado un paso,
disonante, la charla de las mujeres
que tajeaban la carne blanca
arrojando las vísceras en la arena
nos llegó, con la brisa,
como un anuncio de otro mundo,
en otro idioma.
Sobre la corrupción
Puede ser que
haya en cada forma un gesto, una cifra,
y que de las piedras se infiera
perdurabilidad, fugacidad de los insectos
y la rosa. Que perfumes,
sonidos, colores se correspondan,
o que arrojados contra los pinos
el viento nos haga una advertencia.
Incluso que cualquiera de nosotros
se crea sacerdote de estos y otros símbolos,
cualquiera capaz de convertir
lo concreto en abstracción, lo invisible
en cosa visible, lo familiar, lo inerte,
lo alejado en sus contrarios.
Sea o no esto así, de algo estoy seguro:
no me conviene interpretar mensajes en nada,
menos aun, en este momento,
descifrar lo que las rachas del aire
traen para acá –zumbido de moscas verdes,
hedor de pescados exangües
pudriéndose al sol sobre los mostradores
de venta, en la costa.
D.G.Helder